A partir del cuento La zarpa de mono de W. W. Jacobs, el autor despeja las coordenadas propias de lo
siniestro y su relación con el afecto de angustia. Esta vía le permite una aproximación al registro de lo
real en su carácter de imposible y a la función de la realidad como marco indispensable para la afirmación
subjetiva.
¿Qué es lo que permite discernir, establecer la diferencia, entre lo angustiante y lo
siniestro? Esta es la cuestión que guía todo el desarrollo del artículo de Freud Lo siniestro
de 1919. [1] El empleo riguroso de ese término, sostiene Freud, estará acompañado por
la determinación de las circunstancias particulares en que se produce y por el
reconocimiento en él de un núcleo particular.
Freud toma como punto de partida la afirmación siguiente: siniestro sería todo lo
que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado. Asimismo, destaca
la ambigüedad de esa palabra, que acaba por confundirse con su antítesis.
Se trata,
podríamos decir, de lo que es familiar, íntimo, apacible, abrigado, confortable, hogareño,
y que es susceptible de alcanzar el punto preciso de tornarse extraño, inquietante, u
horroroso.
Medio siglo más tarde, Lacan encuentra en lo siniestro una clave absolutamente
indispensable para precisar el concepto mismo de la angustia. Así como abordó el
inconsciente a partir del chiste, definirá la angustia a partir de lo siniestro.
“El campo de
la angustia está enmarcado,” subraya en su seminario del año 63. “Hay angustia cuando
en ese marco aparece aquello que ya estaba, mucho más cerca, en la casa.
El fenómeno de
la angustia consiste en el surgimiento de lo heimlich en el marco.” [2] En la angustia, el
núcleo no llega a manifestarse. La vigencia del marco garantiza la protección frente a lo
real. Si, por el contrario, el marco se desequilibra, si sus límites son franqueados, surge el
riesgo del encuentro con aquello que no se puede sino evitar. Esa desintegración de la
estructura imaginaria afecta al sujeto con una singular sensación de extrañeza y sacude su
convicción de un cuerpo propio.
En lo que sigue, intentaremos aproximarnos a esa inquietante extrañeza. Como vía
para nuestra investigación, y tal como lo recomienda el propio Freud, nos valdremos de
una ficción literaria. En la ficción –postula Freud – lo siniestro se demuestra más
claramente; se presenta de manera más estable como consecuencia de una mejor
articulación. [3] Un verdadero clásico del género fantástico, La pata de mono (The
monkey’s paw), escrito en 1902 por el inglés W.W. Jacobs [4], nos introducirá de lleno
en esa fisura minúscula –como la define Roger Caillois–, imperceptible y dudosa, pero
suficiente para dar paso a lo aterrador. En ese intervalo nos detendremos para intentar
elucidar en la experiencia de lo siniestro el carácter de su compromiso afectivo y su
localización como margen topológico.
La escena que abre el relato es francamente apacible y hogareña. Afuera la noche
es fría y lluviosa, pero en la casa de la familia White y el fuego arde vivamente. En la
pequeña sala, padre e hijo juegan al ajedrez mientras una anciana señora teje
plácidamente junto a la chimenea. El dueño de casa espera la visita de un amigo que
acaba de llegar de la India. A pesar del mal tiempo, el invitado acude a la cita y esa noche
el pequeño círculo de la familia White disfruta del relato de sus peripecias:
-¿Qué era esa zarpa de mono de la que empezó a hablarme días pasados?
-pregunta el viejo.
-A primera vista, no es más que una vulgar zarpa de mono momificada.
Un viejo faquir la hechizó de manera que tres hombres distintos pudieran
formularle tres deseos. Los tres deseos del primer hombre se cumplieron;
no sé cuáles fueron los dos primeros, comenta el sargento, pero la tercera
vez deseó la muerte.J [5]
El visitante ya los ha formulado para sí mismo anteriormente; por lo tanto, la pata de
mono ha dejado de servirle. A pesar de su resistencia, los White logran convencerlo para
que se la deje. El preocupado dueño termina por ceder:
-No sé qué pedir, no se me ocurre –comenta el señor White luego de que su
invitado se ha ido. – Creo que tengo todo lo que necesito.
-Si pagaras la hipoteca de la casa, serías completamente feliz, verdad –
sugiere el hijo Herbert poniéndole la mano en el hombro-. Bueno, pide
doscientas libras. Es justamente lo que necesitas. [6]
Mientras Herbert, con solemne expresión, desmentida por un guiño dirigido a su madre,
se sienta al piano y toca unos acordes majestuosos, el anciano, avergonzado de su propia
credulidad, pide en voz muy clara: - Quiero doscientas libras.
A la mañana siguiente, Herbert se despide rumbo a su trabajo. Pasado el mediodía
la señora White advierte fuera de la casa a un desconocido que no se decide a entrar. Lo
hacen pasar, está muy inquieto. Permanece unos instantes en extraño silencio:
-Vengo de la compañía Maw y Meggins.
-Estoy seguro señor –dijo el señor White con expresión anhelante- de que
no nos trae malas noticias.
-Lo siento.. Su hijo fue gravemente herido, pero no sufre. Lo atraparon
las máquinas.
-Lo atraparon las máquinas –repitió el señor White aturdido- Sí, ya veo.
Permaneció mirando por la ventana, con los ojos vacíos, estrechando
entre las suyas la mano de su mujer, como solía hacerlo en los días de su
noviazgo, casi cuarenta años atrás.
-Era el único que nos quedaba –dijo, volviéndose hacia el visitante- Es
duro.
La cara de la anciana estaba blanca, sus ojos fijos, su respiración no se
oía.
-La empresa niega toda responsabilidad en el accidente, pero
considerando los servicios prestados por su hijo le remiten una
determinada suma a modo de compensación.
El señor White dejó caer la mano de su esposa y poniéndose de pie miró
al visitante con expresión de horror. Sus labios secos articularon un par
de sílabas.
-¿Cuánto?
-Doscientas libras –fue la respuesta.
Sin oír el grito de su esposa, el anciano sonrió vagamente, alzó las manos
como un hombre ciego, y se desplomó inconsciente sobre el piso. [7]
En el apacible escenario en que transcurre la vida de los White hace su entrada un primer
visitante. Aunque no pertenece a la casa, su visita está anticipada desde los primeros
tramos del relato. No es un visitante habitual; pero, si bien su condición de extranjero lo hace en cierto modo hostil, se trata de lo hostil, pero atenuado, admitido. Trae consigo la
zarpa de mono, que también era esperada por el anfitrión. El señor White ve en ella la
oportunidad de cumplir un postergado anhelo y pide doscientas libras para pagar la
hipoteca de la casa. Un anhelo sin duda bastante ingenuo, como la mayoría de los
anhelos.
Al día siguiente llega a la casa otro visitante. Esta vez se trata de un desconocido
que aparece de manera imprevista. Es portador de una noticia también inesperada. El
desarrollo de la escena confirma magistralmente qué disposición adopta uno ante lo
inesperado; cómo lo inesperado se revela como espera ya esperada. Como espera ya
esperada, pero sólo cuando finalmente llega.
Así entonces, la noticia se anuncia dentro del campo de la espera, y precipita al
sujeto en la angustia. La angustia, en tanto corte indispensable para que el significante
horade su surco en lo real. El señor White está trastornado; víctima, podríamos decir, de
la enojosa certeza en la que la angustia se sostiene. Pero el marco permanece aún allí.
El empleado de la fábrica le informa sobre la indemnización. El corte, entonces, se
abre y cuando el señor White alcanza a preguntar ¿cuánto?, se confirma un horroroso
presentimiento, que antes que presentimiento de algo, anuncia lo pre del sentimiento; es
decir, aquello que antecede a todo sentimiento. Súbitamente –circunstancia característica
del momento de aparición de lo siniestro– se produce una fisura que da lugar a una
insoportable irrupción.
Doscientas libras. Es esta cifra la que presentifica la dimensión, el lugar de lo
siniestro. Doscientas libras se encuentra enclavada, podríamos decir, en un entre-dos.
Abre el camino, se introduce en ese entre-dos que funda la correspondencia de lo interior
y lo exterior. Entre-dos que, en el campo de la significación, se transforma en siniestra
ambigüedad. [8]
Al recibir la noticia de la muerte del hijo, el señor White permaneció mirando por
la ventana, con los ojos vacíos. Cuando oye la compensación que le ofrecen, alza las
manos –destaca el relato- como un hombre ciego. La angustia se manifiesta así en el
campo de la visión. La visión del señor White se ha vuelto ciega. Y se anuncia aquello
por lo cual él es mirado. La mirada encarna, en el campo escópico, el callejón sin salida
de acceso a la Cosa. Más allá de la apariencia no se revela la Cosa, encontramos la
mirada. La noticia del accidente de Herbert hace tambalear la trama imaginaria en la que
su padre se sostiene. El Otro lo ha privado, le ha arrancado su mirada. Entonces, cae al
piso, inconsciente.
El señor White se confronta con lo siniestro; con lo que nunca pasó por las redes
del reconocimiento. No se trata entonces de algo a lo que podrá habituarse tarde o
temprano, mejor o peor, sino de lo que retorna como inhabitante; no es tampoco la
sorpresa o la inquietud de lo inesperado o lo inhabitual: se trata del riesgo de lo
inhabitado.
Una semana después del entierro, el señor White se despierta en medio de la
noche asustado por los gritos de su esposa:
-¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡La zarpa de mono! Sólo le hemos
pedido uno de los tres deseos. Búscala y pide que nuestro hijo regrese.
El viejo la miró. Su voz temblaba.
-Hace diez días que está muerto y además ...no quise decírtelo antes, pero
yo sólo pude reconocerlo por sus ropas. Si antes era demasiado terrible
para ver, ¿qué será ahora?
-Tráelo – gritó la anciana arrastrándolo hacia la puerta - ¿Crees que
tendré miedo del hijo que he engendrado?La cara de la señora White estaba blanca, expectante, antinatural.
-¡Pide!, exclamó. El levantó la zarpa.
-Deseo que mi hijo vuelva a la vida. [9]
El relato nos había llevado al terreno de lo entrevisto, a cierto corte en el campo visual.
Ahora nos sitúa a nosotros lectores, junto a los protagonistas, ante una puerta que podría
abrirse más allá de lo visto. Un pudor extremo, radical, amenaza ser traicionado
dejándonos sin resguardo ante lo real.
Llamaron a la puerta de calle con un golpe tan quedo y cauteloso, que
era apenas perceptible. El señor White se quedó inmóvil, con el aliento
suspendido, hasta que se repitió el llamado. Entonces dio media vuelta,
huyó precipitadamente a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó el tercer
golpe. [10]
Suenan tres golpes. Los característicos tres golpes que en un espectáculo anuncian que el
telón se descorre. Es un momento de angustia, pero .fugaz, rápidamente desvanecido. En
cambio, esos golpes que, entre bastidores, introducen el desarrollo de la escena, en el
hogar de los White amenazan el propio decorado.
-¿Qué es eso? –preguntó la anciana. Se sentó en la cama, escuchando.
Un fuerte aldabonazo repercutió en todo el interior de la casa.
-¡Es Herbert! –gritó- ¡Es Herbert!
-¿Qué vas a hacer?
-¡Es mi hijo, es Herbert! ¿Por qué me sujetas? Suéltame. Debo abrirle la
puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar –exclamó el viejo temblando-
-Tienes miedo de tu propio hijo –gritó ella, forcejeando- Suéltame. ¿Ya
voy Herbert, ya voy! [11]
Arrasada por el dolor, la señora White se muestra dispuesta a recibir a su hijo aunque
retorne literalmente como carne de su carne, como mera extensión de su ser ¡cómo puede
temer al ser que ella engendró! Surge entonces, en su marido y al unísono en el lector, el
horror propio de la inminencia de lo real. Lo que este relato pone magistralmente en
escena es el costado real del amor maternal. Muestra lo real del amor de una madre ante
la muerte de su hijo. El horror que nos transmite es el de un amor fundado solamente en
lo real.
El señor White, de rodillas, busca a tientas en el piso, desesperadamente, la zarpa
de mono. Oye el chirrido del cerrojo abriéndose lentamente; en ese momento logra
encontrarla y frenéticamente murmura su tercer y último deseo. Los golpes cesan
bruscamente y oye el ruido de la puerta que se abre. El gemido desconsolado de su esposa
le dio fuerzas para correr junto a ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y
tranquilo.
El final del relato nos mantiene cautivos en la realidad del paisaje. De tal modo, el
mundo permanece como omnivoyeur. Quedamos a salvo de la irrupción del ojo que, en
adelante, nos mirará desde todas partes, bajo la universalidad del ver.
Autor
Daniel Zimmerman es médico psiquiatra y psicoanalista, miembro de la Escuela
Freudiana de Buenos Aires, Argentina. Autor de Ficción y Fantasma; Contornos de lo Real y co-autor de La angustia en la dirección de la cura; Psicoanálisis y Cine; La
intervención psicoanalítica en las psicosis y numerosos artículos en revistas
especializadas. El autor es también editor de ElSigma.com.
danzimm@hotmail.com
Referencias
Freud, S. (1909/1973). Lo siniestro. En Obras Completas. Madrid, España: Biblioteca,
Nueva.
Lacan, J. (1962-63, inédito). Seminario 10, La angustia.
Jacobs, W. W. (1976). La zarpa de mono. En Rodolfo J. Walsh (Ed.) Antología del
cuento extraño. Buenos Aires, Argentina: Hachette.