¿Qué ocurriría si planteásemos la voluntad de finalizar con la vida propia como un gesto inigualable de libertad, independiente de las causas que la motiven?
¿Qué ocurriría si tratásemos el tema del suicidio con una poética, una estética y una ética que lo empariente más con la vida que con la muerte?
¿Qué ocurriría si alguien nos propusiese, por un instante, reflexionar en el cómo nos dirigimos a la noche eterna?
Tendríamos un film imprescindible: El sabor de las cerezas, del iraní Abbas Kiarostami.