Hoy sabemos que el término bioética reconoce un origen que se remonta a la Alemania de entreguerras cuando en 1927 Fritz Jahr utiliza por primera vez el vocablo, apelando a la responsabilidad que le compete a la humanidad por el conjunto de lo viviente. A diferencia del cuño médico que Van Renselaer Potter le imprime al concepto en los inicios de la década del 70, para Jahr la bioética se apoya en los imperativos kantianos ofreciendo una mirada que hace del ser humano el eje de la salvaguarda de lo viviente, incluidos los animales y las plantas. (Sass, 2008, Lolas Stepke, 2007, 2008). [1]
Frente a esta duplicación del origen de un mismo término, separado uno del otro por cincuenta años y condiciones históricas y culturales, es posible plantear al menos dos interrogantes; el primero de ellos es común a ambos orígenes y parte del hecho de que, existiendo un campo con la tradición y consolidación conceptual, como el de la ética, qué razón sustenta el agregado del prefijo bio, tomado del griego bios, traducido como vida. El segundo interrogante se abre en la consideración de si se trata de dos orígenes, habiendo fracasado el primer intento, o si un nuevo contexto cultural reformu-la la noción anterior transformándola en un nuevo término.
La propuesta para este trabajo es abordar tales interrogantes, ubicando el contexto histórico-discursivo, para ordenar una lectura que permita comprender el momento del origen del término en la Alemania de Jahr, la diferencia con la época de Potter y ponderar estas diferencias.
La metodología para realizar el análisis será tomar, por una parte, el recorte de una producción perteneciente al campo de la literatura y otra al de la cinematografía, considerando que es posible detectar y recoger en estas expresiones aspectos relevantes de la subjetividad de una época; para luego articularlos con desarrollos de ámbitos académicos, en particular filosóficos, que serán la fundamentación teórica para argumentar algunas conclusiones.
Entreguerras
La novela “La montaña mágica”, escrita por Thomas Mann en el año 1924, se inicia con una curiosa presentación titulada “Intenciones del autor”; retomemos algunos de esos párrafos:
“Queremos contar la historia de Hans Castorp, no por él mismo (pues el lector ya llegará a conocerle y verá que es un joven sencillo aunque simpático), sino porque su historia, por ella misma, nos parece muy digna de ser contada (aunque en favor del muchacho recordaremos que esta es su historia, su peripecia, y que no cualquier historia le ocurre a cualquiera). Esta historia se remonta a un tiempo muy lejano; por así decirlo, ya está completamente cubierta de una preciosa pátina, y, por lo tanto, es necesario contarla bajo la forma del pasado más remoto.
Esto en principio, no es un inconveniente sino más bien una ventaja (…) y podemos decir que, cuanto más tiempo hace que pasó, más adecuada resulta para ser contada y para el narrador, esa voz que murmurando, evoca lo que érase una vez sucedió. Sin embargo, ocurre con ella lo mismo que ocurre hoy en día con los hombres; y por supuesto también con los narradores de historias: es mucho más antigua que la edad que tiene (…) tampoco el tiempo que pesa sobre ella puede medirse por las veces que la Tierra ha girado alre-dedor del Sol desde entonces. En una palabra, no debe su grado de antigüedad al tiempo; (…) debemos seña-lar que la extrema antigüedad de nuestra historia se debe a que se desarrolla antes del gran vuelco, del gran cambio que hizo tambalearse hasta los cimientos de nuestra vida y de nuestra conciencia… Se desarrolla (…) en el mundo anterior a la Gran Guerra, con cuyo estallido comenzaron muchas cosas que, en el fondo, toda-vía no han dejado de comenzar. (…)”
Si bien la novela cuenta con un volumen nada despreciable de páginas −930 en la edición de Edhasa de 2006− la estructura de su trama hace necesaria una anticipación planteada brevemente en una carilla y media, que instala al lector en una fractura temporal de la que ya no hay retorno. De esta manera la historia relatada adquiere la condición legendaria de un antaño que se escinde de la continuidad temporal la Gran Guerra. Por efecto de esta escisión, el tiempo en el que transcurre la narración se aproxima a la modalidad mítica donde el paso de los hechos tiene una lógica cíclica, marcada por el orden natural de las estaciones; donde los cambios son predecibles y ligados al clima. Esta modalidad se expresa en la armonía del conjunto de lo viviente y lo inanimado, en una jerarquía organizada desde la cima del hombre y su saber sobre el mundo. La catástrofe de la guerra deviene punto de inflexión a partir del cual la ilación de sucesos inscriptos en un conjunto de fechas conexas se interrumpe en el salto a una actualidad que no alcanza a constituirse como parte de la línea del tiempo, en tanto un pasado próximo y la idea de un porvenir esperanzado. Sincrónicamente, la espacialidad, representada por el territorio nativo, dejará de ser el paisaje conocido, para surgir ante los ojos extrañados de la humanidad como el lodazal de las trincheras que fueron las tumbas de muertes anónimas. La trama de la novela, que no descuida los minuciosos detalles característicos de la época de las grandes narraciones, se apoya en la analogía que brinda una historia que transcurre en un sanatorio para tuberculosos instalado en la cumbre de una montaña. El esplendor de la naturaleza y la magnificencia del hombre en su saber, son un punto de partida que, paulatinamente, en tanto avanza la narración, van eviden-ciando la corrupción que, al igual que la enfermedad, trabaja insidiosamente en el interior del cuerpo de los pacientes y en la ruptura de los ciclos predecibles del paisaje natural.
A partir de lo recapitulado en la novela de Tomas Mann, podemos comprender la conmoción en el campo subjetivo de lo que significó el horror de la Gran Guerra; para ampliar esta lectura agreguemos la categórica afirmación de Walter Benjamin, que en la cita que nos proporciona Giorgio Agamben en su libro “Infancia e historia” (2001), hace resonar el impacto de lo que significó el fin de la experiencia para el hombre: “(…) Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano”.
Giorgio Agamben en el libro “Lo abierto. El hombre y el animal” (2005) hace referencia a uno de los zoólogos más importantes del siglo XX, el barón Jacob von Uexküll, quien desarrolla sus investigaciones sobre el ambiente animal en la misma época en la que se escribe la novela de Mann y las palabras de Benjamin. Considerado como uno de los primeros ecologistas, coetáneo de la física cuántica y las vanguardias artísticas, Uexküll avanza sobre la teoría del Umwelt. Con este término alude al mundo-ambiente provisto de marcas sólo significativas para los animales, que debemos diferenciar del espacio objetivo en el que vemos moverse a los seres vivos, el Umgebung. Una de las principales consecuencias de su teoría es el rechazo al antropocentrismo en las ciencias de la vida y la consecuente caída de la imagen humana trasladada a la naturaleza. Donde, hasta ese momento, la ciencia clásica había construido la visión de un mundo único, integrado en la armonía del control del hombre, esta nueva perspectiva epistémica implica que el bosque de la hormiga no será el mismo que el de la mariposa y menos aún, el del cazador. Esta extraña partitura en la que se mueven cada uno de los mundo-ambiente de cada ser vivo, cerrados en sí mismos, poseedores de marcas pertinentes, funcionan ciegos los unos de los otros. Sólo el hombre está en posesión de una apertura al ser que le permite establecer las diferencias, pero esto, lejos de significar el alcance de una armonía sin perturbaciones, implica una permanente revisión de los pasos dados en el permanente devenir humano. A partir de lo considerado, se nos hace imprescindible establecer una distinción fundamental: la vida en relación a lo viviente, tiene otro estatuto respecto de lo humano, que sólo está abierto a la forma de vida o vida cualificada, que es efecto irreductible del lenguaje, fundador de existencia.
En la misma época, el director cinematográfico Fritz Lang, filma: “Metrópolis” (1927). Se la considera la primera película de ciencia ficción y un exponente del movimiento expresionista. La historia, ubicada en el año 2026, muestra una sociedad compuesta por dos castas, los obreros, encargados de sostener con su trabajo el funciona-miento de la gran Metrópolis y los intelectuales ocupados en desarrollar las estrategias de producción y control de los obreros. La espacialidad y el tiempo de cada una de estas castas quedan claramente diferenciados; los dirigentes y sus familias habitan en las alturas de rascacielos al sol y jardines edénicos, con el tiempo que transcurre sin apremios, entre juegos y festejos. La realidad de los obreros es el exacto reverso, sus casas ocupan los subsuelos, por debajo del emplazamiento de las máquinas que deben ser operadas ininterrumpidamente; su vida transcurre en la opresión de la oscuridad y los turnos que deben cumplir para mantener el sistema siempre activo. El recambio entre un turno y otro es presentado en una escena memorable, en la que vemos al conjunto de obreros que salen y al de los que entran, caminando cabizbajos y con el mismo paso, en una marcha lenta que indica la ausencia de expectativas; podemos agregar que es difícil establecer cuál de los grupos es el que ingresa y cuál el que egresa, las horas vividas en el trabajo o fuera de él no hacen diferencia.
En medio de esta dicotomía –que habrá que leer en términos de complementa-riedad de opuestos- hay dos personajes, pertenecientes cada uno de ellos a las dos castas, que serán los encargados de instaurar la condición mediadora entre los extremos, expresada en la frase: “entre las manos y el cerebro, el corazón es mediador”. Esta sentencia, tal como se la enuncia al inicio de la película, es el punto de inflexión a partir del cual se construye el argumento. Se trata, por lo tanto, de corregir la distopía como horizonte de una sociedad que tiene disociado el “cerebro” que piensa y dirige de las “manos” que obedecen y ejecutan. La mediación comprensiva del “corazón” apunta hacia la utopía de la comunidad organizada bajo la analogía que lleva a equiparar la anatomía del cuerpo humano con el corpus social. Está presente, además, la idea del cuerpo-máquina en su doble condición, como registro para cada cuerpo individual –específicamente en la figura de los obreros- y como modelo para el cuerpo social−.
El contexto político en el que puede ser inscripta la obra de Lanz, se corresponde con la idea de las biocracias, antecedente inmediato de la biopolítica, en tanto la noción de gobernabilidad se equipara a un modelo anatómico biológico.
Ponderando los diferentes aspectos con los que abordamos los tiempos en que Jahr promueve el término bioética, comprobamos por una parte, que la catástrofe de la guerra dejó al hombre inerme frente a la magnitud del horror que él mismo puso en acción, simultáneamente con la aparición de los movimientos de masa y el avance tecnológico; por otra parte, la evidencia que se inscribe en un campo del saber organiza-do como ciencia: los mundos de los vivientes permanecen ajenos a la apertura del hombre. Tal vez, esa misma condición conlleve la responsabilidad que le cabe al ser que puede interrogarse por sus acciones. De todos modos, esto no responde al agregado de la partícula bio, connotando a la palabra ética con una especificación que alude al conjunto de lo viviente. Podemos hipotetizar, sin apelar a comprender cuáles serían las razones particulares de Fritz Jahr, que esta especificación no es ajena al punto límite con que el hombre se confrontó, señalado en el fin de la experiencia de lo conocido para explicar los hechos del mundo; en este sentido también la ética parece haber quedado cuestionada como insuficiente para pensar el horror. Reformular el campo ético a partir del nuevo término, se puede leer como un intento de inscribir aquello que se suponía subyacente sin necesidad de ser mencionado: la vida en su sentido biológico.
Sin embargo debemos advertir que reclamar por la responsabilidad sobre lo vivo, hace lugar a una puesta en valor de esta categoría, en la medida en que la destrucción del orden natural reveló los efectos de una subjetividad degradada. Incluir como imperativo el cuidado de la vida –en su expresión biológica− puede ser interpretada como el recurso que aboga por hacer presente en el campo de la reflexión moral y ética el elemento que representa la evidencia vergonzante que se expresa en dos sentidos, en el de la destruc-ción natural y el de un cuerpo frágil y vulnerable. Esta inclusión podría plantearse como una manera, que se mostrará fallida, de recuperar la ilusión de una armonía natural con el hombre en la cima de la evolución natural.
Cincuenta años más tarde, cuando Potter vuelve sobre la necesidad de crear un campo de reflexión determinado por el término bioética –en una segunda fundación- el contexto social y cultural ha cambiado; a veinticinco años de la otra guerra mundial que ha vuelto a romper la escena humana con el horror, se suma la interrogación del campo médico ante el incremento fenomenal de los adelantos científico-tecnológicos y los límites de su utilización en el hombre. La gran diferencia de esta época radica en la consideración de lo que Michel Foucault –en 1972− denominó biopolítica, partiendo de la aseveración que define al cuerpo como un producto construido por la práctica discursiva biopolítica. Según su concepción, cuando el Estado opera la gobernabilidad (gouvernamentalité) sustentada en el control y cálculo sobre los cuerpos, se instituye lo biopolítico como forma del poder. Las condiciones que participan en lo específico de la biopolítica son: el individuo, en la medida que al ligarse a la noción de especie, cada individuo pasa a ser reemplazable por otro, asociado esto al liberalismo y su forma de producción en relación al mercado; la medicina, como el discurso que instaura saber hegemónico sobre el hombre, desconociendo el campo de la subjetividad al subsumir lo humano a la condición de viviente; por último y, al modo de síntesis entre los puntos enumerados, la población, que resulta un criterio de agrupamiento de los individuos en relación a un rasgo o condición (por sexo, edad, etc).
Por otra parte, es necesario incluir, para comprender cómo se construye el conflicto que lleva a propiciar la proclamación de la bioética, la noción de persona, tal como lo plantea Roberto Espósito en su libro “Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal” (2009). La idea central de su argumentación gira en torno a la concepción de persona, fundamentalmente en su acepción jurídica, en la medida que opera la no coincidencia entre lo que este término involucra y el cuerpo biológico. De este modo, la gran cuestión es, para los criterios liberales, que la persona es dueña de su cuerpo, por lo tanto al momento de decidir sobre intervenciones extremas sobre el cuerpo, surgen dilemas (bio) éticos respecto de quién puede arrogarse la potestad de resolver.
Puestas en escena las variables que intervienen en el análisis de la existencia del término bioética, sobre su pertinencia en generar un recorte sobre el amplio campo de la reflexión ética, concluimos pensando que cada vez vuelve a imponerse en una insistencia sintomática de lo que intentando resolver un padecimiento sólo muestra el punto de falla, la subjetividad no puede reducirse al viviente.
Referencias:
Agamben, G. (2005) “Lo abierto. El hombre y el animal”. Pre-textos, España.
Agamben, G. (2001) “Infancia e historia”. Adriana Hidalgo, Buenos Aires.
Foucault, M. (2006) “El nacimiento de la biopolítica”. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
Lanz, F. Película “Metrópolis”. Alemania, 1927.
Mann, T.: (2006) “La montaña mágica” Edhasa, Buenos Aires.