El cine es esa infinitud donde la sombra penetra para urdir en nosotros un temblor nocturno.
Hay en esta película una violencia expresiva que sólo la imagen puede ofrecer. Los claro/oscuros nos implican cada vez en una metafísica de la presencia que se aborda por la luz. Durante un tiempo, durante un rato, nuestra existencia es un extraño cuerpo. Un ojo con vida interior.
Casablanca escribe las sombras del delirio, los escenarios de la fiebre y la violencia irreal del amor y la traición. Ha dado y dará que hablar. ¡El cine no envejece! Nuestros espejos sí. Por eso se conservan pocas películas.
En Casablanca hay algo que circula por los personajes dándoles un extraño aliento.
¿Qué diferencia a Casablanca de otros filmes de amor e insatisfacción, de traición y despedidas?
Los personajes no están verdaderamente parados ni caídos, nos atraen en ese "cayendo". Es la grieta irrepresentable que hay en cada uno de nosotros.
Un hombre habita el desierto oriental, orientado por un escepticismo largamente acunado. Habita en una soledad distanciada aún de sus propios sueños. Un amigo lo acompaña en su silencio irónico. Él es una mirada. ¡Qué extraño es intentar describir una mirada!
El imperceptible rictus de un hombre contrariado se transmuta, a veces, en la sonrisa cruel de quien ya no cree en el pudor del engaño. En esa desnudez no hay apelación, sólo alcohol. Allí hace su entrada una mujer. Es la vestidura misma del perfume lo que ella trae. Y entonces la historia se llena de sobresaltos, de bordes, de filosas aristas.
La estética del escepticismo es finalmente conmovida. El rostro de esa mujer la desafía y finalmente la derrota. El hombre quedará por un momento -y eso es el film- atrapado en un vértigo sin miedo; demasiado abierto y, a veces, demasiado expuesto. Pero ella vacilará en la escena del hotel. Deberá elegir entre el recuerdo del amor y el acto; entre el cansancio y el estremecimiento. Sus palabras no llegan a ocultar la vibración de su cuerpo.
Las tinieblas interiores aparecen tejiendo la trama misma de esos rostros. Su opacidad. La historia se resuelve allí, cuando se nos presenta la mirada de ese hombre que "ve" la vacilación y descubre las arrugas por donde el amor ya no se sostiene en ella. Es un gesto sutil. Casi invisible. Pero que cambia para mí la lectura de los acontecimientos.
Ya no será el hombre "generoso" que la salva de sí mismo enviándola a la civilización de un marido. Ya no será el hombre "melancólico" que cede la dama en la famosa despedida que conmovió al mundo femenino.
Ya no será el hombre "sombrío" que elige al amigo para filosofar en lugar de amar. El clásico duro, ideal del obsesivo. Todo sucede rápidamente pero nunca hay viraje de la tristeza a la maldad.
Los personajes conservan su tonalidad aun en la desesperación que anticipa el dolor de los recuerdos. Pero, si no dejamos escapar ese pequeño detalle de una mirada que no reniega de lo que supo... entonces la despedida fue una elección. El hombre decidió no estar con esa mujer. Decidió no elegir el engaño. Pero ya no desde el escepticismo o la tristeza.
Hay un dejo de alegría en su mirada y su paso al reanudar el camino. El amigo refleja, en cambio, la perplejidad del que no comprende por qué la ha dejado ir.
Las paralelas se acompañan. Sueñan siempre con el abrazo. Nuestro hombre ha transformado la ironía en lucidez. El sujeto es ese destino, sólo cuando existe en la decisión de afrontar la oscuridad. La luz no envejece.
Texto publicado originalmente en Michel Fariña, J.J. y Gutiérrez, C. (1999) Ética y Cine. Buenos Aires: Eudeba. pp. 23-24