Actualizado en  octubre de 2024   

Volumen 7
Número 1

Septiembre 2011 - Marzo 2012
Publicación: Septiembre 2011
El analista en el cine


Resumen

"Nuestra historia se basa en el psicoanálisis, el método mediante el cual la ciencia moderna trata los problemas emocionales del ser humano." Con estas palabras impresas en gruesos caracteres sobre la imagen de la fachada del hospital Grand Mannors, comienza Spellbound, uno de los filmes más interesantes de Alfred Hitchcock. Narra la historia de la Dra. Constance Petersen, una psicoanalista que ejerce en Nueva York en la década del 40, quien debe enfrentarse a un caso que conmoverá su práctica. El film es al mismo tiempo un homenaje al surrealismo, ya que las secuencias oníricas fueron diseñadas por Salvador Dalí. El artículo rescata la actualidad, tanto analítica como estética de la obra, mostrando sus aciertos en relación tanto con textos clásicos de Sigmund Freud como con el actual tratamiento ético-deontológico del amor de transferencia.

Abstract English Version

[pp 29-44] Comentario sobre “Spellbound” (A. Hitchcock)

El amor de transferencia a través del cine y la pintura: Freud, Hitchcock, Dali

Juan Jorge Michel Fariña

I Parte

El hechizo de la transferencia: lo que el cine nos enseña sobre la intimidad sexual entre terapeutas y pacientes

The fault… is not in our stars, but in ourselves…
Shakespeare

Nuestra historia se basa en el psicoanálisis, el método mediante el cual la ciencia moderna trata los problemas emocionales del ser humano. El psicoanalista sólo pretende inducir al paciente a hablar de sus problemas ocultos con el propósito de abrir las puertas cerradas de su mente. Tan pronto como los complejos que han estado inquietando al paciente salen a la luz y son interpretados, la enfermedad y la confusión desaparecen… y los demonios de la locura son expulsados del alma humana.

Con estos dos epígrafes, impresos en gruesos caracteres sobre la imagen de la fachada del hospital Green Mannors, comienza Spellbound (Hechizados) , uno de los filmes más interesantes de Alfred Hitchcock –también uno de los más referidos y poco comprendidos de la historia del cine. La primera cita pertenece al Julio Cesar de Shakespeare: la culpa no está en las estrellas sino en nosotros mismos. La segunda es cosecha del propio Hitchcock, recreando el pensamiento de Sigmund Freud. De este visionario homenaje al psicoanálisis y al surrealismo, rescataremos aquí su actualidad para tratar un tema clásico de la ética profesional: el amor de transferencia.

Recordemos brevemente la línea argumental del film. La Dra. Constance Petersen es médica psiquiatra y se desempeña en Grand Mannors, una prestigiosa clínica de las afueras de New York. Estamos a mediados de los años 40, todavía bajo la sombra ominosa de la guerra y a pocos años de la muerte de Sigmund Freud. Desde el inicio del film se la muestra como una profesional de avanzada, que intenta practicar el psicoanálisis, atendiendo pacientes a través del método de la asociación libre. Joven, bella y talentosa, la Dra. Petersen es por añadidura la única mujer en un elenco de médicos varones. En ese contexto, el director de la clínica se jubila y va a ser reemplazado por el Dr. Anthony Edwardes, un consagrado psiquiatra cuyos libros integran la biblioteca de la clínica, pero a quien todavía nadie conoce personalmente. Cuando este hombre se presenta para asumir sus funciones, aparece como siendo más joven de lo que se esperaba –de hecho es un apuesto personaje, interpretado por Gregory Peck.

La Dra. Petersen queda vivamente impresionada por su llegada. A su admiración por la obra del Dr. Edwardes se suma ahora la seducción de su persona. Pero ni bien se hacen las presentaciones de rigor, en la cena de bienvenida este hombre muestra ya una faceta oculta de su personalidad. Está todo el staff médico sentado a la mesa y la Dra. Petersen explica una nueva estrategia de socialización de pacientes que incluye la construcción de una piscina dentro del predio del hospital. Para ilustrar su idea traza con el tenedor un improvisado bosquejo sobre el mantel, lo cual inesperadamente altera al Dr. Edwardes. Visiblemente perturbado, hace un comentario disruptivo que desconcierta al auditorio, al tiempo que intenta alisar la tela para suprimir los pliegues.

La Dra. Petersen, que observó atentamente la maniobra, no puede dormir, inquieta por lo sucedido. Sus sentimientos afectivos se mezclan ahora con una profunda preocupación por el síntoma que acaba de presenciar. No obstante lo avanzado de la noche, decide visitar al Dr. Edwardes en sus habitaciones de la clínica. Al encontrarlo desvelado, advierte en sus ojos que también él siente algo por ella. Pero cuando se abrazan y van a besarse, la visión de las rayas negras sobre el fondo blanco del salto de cama que ella lleva puesto, descompensa nuevamente al hombre. Un segundo síntoma, esta vez acompañado de un desmayo y un breve episodio de amnesia, tiene lugar. Es entonces cuando la Dra. Petersen retrocede en su intento de conquista para interesarse vivamente en la patología que presenta el personaje.

Es interesante que este film haya sido tomado en distintas obras como paradigmático de la involucración sexual entre terapeuta y paciente. Sin duda que el hechizo del amor está presente desde un inicio, pero en nuestra lectura propondremos otra mirada sobre el film de Hitchcock. Una mirada que complejiza el problema y muestra en un detalle todo lo que el cine puede aportar al tratamiento del tema ético que venimos discutiendo en el presente capítulo.

Abreviando la historia, diremos que un tercer episodio, más espectacular y esta vez en presencia de todo el equipo médico, confirma el carácter decididamente mórbido del personaje. En la sala de operaciones y ante la profusión de las batas blancas, hace un síntoma fotofóbico y se desmaya. Es entonces cuando la Dra. Petersen se ofrece decidida y abiertamente para hacerse cargo del caso.

A solas con su improvisado paciente y ya en medio de una trama que deviene intriga policial, descubre que se trata de un impostor. Él no es el Dr. Edwardes, pero su presencia en la clínica no obedece a la mala fe sino a un estado de amnesia. Ha olvidado quién es realmente y por qué aparece sustituyendo al Dr. Edwardes en esa pueril y absurda maniobra. Los hechos se desencadenan. La policía llega al lugar rastreando el paradero del verdadero Dr. Edwardes quien según su secretaria ha desaparecido misteriosamente. El impostor huye en mitad de la noche, dejando a la Dra. Petersen una nota en la cual le indica un hotel de Manhattan. Convencida de su inocencia, decide seguirlo para intentar ayudarlo a descubrir su verdadera identidad, de la que él apenas recuerda sus iniciales: J.B.

Allí comienza la historia que realmente nos interesa. Porque para auxiliarlo genuinamente, debe tratarlo en términos profesionales, no obstante sus sentimientos personales. Se impone para ello determinadas reglas, que recuerdan la abstinencia y neutralidad freudianas, recreadas por Hitchcock en clave mordaz. Hay un movimiento que importa recuperar especialmente: ella acude a un ex profesor suyo para que los aloje temporariamente y la asista en el tratamiento del caso. Se trata del Dr. Alex Brulov, un terapeuta experimentado, quien rápidamente comprende la gravedad de la situación –tanto por la complejidad de los síntomas que presenta el paciente como por la transferencia erótica en juego.

Se producen un par de nuevos episodios de fotofobia seguidos de amnesia en J.B. A la salida de cada uno de ellos e interpretación mediante, el paciente va recuperando pequeños fragmentos de su vida anterior, aunque todavía su impostura permanece en el misterio. Ambos profesionales se disponen por lo tanto a trabajar con él en una serie de sesiones de sueño inducido.

Los espectadores asistimos entonces a una de las más bellas secuencias que nos haya regalado el cine, a través de escenarios oníricos diseñados por Salvador Dalí. Multiplicidad de ojos que nos observan en una suerte de telón paranoide de nuestras vidas, planos inclinados por los que nos deslizamos y caemos irremediable e infinitamente… Los mecanismos de condensación y desplazamiento descubiertos por Sigmund Freud, aparecen recreados en las pinturas de Dalí y animados por la magia de Hitchcock, haciendo más y más creíble el proceso analítico que tiene lugar en la pantalla. Poco a poco las escenas del sueño, recordadas fragmentariamente por J.B. van llenando lagunas de su memoria hasta conducir a la resolución del enigma.

Enigma clínico y a la vez policial que no develaremos aquí, manteniendo el suspenso para quienes decidan disfrutar de este verdadero clásico del cine.

Digamos ante todo que este film de Hitchcock, realizado en 1945, se adelanta con sus planteos en casi cincuenta años a la moderna normativa APA en materia de involucración sexual entre terapeutas y pacientes. Dentro de lo mucho que habría para decir al respecto, nos interesa mostrar, con una única es cena, la potencia del arte como esclarecedora de los procesos analíticos.

¿Se involucra efectivamente la Dra. Petersen con un paciente en tratamiento? ¿Cuál es la responsabilidad que le cabe sobre el análisis de J.B., en caso de tomar la decisión de establecer con él una relación amorosa una vez concluido el tratamiento? En la escena que nos importa discutir, la Dra. Petersen y J.B. están en la estación de trenes. Él acaba de comprar dos boletos al primer destino que le vino a la mente, como ejercicio propuesto por la terapeuta para intentar recordar algo de su pasado. Con los pasajes en mano, ambos, simulando ser marido y mujer, van a abordar el tren. Para guardar las apariencias, se dan un beso imitando el gesto de otros amantes que se despiden al pie del andén. Pero cometen un fallido, porque quienes se besan, son en realidad las parejas que se despiden, y ellos se disponen a viajar juntos… El guarda que controla los pasajes observa el detalle y se muestra sorprendido.

La escena se repite, idéntica, hacia el final del film en circunstancias que una vez más no revelaremos aquí. ¿Qué nos dic e Hitchcock con esa réplica, calcada, de la escena anterior? En nuestra hipótesis, que algo de la repetición está teniendo lugar allí. Que la segunda escena, aunque se presente autónoma y desprendida de la primera, lleva consigo la carga de aquélla. El rostro anonadado del guarda del tren, con sus ojos desorbitados, nos alerta, como analistas, respecto de la fuerza incontenible de la transferencia.

A la primera pregunta respecto de la involucración durante el tratamiento, responderemos con cautela, siguiendo la propuesta estética de Hitchcock. El film introduce tres elementos cruciales que dan cuenta de los recaudos que toma la terapeuta durante el peculiar tratamiento de J.B.

1. Efectivamente, en la entrada situacional la Dra. Petersen queda fascinada por el personaje que encarna Gregory Peck. Pero en cuanto advierte su sintomatología, subordina sus intentos de conquista al anhelo de curación. El film deja claro que se trata de reemplazar un ideal por otro. Pero a diferencia de los demás médicos, que condenan anticipadamente al impostor como supuesto asesino del verdadero Dr. Edwardes, la Dra. Petersen maneja siempre la hipótesis clínica del complejo de culpa. Hay una escena especialmente interesante. Ella está tratando a otro paciente que vive angustiado por haber matado a su padre. La terapeuta interviene sugiriendo que se trata de una fantasía, fruto de un desplazamiento. Lo hace en presencia de quien ella cree en ese momento es el Dr. Edwardes, en clara referencia a su obra “Los laberintos del complejo de culpa”. Busca así lucirse ante el maestro, pero sin advertirlo la interpretación dirigida al paciente alcanza al impostor, que queda visiblemente turbado por el comentario. En otras palabras, la intuición clínica de la Dra. Petersen es correcta: la angustia, tanto la de su paciente como la de J.B. es genuina pero ha mutado de objeto.

2. En cuanto la Dra. Petersen asume la responsabilidad sobre el tratamiento de J.B. se empeña en establecer un encuadre que opere aun en las condiciones extremas en las que le toca intervenir. Un ejemplo situacional es el momento en que ambos, terapeuta y paciente, deben pasar la noche compartiendo un cuarto en casa del Dr. Brulov. Primero es ella quien indica qué lugar cabe a cada quien. Y luego él, que desvelado en mitad de la noche se aleja del cuarto y acude al Dr. Brulov para terminar durmiendo en su diván del living. En síntesis, el rudimento de neutralidad instalado por la terapeuta adquiere eficacia clínica y el paciente puede continuar su trabajo analítico en abstinencia. La producción onírica que sigue a esa noche parece confirmar la fuerza del dispositivo.

3. La primera iniciativa de la Dra. Petersen es la de supervisar el caso. Acude para ello al Dr. Brulov, confiando en que comprenderá la peculiaridad de la situación y aceptará ayudarla manteniendo confidencialidad respecto del caso. Esto es interesante, ya que la policía los está buscando para interrogarlos por la desaparición del Dr. Edwardes. La Dra. Petersen sigue creyendo en la inocencia de J.B., pero a esa altura no ya por la fuerza del ideal, sino frente a los hallazgos del tratamiento. Como ya lo hemos sugerido en otro lugar la supervisión del caso es un indicador claro de conducta ética por parte de un terapeuta que se encuentra confundido en sus sentimientos ante el paciente. Se reconocen los límites de la relación y se dan los pasos necesarios para evitar que la situación afecte negativamente el tratamiento en curso. Por otra parte, el secreto profesional guardado por el Dr. Brulov resulta en otra imprevista lección ética, ya que su conducta no se subordina de manera automática a la lógica policial, sino que privilegia los tiempos de la estrategia clínica.

En síntesis, sostendremos que a pesar de la extravagancia del encuadre y de las obvias vacilaciones en la neutralidad, la terapeuta lleva a buen puerto el tratamiento con el que se comprometió. Los tres elementos anteriores y la resolución del enigma así parecen indicarlo. ¿Pero qué ocurre después? Allí el film es lapidario. La escena en la estación del tren, duplicada por Hitchcock, nos indica, como ya lo mencionamos, que es la repetición la que signa el porvenir de ese vínculo.

II Parte Los sueños transferenciales ideados por Hitchcock y Dalí

En los créditos iniciales de Spellbound se anuncia que las secuencias oníricas están basadas en dibujos de Salvador Dalí. El texto aparece en grandes caracteres, una vez más con el fondo de la fachada de Grand Mannors, el hospital donde transcurrirá parte de la trama. La fórmula elegida fue el resultado negociado entre Dalí y el productor Selznick, luego de una larga historia de desencuentros. Historia apasionante que excede por mucho este espacio, pero de la cual tomaremos algunos datos de sumo interés para el tema que nos ocupa. [1]

Efectivamente, en 1944 Alfred Hitchcock solicita a la productora de Spellbound que contraten a Salvador Dalí para el diseño de los pasajes oníricos de la película. En ese entonces el cine solía representar los sueños a través de escenas oscuras y borrosas, muchas veces utilizando el artificio del humo para acentuar su carácter artificial. Hitchcock quería en cambio escenas luminosas:

Lo que yo buscaba era (…) la vivacidad de los sueños (…). Toda la obra de Dalí es muy sólida y aguda, con perspectivas muy largas y sombras negras. En realidad, yo quería que la secuencia del sueño fuera rodada en el patio de atrás, no en el estudio. Quería que se rodase a plena luz del sol. Así el cámara se vería forzado a hacer una sobreexposición y obtener una imagen muy dura. Esto suponía una vez más eludir los clichés. Dalí era el mejor que yo conocía para hacer la parte de los sueños, porque así es como deberían ser. [2]

Tomando en cuenta este criterio, pero también pensando en el rédito económico que significaría el nombre de Dalí asociado al film, la productora accede al pedido de Hitchcock y hacia fines de 1944 Dalí viaja a Estados Unidos para realizar los bocetos y supervisar el trabajo. El resultado final puede verse en un fragmento clave del film en el que el paciente John Ballantine, encarnado por Gregory Peck, relata su sueño, situado en cuatro escenarios diferentes:

El primero tiene lugar en la amplia sala de un casino, decorada con un telón en el que una multiplicidad de ojos se cierne sobre los asistentes. Una mujer de cabello vaporoso y vestida provocativamente recorre las mesas besando a los hombres. Se acerca a Ballentine y lo besa en la boca. Precediendo la escena, unas grandes tijeras cortan transversalmente los ojos pintados en el telón.

El segundo, continuidad directa del anterior y que se supone un detalle de éste, transcurre en una de las mesas del casino. Ballentine juega a las cartas con un hombre barbudo a quien enseña su carta, que resulta ser un siete de tréboles. Entra en escena un tercer personaje sin rostro, aparentemente el propietario del local, quien acusa al barbudo de hacer trampas, mostrando que utiliza cartas en blanco.

El tercero está ambientado en un tejado alto y en pendiente, del que cae el hombre de la barba mientras el propietario sin rostro hace su aparición desde atrás de una chimenea sosteniendo una rueda pequeña y deformada.

Finalmente, el cuarto escenario muestra un paisaje extenso al final del cual hay una tenaza en posición vertical, cuyos mangos proyectan su larga sombra sobre la explanada. En el otro extremo, hay un plano inclinado y la silueta de un hombre, aparentemente el propio Ballantine, que corre por la pendiente.

Este sueño, relatado en tres tramos por Ballantine a la Dra. Petersen y al Dr. Brulov, merecen por parte de estos últimos distintas interpretaciones que van conduciendo a la resolución del enigma. No nos ocuparemos por ahora de tales interpretaciones, sino que introduciremos un material suplementario en el que se apoya nuestra hipótesis. Se trata de otros dos escenarios concebidos por Dalí y filmados por Hitchcock pero que no llegaron a ver la luz en la versión final de la película. Integraban no obstante el guión definitivo y como veremos son parte sustancial de la conjetura analítica que explica el proceso de transferencia entre John Ballantine y la Dra. Petersen.

El primero de ellos era un complemento de la escena del casino y transcurre en la sala, ahora transformada en pista de baile. Las parejas están inmóviles y sobre ellas ya no se ciernen los ojos, sino una serie de pianos invertidos sobre los cuales está emplazada la orquesta. En el centro del escenario el paciente baila con su terapeuta, vestida con una túnica griega. El segundo de ellos, continuación del anterior, era una escena importante en el guión original, tal como la describe la propia Ingrid Bergman:

Era una secuencia maravillosa, de veinte minutos, que era digna de un museo. Una de las ideas principales es que yo me convertía, en la mente de Gregory Peck, en una estatua. Para ello, rodamos la película en sentido inverso a como aparecía en la pantalla […] Me vestí con una túnica griega y una corona en la cabeza, y con una flecha que me atravesaba el cuello. [3]

Resulta interesante que Dalí y Hitchcock idearan esta larga secuencia onírica, por demás sugerente desde el punto de vista analítico. Un sueño en el que en la mente de J.B. la Dra. Petersen baila con su paciente y se convierte luego en una estatua de la diosa Diana. Recordemos que en la mitología romana Diana era, entre otras cosas, la diosa de la caza y también un emblema de la castidad. Versión latina de la Artemisa griega, había sido testigo de los dolores del parto de su madre, y desarrolló tal aversión hacia el matrimonio que obtuvo de su padre Júpiter la gracia de guardar perpetua virginidad –Diana y su hermana Minerva, que compartía su castidad, eran llamadas por ello “vírgenes blancas”. De hecho, en la escena del sueño Ingrid Bergman aparece ataviada y maquillada representando la quintaesencia de la pureza. Si bien la escena fue suprimida por Selznick en la versión final, está claro que Hitchcock estaba comprometido con la propuesta, para la que había encargado una especial escenografía y producción. [4]

Esto cobra especial relevancia si confrontamos la escena suprimida con aquella que finalmente llegó a las pantallas y que puede pensarse como su reverso –tal como ocurre con los sueños mismos, en que algunos materiales quedan reprimidos pero otros en su lugar emergen a la conciencia.

Se trata del pasaje de la escena del casino, antes mencionada, en la que una mujer sumamente seductora y ligera de ropas se pasea entre las mesas besando a los hombres sentados, entre ellos el propio J.B. La actriz elegida por Hitchcock para ese papel fue Rhonda Fleming, conocida en el ambiente de Hollywood por su voluptuosidad. [5] De hecho la escena debió ser filmada dos veces porque la censura objetó la exhibición parcial del vientre, una parte del muslo derecho y el pecho de la Fleming.

Cuando J.B. relata el sueño se refiere al personaje femenino como “la besucona”. El Dr. Brulov le pregunta si la reconoce y el paciente dice que se parece mucho a la Dra. Petersen, quien estaba presente en la sala tomando anotaciones. En cuanto advierte el alcance de su propio comentario, J.B. se dirige a ella turbado y le pide disculpas “por lo de la besucona”.

Se hace así evidente el carácter transferencial del sueño. Pero sobre todo se resignifica una serie de escenas anteriores. Al inicio del film la Dra. Petersen se muestra como una intelectual poco propensa a mostrar sus afectos [6], pero en cuanto aparece el personaje encarnado por Gregory Peck se obsesiona luego con besarlo –durante el primer encuentro a solas en la habitación de la clínica, cuando lo va a buscar al hotel de Manhattan, cuando van a abordar el tren y por último en la casa del Dr. Brulov. Es justamente al cabo de este episodio cuando J.B. se duerme y al despertar relata el sueño de la besucona. ¿Qué nos dice Hitchcock con esta secuencia? Que el paciente en plena transferencia con la analista convierte los intentos de seducción de ésta en material onírico. En el sueño la Dra. Petersen aparece de manera ambivalente. Por un lado, bajo la apariencia casta y pura de la diosa romana; por otra, en su contrario: la figura procaz de la besucona.

Este sentido antitético de la figura de la analista se refuerza en otro pasaje que importa rescatar aquí. En sentido estricto Rhonda Fleming interpreta dos papeles en el film. Uno es el de la besucona del sueño: allí su rostro aparece borroso aunque su cabello y figura son característicos. El otro papel –por el cual aparece consignada en los créditos- es el de una paciente que analiza la Dra. Petersen al inicio del film. Esa escena es sumamente rica porque la mujer padece de erotomanía. Un enfermero la conduce desde la sala hasta el consultorio en el que debe tomar su sesión con la Dra. Peterson y durante el recorrido por el largo pasillo la paciente intenta abiertamente seducirlo. Él se mantiene distante, pero ya llegando al consultorio ella hace un ademán de acariciarle la mano, y ante un descuido suyo le clava las uñas en el antebrazo. Esta caracteropatía de la paciente se hace más explícita durante la sesión que tiene lugar luego. Recostada en el diván se queja de que los hombres la pretenden pero que ella se ocupa de rechazarlos. Relata entonces el siguiente episodio: “ –Odio a los hombres, los detesto. Y si uno de ellos llega a… siento deseos de clavarle los dientes en la mano. Ya lo hice una vez. ¿Quiere saber cómo fue?
-Cuénteme todo lo que recuerde…
 Estábamos bailando. Quería que me casara con él; me lo pedía continuamente. De pronto, fingí que iba a besarlo, y le clavé los dientes en el bigote. Se lo arranqué de raíz”

Interrumpe el relato y desvía su mirada hacia la Dra. Petersen, acusándola de reírse de ella, agrediéndola verbalmente y arrojándole violentamente un libro del escritorio. Aflora así con toda su virulencia la transferencia hostil.

Este breve papel en Spellbound fue un espaldarazo para Rhonda Fleming quien luego continuó una carrera sostenida en Hollywood. No está claro si la elección de la actriz para ambos papeles –el de la besucona del sueño y el de la paciente erotómana– fue una elección calculada por Hitchcock o una decisión de Selznick. Pero lo cierto es que la escena está allí y que existe una continuidad entre ambos personajes, signada por la procacidad. ¿Qué nos dice entonces el film?

Que en rigor la besucona y la erotómana no se oponen a la recatada Dra. Petersen, sino que son su reverso ominoso. Es característico de Hitchcock jugar con estos personajes antitéticos. Recuérdese a Marion en Psicosis, que encarna la prudencia y las buenas costumbre pero va a parar a la siniestra posada de Norman, que termina siendo territorio de la desmesura. Podemos conjeturar una hipótesis para inteligir el sentido de estas mociones aparentemente irreconciliables. [7]

El recato y las buenas costumbres encarnarían una forma de lo que Jacques Lacan denominó el Nombre-del-Padre. La identificación de la Dra Petersen con la obra del Dr. Edwardes, su idealización del director de la clínica, su admiración por el Dr. Brulov, iría en esta dirección. La oralidad de la erontómana/besucona, se ubicaría del lado del deseo de la madre –ejercido sin mediaciones, en ausencia de interdicción paterna. Entre ambas existe una relación graficable a través de la cinta de Moebius, en donde una cara opera como reverso de la otra, pero sin que exista un corte entre ambas. Bastaría seguir el recato de Constance Petersen, dejarlo expresarse hasta su extremo, para de pronto verlo reaparecer bajo su opuesto en la otra escena del sueño transferencial.

Nombre-del-Padre (Marion / Dra. Petersen)

Deseo de la madre (Norman / Besucona – erotómana)

A manera de conclusión

En síntesis, no sólo la trama argumental de Spellbound resulta ser una lúcida ilustración de los conceptos freudianos contenidos en su artículo “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, sino que este hallazgo se verifica también en los pasajes oníricos diseñados por Hitchcock y Dalí. Los sueños transferenciales del paciente John Ballantine, así desmontados por una lectura clínico-estética evidencian la relación que existe entre el arte y el psicoanálisis, expresada en la difundida fórmula de Jacques Lacan el artista se adelanta al analista.

Fórmula que, una vez más, sólo tiene valor en acto, cuando emerge fuera de todo cálculo. Cerramos este comentario entonces con una curiosidad. Dentro de la profusa simbología del film de Hitchcock se cuenta un detalle, que en este contexto sólo tiene valor alegórico: el nombre olvidado del paciente J.B. (John Ballantine) resuena al espectador por Ballantine´s la marca de una cerveza, cuyo logo recrea los anillos borromeos, introducidos en el ámbito psicoanalítico por Jacques Lacan en 1972, dieciocho años después del estreno del film.


[1Una síntesis de este proceso se puede encontrar en el artículo de Sara Cocrhan “Recuerda”, que integra el libro Dali y el Cine, Random House Mondadori, Barcelona, 2008.

[2Perfiles cinematográficos: Alfred Hitchcock, entrevista sin fecha de Philip Jenkinson para BBC TV, citada en Natalie Bondol-Poupard, [Such Staff as Dreams Are Made On: Hitchcock and Dalí, Surrealism and Oneiricism], en Guy Cogeval y Dominique Paint (Eds.), Hitchcock and Art: Fatal Coincidences, cat. Ex., Montreal Museum of Fine Arts, 2000, p. 156. Citado por Sara Cochran. op. cit.

[3Donald Spoto, The Art o f Alfred Hitchcock: Fifty years of his Motion Pictures, Nueva York, 1976, p. 158.. La fotografía de Ingrid Bergman ataviada como una Diosa griega fue tomada en el set por Madison Lacy y se ha transformado en un ícono, ilustrando la tapa de la edición 2008 de Taschen dedicada a Bergman y cotizándose a miles de dólares en el mercado del arte.

[4Respecto de la escena en la que el paciente J.B. sueña que está con su terapeuta en el centro de una pista de baile, Dalí la imaginó del siguiente modo: “Para crear esa impresión [de opresividad y malestar], tendré que colgar quince de los pianos más pesados y más generosamente esculpidos del techo de la sala de baile, balanceándose a muy poca altitud por encima de las cabezas de los bailarines. Estos estarían exaltados en postura de baile, pero no se moverían en absoluto, tan sólo serían siluetas menguantes en una perspectiva muy acelerada, y se perderían en una oscuridad infinita”. Pero Selznik, el productor, a quien siempre preocupaban los gastos, decidió economizar y hacer pianos en miniatura... y para corregir los problemas de perspectiva contrató a cuarenta enanos que bailasen en la escena... Dalí escribió al respecto: "Los pianos en miniatura no daban de ninguna manera la impresión de pianos de verdad suspendidos de cuerdas a punto de romperse proyectando sombras siniestras (...) y los enanos se veían sencillamente como enanos. Ni a Hitchcock ni a mí nos gustó el resultado y decidimos eliminar la escena. (…) la imaginación de los expertos de Hollywood será la única cosa que nunca dejará de sorprenderme..." (Tomado de Dalí y el cine, op. cit. pág. 181)

[5Rhonda Fleming había comenzado su carrera artística cuando todavía estaba en el colegio secundario. Su precoz desarrollo y su cabello exuberante la transformaron rápidamente en un sex symbol y realizó varios papeles en películas menores. Spellbound fue su primer film de importancia.

[6En su ya clásico estudio psicoanalítico sobre la obra de Hitchcock, Slavoj Zizek incluye al personaje de Ingrid Bergman dentro de una serie de mujeres que “saben demasiado” –racionales y carentes de toda procacidad. Ver Zizek, S. Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, Manantial, Buenos Aires, 2003.

[7En sus ensayos sobre Hitchcock Slavoj Zizek toma un camino similar a propósico de Psicosis, el cual se podría aplicar perfectamente a nuestra lectura de Spellbound


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[pp 1-7] Editorial
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[pp 8-28] Comentario sobre “Secretos de un alma” (G.W. Pabst)
Geheimnisse einer Seele y el problema de la representación del analista en el cine
Eduardo Laso 
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Spellbound: fórmula para conjurar un hechizo a partir del encantamiento psicoanalítico
María Carolina Cebey 
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Moral y ética en Hannibal Lecter
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