Algunas piezas de música clásica han quedado tan íntimamente asociadas con su empleo en productos comerciales de la cultura popular, que resulta imposible separarlas de ese uso. Es el caso del tema del segundo movimiento del concierto Número 21 de Mozart, utilizado en Elvira Madigan, un popular melodrama sueco, hasta el punto que ha sido designado comúnmente como el “Concierto de Elvira Madigan”, incluso en ediciones serias de música clásica, como es la Deutsche Grammophon Gesellschaft. Pero qué pasaría si, en vez de explotar con furor adorniano en contra de un cierto fetichismo musical comercializado, uno hiciera la excepción y se entregara abiertamente al placer culpógeno de disfrutar de una pieza musical que, si bien en sí misma carece de valor, deriva todo su interés de la forma en que fue utilizada por la cultura popular. En ese caso, mi candidata favorita sería la cantata “Storm Clouds”, presente en ambas versiones de The Man Who Knew Too Much (“El hombre que sabía demasiado”), de Alfred Hitchcock.
En 1934, cuando Hitchcock estaba preparando la primera versión, convocó a Arthur Benjamin (1893-1960), compositor australiano, pianista y director, para escribir una pieza musical destinada especialmente a la escena culminante en el Royal Albert Hall. El resultado fue la cantata “Storm Clouds”, compuesta sobre versos de D.B. Wyndham-Lewis y utilizada también en la remake de 1956, una de las obras maestras de Hitchcock menos valoradas.
Bernard Herrmann, quien tuvo la opción de componer una nueva cantata, encontró que la pieza compuesta por Benjamin era lo suficientemente buena como para la remake del film y declinó la invitación. En la nueva versión se puede ver al propio Herrmann dirigiendo la orquesta en la escena del Royal Albert Hall, en una secuencia de doce minutos de duración sin diálogo alguno, desde el inicio de la cantata hasta el momento culminante en el que el personaje de Doris Day lanza el célebre grito.
Si bien la cantata es una pieza ridícula del post-romanticismo kitsch, tiene más interés del que uno podría imaginar. Para empezar, vale la pena citar el texto:
Un terror susurrante llegó con la brisa
Y el oscuro bosque se estremeció
Y sobre los inquietos árboles, cayó un temor sin nombre
Y el pánico alcanzó a cada criatura de la selva.
Y cuando ya todos habían huido
Allí permanecieron los árboles
Alrededor de cuyas copas, gritando
Los pájaros nocturnos giraron y huyeron veloces
Liberándose de su atracción
Liberándose, las nubes de tormenta estallaron ahogando la luna menguante
Liberándose, la tormenta estalló al fin. [1]
¿No es esto acaso una mínima evocación de lo que Gilles Deleuze llamó un acontecimiento emotivo “abstracto”: una escena apacible, plena de tensión, que crece de manera incontenible y es finalmente liberada en una violenta explosión? Uno debería aquí recordar el anhelo de Hitchcock de dejar de lado todo recurso audio-visual para provocar emociones en el espectador en forma directa, a través de la manipulación de sus centros emocionales y neuronales por vía de un complejo mecanismo. Para decirlo en términos de Platón: Psicosis no es en realidad un film sobre seres patológicos o aterrorizados sino sobre la “abstracción” que implica la Idea de Terror, encarnada en individuos concretos y en sus desventuras. Del mismo modo, la música de la cantata no ilustra su contenido, y aún menos hace referencia a la narrativa cinematográfica; muy por el contrario, lo que directamente constituye es el acontecimiento emotivo en sí.
Es con este espíritu que el presente volumen debe ser leído: como un intento de despojar a los filmes de Hitchcock de todo su contenido narrativo, aislando así la intensidad de sus patrones formales. Por lo tanto, si queremos embarcarnos en una lectura sociocrítica seria de Hitchcock, debemos discernir la mediación social presente ya en este nivel puramente formal.