Proscripto e incluso condenado en la esfera social, el odio parece sin embargo haberse convertido en uno de los motores más poderosos del lazo social. Yo pertenezco a la generación de amor y paz, de la que tanto se burlan, por lo que no deja de asombrarme el estado contemporáneo de la relación al otro. Sobre todo en una época en que los cursos de formación se titulan "bienestar" y "buen trato", como si la cuestión del maltrato o del malestar pudiera considerarse algo habitual.
El odio no es lo contrario del amor, es su reverso, su cara oculta. Impulsado por lo que Freud describió bajo el concepto mayor de pulsión de muerte y que Lacan definiría bajo el de goce, el odio puede resultar simbólicamente necesario, estructurando el proceso de separación madre/hijo por ejemplo, un vínculo necesariamente ambivalente; pero puede ser también la cara letal excluyente de la pulsión en su vertiente destructiva heteroabordada.
La cuestión del odio atraviesa la obra casi profética de Freud cuando, por ejemplo, en 1932, evoca cierta "visión del mundo" basada en una hipótesis radical que sacrificaría la ética humana a una especie de ideal tranquilizador, y no podemos olvidar el auge concomitante del nazismo, donde la ideología racial situaría al significante naturaleza como significante amo, erradicando así la cultura mediante una pura industrialización de la muerte con tintes pseudocientíficos.
Hoy, el mandato de gozar por todos los medios y sin límites es el cimiento de las perversiones de odio, bajo un lenguaje trumpiano cuya función ya no es vaciar el goce. El odio, como el significante S1 de la Kultur, se encuentra en el apogeo de su dimensión trágica, cuando nada frena la ineludible inclinación a la destructividad que el hombre ejerce ahora sobre el Otro, sobre sí mismo y sobre sus propios logros. El odio evoca así la oposición entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte.
En la Ilíada, de Homero, Aquiles no perdona a Héctor, a quien lanza
"Perro, no me ruegues ni por mis rodillas ni por mis padres. ¡Ojalá los dioses me dieran fuerzas para comerme tu carne cruda por el daño que me has hecho! La venerable madre que te parió nunca te llorará tendido en un lecho funerario".
Como tampoco Vinz en la película La Haine se desprenderá de su intensa cólera y de su deseo de venganza; ambos derramando una violencia inaudita impulsados por un odio destructor y cautivos de una angustia irrealizable. Para nuestros dos héroes, los paroxismos de odio son proporcionales a la privación del objeto de amor que les dio origen.
Durante mucho tiempo, un eslogan del Mrap fue "un racista es alguien que se enfada de la manera equivocada": así pues, habría ira que, dirigida contra un Otro, caería lo más fácil y rápidamente posible... Originalmente, existía la necesaria renuncia a los impulsos y la aceptación de límites y restricciones, los ingredientes que permitían a una civilización desarrollarse colectivamente. Hoy, en cambio, nos enfrentamos a una exclusión de esos límites y a una negativa categórica a retirar nada del goce, sacrificando al lenguaje, prefiriendo recurrir a la comunicación con absoluto horror ante la más mínima pérdida.
Freud nos advirtió que el odio amenaza los pilares de la cultura, que la civilización, como el sujeto, es precaria, siempre vulnerable hasta el punto de exterminarse a sí misma. El amor, la muerte y el odio han coexistido siempre, y parece que una de las características propias del mundo contemporáneo reside en la desintegración de estas pasiones, el amor y el odio, que ve a los sujetos posmodernos hundirse en un vacío abisal. Se trata de una escalada de derivas hacia formas de aniquilación, y donde, para compensar, el grupo se aferra al menor consenso de idui, allí donde tal vez habría sido más civilizado tomar el camino de la sublimación. Se preservaría así una forma de sacralidad a través de nociones que hoy suenan casi ridículas, lo prohibido y la solidaridad, lo simbólico en que el mítico asesinato inaugural permitía inscribir al sujeto.
Es cierto que hace 80 años el odio cruzó el umbral de la barbarie: algo se rompió y ahora el odio se apoya en la autodestrucción, ya sea individual o global.
La Haine trata de una crisis de represión, la que nos abre a la dimensión del amor y la alteridad. Es más fácil odiarse acosándose con siglas en las redes a-sociales que amarse con hechos: el lenguaje, abatido, se lleva consigo nuestra humanidad. El odio hipnotiza, contamina, reduce y dispersa nuestros puntos de referencia, dando paso a un desastre de civilización en el que, en palabras de Spinoza, "el odio no sería otra cosa que una tristeza acompañada de la idea de una causa extern (...). quien odia se esfuerza por extirpar y destruir la cosa que odia" (Ética III, Proposición XIII). Es difícil no pensar en el planeta cuando añade que el odio pretende destruir su objeto, incluso "la perfección que hay en la cosa".
Narcisismo desenfrenado, arcaísmo exaltado, ideales neantizados: todos ellos son bases contemporáneas para el ejercicio impune del odio individual o colectivo, donde ni siquiera la muerte es un límite, y donde los actos de odio pueden tener lugar incluso post mortem.
Queda por ver, imaginar e inventar lo que podría sacarnos del caos y llevarnos a (re)poetizar el mundo reintroduciendo a Eros y al ineludible Tánatos.