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Volumen 5
Número 2

Abril 2010 - Agosto 2010
Publicación: Abril 2010
Matemática y arte:
el ser y el acontecimiento


[pp 1-7] / Reediciones

Refutación de la matemática

 [1]

Doridíades había sido vendido como esclavo a los diez años de edad a un
príncipe del oriente. Éste lo había llevado consigo en uno de sus viajes hasta Babilonia. Allí conoció a un astrólogo llamado Zelgrut que lo adquirió para sí.

Pero éste necesitaba un asistente, así que, además de brindarle casa y comida, lo inició en su ciencia. El astrólogo tenía gran cantidad de datos acerca del movimiento de los astros. Solía desplegar papiros extensos con líneas en las que solían aparecer signos extraños, por ejemplo:

▼ ▼▼▼ ▼▼▼ < <<▼ ▼►
▼▼

y otros similares. Zelgrut le hizo comprender el significado de esos signos.

Se trataba de cantidades que medían las posiciones de los astros en cada época del año. Así se podían calcular por anticipado los movimientos de todos los cielos, pues las estrellas respondían con precisión a esos cálculos. Esta sabiduría era de inmensa ayuda para los asuntos humanos. El astrólogo le hizo comprender que todo lo que ocurre en los cielos
está en armonía con los caminos del hombre. Las estrellas, al estar más elevadas, están también más cerca de la divinidad, transmiten sus mensajes a través de sus dibujos celestes. Era necesario conocer sus formas y sus derroteros. La posición de los astros en el momento del nacimiento de un ser humano indica tanto el carácter de ese individuo
como su destino, afirmaba el astrólogo.

Antes de apreciar los secretos designios del universo era necesario aprender un arte instrumental: la matemática. A medida que avanzaban sus conocimientos matemáticos menos atractivos aparecían a los ojos de Doridíades los misteriosos cielos. En especial su carta astral no demostraba estar demasiado acertada. En ella Zelgrut había leído que estaba destinado a obtener gloria e innumerables honores. Él sabía que estaba sentenciado a ser esclavo toda su vida –era algo que cualquiera sabía, los esclavos no
cambian su posición social–. También le auguraba su horóscopo que sería vencedor en el campo de batalla. Nunca había proyectado ser soldado, se reconocía poco valiente y con un gran desconocimiento de las tácticas militares. También había comprobado que quienes venían a solicitar consejo astrológico del viejo Zelgrut estaban interesados en
predicciones respecto de su futuro en el comercio, en los viajes o en asuntos del amor.

Con el tiempo, Doridíades, que ya no era tan joven e inocente y por lo mismo sí más escéptico, fue concibiendo que tales cuestiones deberían, con seguridad, depender más de decisiones humanas que de designios divinos. El futuro es siempre algo incierto y no podía esperarse ninguna profecía en los cielos. Y si así fuera, ¿por qué habría que realizar complicados cálculos matemáticos para conocer el futuro?

– Los dioses hablan a las criaturas del universo, hay que saber descifrar sus mensajes.

Esta respuesta de Zelgrut no tenía nada de razonable, si la matemática le había enseñado algo a Doridíades era a razonar. El aprendizaje de la matemática había dejado en su espíritu la más fuerte huella que perduraría toda su vida. El mundo es algo que puede razonarse, los astros responden a esa racionalidad al ocupar sus posiciones en forma recurrente año tras año. Sin embargo, los asuntos humanos no son tan previsibles, no pueden estar sujetos a ese mismo grado de predicción. En ese ámbito la razón
no funciona tan bien.

En cierta ocasión Zelgrut vaticinó buenas cosechas al monarca de Babilonia. Se basaba en la posición de la Luna en Piscis. Vendrían abundantes lluvias y los cultivos darían sus frutos a raudales. Previendo esto, los terrenos se aprovecharon al máximo con sembradíos de todo tipo. Su discípulo entrevió que si tanto llovería sería necesario realizar modificaciones en los terrenos con declinaciones laterales para que las
plantaciones más bajas no se anegasen. El mismo Doridíades dirigió esta tarea.

Descompuso los terrenos en trapecios y triángulos para hallar las superficies, se encargó de los cálculos para jalonar líneas, medir ángulos, distancias y pendientes.

Los dioses, la suerte o vaya a saber qué fue lo que hizo que lloviera tanto como nunca se había visto en aquella zona. Por fortuna se habían alcanzado a realizar los arreglos en la mayoría de los terrenos tal como lo había previsto Doridíades y la cosecha de aquel año fue excelente. El rey no tuvo en cuenta su tarea ya que, como todo el pueblo, no dejaba de alabar la predicción correcta de Zelgrut, a quien se juzgaba el principal responsable de aquella bonanza. El rey benefició a Zelgrut con tierras y cabezas de ganado que aseguraron su vejez.

De todos los habitantes de Babilonia fue un extranjero quien más reparó en el
aporte de Doridíades. Desde una de las islas del Egeo había llegado en viaje no oficial un
hombre que dominaba varias artes. Se trataba de Cipselo, consejero del tirano Anterastes.
Cuando supo de los buenos oficios de Doridíades decidió conocerlo. Supuso su
origen helénico. En efecto, el siervo del astrólogo había nacido en una isla jónica. Cipselo
le ofreció formar parte del consejo de sabios de Anterastes. El anciano Zelgrut se opuso
reclamando derecho de propiedad. Fue convencido a entregarlo por una buena paga.

No fue muy buena la recepción de Anterastes. Esperaba que Cipselo trajera invenciones,
nuevas ideas, aportes para mejorar su gobierno y acrecentar su poder,
cualquier cosa que pudiera servirle para eliminar a sus enemigos. Estaba lejos de sus
planes incorporar a un esclavo a su grupo de consejeros. Cipselo le comentó acerca de
los servicios que había prestado en Babilonia, el tirano recibió las noticias sobre su
ingenio con desinterés. Como los méritos de Doridíades habían sido respecto de las mediciones de tierras ésa fue la tarea que le encargaron en la ciudad. No pasó mucho
tiempo hasta que Doridíades demostró sus habilidades. La ciudad recibía constantes
ataques de un ejército enemigo. Se sospechaba que sobrevendrían próximas ofensivas y
que la ciudad sufriría un asedio que no podrían soportar sin comida suficiente. El tirano
decidió que se aumentara la superficie a cultivar. Fue consultado Doridíades sobre el
asunto.
– ¿Cuánto tiempo supone usted que será necesario soportar ese asedio?
– Tal vez tres meses, no más, ellos no pueden estar tanto tiempo alejados de sus
montañas de donde se aprovisionan.
– Entonces debemos duplicar la superficie de trigo a sembrar. Con eso alcanzará.
Me animo a predecir que luego de ese tiempo, cuando el enemigo se retire a sus
montañas, vuestras tropas podrán dar alcance a un ejército disminuido moral y
físicamente. Sus animales estarán debilitados y los soldados sentirán el desgaste. Les
flaquearán sus fuerzas ya que el sitio se extenderá lo más posible esperando nuestra
rendición. Si soportamos esos tres meses (cosa que ellos no sospechan que haremos)
podremos batirlos completamente antes de que lleguen a sus casas ya que estarán tan
flacos de hambre que no podrán levantar sus espadas.

– Admiro tu buena disposición de ánimo respecto de tan enorme problema que
debemos enfrentar, pero duplicar la superficie es demasiado. Tendríamos que extender
los sembrados hasta cerca de las montañas, por fuera de las murallas.
– No señor, no será necesario llegar a tanto.
– Por supuesto que sí. Te mostraré.
Anterastes trajo un plano de la ciudad e indicó el lugar de los trigales. Se trataba
de un cuadrado perfecto.
– Aquí está el trigo. Si duplicamos ese cuadrado nos encontraremos hacia el norte
con el mar, hacia el este con las murallas, que más vale sigan ahí, pues más allá de
ellas están las montañas, guarida de nuestros enemigos. Hacia el sur y el oeste el
terreno es, en su mayor parte, rocoso y no es posible cultivar nada.
– Conozco bien la geografía de la isla –respondió respetuosamente Doridíades–.
En lo que no coincido es en que al duplicar la zona cultivada nos topemos con esos
inconvenientes.
– Te lo mostraré –protestó malhumorado el gobernante–. Es demasiado sencillo
para que yo os lo tenga que explicar.
Entonces Anterastes comenzó a marcar el mapa. Procedió a duplicar los lados de
la figura según lo que él creía era el modo de duplicar su superficie.
– Lamento contradecirlo mi señor. Lo que usted ha construido no es el doble del
cuadrado anterior sino su cuádruplo. Es decir, la zona que usted ha dibujado comprende
cuatro veces la primera. Fíjese que el cuadrado inicial cabe cuatro veces en la figura que
usted ha trazado.
– Es verdad –dijo con algo de asombro e ignorancia el tirano–. Pues ¿cómo dices
que podemos duplicar la zona sembrada en tan escaso espacio.
– El espacio disponible no es pequeño –Doridíades comenzó a señalar en el plano–.
Basta comprender que si dividimos el cuadrado en cuatro triángulos rectángulos lo
que hay que hacer es generar un cuadrado ya no con cuatro sino con ocho triángulos rectángulos similares a aquellos en que habíamos dividido el primer cuadrado. Si ésta es
la superficie inicial...

Ésta será su doble exacto que como veis es mucho menor de lo que vos pensabais.

El tirano Anterastes se alegró mucho de que Doridíades hubiera podido solucionar
la dificultad. Sembraron la marcación estipulada y la ciudad contó con
alimentos para soportar un sitio de casi tres meses. Los enemigos agotaron sus
recursos y decidieron volverse exhaustos y hambrientos. El ejército de Anterastes
los persiguió en su retirada y fueron aniquilados antes de llegar a sus montañas.

Los festejos que siguieron a la victoria incluyeron la ceremonia que otorgó
el puesto de consejero principal a Doridíades en la corte. El tirano Anterastes estaba tan agradecido que decidió, secretamente, nombrarlo sucesor en el gobierno.

Doridíades había alcanzado un lugar distinguido al que jamás habría podido
imaginarse acceder. Su influencia sobre Anterastes era casi completa. El jónico
había nacido para pensar y, a pesar de su ubicación acomodada y contra lo que
hubiera hecho la mayoría, no podía dejar de hacerlo. Disfrutaba más con sus
pensamientos que con los lujos, banquetes y orgías que le ofrecían casi a diario.

Después del triunfo militar había quedado impresionado por su propio vaticinio
tanto como el propio tirano. Un día Doridíades le confió a Cipselo sus pensamientos.
– ¿Qué conclusiones sacaste luego de nuestra victoria mi querido Cipselo?
– Que se necesita estar bien alimentado para la batalla.
– No, no. Me refiero a qué podría concluir alguien inteligente como tú acerca
del valor de las matemáticas.
– ¿A qué te refieres?
– Cuando era asistente del astrólogo él me inculcó la creencia que los cielos
influían en nuestros destinos. Yo no lo pude aceptar nunca. Sí entendí que los cielos
tenían comportamientos estrictamente matemáticos. Y es así como podemos saber
lo que harán con anticipación, porque nunca cambian sus rutas.
– ¿Y con eso?
– Yo confiaba en que los asuntos del mundo no podían calcularse con la
misma precisión. Sin embargo, ya no estoy tan seguro.
– En verdad no creo que la matemática haya tenido demasiado que ver.
– Pues a mí me parece que sí. Si yo no hubiese sabido como se descompone
la superficie de un cuadrado hoy estaríamos muertos. Esta es la primera vez que
advierto que la matemática puede incidir en el destino del hombre. No me refiero a
la posibilidad de mejorar unas cosechas simplemente. Esta vez nos permitieron
ganar una batalla decisiva. ¿Acaso no reservamos siempre esas fatalidades a los
dioses? Las acciones del hombre se nos antojan que están siempre guiadas por la
libre voluntad y, por tanto, lo humano se nos aparece como arbitrario e impredecible.
Esta vez yo pude demostrar que también lo humano puede calcularse, anticiparse
y controlarse más allá de los dioses.
– ¿A qué te ha llevado pensar en esto?
– He llegado a concebir que, si bien no resulta evidente, todo el universo: los
dioses, los astros, los seres inanimados y los animados, hasta el ser humano, todo
está bajo el imperio de los números. Si esto es correcto la matemática tendría
preeminencia sobre todas las cosas.
– Es difícil imaginar lo que propones.
– Piénsalo de este modo: todo lo que se relaciona con la matemática es eterno
y...
– Los matemáticos tienen un grave defecto, no comprenden que no existe
una ciencia que pueda saber qué sucederá con precisión en la historia humana.
Como sus deducciones permanecen siempre inalterables suponen que el mundo se
comportará del mismo modo, creen que lo que resulta en sus cálculos sucederá en la realidad. No tienen en cuenta lo que escapa a esas operaciones. El mundo
humano no es exacto, no es riguroso, no es necesario. Muchas otras batallas se han
ganado haciendo cálculos: de tropas, de armamentos, de caballos y carros. Te diría
que nunca un general ha enfrentado al enemigo sin medir sus fuerzas con las del
adversario. Eso no significa que a la matemática deba adjudicársele semejante
poder.
– ¿Y si en verdad lo tuviera? Finalmente los astrólogos vienen a decirnos
que los astros determinan nuestro destino, pero esos astros obedecen a la matemática.
– No poseemos más que conjeturas, a eso se reduce toda nuestra ciencia, incluso
la de los cielos. Yo creo que llegará el día en que los astros harán algo
imprevisto en tus cálculos. No porque siempre se hayan comportado de un modo
tenemos por seguro que así siempre lo harán en el futuro. Tú estás exagerando con
todo esto. Lo más grave de tus ideas es que eliminas la libertad en el hombre.
– No creo que sea fácil probarlo, pero intuyo que debemos conocer la matemática
para comprender el mundo todo y al ser humano también. No nos
deberíamos extraviar en lo pasajero, las verdades son duraderas, los números no
mienten.
– Creo que es tiempo de que salgas un poco más, estás demasiado encerrado
en tu cuarto. Yo, por mi parte iré a dar un paseo pues esta discusión me ha generado
un dolor de cabeza.
Doridíades hizo conocer, al poco tiempo, sus ideas a algunos de sus discípulos.
Hasta que una noche el matemático fue arrestado y llevado a una cárcel de la
fortaleza. Luego de una hora fue visitado por Anterastes.
– No te di permiso para promocionar tus locas imaginaciones.
– Señor, me limité a hablar con mis discípulos de mi arte.
– No, no te limitaste a tu arte, has enseñado mucho más de lo que sabes. Tus
teorías son peligrosas. No deben difundirse.
– ¿Cuál podría ser la razón de semejante veto? ¿A quién podría perjudicar.
¿No os parece importante comprender el mundo en que vivimos?
– En verdad me importa muy poco comprender el mundo. Tampoco me interesa
si dos más dos es cuatro o nueve. Lo que es peligroso es que propongas que
la matemática no es algo creado por el hombre sino que nos antecede y, de alguna
manera, nos gobierna.
– Tal vez haya en eso una gran verdad.
– ¿Una gran verdad? ¿Qué es una verdad? Aquí no hay nada que sea verdad
más allá de lo que yo decido. La verdad no es más que el poder que le da cuerpo.
– Todavía no logro comprender el gran peligro que encerraría la supremacía
eterna de la matemática.
– Te diré a que me refiero. Si le das a tus números valores eternos los ubicarás
en el lugar de los dioses, el problema será entonces la moral del pueblo.
– Ahora sí que estoy confundido. Los dioses también son eternos y tememos
constantemente ofenderlos.
– En tanto imaginemos a los dioses a nuestra imagen y semejanza nuestra
relación con ellos será de índole moral. Sus actos serán justos o injustos y serán
modelos de nuestros actos. Los números no tienen moral. ¿Dónde está la justicia en
los números? Esas abstracciones carecen de principios a seguir, no nos indican
nada a imitar o desaprobar. ¿De dónde sacaría la gente vulgar una máxima con
valor suficiente para ordenar su vida? Y si la vida de los ignorantes y brutos no se
ordena moralmente toda la ciudad corre serio peligro ¿De dónde extraería yo mi
autoridad sin un código basado en la justicia o en el temor? ¿Quién puede temerle a
los números? ¿Cómo podrían ellos castigarnos? ¿Qué infalibles cálculos nos
asegurarán que debemos evitar el saqueo o la insubordinación? No amigo mío, tus
ideas deben quedarse en tu cabeza y por eso te he encerrado para asegurarme de
que así ocurra.
– ¿Eso significa que nunca más veré el sol?
– Si lo verás, una vez más, mañana muy temprano.
Al día siguiente Doridíades fue conducido hasta el patíbulo y fue ahorcado
en presencia de algunos soldados, el tirano Anterastes, un general y Cipselo. Éste
último, después de la ejecución, se atrevió a consolar al tirano.
– Tenga por seguro, mi señor, que ha obrado con sabiduría, confíe en mí.


[1Publicado originalmente en "Formas de traición, muerte y eternidad", Editorial Deauno. Buenos Aires,
2008.



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