Como todo encuentro amoroso, el del cine con la pintura tiene constantes cotidianos y momentos de culminación. Entre estos últimos están seguramente el primer episodio de las Historias de New York, de Scorsese, y el pasaje de Los cuervos, en los Sueños, de Kurosawa. El primero nos aproxima al trabajo del pincel sobre la tela, al acto creador emanado del conflicto interior en el que se debate el artista. El segundo nos introduce en la trama misma del lienzo, permitiéndonos entrar en la pintura y recorrer los campos sembrados retratados por Van Gogh. [2]
El de Antonio Pezzino con el cine es también un encuentro singular. Artista plástico formado en la escuela de Torres García, era ya un pintor consumado cuando fue convocado para ilustrar los programas del Cine Club del Uruguay. Corrían los años 50, y Pezzino fue testigo de funciones memorables, muchas de ellas estrenos de películas proyectadas por primera vez en América Latina. Todo en la modesta sala de Rincón 567 en Montevideo, en cuyos sótanos funcionaba el taller en el que se concebían e imprimían los programas.
Pezzino ilustró clásicos del cine, como El acorazado Potemkin, de Sergei Einsestein, Guernica, de Alain Resnais, o Don Quijote, de George-Wilhem Pabst protagonizada por el gran bajo ruso Fedor Chaliapin. Entre las infinitas anécdotas, se cuenta que en 1914 Chaliapin estaba cantando un aria en el Teatro de San Petersburgo, en una función de gala con la presencia del Zar, cuando llegó la noticia de que el Imperio Austro-húngaro le declaraba la guerra a Rusia, en lo que sería el inicio de la Primera Guerra Mundial. La noticia se propagó en la sala y un clima inquietante fue tomando a los espectadores. Chaliapin no dudó. Rompiendo el protocolo, interrumpió su aria, se acercó al borde del escenario, puso una rodilla en tierra y con la mano en el corazón
entonó el himno nacional ruso. Pezzino conocía la historia a través del relato de Pablo Mañe Garzón y cuando confeccionó el programa del film, dibujó el rostro de Chaliapin en la piel de Don Quijote, con los ojos alucinados. Recreaba así la quimera del caballero español que entabla batalla contra los molinos de viento, pero también la del patriota que en medio de una función anticipa, en acto, la decisión de resistir al impero alemán.
¿Qué nos hubiera quedado de esa historia sin la ilustración de Antonio Pezzino? Por esa memoria del cine es que reproducimos dos escritos breves que tienen valor testimonial. El primero, de nuestra autoría, dedicado a recuperar la técnica e inspiración de aquellos programas de cine; el segundo, de Carmen De los Santos, psicóloga y artista uruguaya, publicado originalmente en la Universidad de la República.
Felizmente, este homenaje en las páginas de una publicación de UBA, coincide con la exposición de la obra gráfica de Pezzino en el Museo Nacional de Artes Visuales del Uruguay, la cual tiene lugar durante el mes de noviembre de 2010. Merecido sitial para uno de los más grandes y polifacéticos artistas que legó la cultura rioplatense.
El segundo encuentro entre Cine y pintura tiene como protagonista a Andrés Zerneri, un autodidacta de las artes plásticas que ha incursionado en el mural, la intervención urbana, el dibujo, la escultura y por cierto la pintura. Dotado de un talento poco frecuente y una creatividad sin límites, fue tentado para radicarse en Europa y trabajar para galeristas de lujo. Prefirió volver a su país y llevar adelante proyectos sociales, como la construcción del primer monumento al Che Guevara, o el más reciente en curso sobre la Mujer Originaria, ambos a partir del bronce donado por miles de personas.
Su relación con el cine tuvo una cuota de azar, pero también mucho de deliberación. Reproducimos un relato que da cuenta de ese encuentro en el que las elecciones no calculadas pusieron en juego una dimensión inédita: la de la responsabilidad subjetiva respecto del alcance de una obra.
Montevideo, mayo de 1952. Ese sábado el Cine Club del Uruguay proyecta "Éxtasis", el sugerente film erótico de Gustav Machaty. Grompone ha escrito un comentario singular para el programa de esa función. En el local de la calle Rincón 567, Manuel Martínez Carril ha "picado" el texto directamente sobre la plancha de zinc, dejando los espacios libres para que el pintor Antonio Pezzino agregue la ilustración. Para economizar costos y con la urgencia del reloj, Antonio realiza su boceto en papel e inmediatamente lo vuelca sobre la plancha.
Enamorado del cine, aún no ha visto sin embargo el film que va a ilustrar. La función no ha comenzado, pero el programa debe estar pronto. Se inspira en el título de la película, en pasajes del comentario, en el argumento que intuye, en alguna que otra fotografía, pero sobre todo en las imágenes que asaltan su imaginación.
Conocedor del oficio gráfico, trabaja directamente sobre el metal de la plancha. En ocasiones lo hace a una sola tinta, pero las más de las veces graba dos o tres planchas para obtener ilustraciones a varios colores. Para el film checo de esa noche ideó un boceto en azul Francia, verde suave, negros plenos, esfumados grises, bermellón y detalles calados en blanco. Un pequeño milagro de la creación. Sin fotocromos, sin reticulados, sin películas de acetato. Con el solo recurso del buril, el lápiz litográfico, la goma arábiga, la tinta y la piedra pómez.
Con el boceto recién creado a la vista, plasma en la superficie de zinc los colores planos, los calados, los medios tonos. Color por color. En planchas separadas, sin margen para el error y sin posibilidad alguna de contar con pruebas preliminares. En la incertidumbre del registro y con la sola anticipación que da la imaginación del artista.
Las planchas así confeccionadas entran directamente en máquina. Pasada tras pasada, la última verdad emergerá de la bandeja de la Davidson oficio. A veces la proyección ya ha comenzado cuando se está imprimiendo el último color. Pero indefectiblemente, cuando el público abandone la sala, la tinta habrá secado y los espectadores se llevarán su ansiado programa.
Fechado y numerado, con su correspondiente ficha técnica, su comentario especializado y una ilustración original a cuatro colores con el sello inconfundible de Antonio Pezzino.
Cincuenta años más tarde, los bocetos originales y las matrices de zinc se han perdido irremediablemente. Ello debido a las sucesivas mudanzas del taller, pero sobre todo a su peculiar carácter. Fueron siempre una invención singular, una emergencia de esa sola vez.
En manos de testigos memoriosos, sobrevivieron unas pocas copias impresas. Curiosa síntesis del diseño gráfico, la ilustración artística, el grabado y los recursos del offset, exceden cualquier clasificación. Su tiraje mínimo, apenas necesario para las funciones de esa única semana, las hacen hoy preciadas piezas de colección.
Verdaderos grabados de emergencia, ilustran la época de oro del Cine Club del Uruguay. Desde preestrenos notables, como "Rashomon", de Kurosawa, o "Juventud divino tesoro", de Bergman, hasta clásicos como "Nosferatu", de Murnau, los dibujos de Pezzino constituyen uno de los más conmovedores encuentros entre la plástica y el cine.
Y como las funciones para las que fueron concebidos, son universales porque permanecen en lo efímero de la luz.
El cine es esa infinitud donde la luz penetra para urdir en nosotros un temblor nocturno. La bella imagen de Alejandro Ariel me tomó por asalto mientras contemplaba la obra de un artista excepcional, el pintor, escenógrafo y muralista, Andrés Zerneri.
Ocurrió un atardecer de 2001, durante una selecta muestra colectiva en el vasto hall de la Facultad de Derecho. Sobresalía allí un cuadro, cuyo azul profundo adelantaba la noche que ya se intuía a través de los grandes ventanales que dan a Figueroa Alcorta.
Sobre ese azul cambiante se recortaba la piel blanca de una niña, que en un primer momento imaginé columpiándose, flotando en su silleta y aferrada al vértigo de un barandal que apenas la contenía. El movimiento avasallaba todo límite, con esa fuerza que inyecta en el cuerpo el vuelo descontrolado de las hamacas. Sus ojos fijos y su boca entreabierta, parecían devorarse la inmensidad de la noche, que se desplegaba ante ella, rendida y multiplicada en sus destellos.
Las luces del cuadro eran fragmentos de luna que se armaban y desarmaban ante cada ir y venir del balanceo. Eran sístole y diástole de un corazón desbocado, y me dejé llevar por el envión de la obra.
Aparecieron entonces las primeras imágenes. Los ojos desafiantes de Clarice, cuando contra toda previsión le relata al Dr. Lecter su sueño de los corderos. La mirada húmeda de Ilse, que desarma a Rick en la célebre escena de Casablanca. Y como en el collage de besos con que cierra Cinema Paradiso, con cada flash mi cuerpo iba y venía en medio de un torbellino. La sensación era embriagante y me preguntaba con la niña adónde nos llevaría semejante vértigo.
Hasta que de pronto, la imaginación se detuvo. Y entonces me llegó lo que creí otra versión de la obra. Ahora la niña estaba quieta. Quieta y atenta, asomada a un abismo en el que contemplaba un paisaje imposible de describir con palabras. De allí su rostro azorado y su expresión de susto. Pero también de asombro y desafío. Se había internado en la noche y acababa de descubrir la ocasión de una secreta aventura. Trepada a una medianera, la tentaba saltar o espiar. Ahora la escena era inquietante, y la niña me pareció mayor. Por primera vez la vi bella.
Volvieron entonces las películas. Pero ahora todo llegaba en clave de suspenso: el rostro del detective Mills, balanceando su arma frente a la máscara impasible del asesino múltiple en Pecados Capitales, el instante crucial en La decisión de Sophie, la hermosura de Trinity, dudando entre desconectar o besar el cuerpo palpitante de Neo.
Otra vez el cine. Era eso: impulsada al vértigo de la noche, la niña podía estar volando o abismándose al misterio de una cerradura. Era indistinto, porque ahora la estaba viendo, en una tercera versión, ahuecada en su reducto de una sala de cine. Con los ojos desorbitados fijos en la pantalla, la boca abierta en el rouge del asombro y las manos aferradas a la butaca de enfrente.
Cuando Andrés Zerneri me sopló al oído el título del cuadro, “Niña francesa jugando en la noche”, algo se terminó de conjugar y fue allí que tomé la decisión de que el cuadro fuera portada de un libro sobre ética y cine. Nos reunimos al día siguiente, y durante ese fin de semana, entre el taller de Bartolomé Mitre y la Casa Cabrera, hicimos el boceto y armamos los originales.
Eudeba ya tenía el libro en prensa, pero por suerte la diseñadora de la editorial, tan celosa de su trabajo como reconocedora del buen arte, celebró el cambio. Se hicieron presentaciones en Casa Cabrera y en la Universidad de Buenos Aires, y con la niña francesa como emblema y marca de origen, el libro agotó varias ediciones.
Pero todavía estábamos lejos de intuir el verdadero acontecimiento a que había dado lugar la obra de Andrés Zerneri. No se trataba de un cuadro que ilustraba una portada de libro, sino de algo completamente diferente. El verdadero libro no existía. Se escribió allí, en ese instante de vértigo en el que durante la exhibición en la Facultad de Derecho la niña me arrastró en su vuelo nocturno. Por eso Clarice, Sophie, Mills, Truman, Neo, Trinity, Ilse y Rick, acudieron a la cita de la imaginación. También ellos debieron tomar decisiones que cambiarían para siempre el curso de sus vidas. Y es que en rigor el acto creador funda un texto cuando lo sustrae al cálculo del propio autor. Cuando puede ir más allá de la voluntad.
Acto creador y acto ético, la verdadera transformación se produce cuando las acciones humanas logran trascender a sus protagonistas. Pero los cuadros prolijamente colgados en las paredes o los libros ordenados en sus anaqueles, carecen de toda eficacia ética y de toda potencia creadora. El arte es en movimiento. Con espectadores y lectores renovados en el desafío de cada día. Por eso, cuando alcanza el estatuto de tal, el arte es también acto político. Porque no busca transformar la realidad, pero se encuentra haciéndolo allí donde desfallecen todas las causas.
La obra de Andrés Zerneri tiene esa rara virtud. Privilegio de una intuición genial y de una militancia cotidiana, revoluciona las certezas y nos transporta a un espacio cuyo itinerario no fue todavía sospechado. El periplo de aquella noche fue apenas una estación del largo vuelo.
[1] Soy como el ojo que / ve lo que ve, su / más mínimo movimiento / transforma el muro en imagen. Citado por Francois Jost en su libro L’oeil-camara, Université de Lyon, 1987.
[2] Como un detalle pintoresco y absolutamente azaroso, el director del primer film, Martin Scorsese, es también el actor que encarna a Van Gogh en el segundo.
[3] Una versión preliminar bajo el título de “Antonio Pezzino: grabados de emergencia” fue publicada en 2001 en la página web de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.
[4] Una versión preliminar fue publicada en 2005 bajo el título “Andrés Zerneri, un artista de película”.