Demi Moore está instituida como mujer hermosa, como objeto de deseo, como imagen para el universo de la sexualidad. La película procede a abolir paulatinamente todo eso. Las películas de Ridley Scott trabajan siempre sobre un eje: las lealtades extrañas entre dos. La tesis latente es: nadie puede subjetivarse sólo, y en esa relación de diferencia se produce la subjetivación.
En Hasta el límite, una mujer oficial de marina es convocada a una experiencia de entrenamiento sumamente rigurosa. Es una película de marines, pero eso cae inmediatamente. Más bien, es la situación dentro de la cual pasa algo. Lo que pasa es otra cosa. También hay cierta tematización ligada al feminismo y al derecho de una mujer a hacer una experiencia particular. Pero también esto cae. Sin embargo, no tan inmediatamente.
En el entrenamiento hay un conjunto de individuos de los cuales forma parte una mina que se llama Jordan O’Neill. Es absolutamente sorprendente la presencia de una mujer en un terreno en principio completamente masculino. Se trata de la guerra, un terreno en principio masculino. Pero además se trata de un entrenamiento ligado con las experiencias físicas más extremas. Es decir, con la capacidad aparentemente viril de soportar el dolor y el sufrimiento. Esto como buen supuesto también está dispuesto a caer.
Según la subjetividad instituida, la virtud guerrera es masculina. El devenir de la película consiste en la subjetivación de esa subjetividad instituida. Esa subjetivación no consiste aquí en mostrar que una mujer puede hacer esas tareas. Consiste en inscribir la diferencia hombre mujer como impertinente para la condición de soldado. Como efecto de esa subjetivación, lo que de virtud militar se atribuía a la virilidad va a ser atribuido a la virtud militar lisa y llanamente. A la vez, todo lo que de virilidad se atribuía a la virtud militar va a ser atribuido a la virilidad. Pero este es otro punto.
El asunto central es que la diferencia sexual (subjetividad instituida) puede ser alterada a partir de la presencia azarosa de una mujer. Pero la mujer va a tener que alterarse. ¿Qué significa alterarse? Significa que tanto para los hombres como para las mujeres integrantes de ese cuerpo de elite, hombre y mujer tienen que caer como condición. La figura de la subjetivación -el maestro- es el jefe del entrenamiento. Es extremadamente riguroso, es despótico. El maestro en nada concede a la condición femenina de la mujer pero tampoco en nada concede a la condición masculina de los hombres. Su punto de saber lo enuncia de entrada al recibir cada lote de candidatos. Dice: nunca vi algo salvaje que sienta lástima de sí mismo. Aparentemente, enunciado viril pero no se trata de un enunciado viril. Lo que hace estorbo a un soldado -cualquiera sea su condición de género- es sentir lástima de sí. El entrenamiento es el dispositivo de subjetivación en el cual cae la posibilidad de sentir lástima de sí. El que abandona el entrenamiento es el que siente lástima de sí, no es el que no aguanta porque no es macho. Simplemente, no puede erradicar un sentimiento que es apiadarse de sí mismo. Al final se verá que este enunciado salvaje es en rigor un enunciado poético de altísimo vuelo de T. Eich Lorenz. La subjetivación consiste en producir una subjetividad que no se apiade y esa subjetivación es por vía poética. Ese entrenamiento militar salvaje es poesía pura, no es romanticismo.
Una escena que es decisiva es el momento en el que O’Neill se está bañando en el entrenamiento después de un día muy duro. Mientras esto sucede, el instructor entra a las duchas sin esperar encontrarla. ¿Cómo se lee esa situación? En principio, está Demi Moore desnuda. El jefe, ella misma, Ridley Scott, el camarógrafo y yo que la miro, tenemos que ver que no está ahí por más que esté ahí: Demi Moore desnuda.
Tenemos que ver a. O’Neill bañándose. Las miradas van cara a cara, ojo a ojo, sin disculpas, sin vergüenza, sin obscenidad, sin sexo. En ese momento se percibe la potencia de la desexuación necesaria para que nadie sienta lástima de sí. Se trata del momento más delicado. Si se disculpara uno, si se avergonzara el otro, serían todas formas de lástima, y esas son formas inadmisibles para un soldado.
En un simulacro propio del entrenamiento donde son los aspirantes son tomados como prisioneros y el equipo de soldados tiene que resistir sin proporcionar información alguna, el instructor -en funciones de simulador del jefe de los malvados- castiga con una violencia sin límites a J. O’Neill. Uno espera momentos de piedad. Dos o tres marines que se apartan de la escena, comentan que no aguantan más. Pero el maestro tiene que aguantar, tiene que seguir castigándola para obtener su confesión. Pero ella aguanta y no sólo aguanta, sino que de una patada en los genitales logra quebrar a su agresor para que, vencido, sienta desprecio de este soldado vencedor. Entonces, O’Neill le grita: chupame un huevo. Enunciado sumamente interesante, porque los huevos del instructor son la causa de su debilidad. A la vez, que ella diga chupame un huevo significa que ese no es un enunciado de un varón sino de un soldado que habla así, independientemente de su sexo. No es un enunciado de sexuado, es un enunciado de soldado, es un enunciado de desprecio por el miserable que te ha destrozado.
La caída de la subjetividad instituida se manifiesta claramente en la aceptación integral por el grupo de la condición no sexuada tanto de la mujer como del grupo. Son un pelotón. Es decir, no es un hecho individual en el que alguien logra lo que quiere. Sin transformación del conjunto –incluso del que está buscando algo–, no se produce la subjetivación requerida.
Un punto muy sutil es la relación entre O’Neill y su esposo, también marine. Ella es una hermosa mujer sumamente femenina en relación de amor con su marido, quien a su vez la extraña cuando falta a la casa pero la ayuda a sostener su proyecto porque es lo que ella quiere. Incluso la ayuda a desbaratar la maniobra por la cual en términos feministas se intentaba excluirla del recorrido elegido. También es significativo en ese sentido que recaiga sobre ella una acusación de lesbiana. Es decir, si no es mujer femenina tiene que ser mujer masculina. Esa es la posibilidad desde la subjetividad instituida, y no que haya una práctica –la formación de regimiento de elite– en la cual la condición sexual caiga. No es ni lesbiana, ni heterosexual, ni zoofílica, ni masturbadora. La condición sexuada no entra a formar parte de la situación, sólo forma parte de la situación como estorbo. Es el estorbo específico para la constitución de la subjetividad específica propia del soldado.
En una discusión entre la senadora que la alentó y después la traicionó y O’Neill, la senadora dice las mujeres no pueden volver en bolsas negras como muertas en batalla. Eso es políticamente inadmisible. Lo que sostiene O’Neill es que la muerte de una mujer pesa tanto como la de un hombre. La muerte es indiferente a la condición sexuada. Se trata de la muerte de un soldado.
Otra escena. Lo que aparentemente era un entrenamiento se transforma por una circunstancia azarosa en una guerra verdadera, y deben quedar en el campo de batalla el instructor y O’Neill. No hay nada equivalente a la protección de un hombre por una mujer, de una mujer por un hombre. Hay sin ninguna lástima solidaridad táctica necesaria. Dos hombres son uno, uno solo no es nada. Todo lo que parece protección es pura coherencia táctica en función de un fin sin ninguna lástima de sí ni del otro.