Entre texto e imagen, la diferencia es flagrante. El texto presenta significaciones, la imagen presenta formas. Cada uno muestra algo: la misma cosa y a la vez otra. Al mostrar, cada uno se muestra a sí mismo. [1]
Jean-Luc Nancy, L’oscillation différente
Se puede intentar pensar lo impensable, alcanzar lo real, recubrirlo con palabras y ceñirlo con imágenes: es hacer la experiencia de lo imposible. Una parte de lo real resiste a todo conocimiento. Es allí, tal vez, donde interviene el artista.
El arte es un acto. Del cual resulta una fabricación. El arte es un hacer, una creación. El acto artístico roza aquello que escapa al pensamiento. Permite no obstante acceder a ello y metamorfosear lo que toca. Gracias al acto del artista surge en el mundo algo nuevo que introduce transformaciones, más allá de cualquier explicación.
Pero, como lo sugiere Anselm Kiefer, es imposible captar el arte por el verbo [2]. He aquí otro límite sobre lo imposible: el escollo del lenguaje. En psicoanálisis, podemos acertar con palabras, pero el límite permanece. Quien padece un traumatismo lo sabe bien. Es arrojado fuera del mundo del logos, fuera del lazo social, fuera del tiempo. Vive la experiencia de la fragilidad de las palabras y de lo que puede dar testimonio: es imposible decirlo todo.
Ahora bien, una obra es justamente algo “que piensa sin palabras”. ¿Qué se puede entonces decir o escribir sobre la obra de una artista como Prune Nourry? Tratar de decir la obra con palabras roza lo imposible. En cambio, lo que es posible es tratar de decir lo que la obra me dice, personalmente.
¿Qué es lo que me toca de su trabajo y qué es lo que este puede enseñarme? Para responder puedo orientarme a partir de un punto de anclaje específico, desde mi posición de espectador, interpelado por la obra que surge como una representación nueva y sorprendente.
Las obras creadas por Prune Nourry funcionan en el registro de la “serendipia”. Hacen descubrir algo que estaba pero que no conocíamos.
La serendipia es ese proceso de descubrimiento de lo que ignorábamos pero que surge ante nuestros ojos de manera inesperada y contingente. La cuestión es ser consciente de ese descubrimiento, de captarlo y de arriesgarse a valernos de él con sagacidad. Podemos no percatarnos de lo que adviene. Podemos incluso considerar la serendipia como un fenómeno perturbador, molesto, una fuente de desvío, incluso un error, en tanto resulta inesperada y nos lleva hacia un nuevo horizonte. Sin embargo, lo inesperado suele provocar rechazo y fuertes resistencias. Acceder a ello es aceptar estar activo en este proceso de descubrimiento, y consentir a lo nuevo que se impone. Este campo de lo posible permite a la serendipia ocupar un lugar en los progresos de la ciencia. Nuevas vías de indagación se abrieron gracias a la lucidez y sabiduría de investigadores abiertos y curiosos por lo que surgía ante sus ojos y su inteligencia. Si nos quedamos demasiado fijados a lo que ya conocemos o a los resultados esperables, corremos el riesgo de no advertir la serendipia.
Es en este punto que el acto del artista se encuentra con el del científico: consentir a lo desconocido, a lo nuevo, a aquello que desborda tanto a quien se encuentra con el hallazgo como a quien lo produce.
El acto creador está en el centro de la tarea tanto del científico como del artista. En ambas se trata de acceder a un real inédito ofrecido por la serendipia gracias a una feliz contingencia. Toca al científico reconocerlo, luego apropiárselo. Y al artista, captarlo a través de su gesto creador.
El espectador también es confrontado al fenómeno de serendipia ante una obra que se da a conocer. Si se muestra receptivo ante ella, puede convertirse en el coautor de la obra que descubre. Esta posición de coautor de la obra ha sido formulada por la célebre frase de Duchamp: “los espectadores realizan el cuadro que contemplan” (“les regardeurs font le tableau”). La expresión sugiere que la obra modifica también al espectador. Este la transforma, la metamorfosea a partir de su mirada. Si el artista corre riesgos, quien habla de una obra también los asume.
Lo que distingue a la obra de Prune Nourry es que ella introduce representaciones muy fuertes: juega con mitos puestos en escena a través de imágenes directas que interpelan y atropellan. En consecuencia, lo que propone va más allá. Como lo ha escrito Louis Marin “el signo se presenta como representante”. Pero Prune trabaja poniendo en escena representaciones que convocan al espectador a través de una demanda de interpretación. El observador es interpelado, desconcertado por la representación de aquello que es irrepresentable, urgido por una necesidad de decir algo sobre eso, de pensar, de hablar. Las obras de Prune Nourry apelan a la subjetividad de quienes las observan, subjetividad que deviene así parte integrante de la obra.
De un lado, tenemos la procreación que ofrecen las biotecnologías; del otro, la obra de una artista. Dos campos diferentes que se entrecruzan a partir de las cuestiones planteadas por los nuevos modos posibles de fabricación de niños en el mundo actual. Prune Nourry anuda esos dos universos: el arte y la ciencia. Así, su obra va más allá de la falla que distingue eso que se llama, por una parte “la naturaleza” y por otra parte “la cultura”.
En síntesis, a modo de introducción, agregaría que toda procreación es una creación. La creación, a través de los cuerpos, o actualmente en los laboratorios, de un ser único, diferente, de entrada irreemplazable. E inversamente, toda creación es también una procreación: incluso si ella es de otro orden, pasa también por una concepción, un engendramiento, que da vida a una obra.
Es así que las creaciones de una artista como Prune Nourry pueden esclarecer el misterio de la procreación, y es allí donde nuestras voces confluyen.
Traducción: Juan Jorge Michel Fariña