Spellbound: fórmula para conjurar un hechizo a partir del encantamiento psicoanalítico [1]
“El poder traumatizante de una situación cualquiera no puede resultar de sus caracteres intrínsecos, sino de la capacidad que poseen ciertos acontecimientos que surgen en un contexto psicológico, histórico y social apropiado, de inducir una cristalización afectiva que tiene lugar en el molde de una estructura preexistente.”
LÉVI-STRAUSS, 1973: 225
Un hombre misterioso ha perdido la memoria y se acusa a sí mismo de haber cometido un asesinato. Poco importa si se trata de Gregory Peck o de John Ballantine: nada puede recordar sobre su identidad.
Considerado el primer thriller psicológico de la historia, la novena producción de Hitchcock en Hollywood nos acerca a la técnica psicoanalítica como vía reggia para la reconstrucción de los hechos que desembocaron en la falta de recuerdos del protagonista.
Y, ¿quién mejor que Ingrid Bergman encarnando a la Dra.Constance Petersen para oficiar de psicoanalista? Sólo los diseños de las secuencias oníricas realizados por Salvador Dalí podrán competir con ella en belleza y admiración.
Sobre el síntoma amnésico
Si de leer en clave psicoanalítica se trata, considero que el mejor modo de introducirnos en el análisis de este film es el siguiente: la amnesia de J. B. es un síntoma neurótico, una formación de compromiso operada por el mecanismo de la represión. Por tanto, implica una defensa frente a algo que su propio Yo no puede soportar: una representación inconciliable que, como fuente interna de estímulos, ha elevado sobremanera el quantum energético que el aparato podía ligar, haciendo de este modo que el principio tendiente a la homeostasis encontrara como único medio de escape la represión de aquello que incrementó las cargas (Freud, 1979).
Indefectiblemente, emerge aquí la consabida pregunta por lo oculto, por lo que se encuentra lejos del plano conciente: ¿qué es lo que fue reprimido? O, en otros términos: en esa pugna consigo mismo, ¿de qué se defendía J. B. a través de la amnesia?
No es sino más adelante que hallaremos respuesta a estos interrogantes. Antes, es necesario un sucinto desarrollo de ciertas cuestiones teóricas.
En su artículo “Sobre la psicoterapia de la histeria”, Freud (1985e) nos anoticia –ya en 1895 – acerca de la multidimensionalidad del material psíquico y sus estratificaciones. Un núcleo patógeno compuesto de recuerdos, vivencias o ilaciones de pensamientos se halla sepultado en las profundidades del inconsciente. En tal núcleo encuentra su origen el momento traumático, sólo que velado su camino hacia éste por un sinnúmero de capas resistenciales que han de ser vencidas.
Una aproximación a tal desbloqueo es la que acontece en el protagonista a raíz del asesinato del flamante Director de la clínica psiquiátrica. El suceso abre un sendero por el que puede rastrearse ese trasfondo sepultado, no asequible al orden conciente. Algo resuena en J. B.; un fantasma es movilizado e invita a la resignificación a posteriori –Nachträglichkeit –. Pero el protagonista no puede asirlo aún. El enfrentamiento es aplazado y adviene en su lugar un vacío en la cadena del recuerdo: la laguna amnésica. Y un marcado auto-reproche: él ha cometido el crimen; el asesino es él.
Asesinato: moción prohibida
El síntoma es rico en sentido, sostiene Freud (1993a), y se entrama con el vivenciar del neurótico; y en el camino de su formación intervienen los consabidos elementos que hacen a las series complementarias: la predisposición por fijación libidinal –que engloba la constitución sexual prehistórica del sujeto y su vivenciar infantil – y los sucesos traumáticos accidentales de la vida adulta (Freud, 1993b). Son estas coordenadas las que nos permitirán desandar el síntoma amnésico de J.B. hasta dar con el asesinato como moción prohibida, como componente coadyuvante al sentido de su síntoma.
Puede sostenerse que, como ya se ha dicho, el segundo asesinato –suceso accidental del vivenciar adulto – moviliza algún punto nodal en la cadena del recuerdo. Tal punto es, a mi entender, el que atañe a la muerte del hermano del protagonista, componente de la infancia del sujeto que se halla directamente ligado a la ambivalencia afectiva propia del Complejo de Edipo. Entramado dinámico, por tanto, de múltiples hilos lógicos que bordean el núcleo patógeno (Freud, 1985e).
Es la conexión con este primer hecho cronológico la que emerge en función del segundo acontecimiento en el tiempo y genera un claro conflicto entre el Yo y el Ello de J.B. El Yo, con miramientos a la realidad y al Superyo, pugna por ser moral ante la amoralidad de un Ello que sólo pretende satisfacción pulsional. En otras palabras, son despertados los deseos parricidas –desplazados por sustitución a la figura del hermano y, por ende, devenidos fratricidas (Freud, 1985a) – alguna vez albergados. Y es de tal apronte del que tenazmente el Yo de J. B. se defiende: ni el orden de la realidad ni la hipermoralidad superyoica permiten que tal representación sea conciliable con la conciencia (Freud, 1985d).
En correlato con ello, cabe agregar aquí que es tan pronto como la moción reprimida puja por devenir conciente que adviene en la neurosis la reacción angustiosa. Y en este sentido, el resultado del conflicto no puede ser sino sintomático: un compromiso incompleto como satisfacción (Freud, 1985c).
Se trata, con el asesinato acaecido en la montaña, de una movilización hacia la figura del director de la clínica de los afectos concernientes a las imagos paterna y fraterna. Este desplazamiento es el que genera el sentimiento de culpa hiperintenso que se expresa como auto-reproche.
No fue el protagonista el autor de los asesinatos –al menos, es discutible en el caso del hermano–, pero basta la existencia del deseo de cometerlos, aunque no su materialización, a los fines del castigo del Superyo. La moción inconsciente que pugnaba por dar muerte al padre, prohibida y reprimida durante la conformación del heredero del Complejo de Edipo, encontró una satisfacción sustitutiva en la escena infantil y, nuevamente, en la adultez: se pone así de manifiesto la perentoriedad pulsional en la prosecución de sus fines.
Sobre el masoquismo del protagonista o el protagonismo del masoquismo
La pregunta que se desprende de lo desarrollado hasta aquí es: ¿por qué auto-inculparse un crimen –acaso dos – que no se cometió? La respuesta es simple: porque “...el padecer que la neurosis conlleva es justamente lo que la vuelve valiosa para la tendencia masoquista” (Freud, 1985b).
Habría en J.B. una necesidad de castigo que va más allá del sadismo acrecentado del Superyo; una necesidad de punición más imbricada con el masoquismo yoico, a saber: su Yo pide imperiosamente ser castigado, pero de una manera que no es estridente sino velada para sí mismo; sólo puede ser rastreada a través de sus conductas, a través de su afán impostergable por incriminarse los asesinatos a punto tal de afirmarse concientemente como su autor.
En esta línea de análisis, el síntoma amnésico no es sino funcional a tal padecimiento, puesto que, en tanto posibilita una huída ante un fragmento de la realidad, importa un goce yoico masoquista en la formación de compromiso placentera-displacentera.
La abstinencia de la satisfacción de los componentes pulsionales destructivos en su vida cotidiana tendría por resultado una reversión del sadismo hacia su propia persona e incrementaría el masoquismo al interior del Yo. Sobrevendría en la amnesia del protagonista una suerte de complicidad complementaria entre sadismo superyoico y masoquismo yoico; en voces freudianas “...sólo así es posible comprender que de la sofocación de las pulsiones resulte –con frecuencia o en la totalidad de los casos – un sentimiento de culpa, y que la conciencia moral se vuelva tanto más severa y susceptible cuanto más se abstenga la persona de agredir a los demás” (Freud, 1985b).
Zugründe gehen o la caída
“A veces uno se desorienta, duda de la evidencia, incluso cuando ha descubierto los secretos de la buena vida... Pero cuando uno no ama la propia vida, cuando no se sabe que hay que cambiar de vida, no se puede escoger ¿no es cierto? ¿Qué se puede hacer por los demás? Imposible. Habría que no ser nadie, olvidarse de uno mismo en nombre de alguien, al menos una vez.”
CAMUS, 1998: 130
Respecto de los asesinatos, algo particular insiste en ambas escenas: una nota disonante que he dado en llamar la caída. En una como en otra, el protagonista se desliza hacia abajo; cae en dirección al piso por la baranda de una escalera en el suceso del hermano; cae por el peso de la gravedad al hacer ski en la ladera de la montaña.
A mi entender, esta suerte de movimiento inercial ofrece a la elucidación de quien escribe una cuota de simbolismos nada desdeñables. Si, como postulaba Freud en 1924, entendemos la copertenencia y complementariedad de los tres principios que rigen la vida anímica –a saber: el principio de Nirvana, el de Placer y el de Realidad –, pueden sustentarse teóricamente las siguientes hipótesis interpretativas (Freud, 1985b).
En primer lugar, puede leerse la caída como tendencia de la pulsión de muerte a la rebaja cuantitativa de la carga de estímulo. Es decir: ante un incremento desmesurado en el quantum energético, una propensión a su reducción a cero. Principio de constancia, por tanto, ligado al sistema neuronal ψ; y aún más, pugna por la destrucción de la materia viva (Freud, 1979).
Por otro lado, y a nivel cualitativo esta vez, el caer podría remitir a una subrogación de las exigencias libidinales acrecentadas por una tensión sexual hiperintensa que es coartada por los influjos del mundo exterior.
J. B. habría experimentado en ambas oportunidades una hiperexcitación tal que era necesario reducirla, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. Ello en función de que, en sus fuentes, subyace una caída a las bases, a los orígenes, al núcleo mismo del material inconsciente: por un lado, un marcado deseo de dar muerte al padre; y por otro, su correlato afectivo en términos ambivalentes: unas mociones eróticas en las que el mismo padre es tomado como objeto de amor.
Así, el hermano y el director muertos no serían sino sustitutos de la figura paterna, en quienes la mezcla erótico-tanática pulsional halló –con auxilio del azar – una vía para el intento –frustrado e imposible – de satisfacción del deseo.
No es sino de esto que el personaje se defiende, a la vez que mediante disfraces intenta satisfacer: su propio deseo.
Bibliografía
CAMUS, A. (1998). La caída. Madrid: Alianza Editorial.
FREUD, S. (1993a). El sentido de los síntomas, en Obras Completas, Vol. XVI, Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1993b). Los caminos de la formación de síntoma, en Obras Completas, Vol. XVI, Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1985a). El retorno infantil del totemismo, en Tótem y Tabú, Madrid: Alianza Editorial.
FREUD, S. (1985b). El problema económico del masoquismo, en Obras Completas, Vol. XIX. Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1985c). La pérdida de realidad en neurosis y psicosis, en Obras Completas, Vol. XIX. Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1985d). Los vasallajes del Yo, en Obras Completas, Vol. XIX. Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1985e). Sobre la psicoterapia de la histeria, en Obras completas, Vol. II. Buenos Aires: Amorrortu.
FREUD, S. (1979). Proyecto de Psicología para neurólogos, en Obras Completas, Vol. I. Buenos Aires: Amorrortu.
LAPLANCHE, J.; PONTALIS J-B. (2001). Diccionario de Psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
LÉVI-STRAUSS, C. (1973). La eficacia simbólica, en Antropología estructural, Buenos Aires: Eudeba.