Actualizado en  septiembre de 2023   

Volumen 5
Número 2

Abril 2010 - Agosto 2010
Publicación: Abril 2010
Matemática y arte:
el ser y el acontecimiento


Resumen

El relato de Borges “La muerte y la brújula”, que juega con las nociones de azar y cálculo, determinación y razonamiento, ofrece la ocasión para ubicar la posición subjetiva frente a la contingencia. Sobre la base de analizar una ficción literaria, el trabajo confronta las diversas respuestas subjetivas de los personajes ante el descubrimiento de un homicidio. Lönnrot, personaje central del cuento, se presenta como puro razonador. De tal modo, desecha la intervención del azar. Así, se desentiende de algo que afecta su vida de manera decisiva. Infatuado en la posición del puro razonador al que nada se le escapa se cree a salvo de la castración: la exclusión del azar está al servicio de esa creencia que lo conduce a su ruina.

[pp 50-62] En torno a "La muerte y la Brújula", de Jorge Luis Borges

El azar y el sujeto

Carlos Gutiérrez
Haydée Montesano

El magnífico cuento que Borges nos ofrece en “Artificios” (2007 [1944]) permite, como todo texto, distintos niveles de análisis posibles. Están presentes en ese relato, un profuso número de señas que operan como una provocación constante para el lector; una invitación a deslizarse por el plano inclinado de la hermenéutica en la creencia de que ellas podrían conducirnos a cierta verdad última que el cuento entraña. El inventario de pistas puede ser tan generoso como la imaginación del lector lo permita.

Tomar esa vía implica una búsqueda que comienza en el texto, continúa luego en otros relatos, escapa más tarde de la obra para caminar por rincones más lejanos (frecuentemente en la propia vida del autor) y amenazan con continuar indefinidamente. De este modo, perseguir esas pistas conduce a extraviar el relato mismo. Será necesario eludir esa dirección centrífuga despejando el terreno de las ocurrencias ingeniosas y de las remisiones múltiples. Borges −luego lo trataremos− le jugará una mala pasada al lector que se extravíe por este rumbo.

Ahora bien, esta objeción no impide aventurarse a leer algo propio [1] del cuento, remitiéndose, para ello, a ciertas claves que constituyen la materia misma del relato.

Con el objetivo de desentrañar ciertas claves del cuento nos tomaremos una amplia libertad en la tarea de indagación, sólo restringida por una exigencia de coherencia en las articulaciones. Y también circunscripta a un límite preciso: todo aquello “externo” al relato será considerado sólo si nos permite avanzar en la lectura del cuento mismo; es decir, si tiene una dirección hacia el cuento que nos aporte claves de lectura. [2]

Borges y Poe

En la dirección planteada tomaremos, en primer término, una indicación que Borges nos ofrece en el comienzo: “Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin...”. Esto invita a buscar en E. A. Poe y en él, en efecto, se encuentran elementos inapreciables. El texto de Borges realiza una variación, en el sentido musical, en el que se conservan elementos del original pero bajo una forma en la que se escucha otra cosa. Abre un contrapunto en espejo, con la inversión de cada término, con el cuento “La carta robada” de Poe (1996, [1845]) y pone en escena un gran número de elementos que trastoca para dar forma a su relato. El más notorio es quizás el que se refiere al número tres.

El caballero Auguste Dupin –paradigma del cuento policial y arquetipo de los investigadores que resuelven los casos en la intimidad del razonamiento– aparece en sólo tres de los relatos de Poe. Precisamente en el tercero de ellos, “La carta robada”, la historia comienza situando el diálogo entre el sagaz caballero y su interlocutor en determinado lugar de Paris: en el distrito tercero, en el número 33 de la calle Dunot. La historia está narrada en primera persona por el interlocutor de Dupin quien, desde el comienzo, nos ubica en el sitio del tres. Más adelante veremos qué hace Borges con esto.

La contingencia (Lönnrot)

Un hecho contingente dispara la trama de una historia que se constituye en tal porque alguien se empeña en desconocer la contingencia atribuyéndole una lógica de sentido justamente a aquello que rechaza cualquiera que se le atribuya: Azevedo, el integrante de la banda de Scharlach, va ebrio en busca de los valiosos zafiros que posee el tetrarca de Galilea. Al momento de tener que ingresar al cuarto donde duerme el poseedor de las piedras tiene ante sí dos puertas iguales, una frente a la otra. Detrás de una de ellas hay un erudito en el tetragrámaton; tras la otra, un tetrarca [3]. Azevedo, obnubilado en su borrachera, elige al azar una de las puertas, y se equivoca.

Poco más tarde, en el cuarto donde se produjo el crimen, el Comisario Treviranus y Lönnrot revisan el escenario y conjeturan sobre los motivos del homicidio.

Para el Comisario se trató de la equivocación de un presunto ladrón que quiso robar los zafiros del tetrarca, ingresó por la puerta equivocada y ante la resistencia de Yarmolinsky, le dio muerte.

“¿Qué le parece?”, pregunta el comisario a Lönnrot. “Posible, pero no interesante” responde Lönnrot y agrega: “Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.”

En esa afirmación del investigador hemos destacado los términos que delimitan la posición de Lönnrot: no está interesado en aquello posible porque el azar es central en tal conjetura. Él no ve un muerto sino un rabino muerto, prefiere por lo tanto razones rabínicas. Y se detiene entonces en la frase escrita por el rabino que aún está en su máquina de escribir: La primera letra del nombre ha sido articulada.

En esa mirada inaugural, Lönnrot se desentiende del aspecto fortuito del azar transformándolo en algo a descifrar, en un enigma que debe ser explicado, incorporado a alguna forma de saber preexistente: “Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías”, afirma con algo de sarcasmo y con mucho de suspicacia. De ese modo le devuelve al comisario su afirmación despectiva y, al mismo tiempo, formula su más firme sospecha.

El razonador de Borges, como toda criatura de ficción, soporta la narración del cuento como aquello que gravita sobre él con el peso de la “causalidad”. El marco ficcional supone una cierta “determinación” que muy por el contrario de ser ajena a una elección la torna posible. Lo que se despliega en el universo del cuento como la parte oculta de la trama, funciona como una invitación a que el sujeto lo convierta en su elección.

Lönnrot sabe que pesa sobre él la amenaza de muerte de Scharlach. Ahora bien, Lönnrot –nos dice Borges– se creía un puro razonador aunque también había en él un aventurero, un A. Dupin, un tahúr. Esta lista muestra las variaciones posibles del personaje, algo así como el set de lugares disponibles desde los que puede responder a la amenaza de muerte. Su respuesta dependerá del lugar desde donde la formule: como un aventurero, un Dupin o un tahúr las posiciones difieren y cada una culminará en un resultado distinto. Finalmente, la elección del personaje es la de aquel que nada quiere saber acerca de esa muerte.

Cuando Lönnrot formula la hipótesis rabínica se aferra a esos términos construyendo un sentido unívoco, determinado por una correspondencia estrecha con su creencia: él es un razonador, un Auguste Dupin. Bajo esa lógica, no puede hacer lugar a la contingencia que le propone Treviranus; esta hipótesis lo dejaría expuesto a la incertidumbre, a la inconsistencia, finalmente, a la vacilación de la pregunta por el ser. En la escena del crimen queda tomado por la promesa que otorga la primera letra del Nombre; y en cuanto aparece la segunda, se afirma en la supuesta condición necesaria que le aporta la serie lógica, borrando cualquier indicio de la contingencia. En esta maniobra no resulta admisible un muerto sin causa; la serie inscribe a cada muerto en una razón necesaria que oculta el drama de la muerte particularizada, la que a él mismo le compete.

Esta idea se sostiene en la operación que realiza frente a Yarmolinsky, el muerto a quien no permite “morir”; lo rescata en la obra de sus libros y en las palabras religiosas que lo lanzan tras su hipótesis rabínica.

Esa doble vertiente −la que desecha el encuentro y la que lo produce−, marcan su posición subjetiva en la medida que confirma su apuesta en cuanto el segundo crimen instala la serie.

Las explicaciones rabínicas –aquellas en las que está interesado Lönnrot– son la cobertura de sentido que el personaje elige para desentenderse del azar. Se lanza entonces en busca del nombre. Se distancia claramente del comisario quien, ante eso, dice con mal humor: “No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido”. Este pasaje del relato expresa con toda claridad los intereses de uno y otro personaje. Uno de ellos mira al cadáver; el otro retira la mirada del cadáver para detenerse en la máquina de escribir, en el papel que hay en esa máquina, en la frase escrita en el papel.

A partir de este desvío arma su enigma: aquel que lo conducirá al puerto al que no quiere llegar. El inspector Treviranus le ofrece la línea recta para la solución del problema y Lönnrot la desestima; en un movimiento de evitación, prefiere una razón en elipse. Elude la solución posible, evitándola: ese es el sentido de su interés.

“Desde el punto de vista de lo real, para cada jugada hay siempre posibilidades de ganar o perder. La noción misma de probabilidades y de oportunidades supone la introducción de un símbolo en lo real” (Lacan, 1996 [1954-1955]). Erik Lönnrot lee el azar integrándolo a un sentido que preexiste a su aparición. De este modo el azar queda triturado, disuelto, en nombre de una lógica causalista que lo transforma en serie: “Basta con que alguien esté lleno de técnica, saber y rigor, para que quede fascinado por lo real, cosa que le sucede a las personas muy inteligentes y que las hace estrictamente imbéciles”, Lacan (1997, [1954-1955], p. 280).

El inspector busca resolver el asesinato. El investigador, en cambio, está tras los buscadores del nombre, como un perro intentando morderse la cola.

Aquello que Lönnrot no quiere saber se le escabulle buscando el nombre de dios, sin advertir que tarde o temprano se lo encontrará de frente: su propia muerte. Aclaremos esto. Al buscar el nombre “final” de Dios, el centésimo que los cabalistas prefiguran, se lanza tras el nombre que clausura una búsqueda, el término absoluto que lógicamente está ligado a la muerte; lo cabalístico es el recurso del que se vale para un encubrimiento. Se trata de la maniobra de Lönnrot de recubrir con la búsqueda del nombre de dios, la búsqueda del nombre de un asesino: su propio asesino.

Las evitaciones de Lönnrot pueden seguirse paso a paso en todo aquello que desestima, que desecha a pesar de su evidencia:

1º. La amenaza de muerte de Scharlach. (Esta primera es decisiva. A partir de ella las siguientes evitaciones se precipitan en cascada).

2º. La inmediata y acertada conjetura del comisario que supone una equivocación del asesino de Yarmolinsky.

3º. El supuesto tercer crimen que en verdad no se cometió: no hay cadáver alguno y por lo tanto lo único evidente es que no hubo homicidio.
Más aún, si se conjetura que luego del secuestro del tal Gryphius-Ginsberg-Ginsburg, éste fue asesinado, ello supone que para darle muerte fue trasladado; pues entonces, el supuesto homicidio, de haberse producido, debería haber sido en un sitio distinto al que se toma como referencia. No correspondía, por lo tanto, considerar a ese lugar como el de la consumación del crimen. Pretender cerrar el triángulo en ese sitio, donde no hay muerto a la vista, es un forzamiento de la conjetura de Lönnrot.

4º. La idea del inspector –luego del tercer “crimen”– de que podría tratarse de un simulacro: sonidos de corneta en el teléfono; máscaras de carnaval; arlequines borrachos. Todo un cuadro escénico de características farsescas que mueve a sospechar acerca de su veracidad.

5º. La leyenda escrita con tiza luego del tercer “crimen” donde se indicaba que la última letra del nombre había sido articulada.

Todo esto indicaba lo siguiente:

a) que no hay más que tres letras para buscar.
b) que, por lo tanto, si se trata de un nombre, el nombre buscado sólo tiene tres letras.

A esto se suman otros datos que reafirman la cifra:

c) Tres es el número de hombres en escena.
d) El personaje principal de ese escenario era denotado con un triple nombre, Gryphius-Ginzberg-Ginsburg.

Todo conducía a pensar en Scharlach. Todo eso era casi equivalente a firmar Red. En resumen, se trataba de un simulacro urdido por alguien vinculado a Azevedo, que lleva un nombre de tres letras y que había amenazado de muerte a Lönnrot, el hombre que porta un nombre de cuatro letras, Erik.

El tema de la evitación de la muerte nos conduce a “El tema de la elección de un cofrecillo” donde Freud (1973, [1913]) nos ofrece un análisis de dos obras de Shakespeare, “El mercader de Venecia” y “El Rey Lear”.

Apoyándose en esas obras −y en otros textos literarios o mitológicos que expone para afirmar su análisis− Freud trabaja el tema de la muerte ubicándola en el campo de la elección. En la primera de esas obras los pretendientes de la hija del rey deben elegir entre tres cofrecillos −de oro, plata y plomo− para luego hacer el elogio del metal elegido. Tratándose de la elección de una mujer a través de tres cofrecillos Freud considera tales objetos como sucedáneos de la mujer. Se trata, por lo tanto, de una elección entre tres mujeres.

En “El Rey Lear” el soberano decide repartir su reino y tras ese propósito debe también elegir entre tres mujeres. Siendo un anciano, nos dice Freud, tal elección sólo puede ser llevada a cabo si esas mujeres son sus hijas. Ellas deben expresar su gratitud con alabanzas que su padre medirá para dar, a cada una, la porción que equivale a la magnitud de sus palabras. Y Cordelia, la joven Cordelia, calla. La única que no consiente en adular a su padre, la que guarda silencio, es rechazada por el anciano con la consiguiente desgracia posterior para el soberano.

La opacidad del plomo, el único de lo tres metales que no tiene estridencias, y el silencio de la tercera de las hijas, le sugieren a Freud que ambas obras, al confluir sobre la mudez, sugieren el tema de la muerte, de la silenciosa muerte.

Para Freud en estas tres hermanas se despliega un tema mítico: se trata de las Parcas o las Moiras, las diosas de la muerte, de las cuales, la última, Atropos, es la inexorable. “Pero Lear no es tan sólo un anciano, sino un moribundo (...) Pero este hombre acechado por la muerte se resiste a renunciar al amor de la mujer; quiere oír cuánto es amado (...) La eterna sabiduría, bajo las vestiduras del mito primitivo, aconseja al anciano que renuncie al amor y elija la muerte, reconciliándose con la necesidad de morir” (Freud, 1973 [1915], p. 1874).

Las desgracias que se abaten sobre Lear son el resultado de esa evitación al haber rechazado aquello que un hombre en determinado momento debe escoger: la muerte, como marca de la castración: “La elección libre entre las tres hermanas no es, en realidad, una libre elección, pues tiene que recaer necesariamente en la tercera si no se quiere que suscite, como en El rey Lear, toda clase de desgracias” (Freud, 1973 [1913], p. 1784).

Lönnrot se aferra a las razones que le permiten creer que es posible tomar distancia desentendiéndose. Está interesado en evitar el nombre de Scharlach porque Red es, para él, el significante de la amenaza mortífera. Lönnrot se afirma en el cuatro para eludir la potencia mortífera del tres; busca en el nombre de cuatro letras, su propio nombre, un refugio: reafirmación narcisista como recurso para sortear la marca última de la castración. Lönnrot se aferra a la certidumbre que le aporta la creencia; esta le permite conjeturarse un razonador, desestimando los riesgos de una amenaza de muerte fehaciente. Como toda certeza, opera desde la ilusión que ignora la marca última de la castración. Paradójicamente, si Lönnrot hubiera apostado por la hipótesis de la muerte casual, incluyéndola como un término más en su sistema simbólico, tal vez la habría evitado como final de la malvada serie que urdió Scharlach.

El azar interpela al sujeto. Opera como una cita para que éste ofrezca su respuesta. La apuesta a la que la contingencia invita la transforma en una jugada de azar como respuesta posible del sujeto [4] La contingencia se torna cita de azar cuando el sujeto sale al encuentro en una apuesta que responde al riesgo de lo incalculable puesto en juego. Si “Dios no juega a los dados”, jugar con ellos significa dejar por fuera a Dios como garante absoluto. Jugar a los dados es un salto sin red; por ello en el azar está el sujeto.

En cambio, calcular, en el sentido de que todas las piezas queden en determinado lugar y nada se pierda, es otra de las formas que puede adoptar la respuesta. Pero ese cálculo es siempre un fracaso con relación al deseo. La estrategia que corresponde a la táctica calculadora es la pretensión de dominio de lo real. La de ubicarlo en el terreno de una lógica que torne previsible el resultado, que permita anticipar el desenlace. La consecuencia esperada es la que corresponde a una certidumbre que ese cálculo prefigura. Pero cuando esa creencia se despliega, el extravío se revela en una sorpresa de doble rostro: esa ilusión fracasa en el mismo momento en que el inconciente muestra su eficacia al revelar que el deseo tiene martingalas tan certeras como insospechadas para el cálculo. Lönnrot, como señala Borges, tiene algo de tahúr aunque no esté al tanto de todo lo que ello implica.

Ahora bien, ¿cuál es su apuesta? Su apuesta es a la serie −la malvada serie, dirá el narrador− aquella que, finalmente, lo situará frente a Scharlach. Pero un tahúr hace trampas, se guarda un as en la manga. ¿Acaso Lönnrot no reniega de la significación de lo que oculta? ¿Acaso no reniega como calculador de lo que puede en tanto tahúr? Lönnrot es un tahúr al modo como puede serlo cualquier neurótico: aquel que tiene guardado un as en la manga, pero no lo sabe.

Borges y el Libro sagrado

“La muerte y la brújula” le da a las razones rabínicas un curso tan equívoco, que resulta posible pensar al cuento como un gesto de sorna a la interpretación cabalística. La razón de esta jugada burlona podría encontrarse en cierta concepción que el autor tiene sobre este tema:

“Esa premisa portentosa de un libro impenetrable a la contingencia, de un libro que es un mecanismo de propósitos infinitos, les movió a permutar las palabras escriturales, a sumar el valor numérico de las letras, a tener en cuenta su forma, a observar las minúsculas y mayúsculas, a buscar acrósticos y anagramas y a otros rigores exegéticos de los que no es difícil burlarse” (Borges, 2007 [1952], p. 122). Y en otro texto desechará claramente esa perspectiva para indicar hacia dónde se dirige: “Burlarse de tales operaciones es fácil, prefiero entenderlas”. No puede burlarse de tal ejercicio quien ha escrito “Una vindicación de la cábala”. Ahora bien, aunque ha desechado la burla no quiere, sin embargo, “vindicar la doctrina, sino los procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen” (Borges, 2007 [1952], p. 121). Los procedimientos están en la vía de la interpretación y a ellos conduce el interés de Borges (Sosnowski, 1986): “Lo que me atrae es la impresión de que los cabalistas no escribieron para facilitar la verdad, para darla servida, sino para insinuarla y estimular su búsqueda”. Los resultados de esa búsqueda, el “contenido” de la interpretación es aquello que nuestro autor rechaza con cierto desdén. “Pues bien; si a un cervantista se le ocurriera decir: el Quijote empieza con dos palabras monosilábicas terminadas en n: (en y un), y sigue con una de cinco letras (lugar), con dos de dos letras (de la), con una de cinco o de seis (Mancha), y luego se le ocurriera derivar conclusiones de eso, inmediatamente se pensaría que está loco. La Biblia ha sido estudiada de ese modo” (Sosnowski, 1986).

La doctrina señala al texto sagrado como un libro absoluto donde se halla el sentido último de todo lo dado. Las múltiples interpretaciones del texto sagrado imposibilitan dar con el sentido último del texto porque no es otro que el saber de Dios, creador de todo lo dado. En ese libro, entonces, no hay espacio para las arbitrariedades. Lo que él contiene prefigura al mundo. No hay en él −en ninguno de sus elementos− nada que pueda considerárselo nimio o accidental: está allí para originar al universo y el orden mismo del universo: “Éstos [los cabalistas] pensaron que una obra dictada por el Espíritu Santo era un texto absoluto: vale decir, un texto donde la colaboración del azar es calculable en cero” (Borges, 2007 [1954], p. 122).

Es en este punto donde centra la construcción de su relato ofreciendo a la vez datos tan insistentes como engañosos que el lector convierte en pistas que se suceden en un juego infinito. Tan pronto como se advierte el juego borgeano de remisión al infinito de esa sucesión, ya es demasiado tarde: se advierte entonces que uno ha caído en una trampa de la que no se vuelve.

Habitar el campo del lenguaje implica la interpretación incesante en la medida que la vida no ofrece asideros ciertos para el hombre. Buscando un núcleo de verdad que nunca llega, el sujeto construye sus señuelos. Si, como señala Freud, “la vida humana no tiene objeto alguno”, el sujeto buscará el que –según cree– le es propio. Tomado de un modo estructural por un campo de sentido siempre insuficiente, encuentra allí la causa (siempre vacía) para una respuesta: la posición de intérprete es estructural al sujeto dividido.

Interpretar implica un doble movimiento: implica declarar la insuficiencia de la palabra para decirlo todo al introducir un enigma en el lugar del vacío; esto es, por una parte, una afirmación del texto; por otra, un agujereamiento del mismo desconociéndole plenitud. Por la brecha que abre la interpretación, no se encuentra medida para el acto. Y, en el mismo momento en que se sostiene al texto como referente, la interpretación señala que no hay posibilidad de garantía alguna que le indique al sujeto su posición y su meta en el mundo, un texto de donde provenga la fuente y razón que guíe y justifique sus actos.

Es esto último lo que Borges −según entendemos− sostiene sobre la cábala: la verdad como correlativa a la operación hermenéutica. Es decir, no la interpretación de la verdad sino la verdad de la interpretación.

La verdad como engaño

En el relato de marras, el juego de mostrar la verdad para engañar se muestra como recurso insistente.

Al respecto, es oportuno recordar el célebre ejemplo que Freud nos presenta al hablar del chiste de contrasentido: “Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia. ‘¿Adónde vas?’ pregunta uno de ellos. ‘A Cracovia’, responde el otro. ‘¿Ves lo mentiroso que eres? −salta indignado el primero−. Si dices que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé de verdad que vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué mientes?’”(Freud, 1973 [1905]). El número tres −como cifra que expresa la verdad de la muerte− se presenta ante Lönnrot incesantemente (obviamente también para el lector).

Por una parte, la narración de la historia muestra ese dato en repetidas ocasiones. Por otra, Scharlach lo ofrece una y otra vez: le muestra a Lönnrot el número tres al mismo tiempo que lo induce a pensar en el cuatro. Hagamos un inventario de estos datos provenientes de estas dos “fuentes”:
a. Yarmolinsky asiste a Tercer Congreso Talmúdico.
b. Luchó tres años en los Cárpatos y soportó tres mil años de opresión y de pogroms.
c. Las muertes se producen el tercer día del mes.
d. El último crimen debía producirse en el tercer día del tercer mes del año, marzo.
e. El triángulo del mapa es la figura geométrica que cierra el circuito.
f. “el tres de marzo no habrá un cuarto crimen”, dice en la carta que acompaña al mapa. Efectivamente, los muertos son sólo tres y ese tercero muere ese día, tres de marzo.
Como se ve, Scharlach juega con Lönnrot ofreciendo las verdaderas señales que la pretendida sagacidad de este último desechará persistiendo en la hipótesis rabínica.

El azar (Scharlach)

Scharlach le da al azar su auténtico valor; no lo reduce a alguna forma de sentido preexistente sino que se apropia de él incluyéndolo en una apuesta a la que se decide tomando todos los riesgos. Hay que destacar en esto que Scharlach no toma una vía directa hacia Lönnrot para atraerlo hacia la trampa de Triste-Le-Roy. Se sirve del comisario en más de una ocasión para lograr ese resultado. Para tal objetivo toma un doble riesgo. Por una parte elige un intermediario que podría obstaculizar el envío del mensaje y, por otra, se expone ante aquel que está más cercano a la solución del problema.

El juego de Scharlach no tiene las previsibilidades del ajedrez. No hay un resultado inevitable de los movimientos que elige para su juego, sino un margen bastante amplio de incertidumbre sobre su resultado.
Todas las pistas que va sembrando −carnadas en las que muerde Lönnrot buscando detrás de ellas−, expresan la verdad del tres; de este modo Scharlach se expone a ser descubierto. Sin embargo, Lönnrot las mira con los ojos ciegos bien abiertos: una tras otra serán desconocidas a pesar de su evidencia (es notoria aquí la similitud con lo evidente de la carta en “La carta robada” de Poe aunque no nos detendremos en este punto).

Lo doble y Treviranus, el doble agente

Hay en el texto de Borges una profusión de referencias a figuras que se repiten. Según lo entendemos, lo doble no debe ser entendido como lo especular sino como lo desdoblado: el sujeto dividido.

Treviranus es una clave importante: es el que da con las respuestas indicadas y a su vez el que empuja a Lönnrot al cuatro. Para ello se encarga de decirle, a la hora de desentrañar el crimen, “No hay que buscarle tres pies al gato”; y más tarde se ocupa de enviarle el plano recibido cuando en verdad él creía que aquello era una locura. Considerándolo de tal modo, podría haber desechado la carta y el mapa recibidos. Sin embargo, considera a Lönnrot digno de recibirla.

El comisario es un agente “doble”. Pero no en el sentido del espía. El agente doble del espionaje en verdad no es tal porque no trabaja para ambos bandos sino sólo para uno de ellos, y hace como si trabajara para el otro. Treviranus tiene aquí una función de otro orden que es preciso establecer.

El comisario tiene la función de “articulador” de los dobles, el gozne sobre el que hace juego el desdoblamiento, punto de clivaje de la división. Él es el personaje tercero, necesario a la trama y a la lógica. Necesario a la lógica porque es el tercero que disuelve la ilusoria intersubjetividad Scharlach-Lönnrot. Jugando como doble agente Treviranus es “ese más allá de la relación imaginaria donde el otro está ausente y donde toda intersubjetividad aparentemente se disuelve” (Lacan, 1996 [1954-1955]).

Las duplicaciones aparecen una y otra vez, aunque todas ellas están en relación a una duplicación por excelencia. Es la de Lönnrot y Scharlach. El nombre de estos personajes es una clara señal de estos dobleces:

“El asesino y el asesinado, cuyas mentes trabajan de la misma manera, podrían ser el mismo hombre. Lönnrot no es un tonto incrédulo dirigiéndose hacia su propia trampa mortal sino, de un modo simbólico, un hombre cometiendo suicidio. Esto está insinuado por la similitud de sus nombres. La última sílaba de “Lönnrot” significa “rojo” [red] en Alemán, y “Red Scharlach” es también traducible; en Alemán es “Rojo Escarlata” [Red Scarlet] [5].

El lector camina hacia la muerte

¿Por qué el lector cae en la trampa “muriendo” también en la quinta de Triste-le-Roy? También para el que lee se produce una elección. Entre la simpleza de Treviranus –que evoca lo rudimentarios recursos del inspector de los cuentos de Poe– y la sagacidad del investigador, el lector decide seguir a este último. Acompaña a Lönnrot en su razonamiento porque está interesado en aquel que se cree un razonador. Compartiendo tal creencia no se distancia ni por un instante de aquel que camina hacia la muerte haciendo su propio trazado. Se trata de una arrogancia que el lector disfruta.

Borges, el hacedor de laberintos, construye uno a la medida del arrogante lector. Da claras señales de lo que trama. Le ofrece, como a Lönnrot, las múltiples pistas para eludir la trampa. Más aun, le ofrece una pista que "se sale" del cuento y que, por lo tanto, ningún personaje tiene a su alcance. Escribe “Al sur de la geografía de mi cuento”. Esa referencia señala algo más que un punto cardinal en la geografía ficticia del relato. Es una suerte de intromisión del autor en la ficción. Entendemos que no se trata −como sucede en otros relatos− de Borges como uno de los personajes dentro de ellos. En este caso es algo muy distinto: es el propio Borges, en tanto autor, que penetra en la letra misma de la narración. “Al sur de la geografía de mi cuento” señala un punto cardinal no ya en la ficción sino en la construcción misma del relato. Borges se dirige a su lector recordándole a quién está leyendo; recordándole que el hacedor de laberintos trama uno más y juega con su lector en un intrincado juego donde las falsas paredes y los espejos han sido reemplazados por dos sencillas cifras.

Sin embargo, el lector desechará ese dato y preferirá saborearlo como una marca de estilo, integrándolo a lo que él ya conoce: un giro estilístico, tan precioso como otros que el autor suele ofrecernos. Y cuando ese saber sobre el autor tome consistencia, el prodigio del engaño se habrá consumado. El lector −atento razonador− quedará definitivamente integrado al relato vistiendo las ropas del investigador. Se alineará con esa especie de Dupin y evitará la perspectiva del comisario que recuerda a la estúpida ingenuidad del inspector de “La carta robada”. El lector tiene allí la posibilidad de entrever −como le sucede a Lönnrot con las figuras dobles, los espejos, las escaleras y pasadizos− el mapa en el que se interna. Sin embargo, uno y otro se empeñarán en hacer su camino, aun adivinando “las preferencias del arquitecto” y quizás precisamente por ello. Borges, el Scharlach del lector, le anuncia dónde le dará muerte: al sur de su cuento.

Ese desenlace tiene elementos en los que cabe detenerse: “Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.” Había un sujeto antes de recuperar la voz, un sujeto de la mudez que advertía a qué lugar había llegado. Pero casi inmediatamente esto se disuelve. El que luego de ese instante habla ya ha salido de esa perplejidad. Lo que dice lo muestra otra vez en su extravío: “Scharlach ¿usted busca el nombre secreto?” Recupera su voz y con los ojos casi ciegos del asombro formula hipótesis de muertes futuras y remotas. Imagina un trazado recto, lineal y le pide que le dé muerte en D (¡en el cuarto punto de la línea!). Pero esa línea, como el propio Scharlach reconoce “es invisible e incesante”. Lönnrot, ante la muerte, se interesa por esa sucesión que no termina. La inmortalidad de sus razonamientos llegan hasta un punto: exactamente el momento en que Scharlach retrocede unos pasos y cuidadosamente abre fuego.

Referencias

Borges, J. L. (2007) La muerte y la brújula, en Obras Completas, vol. I, 19° edición. Argentina, Emecé.

Borges, J. L. (2007) El espejo de los enigmas, en Obras Completas, vol. II, 19° edición. Argentina, Emecé.

Freud, S. (1973) El tema de la elección de un cofrecillo, en Obras Completas, vol. II. Madrid, Biblioteca Nueva

Freud, S. (1973) El chiste y su relación con el inconciente, en Obras Completas, vol. I. Madrid, Biblioteca Nueva

Lacan, J. (1996) El seminario. Libro 2. El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica. Buenos Aires, Paidós.

Sosnowski, S. (1986) Borges y la Cábala. Buenos Aires, Pardés.


[1Queremos destacar la ambigüedad de este término que supone al texto como una operación de lectura. No se trataría de un número infinito de interpretaciones en la medida que todo texto se construye en un sentido que pone a prueba, cada vez, las líneas interpretativas.

[2Baste como ejemplo de ese deslizamiento al infinito el camino seguido por Borovich: “Haciendo anagrama, Red Scharlach forma la palabra Sheker, que significa engaño, mentira en hebreo. Scharlach engañó a Lönnrot, y éste, con su soberbia y equivocado conocimiento, no lo advirtió. Y, en cuanto a la palabra rotas, que se encuentra en el sufijo de Lönnrot, tiene una cifra especial. Rotas se escribe con Resh (R: valor 200); Vav (por ser letra o: valor 6); Tav (T: valor 400) y Samej (S: valor 60). La suma de 200 + 6 +400 + 60 da 666. Dice el Apocalipsis 13,18: ‘Aquí está la sabiduría, que el inteligente calcule la cifra de la Bestia, pues la cifra de un hombre es 666’” (Beatriz Borovich: Los caminos de Borges. La kábala, los mitos y los símbolos. Editorial Lumen, Bs. As., abril de 1999).

[3Ya en el inicio la referencia al cuatro (tetra), de uno y otro lado, permite pensarla como una primera indicación de lo doble o como una pista para inducir al lector por una vía distinta de la del tres

[4“El símbolo surge en lo real a partir de una apuesta. La noción misma de causa, en lo que puede implicar de mediación entre la cadena de los símbolos y lo real, se establece a partir de una apuesta primitiva: ¿esto, va a ser lo que es, o no? (...) La apuesta está en el centro de toda pregunta radical acerca del pensamiento simbólico” (Lacan, J.: op. cit. pág. 288).

[5Citado por Saul Sosnowski (Op. cit) y extraído de la edición inglesa de El Aleph con comentarios del autor (The Aleph and other Stories, 1933-1969, New York, Bantam Books, 1970, p.194.). (Traducción del párrafo Gabriela Z. Salomone).


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