Luces y sombras de la vida urbana caen sobre grandes avenidas y calles sinuosas, por donde asoman entre asfalto y empedrado los íconos de una ciudad en la que no se puede convivir con la indiferencia. No importa a qué se dedique el visitante, París siempre tiene con qué seducir.
La cámara de Woody Allen capta la belleza parisina -y en una medida apenas imprescindible también la de su vecino castillo de Versalles- con la mirada de quien quiere retener cada detalle para saborearlo después de la partida.
En Medianoche en París (2011), un adinerado y típicamente republicano matrimonio estadounidense viaja a esta ciudad por negocios, acompañado por su hija y el novio de ésta, próximos a casarse e irse a vivir a Malibú. Inez no desentona en absoluto con sus padres, con quienes comparte gustos caros y elegantes, al tiempo que se fascina con la pedantería intelectual de un amigo que se encuentra en la capital francesa porque ha sido invitado a incorporarse a la Sorbona. El novio de Inez, Gil Pender, es un guionista de Hollywood que anhela tomar distancia de ese mundo con el que parece no combinar, y dedicarse a escribir una novela. Para el logro de esta aspiración, París resulta ser un escenario cautivador y el lugar ideal para hallar inspiración.
Gil transcurre las tardes en compañía de Inez, paseando con su amigo y la novia de éste, o comiendo con sus futuros suegros. Pero a partir de una noche en que su novia prefiere ir a bailar con el pedante antes que regresar al hotel, Gil se ve envuelto en una experiencia tan magnífica como inesperada en las calles de París. Al modo de una cenicienta trasnochada, con el fondo de las campanadas de las doce, pasajeros de un viejo auto lo invitan a subir y trasladarse con ellos a los años veinte.
En El creador literario y el fantaseo, Freud (1908) expresa que las primeras huellas del quehacer poético se encuentran en el niño cuando juega, en tanto es el juego el que le permite insertar las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada, empleando en ello grandes montos de afecto. De igual forma, el creador literario puede convertir en fuente de placer aquellas excitaciones que son en verdad penosas. Esto no muestra otra cosa que la imposibilidad del adulto de resignar la ganancia de placer que extraía del juego. Para Freud, no hay nada más difícil para el hombre que renunciar a un placer que conoció. Por lo tanto, aquello que pareciera ser una renuncia no es más que una formación sustitutiva.
El adulto, entonces, en vez de jugar, fantasea, y construye de este modo los sueños diurnos. Este fantasear avergüenza al neurótico debido a su carácter infantil. La fantasía singular es un cumplimiento de deseo, que lleva en sí una marca temporal. Freud refiere tres tiempos entre los cuales la fantasía oscila, anudando una ocasión del presente capaz de despertar el deseo, el recuerdo de una vivencia infantil en la que el deseo se cumplía, y una situación referida al futuro –el sueño diurno- donde ese deseo se cumple, llevando impresas las huellas de su origen. Es la indestructibilidad del deseo la que se aprovecha del presente para proyectar un futuro siguiendo un modelo del pasado. Estas tres marcas temporales quedan ligadas, de este modo, por el deseo.
Así como en los sueños nocturnos se produce el cumplimiento del deseo de manera desfigurada, el sueño diurno lo revela con la intervención del yo. De igual forma, el deseo se procura su cumplimiento en la creación literaria que, como el sueño diurno, deviene sustituto de los antiguos juegos infantiles, con una nueva ganancia de placer que conlleva su envoltura estética.
Fugarse a los años veinte en París le permite a Gil Pender, que aspira devenir escritor, encontrarse con la vanguardia artística de una ciudad convertida en punto de confluencia de creadores de distintas procedencias. Su sueño diurno acontece a medianoche.
En una reunión donde el mismísimo Cole Porter –que ya había abandonado su vida en Manhattan- interpreta sus temas al piano, tiene la ocasión de conversar con notables exponentes de las letras de ese período, que se encuentran entre tan especial concurrencia.
Una parte importante de ese grupo de vanguardia con el que Gil tiene sus encuentros nocturnos, está constituida por escritores nacidos en Estados Unidos que emigran a Europa luego de la Primera Guerra Mundial, y de los cuales muchos se instalan en París. Es el caso de Francis Scott Fitzgerald, de quien se considera que ese período constituye el de mayor despliegue de su obra, y Ernest Hemingway, quien se gana la vida como corresponsal mientras aparecen sus primeros trabajos literarios. Junto a otros destacados emigrados, forman parte del grupo de la llamada “generación perdida”.
Esta nominación se atribuye a Gertrude Stein, escritora de características experimentales y también norteamericana, en cuya casa de París recibe a artistas de la palabra, de la forma y el color, a quienes ella convoca, invita, presenta y, como si esto fuese poco, adquiere algunas obras. En este rincón exquisito del arte, Gil también es bienvenido, y así puede presenciar cómo Pablo Picasso, asiduo visitante de la casa, debate frente a una tela con la generosa anfitriona acerca de lo que luego se convertirá en uno de sus famosos retratos.
Gil es presentado allí por Adrianne, una ex amante de Amedeo Modigliani, quien influido por pintores franceses también había decidido integrarse a la bohemia de Montmartre, permaneciendo entre ellos hasta su muerte.
Adrianne había llegado a París cautivada por el mundo de la moda, cuyo máximo exponente era Cocó Chanel. Atraída por la estética femenina de fines del siglo XIX, una de las mágicas noches en compañía de Gil retroceden a ese período y se adentran en el recientemente inaugurado Moulin Rouge, donde se encuentran con Henri Toulouse-Lautrec, Edgar Degas y Paul Gauguin bromeando en una mesa. La pintura de Toulouse-Lautrec se impregna de la fascinación que le producen los lugares de espectáculos nocturnos, y gran parte de su obra refleja lo que allí acontece, en especial en torno a las figuras de las bailarinas.
Un joven Salvador Dalí también visita París por primera vez en la década de 1920 -luego de haber sido expulsado de la Academia de Bellas Artes de Madrid- donde conoce a Picasso, y donde ya estaba instalado otro coterráneo, su amigo Luis Buñuel, sumado a las filas del movimiento surrealista. Dalí y Buñuel, al poco tiempo, realizarán juntos el cortometraje Un perro andaluz, pero Woody Allen elige para la ocasión resaltar la extravagancia del pintor anticipándole un argumento fantástico del propio cineasta pero que éste aún no comprende.
Sin duda, estas inolvidables noches de Gil Pender en París no reflejan desigualdades sociales, inmigrantes deportados, xenofobias, ni debacles actuales en la economía de las naciones europeas. Sin embargo, de ningún modo podría suponerse que sus protagonistas están allí para mostrar que todo tiempo pasado fue mejor, como algunos críticos de cine han señalado. Reducir su presencia a tal banalidad implicaría realizar una generalización que va exactamente a contramano de la cuidadosa elección que el director ha hecho de los personajes que, al tiempo que confluyen, se distinguen uno por uno al dar cuenta del deseo que los anima. Tal fue la impronta de la confluencia de tan notables artistas en ese momento y lugar, que Hemingway quiso dejarla plasmada en el título de un libro que escribió tres décadas después: París era una fiesta.
Y en una fiesta de la creación artística no podemos soslayar la relación entre esta y el concepto de sublimación. Para Freud (1915), se trata de uno de los destinos pulsionales. Si bien considera que la meta pulsional es siempre la satisfacción entendida como el logro del placer de órgano, también dice que las pulsiones asumen un rol vicario unas respecto de otras, e intercambian sus objetos con facilidad. Por esta razón quedan habilitadas para operaciones muy alejadas de su meta originaria, y de este modo, entonces, la sublimación puede quedar comprendida como uno de los destinos posibles.
La pulsión implica entonces una notable particularidad, y es que obtiene la satisfacción aun produciendo una modificación en su meta, lo que equivale a decir que obtiene una satisfacción que es de otro orden.
Freud (1933) distingue que tanto en la modificación de la meta como en las variaciones que admite el objeto en la sublimación interviene la valoración social. La sustracción de investimento libidinal de un objeto sexual se desplazará sobre otro objeto no sexual, pero no sin antes realizar un pasaje intermedio por el yo.
Ahora bien, es necesario tener en cuenta que si bien los objetos que se producen por esta vía tienen por lo general una relación con el arte, la sublimación no es sinónimo de creación artística. Menos aún debe confundirse la valoración social con la necesidad de un reconocimiento del producto por parte de los otros, o con un valor que pudiese tener en el mercado. No sería adecuado relacionar la sublimación con lo supuestamente sublime del objeto en sí producido, porque lo que en verdad está en juego es la relación entre lo creado y el sujeto. Esta relación es la que está sostenida en la operación sublimatoria misma.
Lacan (1959/1960) coincide con las ideas freudianas fundamentales en torno a la sublimación, pero a través de la definición que él introduce nos deja ver que constituye una operación más compleja aún: ella eleva un objeto a la dignidad de la Cosa. Y agrega luego que para que ese objeto esté disponible de tal modo resulta necesario que algo haya ocurrido en la relación de este con el deseo.
La Cosa es una unidad velada que obliga a cercarla, contornearla para poder concebirla. Por lo tanto, solo puede estar representada, en los nuevos hallazgos del objeto, por otra cosa. Estos hallazgos no son más que búsquedas padecidas por el sujeto en la deriva significante, pues nada hay entre lo real de ese lugar central bajo el cual se presenta el campo de la Cosa como tal y la red significante. Estos hallazgos solo pueden estar en relación con ciertas coordenadas de placer, sin que ningún atributo de un objeto pueda siquiera equipararse a aquel vacío en el origen del sujeto.
Lacan (1959/1960) trabaja puntualmente la relación de la sublimación con el arte, y dice que las obras de arte fingen imitar los objetos que ellas representan, pues en esa supuesta imitación hacen del objeto otra cosa. De modo tal que este objeto creado que es otra cosa está instaurado en cierta relación con la Cosa destinada a hacerla presente y ausente a la vez. De esta forma, al definir la sublimación, Lacan advierte que por medio de esta operación un objeto se transforma, se eleva, a una dignidad que no tenía.
Se desprende de lo anterior que la sublimación de ninguna manera opera taponando el vacío fundamental de la causa, sino que lo reproduce, y es allí donde se encuentra la satisfacción. Lacan (1966/1967) refiere que la repetición es la estructura fundamental de la sublimación en tanto comporta satisfacción, y que esta es de orden sexual. La diferencia entre lo que tiene de satisfactorio el acto sexual y la sublimación es que en el primero no se percibe lo que falta y, al contrario, la sublimación parte de la falta, construyendo su obra con la ayuda de ella. Esta obra será siempre reproducción de la falta de partida.
Si bien ciertos ideales pueden propiciar la creación, el acto creador, producto de la operación de sublimación, no busca el agrado ni el reconocimiento del Otro. Requiere de un sujeto dispuesto a desobedecer, yendo más allá de las condiciones de posibilidad otorgadas por la estética de la época y también más allá de lo que se espera de él.
Para Gil Pender, la travesía emprendida a la medianoche no transcurre sin consecuencias. Aquello que en un principio se manifestaba como un anhelo poco alentado por su novia, que se presentaba casi al modo de un capricho de un guionista de Hollywood que podía darse el gusto de dedicar su ocio a escribir una novela, se vuelve el comienzo de algo distinto. Ahora está llamado a abandonar un guión ajeno y convocado a escribir uno propio: su novela.
Pender comienza a pensarse como un escritor cuando se autoriza a llevarle los borradores a Gertrude Stein, cuyos comentarios sobre el texto también lo interpelan respecto del amor. Los efectos de la medianoche en París ponen a Pender en sintonía con su deseo. Noche y día se funden en el azar del encuentro con una mujer que descubre ese deseo en Pender, representado por la música de Cole Porter y por una ciudad que lo invita a quedarse.
Aquel París era una fiesta, y Woody Allen tiene el profundo valor de mostrar no la obra producida por los artistas allí reunidos -eso lo ofrecen para nuestro deleite las bibliotecas y los museos- sino precisamente el pasaje por el deseo entre el sujeto y lo creado.
Referencias
Freud, S. (1908). “El creador literario y el fantaseo”, en O.C. Tomo IX, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1986.
Freud, S. (1915). “Pulsiones y destinos de pulsión”, en O.C. Tomo XIV, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1986.
Freud, S. (1933). “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis: 32ª Conferencia Angustia y vida pulsional”, en O.C. Tomo XXII, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1986.
Lacan, J. (1959/1960). El Seminario 7 La ética del psicoanálisis. Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1992.
Lacan, J. (1966/1967). El Seminario La lógica del fantasma. Versión inédita, clases del 22-02-67 y del 08-03-67.
Ariel, A. El estilo y el acto. Manantial, Buenos Aires, 1994.
Texto publicado originalmente en Congreso Online de Ética y Cine 2011