“¿No ha sido acaso el castigo extremo, y en todos los tiempos, privar a un ser de su humanidad, destituirlo de ella haciendo irreconocible su cuerpo, cuerpo abandonado a la devoración, a la dispersión de los animales salvajes (lobos o buitres) y al que a continuación se le niega la sepultura para quitarlo, excluirlo, tanto de la Historia como del linaje al que pertenece?
Helene Piralian [1]
El primer genocidio del siglo XX
Poco antes de iniciar la invasión a Polonia, en agosto de 1939, Adolf Hitler se dirigió a las tropas de las SS: “Nuestra fuerza reside en nuestra rapidez y nuestra brutalidad. Gengis Kan hizo morir a millones de mujeres y niños por su sola voluntad y con el corazón alegre. La historia ve en él solamente a un gran constructor de estados. Así, por el momento, he enviado hacia el este sólo a mis unidades Cabeza de la Muerte con órdenes de matar sin piedad a todos los hombres, las mujeres y los niños de raza o linaje polaco. Sólo así ganaremos el espacio vital que necesitamos. ¿Quién habla aún en nuestros días del exterminio de los armenios?”. [2]
Todavía en 1939 no hay una categoría jurídica para lo que Hitler está por perpetrar. La palabra masacre resulta insuficiente [3]. Estamos en las vísperas de lo que posteriormente va a recibir el nombre de genocidio, y es en ese contexto que Hitler hace referencia en su discurso a un agujero en la memoria colectiva: el exterminio de los armenios por el Estado turco. Allí sitúa el primer antecedente de lo que él se propone llevar a cabo. Y señala cínicamente que la historia se escribe olvidando las víctimas: Gengis Kan es recordado como constructor de estados y no como asesino de masas.
El término genocidio fue introducido por el jurista Raphael Lemkin en 1944 y fue adoptado en 1948 por la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre Prevención y Sanción del delito de Genocidio (CONUG). Lemkin define al genocidio como la intención de destruir a un grupo nacional, étnico, racial o religioso mediante la ejecución de sus miembros o infligiendo deliberadamente sobre el grupo condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física.
Se trata de un crimen contra la humanidad perpetrado por un Estado que se niega a reconocer a un grupo humano el derecho a la existencia, por lo que se lo intenta exterminar. Su puesta en ejecución implica cálculo y premeditación, ejecución fría y planificada, la participación de ejecutores y la posterior negación de la existencia de las víctimas. Un genocidio se propone ir más allá de la matanza de sujetos: implica el proyecto de destruir a un pueblo en su totalidad, desde su origen en su fundamento simbólico-cultural hasta su existencia en el presente y su pervivencia en la memoria colectiva.
Un genocidio es mucho más que un asesinato masivo, ya que apunta a destruir la cadena simbólica que constituye la genealogía de un grupo, y al hacer esto, desvincularlo del orden humano, impidiendo toda posibilidad de descendencia y transmisión, tanto para los muertos como para los sobrevivientes. De ahí que más allá del exterminio de personas, el proyecto genocida se acompañe de su negación, como modo de sostener la desaparición de la existencia pasada de las víctimas, a fin de que se transformen no en muertos, sino en algo que jamás existió. Tomando la concepción de Lacan de las dos muertes: no se trata sólo de quitarle la vida a alguien, sino de dar además una segunda muerte en el campo de lo simbólico mismo. Es el gesto de Creonte hacia el cadáver de Polinices, extendido a todo un grupo humano.
Durante la Primera Guerra Mundial, entre 1915 [4] y 1923, el gobierno turco llevó a cabo el asesinato programado de todos los armenios que habitaban el territorio otomano, perpetrando el primer genocidio del siglo XX. Durante ese período se asesinó a más de un millón y medio de armenios, a los que se les robó sus bienes, se prohibió su idioma, se destruyeron sus monumentos e iglesias, se arrasaron sus cementerios y se eliminó toda huella o documento que pudiera dar testimonio de que alguna vez existió una comunidad armenia en Turquía. Cuando todavía estaba fresca la sangre de los armenios, en 1916 el gobierno turco publicó un Libro Blanco en el que acusó de traidores a los armenios de los comités revolucionarios y justificó la represión como legítima defensa de los intereses del Estado. Ese fue el inicio de la política turca de declarar al crimen perpetrado como justificado y, mejor aún, no acontecido.
Los sobrevivientes, confrontados a la política del estado otomano de eliminar toda marca histórica de la existencia en suelo turco de dieciseis siglos de vida armenia así como de su exterminio, hicieron suyo el deber de permanecer vivos para retener a esos muertos del riesgo de caer en la inexistencia. Se convirtieron así ellos mismos en tumbas vivas, con el deber de mantener la memoria de lo acontecido. Con lo cual para el sobreviviente no hay otro presente posible más que el tiempo en que aquellas muertes se produjeron, quedando ese tiempo suspendido y a la vez retomado por la memoria de manera indefinida.
Sesenta años después del genocidio, durante la década del 70, grupos armenios clandestinos mantuvieron una campaña de asesinatos políticos, matando al menos dos docenas de diplomáticos turcos, esperando de ese modo lograr la atención mundial sobre el genocidio armenio y la negativa de Turquía a aceptar responsabilidades. La respuesta de Turquía fue aumentar con mayor vehemencia su política negacionista a través de historiadores revisionistas puestos al servicio de la misma. A casi cien años de este crimen contra la humanidad, nadie ha sido condenado por el mismo y Turquía sigue negando hasta hoy que tal crimen haya siquiera ocurrido, incluso a pesar de los reclamos en los foros internacionales y que hasta resulta una condición para su ingreso a la Comunidad Económica Europea. De hecho, cualquier intento de inscripción del genocidio (a través de los organismos internacionales, de museos, actos públicos, etc.) es sistemáticamente atacado con violencia y amenazas por el gobierno turco.
Filmar un genocidio negado
Ararat de Atom Egoyan es un intento de inscripción [5]. Nacido en Egipto pero de origen armenio, Egoyan aborda en este film el problema de cómo transmitir la memoria personal de un pasado negado, cómo dar testimonio a nuevas generaciones de un genocidio sistemáticamente no reconocido por sus perpetradores. Problema ético y estético, en la medida en que, como sostenía el crítico de cine Serge Daney “lo que no se vio en el momento justo no se verá jamás” [6]. ¿Cómo contar un genocidio con una mirada justa? ¿Cómo rescatar del olvido a sus víctimas, de manera de hacer resistencia a la negación de los perpetradores? ¿Cómo producir una mirada justa sobre el genocidio que no caiga en la abyección o en la banalidad? ¿Cómo contar bien, en el sentido ético y no meramente estético del término?
En su relato La escritura o la vida, Jorge Semprún, español sobreviviente de un campo de concentración nazi, se preguntaba con otros compañeros de campo por el problema de la transmisión de una experiencia en el fondo intransmisible como es el horror de un campo de concentración.
“-Contar bien significa: de manera que se sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte! (...) La verdad que tenemos que decir (en el supuesto de que tengamos ganas, ¡muchos son los que no las tendrán jamás!) no resulta fácilmente creible... Resulta incluso inimaginable... (…) Me imagino que habrá testimonios en abundancia... Valdrán lo que valga la mirada del testigo, su agudeza, su perspicacia... Y luego habrá documentos... Más tarde, los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello obras muy eruditas... Todo se dirá, constará en ellas... Todo será verdad... salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea... (…) El otro tipo de comprensión, la verdad esencial de la experiencia, no es transmisible… O mejor dicho, sólo lo es mediante la escritura literaria...”. [7]
Ararat es un film sobre el problema de cómo transmitir la memoria de un crimen negado, cómo dar testimonio a las nuevas generaciones, de manera que no haya olvido ni perdón, sino memoria y justicia.
¿Acaso una pintura pueda dar testimonio del crimen perpetrado? Al comienzo del film vemos el proceso de creación del cuadro El artista joven y su madre, de Arschille Gorky, pintura realizada por el famoso pintor de origen armenio, quien sobreviviera al genocidio turco y escapara a Nueva York. El cuadro recrea una foto del artista de niño al lado de su madre posando en 1912 en el pueblo de Van, en Turquía, antes de que el estado turco decidiera arrasar con los armenios. Esa pintura de un pasado irrecuperable que se llevó a su madre y a su pueblo, ¿encontrará aquel espectador que vea en sus trazos el crimen ocultado? ¿Acaso un film de ficción en el que se tomen “licencias poéticas” podrá paradójicamente lograr que se evoquen las voces silenciadas? El registro en video de ruinas abandonadas en Turquía, que en la película registra el personaje de Raffi ¿prueba algo? ¿Las piedras podrán hablar de lo que pasó? ¿Tal vez el relato de un testigo que vio y contó? ¿O el relato de alguien que contó lo que otro le contó que vio? Una vez que el genocida borró toda huella del crimen ¿se logró finalmente forcluir exitosamente a un pueblo de la memoria colectiva?
Atom Egoyan sabe que un genocidio es éticamente infilmable. La solución que encontró es exponer el artificio mismo de lo que es intentar filmarlo y al hacerlo mostrar dicha imposibilidad. Ararat es un film que cuenta la filmación de un film llamado Ararat en el que se intenta narrar el genocidio armenio. Es entonces la filmación (im)posible de una escena negada de la que sólo llegan los testimonios orales y escritos a través de las generaciones de testigos y víctimas. Así, Egoyan se duplica en el director de cine Saroyan (encarnado por Charles Aznavour, cantante y actor francés descendiente de armenios) quien quiere filmar lo que su madre -una sobreviviente del genocidio- le relató. Egoyan logra de este modo la paradoja de que exponiendo el artificio mismo de una filmación se pueda obtener un efecto de transmisión que no hubiese logrado de proponerse contar la historia en tono épico o realista.
Egoyan no oculta que hay algo perdido irremediablemente: la experiencia de las víctimas, sus cadáveres doblemente silenciados, por muertos y por negados como existentes por sus verdugos. Y esa pérdida es plasmada mediante la mostración de la puesta en escena misma: un Monte Ararat pintado que no podría verse nunca desde el pueblo de Van donde transcurre la acción de la película, unos escenarios de cartón, unas cámaras que nunca dejan de hacernos recordar que estamos ante una filmación, un trabajo sobre el guión que tensa la cuerda todo el tiempo entre la historia y la ficción melodramática (por ej. la decisión de hacer del pintor Arshile Gorky un personaje del film y hacerlo actuar en escenas de suspenso).
El recurso de mostrar la construcción de una ficción permite, como todo arte que se precie, que algo de la verdad se desoculte. Y así en determinado momento, Ani, asesora del guión del film, conmovida porque la hija de su ex pareja atacó el cuadro de Gorky para dañarla a ella, decide apartarse de la realización de Ararat. Para Ani, el cuadro de Gorky “es depositario de nuestra historia. Es un código sagrado que explica quienes somos y cómo y por qué llegamos aquí”. Ella piensa que la fuerza del cuadro de Gorky es incomparable respecto de un film de ficción que recrea el genocidio. De ahí que no tiene problemas en irrumpir dentro de una escena que se está filmando para hablar con el director. Atraviesa el pueblo de Van hecho de cartón, los maniquíes que representan muertos y al actor que en ese instante encarna al Dr. Ussher -el norteamericano a cargo de la misión en Van- que en la escena está intentando curar a un armenio herido. Ani pasa al lado y se dirige al director para comentarle que necesita hablar urgentemente con él, en un acto de indiferencia ante esa ficción de cartón piedra. El director se sorprende porque está arruinando la escena que está filmando. Y es en ese momento que súbitamente la escena de ficción cobra vida y la interpela: el actor que encarna a Ussher se dirige a Ani, pero no como un actor fastidiado de que le estén interrumpiendo la actuación. Quien habla es el Dr. Ussher y le dice que está tratando de salvarle la vida a una persona, que los turcos están perpetrando atrocidades y le increpa enfurecido qué está haciendo allí. Ani queda interpelada ante la emergencia de una escena que desde el pasado olvidado se hace soporte en un actor y en un escenario, para señalarle que también el poder del cine es capaz de evocar y recordar, al mismo tiempo que interroga por su posición como sujeto, no en relación al film, sino en relación a la verdad.
Ararat cuenta también el viaje personal del hijo de Ani, Raffi, quien a partir del peso del fantasma de su padre muerto al intentar matar a un funcionario turco, es considerado tanto un “terrorista” por la policía y por su novia, como un “luchador por la libertad” por su madre. Raffi se pregunta por el sentido del acto de su padre: ¿por qué prefirió abandonarlos para morir en un atentado? ¿Fue un terrorista o un mártir de la libertad? Su pregunta lo conducirá a Turquía con la excusa de ir a filmar escenarios para el film, pero en verdad para buscar en el lugar de origen de sus antepasados la marca que indique que allí hubo alguna vez un pueblo armenio bajo el monte Ararat que justifique finalmente los actos de su padre. “Estoy aquí mamá… (se escucha decir a Raffi a través de las imágenes de video de desiertos y ruinas de edificios antiguos en el medio de la nada) En un mundo ideal todos estaríamos aquí. Papá, tú y yo. Recuerdo lo que contaban de este sitio. La gloriosa capital del reino. Historia antigua. O que papá luchaba por la libertad.Luchaba por el retorno de esto, supongo. Cuando murió, algo murió en mí también. ¿Qué tengo que pensar? ¿Que todo esto lo hizo el tiempo, o lo destruyeron a propósito? ¿Esto prueba lo que pasó? ¿Debo sentir ira? ¿Cómo sentir lo que papá sintió cuando intentó matar a un hombre? ¿Por qué estaba dispuesto a dejarnos por eso? ¿Qué herencia me dejó? ¿Por qué su muerte no me consuela? Al ver todo esto, comprendo cuanto perdimos. No sólo tierras y vidas sino también la posibilidad del recuerdo. Nada aquí prueba que sucedió”.
Para Raffi, la filmación de Ararat, con su costado ficcional y hasta hollywoodense, lo interpelan como hijo no sólo de un padre que murió por una causa que le abre al enigma del deseo puesto allí en juego, sino como descendiente de armenios, es decir, como parte de una comunidad nacional y de un legado cultural. Lo que lo conduce a la búsqueda en tierra turca de aquellas imágenes originales, reales, imposibles de obtener, de un pasado sistemáticamente borrado.
Saroyan elige para el papel de Djevdet Bey -uno de los más crueles genocidas otomanos- a Alí, un actor descendiente de turcos. ¿Podrá así lograr que al menos un descendiente de los victimarios logre entender lo que sus antepasados perpetraron? ¿Llegará alguna vez el turco a aceptar el peso de la herencia de un crimen de limpieza étnica cometido en nombre del nacionalismo? Al final del film, Alí se arrepiente del papel que ha representado, porque su personaje expone al pueblo turco como criminal. Pero al mismo tiempo admira a Saroyan como director de cine y entonces trata de justificarse ante ante él. Para Alí, el filme es sólo un trabajo con un director admirado. Pero le sorprende que Saroyan no se interese por su opinión como descendiente de turcos acerca de lo que él piensa sobre el pasado acontecido. Ali encarna la opinión media que el pueblo turco sostiene como versión oficial y justificadora del genocidio: “era la Primera Guerra Mundial”, “los armenios eran una amenaza porque se iban a aliar a los rusos, que eran enemigos de Turquía en ese momento”, “en la guerra muere mucha gente, tanto armenia como turca”, “no digo que no pasó nada, pero hace tanto tiempo y en un lugar tan lejano…”, que mejor pensar para adelante y olvidar todo. Saroyan ni siquiera se molesta en argumentarle, para enojo de Raffi, que es testigo de este diálogo. Pero Saroyan sabe que quien piense como Alí, nunca aceptará que sobre él pesa la herencia de un crimen atroz. Y luego le confiesa a Raffi el aspecto más insoportable que constituye para él el genocidio armenio: el saberse tan profundamente odiado por un otro que en el pasado convivió con él en la misma tierra como prójimo.
En la escena siguiente se produce un diálogo entre Raffi y Alí. Un buen actor, y Alí lo es, da carnadura a un personaje, y al hacerlo lo devuelve a la vida a través de una escena ficcional, trayendo en este caso algo olvidado a la memoria colectiva. Alí encarnó a un genocida turco tristemente célebre por su deleite en la tortura y el asesinato. En determinado momento Raffi lo felicita porque su actuación lo ayudó a entender a su padre, para pesar de Alí, quien pasa a ubicarse en el lugar de víctima del odio armenio, en vez de entender por qué un descendiente de armenios puede llegar a odiar a los turcos.
En la medida en que Alí persiste en sostener la política negacionista del estado turco, Raffi se niega a compartir un champagne con Alí. A la propuesta de relativizar el pasado por viejo y lejano, Raffi le opone la cita de Hitler, modo de interpretar la posición de Alí. Olvidar el pasado en un contexto en el que nada del crimen ha sido sancionado ni en la memoria histórica ni en el campo de la justicia, no sólo es imposible, sino además implica complicidad en el crimen contra los armenios. Mientras la posición sea de no reconocimiento, es imposible una reconciliación entre turcos y armenios: la relación entre victimarios y víctimas se repite con la actualidad propia de un trauma no elaborado.
Negacionismo y desaparición
El negacionismo es un modo de prolongar y persistir en el acto genocida al privar de la muerte simbólica. Redobla el asesinato colectivo con la destrucción de la existencia de la muerte misma en tanto estructura simbólica que permite la transmisión, volviendo imposible el duelo. Como decía J.M. Carzou en “Un genocide exemplaire”: “¿Acaso hemos soñado ese genocidio? No. Es un genocidio perfecto: no se produjo...”.
En Genocidio y transmisión, la psicoanalista Helene Piralian señala que la negación apunta al asesinato de la memoria significante colectiva que estructura la humanidad de un grupo e inscribe en ella a sus miembros. Los historiadores “revisionistas” al servicio del estado turco, al negar el genocidio, participan activamente en ese crimen contra la humanidad, porque al privar a los muertos de su muerte los privan al mismo tiempo de su vida -no existieron- y despojan a los sobrevivientes de la suya, al impedir realizar un duelo y simbolizar la muerte.
La estrategia de negar la existencia de las víctimas torna imposible para los descendientes la elaboración de este trauma colectivo. El deseo mortífero del genocida impide elaborar el duelo de esos muertos, ya que la aceptación de su muerte en un contexto negacionista implica para el sobreviviente volverse cómplice de su borradura del orden humano, en tanto no queda inscripción en el Otro social de la existencia misma de los armenios masacrados. De ahí que sean incapaces de enterrar a sus muertos, vale decir, de concluir un duelo. A falta de mortalidad simbolizada sólo les resta la tarea de guardar para sí los muertos, conservarlos en la memoria permanentemente para impedir que desaparezcan como si no hubieran existido y seguir exigiendo el reconocimiento del genocidio al Otro que lo perpetró, aunque haya pasado un siglo. Esos muertos retenidos se convierten en la única inscripción de lo acontecido, a falta de un duelo posible.
La tragedia argentina durante el terrorismo de Estado se aproxima en este punto a este rasgo del genocidio armenio. Los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el Proceso de Reorganización Nacional también apuntaron a producir una segunda muerte, a forcluir la existencia de las víctimas bajo el eufemismo de “desaparecido” y por este medio, perpetuar el dolor de los familiares sobrevivientes en un duelo impedido que se eterniza. De manera que el rechazo a contar lo ocurrido por parte de los responsables de las desapariciones implica prolongar con su silencio los efectos del crimen sobre sus víctimas y allegados. Y sobre el resto de la sociedad.
El problema que el psicoanalista enfrenta en la clínica es cómo transformar esa muerte guardada en suspenso en muerte simbolizada, de modo de poder enterrar a los muertos y hacer un duelo que permita que estos no desaparezcan, sino que sigan existiendo en la memoria colectiva y la historia.
El sobreviviente se encuentra en una encerrona mortífera en la medida en que la negación de lo sucedido impide la inscripción simbólica del desaparecido en el Otro social, y entonces el duelo corre el riesgo de confundirse con una supuesta complicidad con el genocida de abandonar los muertos a la nada y participar de su segunda muerte. Se requiere la instauración de una instancia tercera legal que al denunciar la negación constituya un espacio simbólico social –y no meramente personal- dentro del cual los muertos puedan ser depositados sin desaparecer en la nada, para inscribir ese reconocimiento en la historia colectiva de la humanidad.
¿Qué lugar para el psicoanalista, entonces, ante un duelo impedido? Favorecer la elaboración del duelo por el desaparecido es una tarea a la vez necesaria y en algún punto imposible, en la medida en que persista el silencio de los perpetradores. Se trata, en el espacio del análisis, de poder separar el duelo singular de un sujeto, del reclamo ético-jurídico en el espacio social. Poder situar un lugar de elaboración de la pérdida hace de límite a la continuación de la operación de mortificación y tortura que sigue produciendo el rechazo a dar información de los perpetradores. Este espacio es singular y privado. Dar por muerto al desaparecido no implica hacerse cómplice de la operación siniestra llevada a cabo por los represores, sino al contrario salir de la situación de encerrona en la que éstos han puesto a los familiares de las víctimas para prolongar el sufrimiento que infligieron hacia las generaciones siguientes.
El reclamo de las Madres de Plaza de Mayo por la aparición con vida de los desaparecidos se sitúa en este punto como una intervención ético-política en el espacio público que implica no darle al perpetrador la posibilidad de que pueda eludir la responsabilidad de un decir verdadero sobre su acto criminal, concluyendo por él acerca del destino del desaparecido. Es él quien debe dar cuenta de su acto y decir que el desaparecido fue asesinado, cuándo y en qué circunstancias. La esperanza de que tal palabra llegue no puede resultar más que a través de una instancia legal que intervenga sobre los crímenes cometidos, ya que la elaboración de este tipo particular de duelo es imposible si no es acompañado por un tercero legal que juzgue y sancione los crímenes cometidos, y una sociedad que acompañe la memoria y la transmisión.