¿Cómo introducir a Alejandro Ariel? Él mismo solía presentarse diciendo que en sus orígenes profesionales ejercía como médico y se había especializado en cirugía. Pero que decidió dejar de operar cuando advirtió que no era necesario cortar la piel con un bisturí para atravesar el cuerpo, sino que se podía dirigir una cura interviniendo el cuerpo con la palabra. Fue así que devino psicoanalista. Para él había diversas formas de provocar al cuerpo, y entre ellas privilegiaba el tacto por su potencia de síntesis: es la palabra la que nos toca, pero también nos toca la mirada, y nos tocan los aromas y los sabores. Los cinco sentidos penetran el cuerpo y lo transforman.
Por eso, tanto en la Fundación Estilos como en sus grupos de estudio que transcurrían en su generoso consultorio, la palabra estaba siempre acompañada de pinturas imponentes y objetos bellos que encerraban historias maravillosas de su vida. Y en ocasiones también matizaba su enseñanza organizando conciertos en su casa, con arias de ópera y espléndidos platos delicadamente preparados. Para transmitir en acto que los conceptos a trabajar podían ser desplegados de los modos más sorpresivos e inimaginables.
¿Qué decir de su enseñanza? Cada año elegíamos un tema y seguíamos su recorrido, pero nadie conocía la hoja de ruta. Porque la travesía era también un misterio para él, que terminaba encontrándose en su inesperado destino. Seguirlo era entregarse a la escucha y permitirse volar para arribar a una comprensión siempre provisoria, en donde como él decía, la simpleza era punto de llegada y no de partida.
Sabíamos que la noche previa a cada presentación suponía para Ariel una batalla interior. Permanecía hasta altas horas de la madrugada dialogando con su ponencia, entusiasmado, curioso, apasionado. Nos hacía saber luego de su desvelo, desentrañando el modo de transmisión. Pero distinguía siempre la sorpresa del asombro: la sorpresa suponía siempre un cierto saber sobre lo que podría llegar a suceder, aunque no se supiera exactamente qué. El asombro, en cambio, nos remite a la infancia, a esos años inciertos en que los niños se encuentran por vez primera con los verdaderos misterios. Ese enigma asombra porque se sustrae a la serie de lo esperado.
Sus clases eran entonces un regalo, pero no en el modo esperado de un presente que llega el día anhelado del cumpleaños. No esos regalos de los que se desconoce la forma, pero se sabe que vendrán y esperamos recibirlos. Los obsequios de Alejandro Ariel encerraban siempre aquel milagro de infancia, ese punto en que volvíamos a ser niños y podíamos permitirnos escuchar sin pensar, sin imaginar el futuro, entregados a la avidez de lo nuevo.
Era esa la clave que hacía de sus clases verdaderas piezas singulares de transmisión. Ser partícipes de su propio asombro nos transportaba a miradas y lecturas genuinamente novedosas. Esa pasión que sabía transmitir le daba también la licencia para ser, como públicamente se sabía, incorregiblemente impuntual. Pero ese destiempo resultaba ser también un efecto de estilo. Aparecía y desaparecía artísticamente, y con ello cautivaba transportándonos a un sitio donde el tiempo trascurría de otro modo.
Este tiempo era para él, el tiempo de lo imposible. Pero no de lo imposible en tanto prohibido, lo cual nos llevaría por el camino de la transgresión, sino lo imposible como abismo. Lo imposible que, bordeado en su superficie incierta resulta ser la llave del acto creador. Ese momento de inmortalidad, en donde por un instante se puede existir sin miedo al superyó ni al desamparo.
Ese es el Alejandro Ariel que evocamos hoy: el de un encuentro que es silencio, un punto inmóvil que, como en la danza, hace posible el movimiento.