Matilde Horne encarnaba el paradigma del traductor literario: honesta, rigurosa, inquieta, prolífica e... invisible. [1] Su nombre es tan legendario para muchos lectores como desconocida su persona. Se la recordará sobre todo como la traductora de una parte importante de la trilogía de El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien, pero Matilde fue, en el panorama de las letras traducidas, mucho más. Contaba con más de 70 títulos, casi todos ellos de primerísimo rango, y no dejó de traducir hasta que la vista la traicionó. El martes 10 de junio moría, lúcida hasta el fin, en la residencia de Cas Serres, en Santa Eulalia (Ibiza) a los 94 años.
Matilde Zagalsky, que adoptó el apellido de su marido para firmar sus trabajos, nació en Buenos Aires en 1914. En 1978, como muchos de sus compatriotas durante los oscuros años de la dictadura militar, tuvo que marcharse de Argentina y se instaló en España con sus hijos. Para entonces ya era una traductora de reconocido prestigio: el Fondo de las Artes argentino había premiado su traducción de Clea, el cuarto volumen del Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, y editoriales como Sudamericana, Minotauro, Grupo Editor, Edhasa o Amorrortu le encomendaban la traducción de autores de la talla de Ray Bradbury, Ursula K. LeGuin, Stanislav Lem o James Baldwin.
Especialmente fructífera fue su relación profesional y de amistad con Francisco Porrúa, editor visionario donde los haya y responsable directo, por poner el ejemplo más sonado, de que Suda-mericana se arriesgase a publicar en 1967 Cien años de soledad, de García Márquez. Tiempo después, Porrúa volvería a hacer gala de su acertado criterio al asumir la edición de las obras fundamentales de Tolkien, esta vez para su propio y mítico sello, Editorial Minotauro. Matilde Horne y Paco Porrúa (que firmó como Lluis Domènech, uno de sus seudónimos habituales) tradujeron juntos Las dos torres y El retorno del rey, segundo y tercer volúmenes de la célebre trilogía tolkeniana.
La obra de Tolkien, convertida en fenómeno de masas, proporcionó a Matilde una paradójica y controvertida notoriedad. Numerosos blogs y páginas de Internet hablan de ella y circulan mil y una versiones de la situación en la que afrontó sus últimos años de vida. Lo cierto es que Matilde, tal como expresó en una entrevista aparecida en enero de 2007 en EL PAÍS, no dejaba de sorprenderse de que la traducción de Tolkien fuese como el árbol que no deja ver el bosque, pues se sentía tanto o más orgullosa de haber traducido a Angela Carter, Chistopher Priest, Doris Lessing, Brian Aldiss, William Carlos Williams o los ya mencionados Durrell, Bradbury y LeGuin.
Matilde era una traductora chapada a la antigua, formada desde abajo en la dura fragua de la Olivetti y el papel carbón. Su espíritu idealista y juvenil la llevó a forjarse una idea romántica de la profesión, que no abandonó nunca y que le causó no pocas penurias.
Cuando ya no pudo seguir traduciendo a causa de su progresiva ceguera, descubrió que había descuidado los aspectos más materiales de la profesión y tuvo que recurrir a su amigo Porrúa y a las ayudas asistenciales de organismos como CEDRO para completar su exigua pensión. En 2006, gracias a la iniciativa de sus hijos Martín y Virginia, y de algunos colegas y asociaciones de traductores, la editorial Planeta le liquidó los derechos devengados de la venta de sus traducciones desde que, en 2001, adquiriera el sello y el fondo de Minotauro. Un reconocimiento tardío, sin duda, pero representativo de la precariedad en la que el traductor desarrolla su paciente e imprescindible labor.