Es difícil pensar en el odio como algo separado del amor. Incluso en momentos en que el amor parece desvanecerse, el odio se presenta tras el velo y no deja de recordarnos la íntima conexión entre la pasión odiosa y el erotismo o el amor.
El psicoanálisis también nos impulsa a considerar el odio dentro de la relación edípica, en el momento en que surge la agresión dirigida al padre y toda la oscilación entre los movimientos de amor y odio que la acompaña. Pero, al mismo tiempo, nos enseña hasta qué punto el odio nos permite estructurarnos y diferenciarnos del otro. Porque sin odio, no hay creación del objeto y existe el riesgo de hundirse en la eterna brecha de la fusión y la indiferenciación.
¿Cómo definirlo, salvo mediante un desvío hacia otros caminos? Hay caminos para realizar el ser. Lacan definió tres, y el del odio no es menos importante que los del amor y la ignorancia. Si consideramos esta idea, el odio en la intersección de lo real y lo simbólico
«no es simplemente esta especie de desencadenamiento de un cortocircuito en la destrucción, tal como surge, por ejemplo, de forma absolutamente estructurante en la relación imaginaria». (Lacan)
Además, es una pasión que
«no se conforma con la desaparición del adversario. Si el amor aspira al desarrollo del ser del otro, el odio desea lo contrario, es decir, su rebajamiento, su desconcierto, su desviación, su delirio, su negación detallada, su subversión. Es en esto que el odio, como el amor, es una carrera sin límites». (Lacan)
Bella y terrible a la vez, esta fórmula sobre el amor y el odio nos remite a la ineludible posibilidad infinita de tener que aceptarlo. El odio como búsqueda incesante.
En nuestra propia negación, lo sabemos demasiado bien. Y los caminos que toma son diversos, como nos recuerda nuestra época: racismo, homofobia, xenofobia, acoso, violencia y tantos otros estragos contemporáneos.
Entonces, ¿qué palabras debería usar para escribirlo? Odio al otro, odio a uno mismo. Odio a uno mismo en un intento de lidiar con el otro. Odio al otro para compensar el odio a uno mismo. Odio para sanar del amor. Odio para no dejar de amar. Te odio, y yo "soy" tú.
¿Cómo podemos intentar captar algo de ello?
Tomemos este pequeño desvío que, espero, nos ilumine.
El hábito Nos impulsa a encontrar en la mitología, y en particular en Edipo, la cuestión del odio. Sin embargo, no cerremos los ojos y prestemos atención a esta otra figura, que, si bien es mucho menos conocida, no es menos explícita. Tres diosas primitivas, una de las cuales aspira a ser la materialización misma del odio en su nombre: las Erinias.
Si el odio nos lleva, casi instintivamente, a una perspectiva diferente sobre nuestra visión del amor, un eco mucho más cercano nos lleva a estas diosas, ya que, en una de sus representaciones —la obra de Esquilo—, se las describe como hijas de Nix, la noche. Las tres Erinias (Megera: odio; Tisífone: venganza; y Alecto: la implacable) están sujetas a una tarea crucial, de la que nunca se desviarán. La originalidad de la obra de Esquilo reside en la posibilidad de un destino diferente para estas Erinias, quienes, tras una propuesta de Atenea, podrán abandonar su deseo de venganza para convertirse en las «Euménides» (las Benévolas).
Si Lacan hablaba de una carrera sin límites, es fácil imaginar que la carrera de las Erinias es igual de ilimitada. Dedicadas a perseguir a los autores de crímenes sangrientos, la muerte misma no las detendrá. Viviendo en las profundidades del Tártaro, emergen solo para perseguir a los culpables, reconociendo únicamente sus propias leyes, ante la incapacidad de los dioses para intervenir. Provenientes de las profundidades del mundo, los tormentos que infligen persiguen a los culpables después de su muerte. Son temidas por todos. Sin empatía ni piedad, no consideran ninguna circunstancia atenuante.
Conrad Stein convierte a las Erinias en figuras de odio al centrarse en el episodio de la cacería de Orestes, culpable de matricidio. «Son una venganza contra quien desafió la prohibición de la pasión de ser ignorante cometiendo el crimen del conocimiento. La figura materna, como coaptación de la ignorancia, estaría así en el origen del odio a sí mismo». (Gori)
La hipótesis de Stein, que hace del vínculo con la madre un vínculo basado en un “odio inextinguible e inmortal”, nos interesa desde la perspectiva donde la relación con la madre es equivalente al vínculo con el Otro, un vínculo fusional antes de que el tercero entre en juego.
Si el vínculo con el Otro se basa en el odio, es esta parte del ser la que está sujeta a un odio primordial, el odio vinculado al lenguaje. Más precisamente, al odio inherente al hecho de que el Otro nos inunda con un lenguaje que nunca será suficiente para dar cuenta de una realidad que nos supera.
Propongamos entonces que las Erinias representan esta parte del ser, esta parte llena de un odio que se escapa y se enfurece contra el lenguaje como tal, con todas sus ambigüedades y defectos. Su incapacidad para dudar busca la certeza. Certeza que el lenguaje jamás puede garantizar. Son esta famosa parte del ser que se aleja de lo simbólico, aquello que tiene que ver con la realidad.
Al aspirar a la certeza, representan la duda, en su forma de rastrear lo que no pueden conocer debido a su tarea eternamente incumplida. Al igual que el odio, no se conforman con la destrucción del objeto.
Pero también dan testimonio del odio que nos afecta a todos. Arrojan luz sobre la ambivalencia que nos impulsa, sobre la imposibilidad de prescindir de aquello que, de alguna manera, estructura nuestro ser.
Entonces, ¿por qué descuidarlas? Rehabilitemos a las Erinias, no las abandonemos en las profundidades de la existencia. Si las olvidamos demasiado, nos alcanzarán y se encarnarán en nosotros para desatar su ira. La historia nos lo ha demostrado con creces.
Como Esquilo, quien fue el único que les dio un lugar destacado, el único que permitió que se les reconociera, solo si observamos a las Erinias en nosotros mismos podemos convertirlas en Euménides. Sin embargo, ¿qué inversión del odio presencia esta obra una vez más? Erinias transformadas en Euménides, sin duda, pero devueltas a las profundidades del mundo por Atenas. El odio aún tiene futuro.