En ocasiones el cine nos permite abordar escenas largamente temidas, frecuentemente imaginadas con terror. Si hay algo que –lo sepa o no– un analista teme cuando toma a su cargo un tratamiento, es una escena como la que inicia el film “El Color de la Noche”. Son cuatro minutos. El resto de la película es olvidable. Pero estos primeros cuatro minutos son inolvidables:
¿Cuál es la responsabilidad del analista en esto que ha sucedido?
Vamos a procurar entre todos, con él y no contra él, intentar entender qué en el manejo de la transferencia precipitó ese pasaje al acto, provocando que el suicidio tuviera lugar allí, en ese preciso momento. Son apenas cinco minutos de película. No va a hacer falta más.
Se nos presenta la escena previa. Se nos cuenta el estado en que se encuentra la paciente. Se nos relata el repetido encuentro con el analista. ¿Ustedes no tuvieron la sensación de que ya se vieron varias veces desde hace mucho tiempo? Esa es la magia del cine. En un instante, todo está allí. Se nos presenta también un fragmento de sesión donde aparece claramente el concepto de transferencia en juego. Esto es lo que me propongo explicitarles. Se nos cuenta también la desesperación en aumento a que ese manejo de la transferencia conduce. Dónde las cosas aprietan para esa paciente. Se nos cuenta la advertencia, el vértigo y el desenlace de la sesión. Finalmente, se nos cuenta la perplejidad y la confusión. Y de pronto, rápidamente, en la cara del terapeuta, la comprensión de lo que va a ocurrir, trágico, inevitable y final. Él se da cuenta cuando ella le dice lo que le dice. Se da cuenta del espejo en el que ella iba a mirarse, advierte qué espejo era el que ella no tenía. Se da cuenta e intenta agarrarla antes de que empiece a correr. Pero ya está corriendo, ya prácticamente todo ha sucedido. Y lo único que falta es que él aparezca de espalda al espejo mirando en la ventana eso que se ha transformado en un color.
Por último se nos cuenta el dolor, la sorpresa y el síntoma que permanece en el analista. Porque el dolor es obvio, la sorpresa es obvia, pero ¿por qué el síntoma? Él hace un síntoma histérico: deja de ver el rojo que aparece un instante después del suicidio. Me interesa situar el síntoma en el analista como un modo de respuesta.
¿Es esta escena común, es esta escena frecuente en los consultorios? A Dios gracias, no. Pero no es frecuente con respecto a su desenlace fatal. Pero les puedo asegurar que sí lo es con respecto al manejo de la transferencia, al concepto de transferencia en juego.
Volvamos al ejemplo. Primero una calesita, con su música característica. Ese sonido de fondo mientras comienzan a aparecer los títulos nos aseguran lo infantil. Nos aseguran que algo de lo infantil va a acontecer ante nuestros ojos; pero además de caballitos que dan vueltas en esa cajita de música, aparecen lápices de labios, rouge de mujer. Mientras el sonido infantil nos hace dar vueltas, frente a los espejos, una cara crispada, ansiosa, se intenta pintar. Hasta ahí es como cualquiera que intenta maquillarse y tiene dificultades para hacerlo. Pero hay algo en ella que va dibujándose mientras sigue sonando lo infantil, algo que va tratando de dibujarse en una cara que no se presta demasiado a ello. Se pinta los labios, se pinta un poco de más, pone una cara triste, como de payaso, y de repente la desesperación, la urgencia, se meten en la escena, se meten en nosotros sin decir una palabra. Al comienzo es un vértigo raro. La mujer busca desesperadamente a alguien, pero también parece buscar desesperadamente una prenda. Cuántas veces una mujer se enfrenta a la temible situación de tener que salir a la calle a hacer algo y no tener un espejo, no tener una imagen en la que reflejarse y no saber desde donde presentarse. Pero si encuentra una máscara, se pone la máscara. Se instala la máscara, sufre de angustia detrás de la máscara pero nadie se da cuenta; pero si no tiene la máscara no puede salir.
En el film una mujer busca desesperadamente una máscara que no encuentra, no encuentra ni el dibujo de su rostro. Empieza a irrumpir una energía pulsional que ella no liga.
La mujer no encuentra ni el dibujo de su rostro, ni ropa con que cubrirse. Va y viene con esa desesperación a solas con que una mujer suele encontrarse. Nuevamente ante el espejo, pintarrajeada como una nena –porque no parece una loca en ese momento, parece una nena– es como si de repente perdiera el pulso de mujer, ese pulso que hace que una mujer se pinte los labios de manera más o menos pareja. Pierde el pulso, pierde el freno, vemos su cara pintada que de repente se transforma en su interior representado en un cuadro de angustia. Vemos entonces que saca una pistola de su bolso, sabemos que la muerte comenzó, sabemos que la angustia no es allí sin consecuencia. Entre el espejo y su afuera se introduce el temor por la muerte. No en ella, sino en nosotros; en ella hay una dubitación, una sombra que entra al pasado infantil.
Sabemos ahí que ocurre algo importante. Pero todavía disponemos de muy pocos datos. Vamos a tener una referencia por lo que ocurre luego en la sesión. Digamos que hasta allí se nos cuenta rápidamente una felatio mortal, pero una felatio no adulta, sino infantil. Allí está la seducción, el acoso: una felatio sin relato, gozosa. Gozosa en ese punto donde ella no es ella, es sólo una imagen, una imagen que se mira al espejo, que se mira voluptuosa, asombrada y aterrorizada.
No necesitamos más para dejarnos llevar por lo que un psiquiatra llamaría la desesperación ansiosa de una mujer ante el recuerdo, la muerte y la vergüenza.
Continuemos con la escena. La sorpresa viene de la mano del desplazamiento que nos la muestra ahora con su analista. Ella llega a un consultorio cómodo, familiar y repetido. La sensación que transmiten esos cuerpos, por cómo se mueven en el consultorio, es que hace mucho que se ven, que estamos ante un tratamiento de varios años.
Imaginamos que hubo ya muchos encuentros y hay un par de frases al principio, donde ella lo acusa de que el psicoanálisis es una mierda, habla de lo fálico y de los consultorios que los analistas quieren tener. Un consultorio como el suyo: alto, cómodo fálico, con cierta displicencia, entre la seguridad, la protección y la soberbia. Y un analista cansado de lo mismo. Cuando uno interpreta lo mismo, cuando uno lee lo mismo, es la memoria de uno la que interpreta y no la abstinencia. ¿Qué es interpretar? Interpretar es el arte casi imposible de leer sin interponer la propia interpretación. Eso es interpretar; es fácil… decirlo.
Tenemos entonces un analista cansado de interpretar lo mismo, casi sin ideas, apenas con una, que es la idea estereotipada que tiene este psiquiatra de la transferencia: ¿quién es tu perseguidor hoy? Se lo pregunta así a la paciente. La baraja así. No deja entrar la desesperación de ella. No la deja que putee contra los analistas, contra sus edificios tan altos, tan fálicos. Si hubiera dejado entrar las palabras y la desesperación no hubiera estado tan cómodo, pero ahí el señor era un sabio, ya que sabía lo que le pasaba a la paciente. Para él todo el problema es que la paciente no entraba en caja, como dicen, casi como sabiendo lo que viene. Había una esterilidad en el encuentro: él sabía qué le iba a decir, y hasta la próxima. Ella putea al analista, al psicoanálisis, al poder imaginario que se le otorga a los analistas a través de esos emblemas, y obviamente al que éste se otorga a sí mismo en una sordera enmascarada de creencia.
Ella no se da cuenta. Insiste en su enojo desesperado, para que se escuche que algo no da más, que algo revienta. El analista, acostumbrado, se dice: no es conmigo, le pregunta insistentemente, incluso con cierta sorna, quién te persigue hoy, es decir es como si el analista le estuviera recordando que hay un patrón que se repite, un patrón de conducta, de sufrimiento que se repite, en el que ella se niega a entrar o aceptar, es una especie de disputa rara, lo sexual de esas puteadas, lo sensual, lo obsceno, lo brutal de la escena, él podría preguntarse por que está tan enojada; pero no; él dice simplemente quién te persigue hoy. Lo sexual le pasa de largo. Él piensa que la transferencia es el odio de ella hacia él, y como no es con él, hay que buscar quién la persigue. Piensa que es injusto que ella no comprenda, que no colabore.
Lo que no comprende este analista es que la paciente lo está acorralando, que ella lo va apretando: él se ve forzado a caminar, se desplaza, va hasta la biblioteca, pero no comprende es que ella la que lo acorrala, que es ella la que lo acosa sin piedad, diciéndole que es un tarado, que es un incapaz, que no sabe. Y él le replica siempre con lo mismo: lo que pasa es que vos no te querés curar, porque no ves a tu perseguidor. Es decir, en ese acoso ella le transfiere la desesperación que padecía un rato antes.
No es a mí, y a la vez es a mí, en tanto voy a ocupar ese cuerpo hacia el cual se dirigen los objetos, ese cuerpo que no soy. En el fragmento del film, el analista le dice mirate al espejo y vas a ver quién te persigue. Nuevamente, en lugar de abrir esa escena y saber que el perseguidor era ella y que él era el perseguido, él la regresa acá y le dice “vos ocupas esos dos lugares, vos te perseguís a vos misma…”. Pero eso no es analizar, esa es la intervención en la transferencia que vuelve a cerrar lo que cura había abierto, esa es la intervención que adquiere responsabilidad respecto de que ella se quede sin más futuro que caerse, tirarse del mudo. Él le dice mirate al espejo y verás quién te persigue… y ella acusa al golpe. Él la ha abandonado en el espejo. Es la imagen de un analista que ha desistido de la transferencia. Ha desistido de la transferencia y el resto es vacío, y en ese vacío no ha encontrado un texto para esta tortura que era esa mujer, y ella le dice, finalmente, en qué espejo querés que me mire. Es allí que él comprende que ella se va a matar, sabe de pronto del espejo en el cual él ha desistido de sostenerla, sabe que el otro espejo es la ventana en el cual ya no se sostiene. El analista, caído de su lugar, sabe que tiene que volver a agarrarla. La mira por el reflejo del espejo e intenta correr hacia ella. Pero ella se sale de la ficción, de la posibilidad de un relato que no fue posible. Ya es tarde: él corre y agarra nada.
Ella no soporta más y entonces da por finaliza la escena del tratamiento y la de la vida. El juego terminó mal. Se precipita, cae y se estrella en la modernidad del pavimento. Hay un pequeño detalle: cuando ella va cayendo, al principio se ve un cuerpo en caída libre. Uno tarda en acostumbrarse a que eso ocurrió. La cámara lo toma a él, a su mirada desencajada, y vuelve al cuerpo en caída, y el cuerpo se va reflejando en todas las ventanas del edificio, que funcionan como espejos pero a una velocidad increíble, reflejos del cuerpo cayendo, mil espejos estériles que ya nunca habrán de sostenerla.
Y ella se transforma para él sólo en un color derramado en el piso. Hay otro detalle: un policía a caballo… ¿qué hacen un caballo y un policía en esa escena? El caballo se asusta, y yo me pregunto: ¿no delatará ese caballo con su susto, que más allá de la modernidad de los tiempos, el suicidio es algo que no debe ocurrir?
El analista corre hacia la ventana, ya no es más que el resto perplejo de quién sólo después de la tragedia comienza a comprender algo. Luego viene la histeria. La histeria es esa forma del olvido del trauma, que acude a la escena para hacer del episodio un síntoma, un recuerdo que hace imborrable y al mismo tiempo borroso el espanto por el abandono de su paciente. Será el color que ya no puede volver a ver.