Necesitaría una conversación con Matilde.
Un montón de veces lo había pensado, en los largos años que pasaron desde que ella se había vuelto a Ibiza. A veces hablábamos por teléfono, pero eso no era una conversación, con Matilde había que estar.
En La Plata, en Ibiza o en Barcelona, estar con Matilde era entrar en un rincón soleado, con plantas, con gatos, con una cocina humeante, con un horno prendido. Era entrar en un espacio conectado con la corriente prodigiosa de la vida. En su mundo habitado de historias fulgurantes, de encuentros reveladores, de azares que no eran azares sino un juego de divinidades que muestran sus cartas por un momento y se llevan su secreto.
Matilde estaba fuera del mundo que uno conoce, o mejor dicho estaba adentro, muy adentro, y lo veía desde otra dimensión. Tenía despiertos, a flor de piel, sentidos que los demás tenemos atrofiados, los perdimos quién sabe cuándo ni cómo, sólo sabemos que fueron nuestros cuando estamos con una persona como Matilde. Y una persona como Matilde es muy difícil de encontrar. Esos sentidos le daban premoniciones, sabidurías, paciencias, serenidad. Le daban esa capacidad de comprensión infinita, esa delicadeza para captar peculiaridades, ese compromiso que no consistía en tomar partido o en reivindicar una identidad a expensas de otras, sino en hacer estallar sus fronteras.
Matilde tenía heridas afectivas profundas, de las que se alimentaban su sensibilidad y su apertura hacia los dolores ajenos, pero que nunca repercutieron en forma de necesidad de revancha ni en amargura. Tenía una religiosidad que consistía en esa conexión suya con dimensiones inalcanzables para otros, en algo así como la vivencia de la eternidad a través del instante. Era una persona sin edad. Yo nunca entendí la noción de espíritu, me costaba tomarla en serio, pero en Matilde la espiritualidad era una evidencia que se transmitía, un modo de vivir, la fuerza que la hacía vivir a su exclusivo modo.
No la vi en su última etapa, sólo la escuché por teléfono de tanto en tanto, cuando en conflicto con su propia invalidez renegaba de la institución donde residía y añoraba su casa y su vida autónoma. No debió entender, yo tampoco lo entiendo, cómo la prodigiosa vida la había dejado caer de esa manera.
Me lo pregunto, cada vez que quisiera conversar de nuevo con Matilde. Cada vez que intento explicarme cómo en tantos años no viajé hasta Ibiza aunque fuera exclusivamente para entrar en una habitación soleada con plantas y gatos, con un horno encendido; cómo no hice lo necesario para volver a escuchar a Matilde contar una historia más, una nueva revelación, un encuentro donde el azar era sólo la apariencia con que algún dios disimulaba su juego mostrando algunas cartas, y dejaba sin responder la última pregunta.