Introducción
Es probable que los progresos de la lingüística permitan al saber positivo disipar antiguas y oscuras dificultades. La Idea de Platón, lo vemos hoy con evidencia, no era otra cosa que el Significante de De Saussure (¿habrá acaso que recordar que un mismo objeto puede decirse caliente y frío alternativamente, y que es su devenir el que adquiere un sentido en virtud de estas denominaciones? Pero las denominaciones en sí mismas, lo Caliente y lo Frío en sí —las Ideas de Caliente y de Frío— no tienen sino una relación de oposición). El átomo de los antiguos, el de Epicuro, no era por cierto más que una imitación del alfabeto. Empero, lo que la lingüística aporte a los filósofos será, en última instancia, algo de naturaleza muy distinta: un ser nuevo en el que se realiza por fin la imposible unión de la materia y el espíritu, y ello por la sola razón de que es el ser con el cual es posible negar el ser. Resulta de ello un nuevo estatuto para el sueño, la fabulación y el delirio. Todos ellos tienen sus plazas fuertes que el saber cerca y asedia en vano, hasta en los hospitales psiquiátricos. Por lo demás, el propio éxito de ese saber no podía menos que dejar un sitio abierto para alguien como Freud, quien, absolutamente fiel al ideal científico y no admitiendo ninguna realidad que no fuese positiva, experimentó no obstante la atracción invencible de los problemas que la ciencia de su tiempo desechaba: los del sueño y la locura, precisamente.
Freud buscó una solución por el lado de lo que denominó la Deutung, guiándose en lo posible por un secreto de polichinela, hasta entonces abandonado a los místicos que entraban en su juego o a los poetas que jugaban con él: cualquier cosa puede siempre representar cualquier otra. De esta posibilidad loca, precisamente, procuramos sin cesar defendernos. La teoría de «la arbitrariedad del signo», lejos de reconocer ese secreto, aparece más bien como el aterrado retroceso que el secreto provoca. Y aun esta prudente teoría puede llegar a inquietar.
No es extraño entonces que existan lugares, tanto en el mundo «real» como en el espíritu más «racional», donde los signos no se presentan solo como arbitrarios, en el sentido en que ya lo son en las más rigurosas de las ciencias, sino, por así decirlo, como signos en estado puro, es decir como engañosos sin que por ello puedan engañar a nadie. Una multitud, incluso oscura y vulgar, reconoce su verdad, que es también su ilusión, ante las mentiras del teatro, de sus sueños, de sus lecturas y sus pasiones. Por doquier, tanto en nosotros como fuera de nosotros puede siempre abrirse la escena donde lo que es es siempre otro.
El hombre positivo que intenta reducir a la irrealidad esta otra escena no es el menos extraviado. La mayor locura se explica sin duda en virtud de una cierta manera de haber perdido esa otra escena, y lo fantástico no es otra cosa que la disolución de la fantasía [1] Lo que de fantasía ha rechazado el mundo en que vivimos, vemos ahora cómo lo ha recuperado en fantástico.
En las páginas que siguen no deberá buscarse el desarrollo de estas generalidades, que ellas ilustran muy indirectamente. Trátase de estudios separados, una parte de los cuales ha aparecido en diversas revistas. No forman un continuo sino más bien un archipiélago donde nada impone un orden de itinerario para ir de una isla a otra. Si ellas se comunican, es por debajo del mar.
En vez de enmascarar esta dispersión, se ha optado voluntariamente, al disponer estos textos, por el orden más indiferente.