Se miente más de la cuenta
por falta de imaginación;
también la realidad se inventa.
Antonio Machado
“Ésta es una historia simple. Como una fábula tiene dolor, y como una fábula está hecha de maravilla y felicidad”. La voz en off que acompaña las primeras imágenes del film nos explica el tono que el realizador ha elegido para su obra. Benigni narrará su fábula.
No obstante, ciertas críticas han omitido este dato reclamándole una veracidad documentalista que la obra no puede aceptar.
Tales lecturas parten de una premisa que este comentario intentará cuestionar: que el padre sabe sobre la realidad; que sabe sobre el horror del campo de concentración y engaña a su hijo. En consecuencia, se ha cuestionado la “mentira” que el padre sostiene ante el hijo pretendiendo que con ella lo hace objeto de una manipulación. Sin embargo, la historia que Guido despliega para hacer posible la vida de Giosue nada tiene que ver con eso. Todo el film indica lo contrario y son muchas las escenas que así lo demuestran.
La primera de ellas transcurre en el camión que los lleva hacia los trenes que los conducirán a los campos de concentración. Es el día del cumpleaños de Giosue. El niño pregunta hacia dónde se dirigen y el padre no sabe qué contestar. Con gestos, busca ayuda en su tío para dar una respuesta que él no tiene. Finalmente le dice: “Hoy es tu cumpleaños. Siempre quisiste hacer un viaje. Me tomó meses planear todo esto. ¿Sabes a dónde vamos?... No puedo decirte. [...] Mi padre planeó algo así cuando yo era pequeño. [...] Será una sorpresa”. Y cuando el niño se duerme dice: “Tío, ¿a dónde vamos, a dónde nos llevan?” El padre no sabe.
El juego que Guido hace jugar a su hijo es una ocurrencia del propio Giosué quien, cuando recién han ingresado al campo, le pone nombre a la situación con una pregunta: “¿Qué juego es éste?” El padre encuentra ahí aquello con lo que no contaba, y de alguna manera no cuenta todavía: “¡Eso mismo! Éste es el juego..., el juego de...” Vacilará, dará rodeos, explicará alguna cosa y necesitará de su tío para ponerle nombre al premio final: un tanque de verdad. El descreimiento del niño es evidente.
Pero quizás la más notoria de las escenas es aquella en la que el niño se niega a ir a las “duchas”, como los nazis le ordenan. El padre, que no puede saber, cree entender que se trata de otra táctica evasiva de su hijo para eludir el baño cotidiano y le recrimina haber desobedecido.
Cabe mencionar una situación más que, por otra parte, muestra los recursos estéticos de los que se ha valido su realizador. Cuando luego de la cena servida a los nazis lleva a su hijo en brazos, lo “acuna” diciéndole: “¿Y si todo esto sólo fuera un mal sueño y mañana al despertar tu madre nos sirviera galletas en el desayuno?”. La ilusión es cortada con una visión de espanto: una enorme pila de cadáveres se adivina entre la bruma. Para atenuar el horror de la escena, Benigni utilizó un gran lienzo pintado. En tiempos donde las grandes producciones gastan millones en efectos especiales y la posproducción es más importante que el rodaje, el director de La vida es bella apela a recursos teatrales de bajo costo –y no al golpe bajo– para lograr un efecto de espanto. Todas las escenas de violencia física están “presentes” sin que se las pueda ver. Siempre hay algo que las oculta. No hay ni un golpe ni un solo grito aterrador. Todo se desenvuelve en una austera economía del dolor. Y sin embargo, el hecho artístico es de tal magnitud que aún recurriendo al tono de comedia –que tanto le ha sido cuestionado–, la obra exhala un dramatismo arrollador. Guido, demudado ante esa pila de muerte, se aleja lentamente. Su hijo no la ha visto: se ha quedado dormido, arrullado con las palabras de su padre.
Esta película es propicia para expresar la diferencia entre farsa y ficción [1]. En efecto, cuando hay alguien que construye un aparato de manipulación basado en el engaño, las consecuencias de tamaña farsa pueden alcanzar un efecto devastador. Esto es así en la medida en que ese alguien sabe sobre el engaño. De este modo, la mentira que engaña, se consuma efectivamente montando un teatro fraudulento donde la mala fe construye la puesta en escena.
El carácter verdadero de una ficción, en cambio, reside en la eficacia simbólica que de ella emana y que opera sobre todos aquellos que se encuentran tomados por la misma. En las distintas fábulas que se construyen alrededor de la infancia, ya sean éstas religiosas o profanas (los reyes magos, Papá Noel, el ratón Pérez,...), los padres participan en las mismas mucho más allá de lo que imaginan. Creen ser los constructores de un juego que en verdad los tiene tomados. El papel que desempeñan en ese juego es estructuralmente necesario y la función que despliegan es la de ubicarse en un lugar para luego correrse de ese sitio, transformando esa historia “falsa” en un rito de iniciación. Así, ellos donan lo que han heredado. Como Guido, que planea para su hijo lo que su padre planeó para él.
Es difícil medir con exactitud las cualidades estéticas de una obra contemporá-neamente a su realización; más aún decidir si tal obra tiene algún lugar de importancia en su género; pero, para quien escribe estas líneas, la escena en la que el oficial SS ingresa a la barraca para instruir a los recién llegados es un cuadro que la historia del cine debiera conservar.
Precisamente cuando el oficial SS “explica” las obligaciones de ese (in)mundo donde la ley no existe; en el momento en que ese vocero del infierno lanza sus órdenes –incomprensibles bramidos guturales– el padre se interpone entre su hijo y el horror. Hace de intérprete poniendo las reglas que permitan vivir. Sólo en este sentido Guido inventa el juego. Pero es imprescindible señalar que la invención –a diferencia de la farsa–, está sujeta a una legalidad que instaura una realidad donde el sujeto encuentra alojamiento. Alojado en la casa de las palabras –y en su función legislativa– el sujeto encuentra que la ficción es verdadera.
Pero Giosue –la versión italiana de Josué, el nombre hebreo que Guido eligió para su hijo– nunca creerá del todo lo que su padre le dice Especialmente cuando le explique los objetivos del juego: deben obtenerse mil puntos para ganar. “No te creo”, es la respuesta del pequeño.
En efecto, el personaje de Giosue no es el de un niño ingenuo y fácil de engañar (con gran perspicacia identificó a su abuela –a quien no conocía hasta entonces– cuando ésta se presentó en la librería simulando ser cliente del negocio).
Ahora bien, si se repara adecuadamente en las palabras del chico al ingresar al campo, cabe decir que es precisamente esa perspicacia de Giosue la que le hace reclamar un juego. Le pide a su padre que le construya un marco a eso inasimilable. Pide un juego para, finalmente, descreer de él. En ese doble movimiento, el hijo da consistencia a la palabra del padre a la vez que se la niega. Padre e hijo juegan sabiendo, de algún modo, que lo están haciendo.
En el final, cuando el enorme tanque de guerra se presente ante él, dirá con al-garabía: “¡Es verdad!” No es más que el recurso de la fábula para mostrar lo verdadero de la ficción.
Para ello, para lograr ese resultado, fue necesario algo que en el film estremece: la muerte de Guido. No cabe pensar en otro final. Los padres están hechos para morirse. Sólo cuando el padre “muere” transmitiendo un legado, la vida es posible para el hijo.
Tras la muerte de Guido hay soledad, pero no desamparo: Ésta es mi historia. Éste es el sacrificio que mi padre hizo. Éste fue su regalo para mí.
El cine –el arte– es ese temblor que a veces duele. El cine es bello.