Actualizado en  septiembre de 2023   

Volumen 5
Número 2

Abril 2010 - Agosto 2010
Publicación: Abril 2010
Matemática y arte:
el ser y el acontecimiento


Resumen

La investigación que nos ocupa gira en torno a la relación entre arte y psicoanálisis. Investigaremos la obra de Shakespeare con relación a conceptos de la obra de Freud y Lacan, por cuanto consideramos de interés en la formación del psicólogo y su práctica el aporte que recibe de las disciplinas articuladas al psicoanálisis, como la filosofía, la literatura y las artes en general.

Siguiendo a Freud, la obra nos plantea un enigma. Se pregunta por la intención del autor, por aquello que en el artista causó la obra. Para Lacan el artista se adelanta al analista, la obra porta un saber.

Hemos tomado como autor a William Shakespeare y de sus obras hemos seleccionado: Hamlet.

Se investigará en la literatura la relación del artista con su contexto histórico; se considerará el orden del discurso clásico y se planteará al Manierismo como posibilitador de la avenencia de la subjetividad, en relación con el nuevo orden de discurso que inaugura la teoría freudiana.

Los objetivos que guían esta investigación son:

• Investigar el proceso de creación del artista y la forma que toma la sublimación en la obra de arte.

• Indagar en la literatura la relación de la obra del artista y el surgimiento de un nuevo orden de lenguaje.

• Abordar las temáticas de padre, duelo, angustia, falo, objeto a con las articulaciones realizadas por Freud y Lacan, analizando fragmentos de la obra: Hamlet.

La hipótesis que sustentamos y que atraviesa nuestro trabajo es que Freud inaugura un nuevo orden de lenguaje al develar lo inconciente y que ese orden de discurso está presente en la obra de Shakespeare.

La metodología empleada es la investigación de textos de Freud y Lacan en relación con otros autores que abordan la problemática planteada, atendiendo a puntos de articulación o de divergencia.

[pp 31-49]

La vida saberse sueño: Shakespeare en la obra de Freud y Lacan

Agustina Piñón Portalupi
Aldo Tolli
Clara Álvarez

En sus escritos, Freud se refiere a obras de arte, acude a la cultura y nos introduce en la temática del enigma. Lacan hace otro tanto, retornando a Freud y a sus fuentes.

Siguiendo a Freud, la obra de arte nos plantea un enigma. Interrogado por la admiración y subyugación que le causa, se pregunta por la intención del autor, por aquello que en el artista causó la obra y que quedó plasmado en ella. Por su parte, Lacan considera que el artista se adelanta al analista, su hacer abre vías.

El artista, articulado a su tiempo y a su contexto, produce obras. Interroga-mos en el proceso artístico, el trazado que hace surgir algo. Según la forma que tome la sublimación en él, el artista, a través de su obra, expresa un saber hacer, un acto a partir de algo que lo causa.

Una relación por analizar entre el artista y la sublimación, es el plano ligado a una vacilación ocasional del discurso de la época, que permitiría la expresión de la subjetividad, a través del estilo que en el curso de la historia se ha denominado Manierismo. El Manierismo en Shakespeare destaca la revalorización de la experiencia subjetiva, la maniera, y su expresión en la obra.

Los estilos llamados manieristas resultan de un diálogo con la carencia esencial en el ser hablante, con el objeto perdido, y develan la subjetividad. Shakespeare aparece como un autor que permite abordar el pasaje del Clasicismo al Manierismo.

La ética que le interesa al psicoanálisis es la del deseo, la dimensión desean-te como nodal, esencial en el ser hablante: es causado por el lenguaje y la práctica analítica, en su dispositivo, devela la emergencia de lo real en el estatuto del objeto a.

La función-autor atraviesa esta obra en relación con el legado de la literatu-ra y la producción de este trabajo.

El teatro de Shakespeare

Una obra de arte solicita nuestra atención. El arte ocurre. Ocurre en el artista, en su proceso algo pulsa y produce obra. Ocurre en nosotros. Algo punza desde la obra, sale de la escena y afecta al espectador.

Unas veces, esta experiencia toma la dimensión de velo, de recubrimiento; otras, se articula a un vacío, presentando al objeto. Freud testimonia en su encuentro con una obra un pasaje que va de la fascinación hacia el residuo de la observación, interrogado por los afectos, va hacia el vacío, abriendo una pregunta por el deseo en la transmisión.

Tanto en el arte como en el psicoanálisis, el saber no está constituido. A diferencia del discurso de la ciencia, interesa identificar el lugar del saber en la obra, desde dónde el genio habla.

Dice Lacan que la satisfacción que entraña la sublimación no es ilusoria y que Freud dejó abierta una vía para desbrozar.

La forma de arte que nos ocupa es el teatro. Aristóteles, de acuerdo con su concepción acerca del arte plantea que la tragedia en la representación promueve sentimientos de compasión y temor, realizando una depuración de este tipo de emociones. La compasión se dirige al hombre que no merece su desdicha y el temor se dirige a la desdicha del semejante, y en el curso de la representación, suscitan una identificación que posibilita la catarsis, una purificación. Algo se muestra, se le revela al sujeto afectado por la obra.

El elemento que aporta Lacan es que la tragedia, al estar en la raíz de nuestra experiencia analítica, es el camino por el que se puede avanzar hacia el más allá de la desdicha. Es la posibilidad de franquear un límite. El sujeto construye seguridades engañosas, pero es posible que ese engaño, esa ilusión de realidad, ese engaño conciente caiga. Es la ruptura del yo pienso, luego soy, y esto nos aproxima a la función del sujeto, la función del deseo.

Es el significante determina al sujeto y se trata de buscar la función del objeto “a” en lo que realiza el sujeto en el discurso, eso causa lo perecedero y fracasado de nuestro deseo. Y es el teatro de Shakespeare el que aprovecha este tema. Interrogando sobre la existencia, es posible que caiga el ideal en el que se sueña.

El soñar es vivir preso en las apariencias, en la ilusión, en formas de conciencia ficticias. Se propone al hombre que vea que toda situación, todo poder, es un papel para ser abandonado, una máscara, un ropaje… Quizás la vida no es el propio sueño, sino que ha sido soñada por Otro. La dicha que puede conquistarse es la de la vida saberse sueño. El teatro de Shakespeare, al presentar el límite de la desdicha, sitúa la posibilidad de metamorfosis. De acuerdo con los aportes de Lacan a partir de la experiencia del análisis, esa transformación es posible a partir del duelo por el objeto.

Shakespeare presenta la vida como espectáculo: la tragedia y la comedia de la vida… somos juguetes en manos de los dioses. Nada es lo que parece. Lo fundamental de la existencia es la frontera entre el ser y la apariencia, lo inevitable del engaño y la posibilidad de un despertar.

Quizás por eso, Borges dice al respecto de Shakespeare:
“Nadie hubo en él, que adiestrado en el hábito de simular que era alguien para que no se descubriera su condición de nadie, se hizo actor, jugando a ser otro en un escenario en el que otros juegan a tomarlo por otro, y cuando se supo frente a Dios exclamó: “Yo que tantos he sido quiero ser Uno y alguien” y que Dios respondió “Yo tampoco soy, soñé el mundo como tú soñaste tu obra y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y eres nadie…”(Borges, 1990).

Estructura mítica

“Si una obra de teatro nos emociona, es en razón del lugar que ofrece a lo que de problemático entraña nuestra propia relación con nuestro propio deseo”. (Lacan, inédito: 47)

La estructura de la obra es lo que Lacan mismo señala como aquello cautivante de ella y por demás, revelador. Es en esta estructura −similar a la del Edipo− que algo se transmite. Para Lacan se trata del deseo allí representado en el conjunto y con el entramado de los discursos que hacen a la obra, y que refleja los recorridos de Hamlet a lo largo de su tragedia subjetiva. Esta se transmite y por tener este carácter mítico, es universal a todos los seres humanos en cualquier época de la historia. Aquí, en parte, se entiende el por qué de lo cautivador y atrapante de esta obra para quien la toma, y su vigencia, por supuesto. Toca en algún punto de la subjetividad del lector con relación al deseo que, por demás, no deja de ser problemática. Aquí yace el conflicto entre lo universal y lo particular, entre la dimensión del deseo y el sacrificio por la entrada en el mundo del significante, y entre la tragedia y el pasaje a la comedia.

El autor y su contexto

La obra de Shakespeare se sitúa a lo largo de dos períodos históricos, el reinado de Isabel y el de su sucesor, Jacobo I. Se enmarca en Inglaterra, en Londres principalmente, lugar en el cual él mismo llevará a cabo gran parte de ella.

En el momento en que surge la obra de Shakespeare ya existe un alejamien-to en las artes del Clasicismo, articulado a la caída del punto de vista teologal. Shakespeare escribe después de la Guerra de las Dos Rosas, época signada por la persecución religiosa de los practicantes contrarios a la religión del reinado de turno, y en la cual el pueblo acepta de buen grado cualquier orden que impida la anarquía.

Por su parte, durante su reinado, Isabel favorecerá la economía capitalista, por encontrarse en dificultades monetarias. Será una época de enorme crecimiento económico para Inglaterra, la sociedad se estabilizará en la alianza entre la burguesía rica, la nobleza terrateniente y la corona. Sin embargo, la corte seguirá siendo el centro de la vida pública; lo que acontece es, pues, una burguesización de la nobleza. Así, orden, autoridad y seguridad se convierten en fundamento de la ideología burguesa. Lo que rescatan Marx y Engels es que, proviniendo de una época de bienestar y ascenso económico, y al estar favorecido en ella, presentará una visión trágica del mundo y un pesimismo profundo.

Un historiador del arte, Arnold Hauser, remarca que, a nivel político y social, en Inglaterra existía un predominio de una forma autoritaria de Estado. Este escenario se veía dominado por los conceptos de virtud caballeresca y cultural, que como ideales se inclinaban a un absolutismo. Pero, progresivamente, por el poder económico que va acumulándose en la burguesía, esos ideales pierden credibilidad y se vuelven inconciliables con la realidad política y social.

En el primer tiempo de su obra, Shakespeare presenta una satisfacción ante las situaciones y un optimismo hacia el futuro. Con todo, esto hace crisis, y el poeta sufre una conmoción profunda a partir de ciertos hechos políticos y personales: la tragedia del duque de Essex, el fallecimiento de su padre y el de su hijo.

Fallecieron en 1597 su hijo Hamnet, en 1601 su padre, John Shakespeare y en 1603 murió en Richmond la reina Isabel, cuyo lugar vino a ocupar Jacobo I; así, entre dos épocas con un cambio histórico importantísimo y tras dos muertes de suma significación nace una de sus obras capitales: Hamlet.

Como poeta portavoz de su época, Shakespeare aborda los ideales caballe-rescos como algo extemporáneo y decadente. Tiende a ubicar a sus héroes como príncipes, generales, grandes señores que en el desarrollo del drama caen. Se aleja cada vez más de la burguesía, que en su puritanismo considera cada vez más miope.

Da al ideal caballeresco el estatuto de ilusión, y lo que caracteriza su obra es el sensible despertar de la ilusión y la pena que causa el tardío descubrimiento de la verdad. De modo que el genio no busca atenuación alguna de nuestra angustia, en ese sentido, no nos engaña. Se inclina hacia lo horrible, no los muestra encarnado en un personaje llevándonos a sus últimas miserias y bajezas (de las que la humanidad jamás se hubiera visto tan de cerca) para en el momento posterior, dando un vuelco imprevisto, lograr que estos seres despiadados, malignos, se vuelvan dignos de nuestra compasión y hasta admiración. El autor logra esta reconciliación de los opuestos, de lo contradictorio en lo uno pero siempre aspirando… Aquí es donde se puede ver al autor capturando al lector en ese punto de fascinación, algo lo conmueve, y no es justamente esa posibilidad de presentar la armonía, lo equilibrado y los héroes de antaño (que podría traernos cualquier otro escritor quizá más clásico o tradicional).

Con Shakespeare, entonces, el mundo poético experimenta un quiebre, algo se devela allí; eso es lo que se podría llamar el comienzo de la aparición de la subjetividad del autor.

Se observa que es capaz de identificarse con lo detestable golpeando en lo más profundo del ser, para luego pedir piedad por alguno de sus personajes; aquí cabe hacernos una pregunta: ¿cómo crear esto, cómo causar esta ambigüedad casi insostenible e inexplicable en sus lectores o en su público mismo? Mientras Dover Wilson responde al interrogante planteado que la causa es su imaginación poética, se puede pensar como el nacimiento de un estilo diferente. Este autor, remitiéndose a las palabras de Víctor Hugo, declara que pocos poetas lo superan en investigaciones psíquicas y que hace notar las más extrañas particularidades del alma humana.

Las tragedias, situadas en el período que va desde 1601 a 1608, para Wilson reflejan su sentimiento personal y su experiencia espiritual íntima… quizá cierto estado de depresión y melancolía que llegó a rozar la locura y el abismo. La dramaturgia es el espejo del alma y de la época. Es de esta forma como Shakespeare no se queda en la tragedia, tras revelarnos lo que de monstruoso hay en el hombre, sino que hace un viraje hacia lo que sería su tercer tiempo: el del romance. Esta etapa comienza alrededor del 1609, en ésta cambian el arte y el temperamento del genio. Se observa un nuevo estilo poético con nuevos temas y un nuevo, también, estado de ánimo.

Habida cuenta de lo mencionado antes, Shakespeare es el inquisidor en un sector de su trama, así como también es, extraña y admirablemente, el amante; para Dover Wilson el secreto es éste, justamente el que le permite salvarse del desastre en las alturas. Así logró mantener un equilibrio trágico entre la verdad y la belleza, el juicio inexorable y la compasión divina.

En 1612 se retira a sus 48 años de edad a Stratford, su cuidad natal. Muchos piensan que se retira por alguna enfermedad, pero lo más certero es que si sufrió de alguna, fue de cierta peste que lo llevó hasta su final; empero, no existen evidencias de que al momento de escribir sus últimas obras hubiera estado muy enfermo, es más, se lo cree por ese entonces feliz y alegre.

La tradición johnsoniana alega, casi cuatro siglos después de Shakespeare, que fue más allá de todo precedente (incluso de Chaucer) e inventó lo humano tal como seguimos conociéndolo.

Shakespeare sentía que el hecho estético es momentáneo y que no está en las letras de un libro, sino en el comercio del libro con el lector o del espectador con la escena, ser aceptado y experimentado. Shakespeare nos enseña a pensar en cualquier verdad que se pueda soportar sin perecer.

¿Qué es un autor?

Siguiendo a Lacan en Intervenciones y textos: “el artista siempre le lleva delantera” [al analista] (Lacan, 1988a). El artista es provocado a concebir una obra, y en ella buscamos, por los caminos nunca certeros del enigma, un saber. Este saber dice de la experiencia de un sujeto con un vacío que causa obra, se sitúa en una experiencia de borde.

“Una obra nos toca de la manera más profunda, es decir, sobre el plano de lo inconciente, es algo que está enganchado a un arreglo, a una composición de la obra que sin ninguna duda, hace que estemos interesados a nivel del inconciente, pero que esto no es en razón de la presencia de algo que realmente soporte frente a nosotros un inconsciente” (Lacan, inédito).

Si conmueve la obra de Shakespeare es porque toca en algún punto central de la subjetividad: la tragedia del deseo, el tránsito de la demanda del Otro a la posibilidad del deseo. Dice Foucault:

“Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos dejen en paz cuando se trata de escribir” (Foucault, 2006:29).

De este “escribir para perder el rostro”, para perder identidades, quizás para no responder con su nombre a la obra, como hacen muchos autores con sus homónimos, surge la pregunta… entonces, ¿quién escribe una obra?, ¿qué es un autor o qué es la función–autor?

Siguiendo a Maurice Blanchot:

"La palabra poética ya no es palabra de una persona, en ella nadie habla y lo que habla no es nadie (….) el poeta hace obra de puro lenguaje y el lenguaje en esta obra es retorno a su esencia. Crea un objeto de lenguaje, como el pintor no reproduce con los colores lo que es, sino que busca el punto en que sus colores dan el ser. A esta construcción del lenguaje lo llamamos obra y lo llamamos ser. No obra de arte, obra que tiene al arte en el origen” (Blanchot, 1992:35).

Existiría una relación entre la idea de Blanchot de lo que es una obra con la idea foucaultiana sobre lo que es un autor. El artista crea un “objeto de lenguaje”, rodea al objeto a través del lenguaje.

Foucault en “¿Qué es un autor?” cita a Beckett y se pregunta: “¿Qué importa quién habla?”(Foucault, 2009). Dice que es en esta indiferencia en la que se basa la escritura contemporánea: la borradura del autor; el autor desaparece, lo que importa es localizar como lugar vacío los lugares desde donde ejerce su función.

La escritura de hoy no es referida más que a sí misma, es un juego de signos ordenado menos a su contenido que hacia la naturaleza misma del significante. No se trata de la aprensión de un sujeto en un lenguaje, se trata de la apertura de un espacio donde el sujeto que escribe no deja de desaparecer.

Aquí se ve el parentesco de la escritura con la muerte: la obra que antes tenía el deber de traer la inmortalidad (por ejemplo, Las mil y una noches) ha recibido ahora el derecho de matar, de ser asesina de su autor. Esta relación se manifiesta también en la borradura de los caracteres individuales del sujeto que escribe. El sujeto que escribe despista todos los signos de su individualidad particular, la marca del escritor ya no es más que la singularidad de su ausencia, le es preciso ocupar el papel de muerto en el juego de la escritura. Por ejemplo, en la novela, sería tan falso buscar al autor del lado del escritor real como del lado del locutor ficticio, así, la función–autor se efectúa en esa misma escisión, en esa partición y esa distancia.

La función del autor no remite pura y exclusivamente a un individuo real, sino que puede dar lugar simultáneamente a varios ego, a varias posiciones–sujeto, que diferentes clases de individuos pueden llegar a ocupar.

Un ejemplo interesante de lo expuesto es un fragmento de El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, que creaba diferentes homónimos en sus obras y las firmaba con otros nombres:

“(…) y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo círculo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor” (Pessoa, 1986).

Ya Pessoa, como seguramente otros escritores, ponía en práctica algo acerca de lo que luego se teorizaría como la borradura del autor. Él jugaba a no responder con su nombre a sus obras. No sólo eso, sino que en sus escritos mismos daba cuenta de esta nada que somos, de esto que en lenguaje teórico llamaríamos el sujeto dividido, el objeto “a”.

Según Blanchot (Blanchot,1992) la vida del arte es una muerte, sólo hay obra en la prueba de una transgresión... Sólo la traición describe el movimiento por el que se constituye la obra, no es sino la visión de algo invisible que equivale a una ausencia sin fin. La ley de la obra es noli me legere, esta frase puede traducirse: no me leas, no quieras que yo lea; quien escribe no puede leerse, una ceguera ocupa el centro mismo del pensamiento.

El que escribe no puede leerse porque en el escribir acontece algo que desmiente a él/la que creyó escribir. Desmiente la noción de identidad, hace burla al ser y presenta un producto que parece extraño, que dijimos, tenía la cualidad de ser algo separado, separable, pero que, sin dudas, surge del/ la quien escribe. El autor duda: ¿dónde estoy en esto que definitivamente escribí? Se abre una duda sobre el ser que pone en jaque al sujeto, la obra podría preguntar: ¿quién eres?, ¿qué clase de objeto eres?, ¿qué clase de objeto es una obra? Dice Blanchot que quien profundiza el verso escapa del ser como certeza, encuentra la ausencia de los dioses, vive en la intimidad de esa ausencia, se hace responsable asumiendo el riesgo, soportando el favor.

Esta descentralidad de la subjetividad, ya sea como experiencia de la persona que se conmueve con una obra, ya sea del lado del autor, nos lleva al concepto de lo ominoso de Freud, aquello íntimo más éxtimo, lo que puede referirse a algo del sujeto, que desconocido, sentido como ajeno, le recuerda la fragilidad de la noción de ser en sus identidades yoicas. Refería Freud: “lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar hace largo tiempo (...) lo ominoso sería algo dentro de lo cual uno no se orienta” (Freud, 1979b).

Finalmente, con respecto a la literatura, sostiene Blanchot que ésta objetiva el dolor constituyéndolo en objeto, para presentar el dolor, no para representarlo, que hace que ese objeto exista y que haya en él, como en toda cosa existente, un excedente. El dolor del que habla Blanchot puede ser pensando como angustia, como el precio impagable de ser sujetos del lenguaje, y la obra como resto.

Estilo manierista en su literatura

En Shakespeare encontramos una nueva forma de discursividad, otro orden de lenguaje, bajo un estilo propio y novedoso. Es quien, rompe con la idea de equilibrio, de armonía y de héroes invencibles. Él dice de nuestra condición humana, en sus personajes, en el estilo manierista, lo relevante es lo singular en sus personajes. En el punto en que devela la naturaleza humana, el horror y la bajeza, lo más profundo del ser humano, así como sus miserias, vemos una ruptura.

Uno de los rasgos típicos del Manierismo, abordados por Hauser, es la transparencia de lo cómico a través de lo trágico y la presencia de lo trágico en lo cómico. Este recurso está siempre presente en Shakespeare, cuando él introduce personajes graciosos suelen ser los criados en las tragedias, como ocurre, por ejemplo, ya con la criada en Romeo y Julieta, ya en la situación de enredo en El mercader de Venecia cuando las mujeres se mofan de sus pretendientes.

Otro rasgo es la doble naturaleza del héroe, que aparece ora ridículo, ora sublime. Esta característica describe perfectamente a Hamlet, de quien se duda todo el tiempo: ¿locura o estrategia perfecta?, ¿ha perdido totalmente el sentido o sabe muy bien su sentido? Mezcla de ambas, probablemente por momentos uno y por otro, otros. Hamlet también responde a la idea manierista fija de que está poseído el héroe, la constricción bajo la cual se mueve, y el carácter marionetesco que en consecuencia adquiere toda la acción. También el fenómeno del autoengaño conciente.

La obra y la sublimación

Según la etimología griega, el hacer del artista es hacer pasar algo del no-ser a la existencia. Arte deriva del latín ars que significa habilidad y del griego tékhne que significa saber hacer algo con maestría, producir algo.

Cuenta Aristóteles que, en la tragedia antigua, en el plano de la representación –es decir, del orden significante–, cuando tenía que irrumpir un dios, lo hacía por un sistema de poleas, de correaje. El modo de representar la idea de revelación era a través de un artificio que hacía que el dios llegara a escena, el correaje lo depositaba en medio de la escena y representaba, así, su carácter irruptivo.

El autor, con su obra, irrumpe dentro de la escena del cuadro de nuestras vidas… La obra se presenta como un enigma insondable. Una estructura que posibilita que algo de un saber se revele.

Lacan dice en su Seminario VII que todo arte se caracteriza por un cierto modo de organización alrededor de un vacío. De este modo, el arte presentaría algo de esta dimensión de vacío. El artista en la creación bordea un vacío el cual causa obra.
Lacan propone que consideremos un vaso como un objeto hecho para representar la existencia de un vacío en el centro de lo real que se llama La Cosa. Ese vacío se presenta como un nihil, como nada. Aquí introduce la metáfora del alfarero, quien, dice, crea el vaso alrededor de ese vacío con su mano, lo crea igual que el creador mítico, ex nihilo a partir de su agujero. Ahora bien, La Cosa aparece como no representable. La dificultad surge con relación a la representación de La Cosa.

La sublimación es un proceso ubicado por Freud como uno de los destinos de la pulsión y Lacan destaca en ésta su articulación a un vacío central, en relación con el objeto faltante. En la experiencia analítica que caracteriza a un sujeto, al objeto y a su deseo, el objeto que se trata de reencontrar está perdido por natura-leza, pero nunca fue perdido ni fue dicho. La sublimación puede, en la medida en que se relaciona con La Cosa, aportar a la pulsión una satisfacción diferente. Lacan formula que Freud nos dejó frente al problema de una hiancia siempre renovada en lo que respecta a La Cosa. Ésta se presenta velada, la representa siempre un vacío, que es posible de contornear. Es el significante faltante, que hace mover la cadena y desde el punto de vista topológico, es el agujero.

El objeto de arte, como modo de organización en torno a este vacío, puede cumplir la función que le permite no evitar La Cosa como significante. En este sentido, organiza el agujero de La Cosa.

De todos modos, nos encontramos aquí con una cuestión. No todo el arte tendría estas características, sino que también podemos encontrar una estética que funcionaría a modo de velo, evitando ese vacío. Aunque podemos observar que también en este caso el vacío se encontraría en el centro de la escena.

Hamlet: el drama del deseo
Acerca de una temporalidad: La Postergación

Hamlet es el personaje que muestra acerca de los hombres y sus dificultades. Pareciera que recorre una vida llena de obstáculos para realizar algo, un acto… En el trayecto de la obra se observa un rodeo, un dar vueltas a algo, que es el acto que el príncipe debe realizar en venganza por la muerte de su padre. Es una deuda que él mismo no puede saldar y en la cual no puede dejar de pensar ni siquiera un solo instante. ¿Por qué Hamlet, si sabe que su acto está dentro de la moral y la ley, que lo aceptan como totalmente justo y válido, no lo puede realizar?

Se puede decir que no se trata de la dificultad de matar a un hombre. Hamlet no se ve detenido cuando mata a Polonio, ni tampoco cuando manda a sus amigos a un encuentro con la muerte segura. Lo único que no puede hacer es, precisamente, el acto que está destinado a hacer. Lacan dice:

“Para Hamlet la cita siempre es demasiado temprana y la difiere. La postergación es así una de las dimensiones esenciales de su tragedia.” Y, de este modo: “Todo lo que hace Hamlet nunca será hecho sino que a la hora del Otro. La dependencia de su deseo en relación con el sujeto Otro conforma la dimensión permanente del drama de Hamlet” (Lacan, 1983:92).

Comienza la obra: one, es la una, la campana suena, es la hora…Hamlet se encuentra desorientado y triste:

“Ser o no ser, es ésta la cuestión. Es una noble alarma el sufrir las marcas desgarradoras de la injusta fortuna o rebelarse contra esta multitud de males. Morir, dormir, nada más. Decir por este sueño que ponemos término a las angustias del corazón y a esta infinidad de heridas y de dolores. Y a esos millares de cosas naturales de los que la carne es heredera” (Shakespeare, 1983:22-23).

Con respecto al primer recorte, acto III: Hamlet ha premeditado la representación de una obra de estructura muy similar en su argumento al motivo de venganza que él mismo conoce y sabe que es la muerte de su padre por la mano de su propio hermano, actual rey y usurpador de la reina, mientras éste dormía y además estando en la flor de sus pecados.

El objetivo visible en esto es conmover la conciencia del rey; pero, aunque logrado, algo más se mueve de su sitio… el propio Hamlet resulta eminentemente afectado, es como si con esta representación quisiera mostrar algo al otro, un dar a ver, a la vez que a él mismo en un movimiento de ida y vuelta. Pareciera que el protagonista necesitara mirar la escena que es su propia situación actual, puesta afuera, para tratar de ese modo de conmover sus sentimientos y de tomar la energía final para matar al rey.

Sabemos por Lacan que lo que Hamlet no encuentra es su deseo, es esto lo que da su apariencia de desorientación, como si no supiera lo que quiere. La pregunta aquí podría ser: ¿por qué necesita mirar afuera, al otro, para sentir, para conmoverse, para asegurarse de lo que tiene que hacer y así terminar por ejecutar su acto? Ya a esta altura de la obra tenemos muestra suficiente de que al mirar los dramas ajenos, sin ser verídicos pero sí verosímiles, Hamlet encuentra algo de sí mismo pero puesto afuera, percatándose de motivos quizás más triviales que los suyos y, sin embargo, esas personas se conmueven, lloran, luchan por sus metas y en ello, si es posible, dejan su vida. En esta comparación, Hamlet se ve como no pudiendo realizar su gesto; cuestionamiento que él mismo menciona, es decir, el príncipe es consciente de su impedimento aunque no del motivo de éste:

¡Qué débil, qué insensible soy! ¿No es admirable que este actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el propio ánimo, que agite y desfigure su rostro en la declamación, vertiendo de sus ojos lágrimas, debilitando la voz y ejecutando todas sus acciones tan acomodadas a lo que quiere expresar?(…)¡Pero yo, miserable, estúpido y sin vigor, sueño adormecido, permanezco mudo y miro con indiferencia mis agravios! (…), ¿Soy cobarde yo? Sí, pues me asemejo a la paloma, que carece de hiel, incapaz de acciones crueles (…) pero, ¿por qué he de ser tan necio?” (Shakespeare, 2007:85)

¿A qué se refiere Hamlet con “carecer de hiel” aquí?, ¿cuál es su debilidad y cuál su cobardía? Su mirada aquí está evidentemente dirigida a las acciones del otro y de su valor y voluntad. Centremos la atención en el siguiente recorte: “sueño adormecido, permanezco mudo y miro con indiferencia mis agravios”; en esta frase se observa una referencia a algo que aparenta estar trabado, quieto, como suspendido. Hamlet está adormecido y sueña, lo que genera aquí la pregunta por una cierta temporalidad, que a su vez podría pensarse como un primer tiempo en la obra: el de la postergación.

Hamlet posterga su acto, lo dilata, lo deja para más tarde o para un momento que sólo él cree saber conocer en cuanto a sus condiciones y mientras tanto no puede pagar su deuda, ni hacer la tarea que le ha encomendado su padre para así hacer pagar al actual rey. De esta forma, espera y se queda situado en esta eternidad, de lo infinito, de lo que algún día llegará. Se observa que está detenido en su acción en la cual sólo un acto en particular es el que no puede ser realizado; ya que otros sí han podido serlo y sin ser de menor calidad: ha matado y ha mandado a matar; valor no le falta y además, su tarea está por demás justificada desde su racionalidad, la cual está acorde con la ley y la moral.

La Vacilación

“Morir, dormir, tal vez soñar, ese es el gran obstáculo. Porque de saber que sueños pueden sobrevenir en este dormir de la muerte, ya despojados de nuestra mortal envoltura…” (Shakespeare, 2007:23)

Se advierte otra dimensión de la temporalidad que tendría características distintas. En la escena del cementerio es en donde Hamlet y Horacio miran cavar una fosa a dos sepultureros y manipular descuidadamente los restos de los muertos. Allí Hamlet le pregunta a Horacio:

“¿No tiene este tipo sentimientos por su oficio, que puede cavar una fosa cantando? (...) ¿Costó tan poco formar estos huesos que ahora sólo sirven para jugar a los bolos? Los míos me duelen de sólo pensarlo.” (Shakespeare, 2009: 132)

Luego, Hamlet se dirige al sepulturero preguntándole de quién es esa tumba, y se desata un diálogo interesante en donde el sepulturero contesta con gran ironía y agudeza. Es interesante cómo Shakespeare ubica este estilo del lenguaje en el sepulturero ahora, siendo que durante el resto de la obra es Hamlet quien se caracteriza por un discurso que Lacan dice procede esencialmente por la vía del equívoco, de la metáfora, del juego de palabras, del amaneramiento, del hablar rebuscado. Discurso que sin duda le da gran atractivo a la obra. Hamlet también pregunta a los sepultureros sobre el tiempo que puede estar enterrado un hombre sin corromperse.

En suma, todos estos cuestionamientos acerca de la muerte por parte del protagonista no dejan de interrogarnos, además por un más allá, por un otro tiempo vislumbrado como diferente, es decir, por la posibilidad de despertar de un sujeto. Entonces, algo en dicha pregunta ya empieza a constituirse en Hamlet. Este tiempo, podría pensarse como el de la vacilación. En palabras de Lacan: “en la súbita puesta en relación del sujeto con lo que él es como a” (Lacan, 2006:123). Allí donde algo se deja caer, en este momento de vacilación cuya señal es la angustia, aquello que no engaña.

“Hamlet: (mientras examina la calavera de Yorick): ¡Ah, pobre Yorick! … Yo lo conocí, Horacio… era un hombre sumamente gracioso, y de la más fecunda imaginación. Me acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros… y ahora su vista me llena de horror, y oprimido, mi pecho palpita...aquí estuvieron aquellos labios donde yo di numerosos besos…” (Shakespeare, 2007:142)

Hamlet, en este relato muestra que sus sentimientos y sensaciones tocan lo horroroso, lo monstruoso, en el encuentro mismo de lo que ya ha muerto, de lo que caduca y tiene un fin. Algo que hace así de límite y que se puede pensar en relación a su mirada hacia aquella calavera, como comienzo del encuentro que se aproxima.

Si bien la obra toda es atravesada por la temática del duelo, hay un duelo en particular donde algo se revela. Durante el entierro de Ofelia, cuando Hamlet regresa de su viaje interrumpido, el mismo entra a la sepultura y lucha con Laertes, se lee:
“Soy yo, Hamlet, el danés” (Shakespeare, 1983:42).

Aquí –nos dice Lacan– el deseo halla su salida. Hamlet habla, en este cambio de posición radical del objeto de su deseo, hasta este momento activamente rechazado (Ofelia) y que ahora vuelve a aparecer para instalarse como definitivamente imposible. El protagonista dice haber amado a Ofelia y cuatro mil hermanos juntos no podrían con todo su amor exceder al suyo. Aquí en la referencia a un duelo más radical así como a una cierta caída, es donde el príncipe se encuentra con su segunda muerte. Entonces es algo de este encuentro con su hora que empieza a constituirse para terminar luego con su propia muerte.

Inmediatamente, Hamlet acepta el desafío de Laertes al verlo desgarrarse por un profundo dolor (el de la muerte de su hermana), este es el momento cuando se establece el diálogo con el príncipe. Nuevamente la presencia del mirar hacia fuera, al otro, para conmoverse, lo que podemos pensar como una cierta pregnancia de lo imaginario, aquí puesto en juego en él, manifestado claramente por la rivalidad y la agresividad demostradas.

Es en el borde de esta fosa, de un agujero, donde Hamlet refiere:

“El tiempo es mío, y para quitar a un hombre la vida basta un instante… matar a un hombre es el tiempo de decir one.” (Shakespeare, 1983:147)

Es el momento de una cierta conmoción en lo imaginario de Hamlet que lentamente va permitiéndole algo del orden de un tiempo y una dimensión de sujeto diferente.

“¿Qué es un hombre si su felicidad suprema, si el empleo de su tiempo consiste solamente en comer y dormir? Una bestia sin más (…) Y que de ahora en adelante mis pensamientos sean de sangre o que no sean dignos de nada” (Shakespeare, 1983:94).

Se encuentra aquí algo del orden de una caída, algo que se va realizando, un cambio en su dimensión subjetiva.

La hora de Hamlet

Hacia el final de la obra se encuentra todo dispuesto para un duelo, un combate, entre Laertes y Hamlet, el cual será (sin que lo sepa) el encuentro con su acto y con su muerte. Este torneo es producto de un complot premeditado por Claudio, el rey, y Laertes para hacer caer a Hamlet en una trampa mortal. En éste, una de las espadas será marcada para ser dada a Laertes y tendrá una verdadera punta y, además, estará envenenada.

Lo que en este punto parece absurdo, es que Hamlet acepte este combate defendiendo la apuesta del rey (quien, no hay que olvidar, es su principal enemigo) y que él mismo se ofrezca con una especie de disponibilidad fundamental sin ofrecer resistencias.

Una vez más, Hamlet está a la voluntad de este Otro, a la hora de Otro, olvidando que su tarea principal es de orden distinto. De este modo, antepone motivos de menor importancia al que implica su acto de venganza. Es en el camino de la defensa de su honor en el que el protagonista se enfrenta con su rival, el cual, a su vez, es objeto de su admiración.

Sólo cuando está herido de muerte, y sólo aquí, invadido por una energía nueva es cuando logra su objetivo. Este momento denota otra temporalidad, un tercer tiempo, que en el recorte anterior ya había comenzado a instaurarse, y que hace referencia al estatuto de lo caduco, de lo que puede perderse y que revela un punto novedoso.

De lo que se trata es de cómo a lo largo de la tragedia, si bien el príncipe se encuentra suspendido a la hora del Otro, en este punto la herida fatal marcaría una diferencia, ya que podría pensarse como la entrada al campo del sujeto. En Hamlet, la hora de su pérdida.

Los personajes femeninos

“A su vida el sujeto la hace significante. Pero este significante no viene en ninguna parte a garantizar la significación del discurso del Otro, porque en el Otro está indisponible. Por más sacrificada que esté al Otro, su vida no le es devuelta al sujeto, por el Otro” (Lacan, Inédito)

Ofelia está ahí, creada por Shakespeare para representar algo de la manifestación del deseo de Hamlet. Evoca la posición de Hamlet frente al deseo, si ella representa el deseo, entonces Hamlet va a rechazarla. Es un cebo para mostrar la tragedia del deseo en Hamlet, es una articulación esencial para el encaminamiento del héroe hacia la hora de la cita mortal con su acto. Cuando pierde al objeto-Ofelia se desencadena la obra, sólo porque Ofelia fue objeto para él, Hamlet puede diferenciarse de la madre, en el sentido de que puede elegir.

Cuando pensamos en Gertrudis recordamos la figura mitológica de Yocasta, la madre de Edipo. Gertrudis diría que ella no conoce el duelo. Cómplice del asesinato del Rey, dice Lacan que, debido a su voracidad instintiva, corre a los brazos del hermano del rey muerto. Gertrudis no sabe del duelo por el Rey, así como tampoco lo sabe con respecto a Hamlet.

De lo anterior se desprende que no hay separación, el objeto está adosado, no ha caído. La consecuencia de esto es una relación en la que ambos se sostienen en un no poder elegir. Yocasta se enamora de su hijo, pero podríamos decir, parafraseando a Lacan, que Yocasta no sabía. Si articulamos estas dos mujeres, es desde la idea de que ambas transgreden la ley no reintegrarás tu producto, explícitamente en el mito o en formas más sutiles, como Gertrudis.

El deseo de la madre de Hamlet se presenta por la característica de que entre un objeto idealizado (padre) y un objeto despreciable (Claudio), ella no elige. Y en esa misma posición se encuentra Hamlet. ¿Por qué no actúa? Unos dicen que no puede, otros dicen que no quiere. De lo que se trata es de que él no puede querer:

“el problema del deseo, en tanto que el hombre no está simplemente poseído, investido sino que este deseo, tiene que situarlo, encontrarlo (...) a costa suya y a costa de su pesada pena, en el punto de no encontrarlo más que en el límite, a saber, en una acción que no puede para él realizarse, más que, a condición de ser mortal” (Lacan, Inédito).

Ofelia se sitúa a nivel del a en la simbolización del fantasma. El sujeto está presente en el fantasma y el objeto toma el lugar de lo que el sujeto está privado simbólicamente, el falo. En el fantasma el sujeto tratará de adueñarse de sí en el más allá de la demanda. Buscará reencontrar en la dimensión del discurso del Otro lo que resultó perdido para él por su entrada en este discurso, se trata de la hora de la verdad.

Con la muerte de Ofelia, Hamlet se ve finalmente conmovido, algo que no podía experimentar y que ya se lo preguntaba en relación con Fortimbras. Hace un pasaje de estar tomado en relación con la madre en el lugar de falo a estar en el lugar del sujeto en el fantasma, un sujeto dividido. Si Ofelia muere y la misma era un objeto para él, entonces deja un lugar vacío, abre la posibilidad a Hamlet de encontrarse con la falta. Con su muerte, Ofelia retoma el valor que tenía para Hamlet, en tanto es imposible, vuelve a ser objeto de deseo.

Dice Abelardo Castillo: “Una mujer no es de nadie salvo de sí misma. Ningún hombre pierde más mujer que la que ya no tiene” (Castillo, 2008). El deseo de Hamlet parece recaer en la segunda oración, pero a modo de una condición: si y sólo si la pierde, puede Hamlet encontrarse con que era objeto de su deseo… pero no sólo así… sólo porque existe algo más allá del deseo de la madre, esa mujer con voracidad instintiva como la llama Lacan, sólo porque más allá de la demanda quiere otra cosa –que para Hamlet, Ofelia era quien perfilaba jugar ese papel– es que Hamlet tiene acceso a sí mismo. El objeto es reconquistado al precio del duelo y la muerte, en lugar de perder el objeto, se sacrifica el sujeto.

Pero anteriormente, al estar herido de muerte, luego del encuentro con el fantasma del padre, Hamlet desprecia a Ofelia −no podrá reencontrarla sino cuando él mismo se sacrifique−, deja de tratarla como mujer, ella se vuelve portadora de hijos de todos los pecados. La temática de la que habla Hamlet es la de la fecundidad.

Dice Lacan que es un personaje meramente patético, conmovedor, del que puede decirse que es una de las grandes figuras de la humanidad. Ofelia representa un punto extremo en una línea curva de las protagonistas de Shakespeare, que es la cúspide de su creación. Ella está en el punto exacto en que es ese brote a punto de abrirse, amenazado por un insecto devorador. Es con esta imagen, de vida que despunta, que la sitúa Hamlet, pero para rechazarla.

Ofelia no dice mucho de sí, más bien es dicha… Lacan sostiene, en el seminario de la angustia (Lacan, 2006), que ella es la víctima, la suicidada, manifiestamente ofrecida en sacrificio a los manes de su padre, y si ella cede y sucumbe, es a consecuencia del asesinato de su padre. Ofelia tomada en los discursos del Otro, de su padre, de su hermano…

Quizás porque no puede hablar de sí es porque otros y otras autores y autoras han tomado su voz, así Heiner Müller escribe:

“Soy Ofelia. La que el río no pudo retener. La mujer ahorcada. (…) Ayer dejé de suicidarme (…) Destrozo la ventana. Con mis manos sangrando desgarro la fotografía de los hombres que he amado y que me han utilizado en la cama en la mesa en la silla sobre el suelo. Le prendo fuego a mi cárcel. Lanzo mis ropas al fuego. Arranco el reloj de mi pecho que fue mi corazón. Salgo a la calle vestida con mi sangre” (Müller, 2009).

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