Treinta años atrás... [1]
En El silencio de los inocentes (Jonatan Demme, 1991), el Dr. Lecter ya se había revelado como controvertido terapeuta. Confinado en una prisión de máxima seguridad a causa de sus conductas canibalísticas, recibe la visita de la agente Clarice Starling, enviada como señuelo por el FBI para sonsacarle información sobre un ex-paciente suyo, un asesino serial que despelleja los cuerpos de sus víctimas.
Pero el Dr. Lecter preserva la identidad de "Búfalo Bill" y se niega a colaborar con la policía, incluso cuando el hacerlo lo priva de una mejora considerable en sus condiciones de reclusión. Recordemos el pasaje, tal como aparece en la novela original de Thomas Harris:
– Doctor Lecter, la senadora tiene para usted una oferta ex¬cepcional (...) se trata de una oferta global; la senadora no se re¬serva nada, de modo que no hay lugar para regateos. Lo toma o lo deja (...) Si nos ayuda a descubrir a Bufalo Bill a tiempo para resca¬tar a Catherine Baker Martin sana y salva, obtendrá usted lo siguiente: primero, traslado al hospital de la Administración de Veteranos de Oneida Park, Nueva York, donde será alojado en una celda con vista sobre los bosques que rodean la institución, sin que ello implique una reducción de las medidas de seguridad, que seguirán aplicándose con la máxima rigidez. Segundo, redacción de informes psiquiátricos sobre determinados reclusos, aunque no necesariamente aquellos que compartan el mismo centro penitenciario que usted. Los informes serán realizados a ciegas, es decir, sin conocer la identidad de los sujetos. Tendrá usted un razonable acceso a la bibliografía que precise. Tercero, lo mejor de todo, lo más extraordinario: una vez al año saldrá usted del hospital para pasar una semana en este lugar. (Deposita un mapa en la bandeja de la comida, pero Lecter no lo toma). La isla de Plum. Todas las tardes de esa semana estará usted autorizado a pasear por la playa o a bañarse en el mar sin más vigilancia que una patrulla situada a cincuenta metros, si bien se tratará de una patrulla especializada. Eso es todo.
– ¿Y si me niego?
– Podría probar a cubrir la pared del fondo de esta celda con una cortina. Fingir que dispone de una ventana, a lo mejor le hace la existencia más soportable. No disponemos de ningún factor de coacción o amenaza, doctor Lecter. En cambio, lo que si poseo es una opción de que llegue a disfrutar de la luz del día.
– La isla de Plum...
– Mire en la parte norte de Long Island, en esa punta que se adentra en el mar.
– La isla de Plum. Aquí dice: «Centro de Veterinaria de la isla de Plum - Laboratorio de investigación federal.» Suena encan¬tador.
– Eso solamente ocupa una parte de la isla. Tiene una playa preciosa y el alojamiento es confortable. Las golondrinas de mar anidan en esa costa en primavera.
Las golondrinas de mar... Si accedo a hablar de esto deberá usted darme algo a cuenta. Quid pro quo. Yo le digo una cosa, usted me dice otra.
– Adelante
– En la metamorfosis de los insectos, la larva se convierte en una ninfa contenida en la crisálida, la cual, al cabo de cierto tiempo, sale de su camerino secreto convertida en hermosísima imago. ¿Sabe lo que es una imago, Clarice?
Sigue el largo monólogo de Clarice en que ella habla de su granja familiar, de la relación con sus padres, con su prima, etc. Este pasaje ocupa dos páginas de la novela de Thomas Harris. Al cabo del mismo, y después de darle un par de enigmáticas “pistas”, se produce el siguiente diálogo que cierra el capítulo:
-Entonces, vale más que eche a correr con lo que se le ha regalado y a ver qué tal se las arregla, Clarice.
– Necesito saber de qué modo ha podido usted...
– No. No sea codiciosa, porque de lo contrario tendremos que discutir esa reacción la semana próxima. Vuelva cuando haya hecho algún progreso. O aunque no haya hecho ninguno. Una última cosa, Clarice.
– Sí.
– La próxima vez me explicará usted dos cosas. Una es qué le ocurrió al caballo. Lo segundo que me pregunto es... ¿cómo consigue dominar usted su rabia?
Está claro que las "pistas" que aparentemente ofrece a la agente Starling son en rigor interpretaciones, ya que Lecter advierte desde el primer instante la transferencia de Clarice, habilitándola entonces como paciente. Hasta tal punto es así, que cada encuentro con el Dr. Lecter resulta una lección de cómo dirigir una cura. Es en este contexto clínico que ella le confía un sueño traumático: el grito ensordecedor de los corderos en la granja familiar, al cual alude el título original del film.
Como buen analista, Lecter no suspende el secreto profesional para sacar de ello provecho particular y no desoye la demanda de análisis de una paciente. Durante las peculiares sesiones, Clarice va desplegando su posición de sometimiento a la figura masculina -a su jefe Crawford, al FBI, al padre-, y cada interpretación del Dr. Lecter está destinada a desmontar semejante goce. Cuando finalmente logra resolver el caso y encuentra a Búfalo Bill, lo hace a través de un rodeo por la vía materna y alejada de los hombres, que obsesivamente buscan en otro lado. Es allí que, sobre el final del primer film, Lecter le da un alta provisoria con la enigmática frase ¿se callaron ya los corderos?
A cura di Hannibal Lecter
Esta relación entre Lecter y Starling se retomará diez años más tarde en la continuación de la saga. En Hannibal (Ridley Scott, 2001), a pesar de que el film lleva su nombre, el Dr. Lecter no aparecerá en escena sino hasta después de media hora de iniciada la película. Semejante prescindencia, nos indica su retiro, evocado por los primeros compases de una de las más bellas y delicadas arias de Bach. Acorde a los nuevos tiempos, signados por la desocupación y por la supresión de excesos, Lecter se ha retirado tanto de la psiquiatría como del canibalismo. Corta la carne con maestría, da de comer a los animales, cocina, y es anfitrión de exclusivas degustaciones. Pero ya no come [2] . Si ocasionalmente oficia de cirujano, es sólo para dejar claro que su pulso y sus habilidades con el bisturí permanecen intactos.
Para un psiquiatra retirado, su nueva ocupación como curatore de la biblioteca de Florencia, resulta un desplazamiento más que adecuado. En Italia, las buenas ediciones llevan la inscripción "a cura di", que precede al nombre de aquél a cuyo cuidado se ha realizado la edición.
Pero diez años más tarde, Clarice tendrá una recaída. Los críticos cinematográficos encontraron en Julianne Moore una Starling "más dura" que el personaje que compusiera Jodie Foster. Esta Clarice más madura ha neutralizado a los hombres, es cierto, pero pagando el precio de mimetizarse con ellos. Por eso cede ante las presiones y se ocupa nuevamente de Hannibal Lecter, despertándolo de su largo letargo. Como buen analista, el Dr. Lecter no abandona a su paciente y responde prestamente a su llamado. Y como no podía ser de otra manera, lo hace, de entrada, con una interpretación: no hallará al hombre que busca valiéndose del dudoso olfato policial, sino apostando a la fragancia de un perfume.
De allí en adelante toda la trama podrá leerse en clave analítica, para desilusión de algunos espectadores que fueron al cine buscando la saga de un thriller electrizante. Pero a Thomas Harris le llevó una década escribir su nueva novela, y Ridley Scott no hubiera accedido a filmar la continuación de un clásico en clave taquillera. En palabras del propio Lecter la comida de avión no es, básicamente, comida. Por eso, el resultado de la espera no es un "fast food film", sino una rara exquisitez del cine negro.
Clarice Starling emergerá, hacia el final, vestida de dama por primera vez en la historia. Y Lecter la esperará con su penúltima interpretación, especialmente dedicada al auditorio que aún encuentre apetecibles a los hombres con poco cerebro. Tiene allí lugar la escena de acercamiento físico entre Lecter y Starling, que despertará falsas expectativas en un público que influenciado por las novelas televisivas, querrá leer el final en clave romántica.
Es cierto, sin embargo, que algo del amor flota en el aire. Los pacientes son insaciables, se sabe, y transferencia mediante buscan realizar su objeto en la persona del analista. Y esta marea transferencial amenaza siempre con arrastrar al terapeuta. El propio Lecter vacilará por un instante, y Clarice tratará de esposarlo para siempre. Pero un buen terapeuta sabe cuándo y sobre todo por donde producir el corte.
Las despedidas son dolorosas, pero Clarice Starling puede esperar confiada otros diez años. A pesar de las apariencias, su analista está intacto.