Prof. Juan Jorge Michel Fariña:
Tal como lo anunciamos, tenemos hoy una clase extraordinaria, con la presencia del Dr. Alejandro Ariel. En el pizarrón tienen anotado el listado de materiales disponibles, todos ellos fruto de sucesivas conferencias, textos, intervenciones, producidos por Alejandro Ariel a través de una colaboración sostenida a lo largo de los años. Comienzo mencionando el texto ya canónico sobre la película Casablanca, cuyo punto crucial de discusión es justamente la responsabilidad en Rick, el personaje de Humprey Bogart. Otro texto, “La responsabilidad de ser padre”, título provisorio para la lectura que nos ofreció Alejandro Ariel sobre la película Magnolia, resulta especialmente recomendable. Se trata de tres padres que producen injurias sobre sus hijos; uno de ellos perdona a su padre, los otros dos no. Las razones de una y otra elección no son morales sino éticas. No todo puede ser perdonado a un padre. En tercer lugar, el texto “La responsabilidad ante el aborto”, que han leído durante esta semana como antesala de la reunión de hoy. Cuarto, el texto que va a ser editorial desde el día de mañana y por toda la semana entrante, la lectura de Alejandro Ariel sobre la película El color de la noche, en la que Bruce Willis encarna a un psicoanalista que debe responder por la transferencia, en una circunstancia extrema de la práctica profesional. Y finalmente, cerrando este listado, el desafío más grande de todos desde el punto de vista de la responsabilidad, porque se trata de la responsabilidad ante la hipnosis. ¿Somos responsables de lo que hacemos bajo estado de hipnosis? Se trata de la lectura que propuso Alejandro Ariel de la película Old Boy, como intervención central en el Congreso de Ética y Cine en el año 2006.
Siguiendo esta línea, vamos a disfrutar hoy de una lectura original sobre un nuevo film. Recibimos entonces con un aplauso a nuestro invitado.
Dr. Alejandro Ariel
Muchísimas gracias. Hasta el día sábado había pensado hablarles de un tema, pero en el fin de semana vi una película que me hizo dejar todo lo que había preparado. Preferí dejar que esa película y la discusión posterior trabajaran en mí. La película la vimos entre las doce y la una y media –dura cerca de 90 minutos–. La charla duró hasta las cinco de la mañana. Teníamos necesidad de ir y volver, repasar los diálogos, re traducir, realmente fue una de las cosas más lindas que me han pasado en los últimos años. Y tal fue mi emoción con esa experiencia, que decidí dejar todo lo que había armado sobre otros filmes, como No hay lugar para los débiles, La conspiración, y una película brasileña sobre el reportaje a Marcos Camacho, el jefe del Primer Comando Nacional de San Pablo, la conocida organización narco, de la que algo voy a decirles al final. Porque el plan inicial era hablarles de algo que me parece fundamental: los fundamentos pre-jurídicos de la ley en los niños, la responsabilidad que tienen los niños ante la ley. Como dijimos, quedará para otra vez.
La película de la que nos vamos a ocupar hoy se llama 88 minutos. No ha sido estrenada todavía. Pero la sorpresa fue que cuando veníamos para aquí vimos tres carteles con el rostro inconfundible de Al Pacino, anunciando el estreno del film. De todos modos, les recomiendo conseguir una copia porque es una película sobre la que vale la pena ir y volver varias veces, ir y volver sobre pequeñitas partes del texto, muy pequeñitas partes. Eso es lo que vamos a hacer hoy. El tema, si tuviéramos que nombrarlo, que describirlo, es cómo se interceptan la justicia y la verdad. Ustedes están trabajando sobre las distinciones entre responsabilidad subjetiva, la responsabilidad social y la responsabilidad jurídica. Vamos a estar por lo tanto muy en tema.
¿Qué les puedo decir yo hoy acerca del libre albedrío? Se trata para mí de uno de los conceptos más difíciles de transmitir, más peligrosos de transmitir, por su cercanía con la perversión. Uno de los conceptos más difíciles y más necesarios de transmitir a quienes se están formando para ser psicoanalistas el día de mañana. Porque el libre albedrío está en íntima relación con algo que se llama la regla de abstinencia. Voy a hablarles por lo tanto de la película y sobre el final voy a tratar de armarles un par de problemas. De esos que a nosotros nos hicieron estar desde la una y media de la mañana hasta las cinco charlando, y con muchas ganas.
Les quiero decir algo, que expresamente reservé para este momento, y que no quise adelantar al comienzo, para que no sea una fórmula. Quiero decir algo de mi relación con Illya Michel Fariña, algo que seguramente tiene que ver con el tema que nos convoca hoy. Quiero decir lo siguiente: la amistad está hecha de encuentros breves, y los lazos están construidos en el respeto mutuo. La pasión que cada uno tiene está acunada en la distancia entre ambos. Es lo que me hace venir aquí todos los años, por su invitación. Con él, para hablar entre ustedes, no con ustedes... La amistad, el respeto y la pasión, esas tres cosas que nos unen son casi como un marco. Porque no es sencillo hablarles de lo que les voy a hablar. Me llevó muchos años poder decir lo que les voy a decir: que es posible el humor. Es posible frente a un todo, frente al todo que nos toca, es posible el humor. Pero no es posible con cualquiera. Dicho esto, que de verdad hacía tiempo que tenía ganas de decirles, y decirles en público, en relación al gusto que me da venir, vamos a ver la película.
Se llama 88 minutos. El protagonista excluyente es Al Pacino… No tuve espacio entre el sábado y hoy… No suelo hacer relatos donde me pongo detrás de mis ojos, en general termino en mi voz y no detrás de mis ojos. Quiero por lo tanto que mi relato sea una invitación a verla, a discutirla, a interesarse por lo que de ella espero dejarles hoy. Espero que el relato no aburra, porque la película no es para nada aburrida. La película es muy entretenida, más allá de que le permita a uno pensar sobre ella.
Trata de un psiquiatra forense, encarnado por Al Pacino y su mirada. Y cuando digo Al Pacino y su mirada es porque a medida que la película va creciendo uno no se imagina esa película con otra mirada que la de Al Pacino. Esos ojos que de pronto se mezclan en una mirada sagaz y a la vez sorprendida, esos ojos que muestran una mirada a veces llena de dolor y miseria y a veces llena de un trabajo que iremos descubriendo a lo largo de la película, un trabajo de duelo. Un verdadero trabajo de duelo en el sentido más freudianamente posible. Es decir, un psiquiatra forense y el entramado de su historia con otras historias. Una, la de su rol profesional. Dos, la de su lugar como maestro: él enseña en la universidad, y enseña de una manera que a mí me resulta sumamente grata. Pero también la de su lugar frente al Estado. En tanto psiquiatra forense tiene que responder frente al Estado, en tanto profesor tiene que responder a sus alumnos. Este es el entramado de ese psiquiatra forense, con su historia, con sus miedos, con sus dolores y con sus decisiones.
Podríamos considerar la película como la “a-historia de una decisión”. Es decir, que la decisión carece de historia, no obstante lo cual les voy a contar una historia, pero lo que voy a contar es la a-historia de una decisión. En fin, pensaba que iba a poder, porque ustedes no vieron la película, así que para mí es no sólo un desafío, sino que en realidad tengo muchas ganas de contarles la película. Son 88 minutos entre la vida y la muerte. Ochenta y ocho minutos y hay desgarro, miedo y dolor, y hay además el recuerdo en esos ochenta y ocho minutos. Ochenta y ocho minutos y la responsabilidad por lo que este psiquiatra forense cree, pero también la responsabilidad por lo que no sabe. Ochenta y ocho minutos pueden ser claramente toda una vida. Toda una vida y sus muertes. En ese tiempo, que no se estira. ¿Vieron cuando el tiempo se estira? Pero hay veces en que el tiempo no se estira. En ese tiempo que no se estira, que se termina, y que es lo que nos hace hablar, el tiempo de todos, el que se termina.
La película comienza con él y su resaca alcohólica. El tipo se despierta en casa de una hermosa mujer, una mujer cuya desnudez hace presumir su liviandad. Uno entrevé las posibilidades que tiene este personaje con respecto al amor. No pasaron más que cinco minutos del film y uno ya entrevé las posibilidades del personaje. La noche anterior ha ido con sus alumnos –enseña a médicos, abogados, a una cantidad de gente heterogénea–, una especie de interdisciplina en una universidad norteamericana. Y la noche anterior ha habido una celebración a la que asistió con sus alumnos, Y fue allí que conoció a esa mujer. Y ahora está desayunando con ella, tratando de despertarse un poco, cuando lo interrumpe una llamada telefónica. Es su secretaria, que le informa –y nos enteramos con él– que ha habido otro crimen serial, horroroso.
Sabemos entonces que la película trata acerca de un asesino serial, y que este prestigioso forense está relacionado con estos crímenes. Ha ocurrido otro asesinato. Se ve una imagen… casi diría con el pudor que debe tener el cine para mostrar –hacer ver y no producir un efecto de repulsión al divino botón–. Una mujer ha sido torturada, y hay un detalle que se va a repetir en todos los crímenes seriales: es colgada de una pierna, lastimada, violada brutalmente hasta morir. Nuestro psiquiatra forense debe partir hacia la escena del crimen. Inmediatamente. O sea, después de haber pasado una mala noche, tiene que despertarse e irse, rápidamente. La importancia de que él deba partir hacia la escena del crimen radica no tanto en la escena misma, sino en el hecho de que el asesino serial responsable de esa serie de crímenes está preso y ha sido condenado a muerte. ¿Cómo puede ocurrir un crimen exactamente igual a aquellos por los cuales se ha condenado al asesino, si éste está preso? Existe por lo tanto un margen de duda sobre si el asesino es culpable o inocente. Se nos hace saber entonces que fue el testimonio de ese psiquiatra forense el que condenó al asesino. Y un pequeño detalle que va a ser muy importante: hay una testigo, hermana de la víctima, una testigo muy especial. Y ha sido la reconstrucción que hace el psiquiatra, más el testimonio de esta testigo lo que terminó condenando al asesino. Y ya está decidido que va a ser ejecutado por ello.
Nuestro psiquiatra va a la escena del crimen, regresa luego a su despacho, y allí lo visita la policía. Lo viene a ver el FBI, lo viene a ver el fiscal, y le preguntan si está seguro, si está seguro de esa reconstrucción. Y le preguntan si está seguro, porque acaba de producirse otro crimen exactamente igual. Le preguntan si está seguro –no es cuestión de equivocarse con la pena de muerte, es la justicia la que está en juego. Y casi al mismo tiempo el psiquiatra recibe un llamado y la voz de un hombre por teléfono le dice que le quedan 88 minutos de vida. A partir de ahí el tipo se da cuenta real de los 88 minutos de vida –la película pasa a ser entonces los 88 minutos siguientes en la vida de este hombre–. Entonces uno se pregunta, y él mismo se pregunta, ¿será el criminal que está preso el responsable de este nuevo asesinato? ¿Será otro loco criminal quien cometió este nuevo crimen serial exactamente igual, calcado? ¿Será un imitador? Se imaginan que a partir de ese momento todo quedará marcado por un vértigo en relación al tiempo. De hecho el que lo llama por teléfono y le dice cuántos minutos le quedan, le dice “tic, toc, tic, toc”, con lo cual todo el tiempo el tiempo pasa. Pero el correr del tiempo ya no es cualquier transcurrir del tiempo. Porque por un lado tenemos el tiempo de la pena de muerte, el asesino que está esperando su ejecución. Por otro lado, tenemos el tiempo de la amenaza de muerte, los 88 minutos que le quedan. Pero tenemos también, y esto es muy importante, el tiempo en que la muerte se nos hace presente. ¿Vieron que eso ocurre a veces? No se si se dan cuenta, si les ha ocurrido, ni a cuántos les ha ocurrido. Pero a veces la muerte se te hace presente, y no es que te amenazan, la muerte misma se te hace presente. A partir de eso algo cambia. Y eso no nos ocurre hasta que nos ocurre. Inmediatamente vemos una clave…
El personaje termina de hablar con el fiscal y le dice que está seguro, con un margen de duda que decide soportar él mismo; decide soportar la duda además del miedo. Y lo vemos dando clase, a la que llega un poco tarde. Pero en esa clase escuchamos una cosa que les va a interesar mucho. Allí se dice que la locura es un concepto legal, no sólo médico. Que la locura es un concepto fundamentalmente legal, eso lo dice un psiquiatra. Es decir, que para el Estado la locura no es esencialmente un concepto médico, sino que para el Estado es esencialmente un concepto legal. Entonces él pregunta, cuál es la diferencia entre la locura y la cordura. Y los estudiantes responden casi al unísono, como si hubieran aprendido la lección –la lección la vamos a aprender nosotros–. Pero ellos responden que el límite, la diferencia entre la locura y la cordura, es el libre albedrío. Esto es muy interesante, porque si la diferencia entre la locura y la cordura es el libre albedrío, Videla no es loco, es culpable, y eso no es poco. Continúa diciendo, entonces, que no todos los cuerdos están sanos. Nuevo concepto. No todos los cuerdos están sanos, es más, dice, los grandes casos de asesinos seriales, y no seriales diría yo, no son locos en el sentido estricto de la ley: saben lo que hacen. A esta frase volvimos en la discusión varias veces. Esta cuestión fundamental que yo extraigo de esa clase aparece luego de haber vuelto y vuelto a reconstruir qué era lo que ahí se había jugado. Porque ese dato va a atravesar toda la película. El teléfono entonces insiste, en el medio de la clase, para recordarle que sus minutos se acortan. Y una vez más el teléfono insiste. Habla y le va diciendo cuántos minutos le van quedando. Un alumno médico dice que alguien sano podría no poder evitar lo que va a hacer. Alguien sano, sabe lo que hace, por estar sano, no es loco, en el sentido jurídico, pero podría no poder evitar lo que va a hacer. Y él contesta, no se trata de alegatos. Para eso vayan a la facultad de derecho. Acá estamos hablando de que no se trata de opiniones, que la enfermedad en que se demuestra aún, en que se pude demostrar aún el libre albedrío, es legalmente punible. Y esa es su tarea como psiquiatra. Lo que dice, y es muy interesante decirlo acá –ojalá tuviera la misma ocasión de decirlo en la Facultad de Medicina– ya que la medicina no puede ser razón para justificar la criminalidad. El psicoanálisis no culpabiliza al criminal. Lo que sí puede hacer es ligar el crimen con el deseo del criminal, pero no lo culpabiliza finalmente. Ojo, si es responsable, la demencia no puede ser razón para justificar la criminalidad. Otra alumna, esta vez, proveniente del derecho, lo refrenda y cita el libre albedrío con relación a la culpabilidad y a la verdad. Nos deja preguntándonos qué es el libre albedrío. En el momento en que uno se está preguntando qué es el libre albedrío, y tiene ganas de que la clase siga, se produce una amenaza de bomba en la Facultad. Todos deben salir apresuradamente, de hecho parten apresuradamente, pero quedan escritos sobre la pizarra los minutos que aún le quedan de vida, que son 76. El personaje se pone paranoico con sus alumnos. Empieza a mirar las caras, y en silencio, si ustedes miran las caras de ustedes en silencio son todos culpables. Eso es lo que le pasa a este psiquiatra, al que le quedan 76 minutos. ¿Está el asesino entre sus alumnos? Las sospechas flotan en el aire. Su secretaria, muy eficiente, envidiablemente eficiente, va consiguiéndole algunos datos. La policía va ayudándole en la búsqueda, hay un momento en que van a empezar a sospechar de él, que él es el asesino, como siempre pasa. La trama se enreda, como la vida, cada vez más. Además de la alumna de derecho, y del alumno médico, que es el preferido suyo, hay una alumna que lo ama. Un poquito más adelante, esa alumna le confesará que ella está siendo perseguida por un ex novio, con el que en realidad se casó, o sea que es su ex marido, quien además es un ex presidiario, que resultó haber estado recluido en la misma prisión donde está el asesino que van a ejecutar. Con lo cual, nuestro psiquiatra se pregunta: “¿me están haciendo esto de los 88 minutos nada más que por celos? ¿Será el ex novio de esta alumna?” En este contexto, en el que él ya sospecha de sus alumnos y ahora también del ex marido de esta mujer, entra en el garaje y su auto aparece destrozado. No sólo aparece destrozado, sino que en la parte de atrás están anotados los minutos que le quedan de vida…
Mientras tanto el asesino, un perverso hecho y derecho, convence a la opinión pública de que no es justo ese final. No tienen pruebas fehacientes de su culpabilidad, es decir, se ríe, es amable, es magnífico, es histriónico… acusa al psiquiatra forense, se burla de él, y hasta lo llega a tratar de asesino, porque van a ejecutar a un inocente. Y el Estado comienza a sospechar que tal vez es inocente. Uno todavía no sospecha. Esto me permite hacerles la primera pregunta, rara, ¿la piedad es justa o es narcisística?
¿Qué pasa entonces? La primera mujer, esa con la cual uno lo ha visto levantarse de la cama al inicio del film, aparece asesinada de igual manera, colgada de una pierna, torturada. Y él descubre allí que ella es una prostituta contratada. Él se da cuenta de que le están tendiendo una trampa. Y más aún, hay un video que cae en manos de la policía, en el que ella dice, antes de morir salvajemente torturada, que está frente al asesino. Frente al asesino que está recluido en la cárcel ¿cómo puede ser? Entonces si ella dice que está frente al asesino, se hace muy difícil seguir sosteniendo que el asesino es efectivamente el asesino… Aparece entonces algo a lo que estamos muy habituados: el periodismo amarillo. Todos los canales de la televisión se montan sobre el espectáculo. Entonces le dan el micrófono al asesino, que habla, sonríe, llora, conmueve a la opinión pública, y en cierta forma se convierte en una superstar. Se transforma en una estrella. Lo van a ejecutar pero es inocente, hasta que finalmente la ejecución parece que va a ser atrasada. Hay un momento de duda. Y uno dice, será que un inocente se salva, o será que un culpable se salva.
Llegados a este momento de la película ya nos han colocado en un lugar sumamente raro. Seguimos los diálogos del psiquiatra forense, lo vamos acompañando en sus dudas. Hasta que en un momento, queda solo. Y ahí comienza a desconfiar del rostro del asesino, una cara asquerosa, pero por una cara asquerosa no se puede desconfiar de alguien. Entonces, una vez más, será que el inocente se salva, será que el culpable se salva… Hay un instante de duda. Acá es donde el montaje de la duda, el montaje del film, que nos hace dudar, resulta verosímil. Que sea verosímil es muy importante, porque eso es la televisión, la televisión es verosímil, es un símil de la verdad. Y acá tengo que plantar una pregunta, que es la pregunta de este profesor en el film, y que es mi pregunta en lo que resta de la película, ¿en qué relación están justicia y verdad?
Voy a usar una definición que me gusta mucho, una definición que se me ocurrió hace algunos años y que me sigue sirviendo para pensar la cuestión de la justicia. Para mí la justicia es la distribución no personal de las diferencias. La distribución no personal de las diferencias. Por eso de ella se encarga el Estado, el estado no es personal –al menos no debiera serlo si es un Estado democrático–. Entonces, la justicia implica la distribución no personal de las diferencias.
La verdad, la defino para mi uso, porque si estoy plantando la pregunta, tengo que hacerles saber al menos desde dónde, la sitúo como la pertinencia de la relación de un sujeto a su deseo. No la pertinencia de la relación de un sujeto a un ámbito moral, no la pertinencia de la relación de un sujeto a un ámbito social. Sino la pertinencia de la relación de un sujeto a su deseo. Y eso es lo que va a conectar con el libre albedrío y esto es lo que les prometo para el final, y esto es lo maravilloso de esta película y por lo cual estoy hablando de ella.
Los múltiples eventos van desorientando a nuestro protagonista. Está perdido, sin tiempo, pero con una convicción que lo anima. Pero nosotros tuvimos un instante de duda, un instante de duda. No se puede socializar la convicción; se puede socializar la creencia, pero no la convicción. Así como no se puede socializar la muerte, así como no hay socios para morir, no hay socios para la convicción. Por lo tanto, la duda nos deja a nosotros como punto de sospecha sobre él, que queda dudando pero con su convicción. De pronto, le es enviado un pequeño objeto, y esto cambia la película, apresura todo. Ese pequeño objeto es un grabador. Cuando lo acciona, la grabación es espeluznante. Son 88 minutos de grabación, son 88 minutos de tortura, de gritos y de espanto, hasta que en el minuto 88 llega por fin la muerte. Y allí nos enteramos que nuestro doctor, porque ya es nuestro, en los comienzos, cuando tenía 28 años, estaba con su pequeña hermana de doce años que lo había ido a visitar a Nueva York. Él tenía una entrevista muy importante de trabajo, y en lugar de postergarla, o llevar a su hermanita con él, o dejarla en casa de amigos, la deja, con doce años, un rato sola en su departamento. Él en ese momento estaba persiguiendo a otro asesino serial. Ese asesino serial aprovecha para entrar en su departamento y asesina a su pequeña hermana. Lo hace como venganza porque el psiquiatra forense estaba interviniendo en su caso, por el cual todavía no había sido culpado. Todo se complica. La tortura durante 88 minutos son los gritos de su pequeña hermanita de doce años, y esa escena grabada, que había ocurrido hace muchos años, seguramente explicaba en parte toda esa dificultad que ese hombre tenía en su posibilidad de conocer el amor. De esa grabación sólo había dos copias, una estaba en poder de la policía y la otra en su estudio.
Ya ahí el espectador comienza a considerar que hay que dar algún lugar a la duda. Empieza a imaginar que él está haciendo todo esto porque se quiere vengar, quiere vengar en este asesino serial al que asesinó a su hermana hace muchísimos años. Pero está el grabador con esta cinta. Alguien entonces había sustraído esa grabación, en la policía no podía ser, tenía que ser en su estudio. Solo así comienza a tomar sentido para él el anuncio de los 88 minutos de vida. Tenía que ser alguien que supiera de esos 88 minutos, que conociera la grabación que él tenía guardada en su estudio. ¿Su secretaria? Imposible. Es una mujer de toda su confianza, es lesbiana, o sea que ni siquiera se quiere casar con él. Una mujer de toda su confianza… Pero un día, celebrando en su oficina con sus estudiantes, una alumna la seduce durante la fiesta, se acuesta con ella, y luego es esa alumna quien sustrae la grabación.
Veamos entonces: la alumna que lo amaba, que no es ésta, es culpable por su ex novio, su ex marido, pero no es culpable de todo, es culpable de que el ex novio, ex marido lo haya perseguido, lo haya querido matar, y finalmente termina ella misma muerta por el asesino. La secretaria es culpable, pero no de todo, es culpable de que se haya sustraído esa grabación. Todo está muy claro y muy confuso a la vez. En ese momento, la decana de la universidad lo llama de manera urgente. La pena de muerte ha sido aplazada, la policía lo busca, y ahora de ser el responsable de que muera un inocente, se empieza a transformar en sospechoso por los crímenes. Lo buscan, porque en la casa de la prostituta estaban las huellas de él. Solo tiene diez minutos y se los conceden. Diez minutos más. Viaja, y en el viaje hacia la universidad donde lo espera con urgencia la decana, examina los nombres de los abogados defensores del asesino, entre los cuales está su alumna abogada. Llega a la universidad, sube los cinco pisos y se encuentra a la decana colgada de una pierna en el vacío de esos cinco pisos, toda cortajeada. No muerta, cortajeada y atada de una pierna, sostenida de una soga atada a la cintura de una alumna. Su alumna enamorada es quien está atada a una silla, al borde del precipicio edilicio del patio interno, esos cinco pisos donde está colgada la decana. Un solo movimiento, y ella cae. Él no puede hacer nada.
Su alumna, entonces, abogada, brillante y dueña de la situación, lo obliga a dejar su arma, lo obliga a confesar que la testigo, hermana de la víctima, por la cual condenaban al asesino estaba un poco drogada. No muy drogada, se dice. Sólo un poco. Pero si estaba un poco drogada era una testigo dudosa, y si podía demostrarse que la testigo era dudosa, con la reconstrucción, de la escena no iba a alcanzar para demostrar la culpabilidad del asesino. Nos enteramos entonces que él le había pedido a la testigo que no dijera que estaba un poco drogada. Durante el juicio, él había pedido que la testigo mintiera un poquito. Todo lo demás inculpaba al asesino, no había duda. Pero si ella llegaba a decir que estaba un poco drogada podía complicarse todo.
Se imaginan adónde vamos. La abogada, que quiere demostrar ese punto de falla de la ley, y ese punto de falla de ese hombre en relación con la ley, ha asesinado igual que el asesino. Como defensora de asesinos, le contaban todos los detalles, y es entonces cuando comienza a asesinar igual que él para que pensaran que él no era el asesino, y se generaban dudas respecto de su culpabilidad. Lo único que esta abogada quería era demostrar la falla en el procedimiento. Y para eso asesinaba igual que el asesino, para despistar, para demostrar que el asesino no podría haberlo hecho… En su locura, una locura donde ella sabía lo que hacía, una locura que no era legalmente tal porque ella dice que era su libre albedrío, se afirma su decisión de mostrar esa falla. En su locura, esta locura no loca, lo hace confesar el único crimen del cual el médico era culpable, de pedirle a la hermana de la víctima que dijera que no estaba drogada. Era su único crimen. Cuando el psiquiatra le pregunta por qué hizo lo que hizo, ella dice que ella es verdadera, que ella no ha sido manipulada. Porque todavía el espectador piensa que fue manipulada por el asesino, pero ella dice una cosa muy interesante, algo que nos debería hacer pensar. Dijo “yo soy verdadera”. ¿Qué quiere decir? Que también para la perversión hay una dimensión de la verdad. Perversión que implica haber asesinado un montón de gente nada más que para mostrar la falla en relación a la ley que había en ese hombre, que había dicho a la hermana de la víctima que mintiera. Que ella haya elegido lo que eligió, sólo para probar que él mentía, y que ella es la verdadera. Allí radica la perversión.
Finalmente llega la policía, matan a esta mujer, salvan a la decana, salvan a la alumna –no había por qué matar a nadie más, ya estaba armado el asunto. El psiquiatra llama por teléfono al asesino, que sigue acusándolo y pide hablar con su abogada. Cuando el asesino se entera de que su abogada está muerta, sabe que ahora el tiempo para la muerte vuelve a correr para él. Y aquí viene lo que da sentido a todo este relato. Todo ha terminado, están por dejar la escena, tenemos al psiquiatra forense y a su alumna enamorada a quien él acaba de liberar, y entonces ella le pregunta si es verdad que él le había pedido a la hermana de la víctima que no dijera que estaba drogada. Comentario típico de una mujer enamorada, inteligente, y medio guacha, que pregunta justo en el punto que duele: ¿es verdad que vos le pediste a la hermana de la asesinada que no dijera que estaba drogada? Y el tipo le contesta de una forma impresionante. Le dice, al fin, “¿vos estás segura que él era el asesino?” le pregunta él a la chica. “¿Vos estás segura que él había cometido esos crímenes?” Y agrega una tercera pregunta: “¿vos estás segura de que el tipo tenía razones para asesinar?” Y finalmente: “¿estás segura que él era el asesino?”
Y ella responde afirmativamente. Sí. Entonces, tú en mi lugar, ¿qué hubieras hecho? O mejor: si estuvieras en mis zapatos, ¿qué hubieras hecho?, el guion original en inglés es interesante porque estar en los zapatos del otro no es solo en el lugar, sino en las circunstancias, en el cuerpo del otro. “Tú, ¿qué hubieras hecho?” La respuesta se convierte en una pregunta terrible, una pregunta de libre albedrío, ¿tú, qué hubieras hecho? ¿Hubieras dejado libre al asesino por una duda para la ley, que no existía para la verdad del sujeto? ¿Hubieras hecho lo mismo que yo hice? ¿No hubieras hecho nada? Y ahí le recuerda una de las clases que él había dictado. Le dice, “¿recuerdas cuando se interceptan la verdad y la justicia?” ¿Dónde se interceptan, donde no se llegan a recubrir? –se interceptan es una mala traducción–. En rigor se interceptan para no recubrirse.
Para comenzar a hablar de la cuestión, les digo que no se es libre, que hay una experiencia de libertad, pero que no se es libre. Cuando ella le dice, pero ¿es verdad que le hiciste mentir? él podría responder: sí, es verdad que la hice mentir, porque era un asesino, etc. O podría decir, sí la hice mentir por venganza, por mi hermana, etc. O sí, la hice mentir, pero no estoy arrepentido porque este tipo es una mierda. Y ella podría haber dicho, pero por qué la hacés mentir, etc., y el diálogo se tornaría infinito. Cuando en cambio él le pregunta por el libre albedrío, estamos en otro escenario. Es el de Antígona, quien es libre de decidir su destino, cuando la ley de los hombres es injusta, cuando se impide que sea enterrado el cuerpo de Polinice. Cuando la ley de los hombres es injusta, ella decide ofrecer su propia vida. Sola pero libre.
Pero volvamos a nuestro film: él le pregunta qué hubieras hecho vos. No da respuesta por lo que él hizo. Deja saber lo que hizo, pero su respuesta es esta pregunta, lo cual no significa eludir la pregunta de ella, sino situarla en su responsabilidad. Qué hubiera hecho ella. Qué hubieran hecho los otros. Sería excelente que si alguna vez ven la película, se pregunten qué hubieran hecho ustedes. Porque hay razones para justificar cada una de las posiciones. Razones lógicas, razones políticas, razones psicológicas, habrá unos y otros que justifiquen las dos posiciones. Pero insisto, hay un hiato, hay una grieta, hay una falla, donde la verdad y la justicia no se recubren totalmente. No estoy hablando de una justicia perversa, en la que alguien asesina para mostrar una falla anecdótica en el ejercicio de la justicia. Me refiero a la falla estructural de la ley. Una vez más, esa intersección, donde justicia y verdad no se recubren: ahí hay libre albedrío.
Cuando el Dante le pregunta a Beatrice en el paraíso, ¿cuál es la virtud que más ama Dios?, esperando que la respuesta sea la belleza, los mandamientos, etc. Pero Beatrice dice, “la virtud que más ama Dios en el hombre es el libre albedrío”. El libre albedrío, la decisión. Él tenía que tomar una decisión, y no tenía que tomar una decisión por venganza, no tenía que tomar una decisión por mero capricho. Tenía que ordenarse en la dimensión de la ley pero en un punto no recubierto por ella. Y ustedes van a ser psicoanalistas, y van a encontrarse con ese punto. Y quiera Dios, o quiera quien quiera, que ustedes se puedan encontrar con la experiencia de ese punto antes de atender. Ese hiato, esa grieta, esa falla, no puede salvarse con un saber. Ni el saber de la justicia, ni el saber de la lógica, ni el saber de la política. No puede salvarse. Uno está solo. Como está solo para morir, está también solo para decidir.
No se trata de la perversión que hace de ese libre albedrío una ley personal y violenta. La abogada del film mata nada más que para mostrar algo. Hace de la voluntad una ley. Y si la voluntad condena la ley, estamos ante una perversión. Ahora bien, cuando la ley no recubre la verdad, en ese hiato, en esa falla del saber en relación a la verdad, hay un agujero, hay un agujero donde verdad y justicia no se recubren más que en la inmensidad del sujeto. En ese hiato se instala lo que ustedes llaman responsabilidad subjetiva. Esa responsabilidad del sujeto, donde el saber no los acompaña en su decisión. En términos psicoanalíticos, esa responsabilidad sería un “saber hacer del inconsciente”. Es una decisión a solas, a solas con Dios, con el inconsciente, como más prefieran.
Hablamos de una convicción. ¿Hasta dónde se analiza uno? Hasta que tiene la convicción de la existencia del inconsciente, y les puedo garantizar, les puedo transmitir, quiero hacerlo, que la convicción de la existencia del inconsciente, no es la creencia en él. No les va a alcanzar la creencia en el inconsciente, creencia que se genera en el espacio del saber. Esa creencia no les va a alcanzar para situar la convicción de la existencia del inconsciente. Para eso hay que hacer el camino.
La película nos entrega entonces la clase nuevamente. Y en paralelo a la clase, a la última clase que vamos a presenciar, nos entrega la ejecución del asesino, que efectivamente es un perverso. Ríe hasta morir. Si uno lo compara con otra ejecución, de otra brillante película, con Susan Sarandon y Sean Penn, “Mientras estés conmigo”, allí también había un perverso. Un perverso entre los perversos, pero a quien la monja acompaña. Lo acompaña, lo acompaña contra todos, y lo acompaña no para salvarlo de la muerte, sino para que pueda morir arrepentido. Y podemos decir que muere arrepentido. El personaje de esta película, en cambio, no muere arrepentido, muere riéndose del profesor que está dando su clase. A diferencia de Antígona, que se lamenta de su destino, pero lo elige –dice: a mí me hubiera gustado tener familia, tener hijos, tener sol, pero esto es lo que he elegido. A diferencia de Antígona, que no es un héroe, sino que elige su destino, pero no se ríe de él, este hombre se ríe.
Y nuestro psiquiatra forense, maestro, hombre, débil, fuerte, nos dice allí que él no es partidario de la pena de muerte, no se trata ni siquiera de algo de lo cual él es partidario. Que luego del asesinato de su hermana, él pensó en dejar todo, que se fue del estado para empezar de nuevo, que tuvo que atravesar el dolor, que tuvo que atravesar la culpa, la culpa por haberla dejado en aras de la ambición por no perderse esa entrevista de trabajo. Que tuvo que atravesar el odio y la venganza que lo atormentaron durante noches, frente a un asesino que, se nos hace saber, va por su tercera apelación. Y es él quien nos habla de que la justicia no es por mano propia, de que se trata de la ley. Pero ahí sabemos, sabemos una vez más que hay algo que en el campo de la justicia no recubre el campo de la verdad, y que el sujeto está solo si le toca en la vida tener que responder en este campo en que la justicia no recubre el campo de la verdad. Él nos dice en esa clase, esto es maravilloso, que el tiempo solo no cura el dolor. El tiempo solo, sólo así, no cura el dolor. Escucharon bien. El tiempo solo no cura el dolor. No es que a lo largo del tiempo, lentamente, se va suturando esa herida, con la misericordia de ese tiempo. La sutura de la herida implica la decisión de un sujeto entre la justicia del estado y la verdad del sujeto. Ese orden de decisión, acunado en la verdad para él, y no acunado en la venganza, es lo que va suturando la herida.
Es lo que para nosotros, como argentinos, hace que el tiempo no sea ni el del olvido culpable, ni el del recuerdo que mantiene el odio. El tiempo que cura las heridas no es ni el tiempo del olvido culpable, ni el del recuerdo que mantiene el odio. Es decir, es la relación con la verdad del sujeto lo que va curando, cuando la justicia no es perversa. Y de ella, de la verdad del sujeto, no dan cuenta ni la justicia de los hombres, ni lo cierto de su lógica, ni lo cierto de su prueba tomada por la verdad. No hay prueba científica de la existencia del inconsciente. Esto es lo que yo tengo para decirles a futuros psicoanalistas. No hay prueba científica de la existencia del inconsciente. Su convicción no se tiene sin recorrer el camino. De ella, de la verdad del sujeto, solo da cuenta esa intersección entre justicia y verdad, que solo puede formularse con esa pregunta. Por eso, cuando ella le dice, “¿mentiste?”, él le contesta, “¿tú, qué hubieras hecho?” Tú, libre de tu ideología y tu lógica, si es que puedes. Tú libre de tu venganza y tu opinión, si es que puedes. Tú libre de tu miedo y tu piedad por ti misma, si es que puedes. Tú, ¿qué hubieras hecho?
Para terminar, un comentario sobre el reportaje a Marcos Camacho, el jefe del Primer Comando Nacional de San Pablo, la conocida organización narco. Se trata de otro perverso, con una lucidez que parece un alfiler, pero absolutamente perverso. En este reportaje, él nos habla de la nueva especie que se está gestando: ni explotados, ni infelices, ni siquiera marginales, nos dice. Estamos en la post miseria, nos dice, la post miseria que no puede morir. Dice que ellos son una malformación de nuestra especie producto de un enorme error, y termina diciendo “porque usted sabe, yo leo al Dante: estamos todos en el centro del infierno”.
En esta misma línea, una noticia de la semana pasada, que tiene que ver con dos chicos, de siete y nueve años, que mataron una nena de dos en el barrio San José de Almirante Brown. El fiscal de Lomas de Zamora dice que la conducta de estos dos hermanos que dicen haber matado a la nena resulta conmovedora, que los chicos de nueve y siete años contaron con detalle la forma como murió. Y hasta el sufrimiento que soportó. Lo hicieron con total frialdad, sabían lo que estaban haciendo. No eran locos, en el sentido que le hemos dado a este término. Sabían lo que estaban haciendo. Comprendían ese dolor, pero no los conmovió. Fueron fríos, de alguna forma les dio placer contar eso. La nena estaba de rodillas, desnuda, atada, y en esas condiciones fue golpeada con una varilla y ajusticiada. Les ahorro los detalles.
No hay temor al castigo en estos chicos. Y lo que es más importante, no hay culpa. El temor al castigo es el temor a que me dejen de amar –si yo hago tal o cual cosa, me van a dejar de amar–. La culpa, en cambio es que no me dejen amarte, es decir, cuando un sujeto se siente culpable, se siente culpable porque hizo algo mal, no tiene temor a que no lo amen más, tiene temor a que no dejen que él pueda amar. Esta distinción entre la culpa y el castigo es muy interesante desde el punto de vista de la estructura. Son cosas que como psicoanalistas tenemos que empezar a diferenciar.
Estos chicos, que no sentían el dolor del otro ¿lo comprendían? Sí. Está en el lenguaje, pero no en la culpa ni en el temor al castigo. No están locos. Qué poco sabemos los psicoanalistas del superyo y sus vicisitudes. ¿Podemos preguntarnos cómo es la nueva especie, cuando todavía no podemos saber cómo es la nuestra?
Será tema de una próxima charla. Pero digamos que ni la policía, ni el Estado, ni la iglesia, ni los narcos, ni los intelectuales pueden dar cuenta hoy del enigma del mal. ¿Por qué? Porque en la policía, en el Estado, en la iglesia, en los narcos, en los intelectuales hay un mal. Habita el mal. Tampoco nadie puede soportar el lugar de la verdad y la justicia. La jueza que interviene en la causa se pregunta qué se debe hacer con los hermanitos. La jueza de menores de La Plata, Irma Lima, coincidió con los peritos, en que no pueden ponerlos en un instituto, y sugirió que “hay que sacarlos del barrio, porque los van a matar”. Las dos cosas son ciertas. “Hay que buscar una familia alternativa, pero no es fácil”. ¿Quién quiere? No son mentes normales, pero tampoco están locos. Y no hay especialista en el país, ni ningún instituto adecuado para tratar estos chicos. La jueza está preocupada en resolver con quién vivirán de aquí en más. ¿Qué van a hacer con estos pibes? Se escucha por ahí: “hay que matarlos, hay que neutralizarlos, hay que encerrarlos…”
Yo lo que digo es que hemos producido niños que no encajan en ningún lugar. Una sociedad produce niños que no encajan en ningún lugar. Por eso la pregunta de la película, es una pregunta respecto al ser humano ¿dónde se interceptan la verdad y la justicia? ¿Qué hubieras hecho tú con esos niños?
Ahora sí, voy a cerrar con algo que escribí, la verdad que para aliviarme un poco de todo esto. Dice así:
“Estamos en la vida a solas, en las oscuras grietas femeninas, en los vericuetos y trincheras de los hombres. Oh Zeus y tu voz de trueno, el universo quizá sea una gigantesca garganta, para poder vivir uno solo que cree saber quién es en el mundo. Al mismo tiempo, se sabe impostor, y se convence de que aún no llegó el tiempo donde él habrá de ser realmente. Toc, toc, toc. ¿Quién es el extranjero? ¿Es el uno que es otro, que quiere saber quién es en el mundo? ¿Es el gran impostor que se convence de que aún no ha llegado el tiempo? ¿Quién es el extranjero? Qué garganta extraña la del mundo, cuando el vértigo se convierte en los pulmones abiertos de una mano que escribe su destino.”