Actualizado en  octubre de 2024   

Volumen 3
Número 1

Marzo 2007 - Agosto 2007
Publicación: Marzo 2997
Totalidades


[pp. 40-42]

Un extraño lugar en La Terminal

Carlos Gutiérrez
Romina Gabriela Galiussi

Al trabajar, la multitud se produce a sí misma como singularidad. Esta singularidad es lo que establece un nuevo lugar en el no lugar del imperio, una singularidad que en realidad es el resultado de la cooperación, que está representada por la comunidad lingüística y que se desarrolla en virtud de los movimientos de hibridación.
M. Hardt y A. Negri.

Viktor Navorski llega a los Estados Unidos de América, en calidad de turista. Durante el viaje, en Krakozhia –su país de origen– se produce un golpe de Estado que destituye al gobierno. Una guerra civil se desata dejando abierto y sin resolver el estatuto formal del nuevo Estado. Una vez en el aeropuerto John F. Kennedy, le informan, en un idioma que él no comprende, que su pasaporte carece de validez porque está expedido por un país que ya no existe. Él era ciudadano de Krakozhia pero, como Krakozhia ya no existe, él no es más un ciudadano. En consecuencia, no podrá trasponer el límite de frontera que lo haría ingresar a los EE.UU.

Así, deberá permanecer indefinidamente en esa terminal de aeropuerto, a la espera de una autorización para ingresar a un país cerrado para él, sin el idioma que le permitiría vincularse con otros, en un sitio globalizado hasta el extremo de la indiferenciación y casi sin referencias, que no sean las de circulación. Es decir, un no lugar, ya que éste no es interior ni exterior al país, en tanto constituye un borde sobre el que Navorski vivirá en un tiempo suspendido, en una infinitud de vacío. Exactamente como lo señala el funcionario del que depende su destino: cayó en una grieta del sistema.

Como lo muestra el afiche ícono del film, el protagonista se encuentra rodeado de una multitud que va y viene, absolutamente solo en la muchedumbre, desorientado, procurándose las más elementales condiciones de vida doméstica: dormir, bañarse, algo de comida, incluso un empleo informal.

¿Cómo pudo soportar esta situación Viktor? Podemos encontrar la respuesta por dos vías: el lazo con otros y, posiblemente, sostenido en una misión encomendada por el amor hacia su padre: conseguir la firma de un músico de jazz que toca en Nueva York, esa ciudad que se muestra nevando detrás de las grandes puertas de vidrio: el límite de frontera entre un lugar en el mundo y esa grieta en la que vive.

Es francamente lamentable que el realizador haya utilizado para su obra un tono de comedia que tiende a liquidar –y en gran medida lo consigue el eficaz Spielberg– el dramatismo de una situación que ha sido tomada de una circunstancia verdadera (¿No es curioso que Spielberg haya omitido el nombre del país real y eligiera un nombre ficticio como Krakozhia? ¿Quizás para evitar una eventual censura o molestia que podría suscitar en el país de origen?).

En efecto, este film es la puesta en escena de aquella situación genuinamente vivida por alguien que cayó en esa zona gris de indiferenciación casi absoluta, que cada vez se presenta con mayor fuerza y frecuencia y que tan extensamente ha trabajado el filósofo Giorgio Agamben: el funcionamiento de una zona de exclusión que hace de aquellos que caen en ella seres a disposición de la potestad del soberano.

En este caso, es el pequeño burócrata que lo hostiga con sus cámaras de seguridad, que lo persigue con la policía aeronáutica para hacerle la vida imposible en ese sitio. Pues sí, la vida es imposible en ese lugar en el que se ha producido el despojo de todas las marcas jurídicas que pueden hacer de alguien un ciudadano: las marcas de lo humano en nuestro tiempo. Y todavía hay otra privación que pesa sobre él: Viktor también habita –como los deportados de los campos de concentración– un ruidoso silencio de voces que no comprende; en ese otro vacío, el de la palabra.
Sin patria, sin documentos, sin visa; a espaldas de la ley y la palabra, es un extranjero en el sentido más radical del término: extraño a toda referencia simbólica en la que alojarse.

Precisamente, ¿qué chances le quedan a Viktor para hacerse una vida en ese lugar? Es lo que motiva su pregunta al policía con el que debe tratar: ¿Qué puedo hacer acá? El policía, antes de abandonarlo, le responde: Lo único que puede hacerse aquí, comprar. Como se ve, le ofrece un único camino, ser nada más que un consumidor (¿es ese un lugar humano?)

Por un tiempo Viktor buscará colarse por la estrecha ventana de esa invitación al vasto mundo del mercado y deambula entre las hamburguesas de Burger King y los finos trajes de Hugo Boss (horribles avisos comerciales que el realizador introduce en el film, apenas disimulados por el contexto necesariamente mercantil que señalamos). Pero eso sólo durará un tiempo. Viktor, laboriosamente, consigue producir lazos con los trabajadores del aeropuerto, la mayoría también extranjeros. Es decir, un lugar en el que la convivencia multicultural muestra el señuelo de la diferencia para configurar un sitio casi idéntico a cualquier otro en el mundo: relaciones multiculturales en una multitud que sólo puede constituir una singularidad si se dispone a ello.

Es interesante detenerse en una circunstancia: el funcionario del que su vida depende, es un escrupuloso observador de la ley y no decide nada que ésta no contemple. Es el celoso guardián de una legalidad que tiene a Navorski en ese stand-by perpetuo. Ahora bien, cuando Viktor se abre posibilidades saliendo del sitio destinado (aun cuando permanezca físicamente en él), el funcionario se ocupará de crear normas que se lo impidan. No es un dato menor. Es precisamente el agujero de la ley lo que tiene tomado a Víctor y que hace de él un habitante permanente de la grieta; destinado a no bajar de ese avión que abandonó un país que ya no existe y que no consigue aterrizar en otro que nunca lo recibe. Pasajero de la nada, su vuelo tiene como destino ese estado de excepción que lo tiene tomado. En ese vacío de la ley, la norma del burócrata que hace imposible la vida, es la señal de la arbitrariedad a la que Viktor está expuesto.

Ahora bien, ¿qué alcance darle a este film cuando trata un tema de esta naturaleza? El diálogo entre ese burócrata y su jefe –un hombre mayor, a punto de retirarse y cederle su puesto– es sumamente interesante para situar la obra del realizador. Su jefe le señala que es demasiado estricto con la ley y que no debe olvidar que, por encima de todo, los EE.UU privilegian la compasión. ¿Será la que reciben los musulmanes detenidos por un decreto presidencial en la base militar estadounidense de Guantánamo, hecho prisioneros sólo por ser sospechosos de eventuales acciones terroristas? ¿Será por compasión que esos ex-ciudadanos de algún lugar sufren una detención indefinida y sin abogados defensores por el decreto arbitrario del soberano que los ha privado de todo derecho? ¿No es éste film un enmascaramiento ficticio de una responsabilidad que se busca disimular? La sugerencia ideológica, tan cara al director del film, llega al punto de invitar a un equívoco, el que haría creer que, en esta historia, todo el problema reside en la ridícula estrechez de ese personaje que busca cumplir la ley al punto del patetismo.

Uno de los más interesantes aspectos de este film reside en cómo presenta el pasaje desde ese no lugar a hacerse un lugar en él. A pesar de los enormes problemas que debe enfrentar, Viktor, con sus diferencias a cuestas, consigue hacerse un sitio en ese borde atópico. Se procura un lugar fuera del comercio ordinario, en el contacto más sencillo, en un trabajoso diálogo con el poco inglés que aprende. Es decir, reconociendo a los otros por fuera de la circulación mercantil en el que los hombres son también mercancías que se intercambian. Funda así un lazo social al margen del consumo, ofreciendo la ocasión para pensar el estatuto ético del sujeto contemporáneo en la época del capitalismo globalizado cuya consecuencia es la pérdida de referencias, la fragmentación y la pulverización de los lazos.

¿Hasta qué punto llega la desterritorialización, principal efecto de la globalización en la cultura, borrando y volviendo anónimas las diferencias, liquidando los márgenes o bordes para la constitución de una singularidad? ¿Hasta qué extremos de contradicción llegará esa globalización que facilita el libre tránsito de los capitales por todo el orbe y a la vez impide –con toda crudeza– el libre desplazamiento a los que contribuyen a producir ese dinero? ¿No constituye un problema ético fundamental de nuestro tiempo dilucidar estas condiciones y mostrar la posibilidad para otra salida? Pero, ¿es acaso eso lo que la obra que analizamos produce?

Hollywood es una inmensa maquinaria ideológica que no pocas veces ha dado obras maestras. En muchas otras, es el laboratorio de productos químicamente puros, en los que la lección de buenas costumbres, la moraleja y el contrabando ideológico exceden por mucho la ostentación de la bandera. Esa fábrica de productos políticamente correctos tiende a transformarlo todo, haciéndolo homogéneo a la lógica en la que se sostiene.

Como en esta obra de Spilberg, en la que casi no pueden reconocerse las coordenadas kafkianas del problema del que parte. De este modo, la Babel de las lenguas es sólo una confusión graciosa; la estructura de la ley, un gesto pícaro del guión; la arbitrariedad del soberano, un personaje ridículo y terco; el desencuentro humano más severo, un flirteo inconcluso con una azafata; y una tragedia cada día más extendida, comedia de enredos con happy end y música adecuada. Todo ello configura un producto tan eficaz que el film logra, en gran medida, esconder todo lo que muestra.

De tal modo, la amarga tragedia que viven los expuestos a la arbitrariedad del soberano se transforma en un dulce bocado para ser consumido en todos los países en los que el film se distribuya, con la sola excepción de Krakozhia.



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