_ PANDOLFO: Dais al dolor una importancia demasiado excesiva.
CONSTANZA: ¡El que así me habla nunca ha tenido un hijo!
REY FELIPE: Amáis con tanta pasión al dolor como a vuestro hijo.
CONSTANZA: El dolor llena la habitación de mi hijo ausente,
se acuesta en su cama, camina a mi lado de arriba abajo,
se cubre con su hermoso rostro, repite sus palabras,
me recuerda todos sus bellos rasgos,
llena sus ropas vacías con la forma de su cuerpo.
Tengo, entonces, motivos para que me guste el dolor.
Os digo adiós. Si tuvierais una pérdida como la mía,
podría daros mejor consuelo que el que me dais.
WILLIAM SHAKESPEARE, El Rey Juan, acto III, escena IV
I
El lado profundo del mar
El lado profundo del mar es el título de una novela de Jackelyn Mitchard que también ha sido llevada al cine. Se trata del drama de una familia italo-americana apellidada Cappadora, originaria de la ciudad de Madison, Wisconsin, EE.UU.
Un día de junio de 1985 Beth Cappadora se dirigió a la ciudad de Chicago para asistir a una fiesta aniversario de graduación secundaria, acompañada de sus tres hijos: Vincent, de siete años, Ben, de tres, y Kerry, una beba de brazos. Su marido Path se había quedado en Madison para atender –como todos los días– su restaurante.
En la puerta del hotel donde tendría lugar la fiesta, esperaba Jill –una sobrina de Beth– para llevar a la beba a una habitación previamente reservada para los niños. Beth se dispuso a acreditarse en la conserjería. Pidió entonces a Vincent que se quedara con Ben en uno de esos carritos que se utilizan para transportar equipaje en los hoteles:
Vincent, quiero que tomes a Ben de la mano. Bien fuerte. Puedes mirar todo y estar parado sobre este carrito. Pero tómalo de la mano mientras mami le paga a la señora.
Había mucha gente en el lobby del hotel pero el mostrador estaba muy cerca, de modo que el trámite le llevaría poco tiempo y podría seguir con la mirada el comportamiento de los niños. Apenas un par de minutos más tarde volvió al carrito en el que sólo se hallaba sentado Vincent.
–¿Dónde está Ben? –preguntó Beth.
Vincent sólo se encogió de hombros. Ben no estaba.
Enseguida hubo un gran revuelo en el lobby, repleto de gente conocida por Beth que se preocupó por la situación. Se inició una búsqueda organizada por los presentes, hasta que alguien, frente al resultado infructuoso de la requisa, decidió finalmente llamar a la Policía y a Path. El primer centro de comando para la búsqueda fue armado in situ por una detective llamada Candy Bless y, luego de cinco horas –tiempo oficial para estos casos–, el niño fue dado por desaparecido: “missing”.
Primera referencia al título:
El lado profundo del mar (The deep end of the ocean), en principio, no dice mucho como título, pero con posterioridad será relevante para nuestro tema. En el caso del film, hay una referencia al título en una seña particular de Ben que podía facilitar la búsqueda policial: Le tiene miedo al agua.
“El lado profundo del mar” es una frase pavorosa para el niño y que se tornará real para la madre, conectando dos tiempos, dos momentos, entre los cuales transcurre la historia, dividida así deliberadamente tanto en el film como en la novela, aunque estas dos referencias al título aparecen sólo en la novela.
La primera es un recuerdo de Beth de una temporada en la playa, en la que Ben había dicho señalando el mar:
_ –Hay demasiada agua. ¿Ese es el lado profundo?
–No hay lado profundo en el mar, Ben –le dijo Beth con suavidad–. Ésta es la costa. Y sigue y sigue, todo por allá, por kilómetros. Tienes que caminar mucho, mucho tiempo antes de que se vuelva profundo. Eso es allá lejos, por donde van los barcos.
–¿Entonces éstos son los noventa centímetros? –insistió Ben.
–Ni siquiera eso, Ben –le había dicho Beth alzándolo, insegura de si debía meterse y mojarlo, para que el chico superara el temor. No quería que su hijo creciera tímido, con miedo a esto y aquello–. No tengas miedo. Estaré contigo. Mamá nunca dejará que el mar te arrebate. Te voy a agarrar fuerte, bien fuerte, ¿así?
–¿Sabes qué? –le dijo Ben, entonces, para ganar tiempo–. Puedes ir al lado profundo. Puedes ir. Sólo empiezas a caminar, hasta que el agua te llegue por encima de la cabeza y entonces sigues caminando por el fondo. Pero entonces si quieres volver es demasiado difícil por que el agua borra todas las, todas, las...
–¿Qué Ben?
–Todas las huellas de los pies. Ni siquiera te puedes dar vuelta y volver. No puedes encontrarlo–. Y Beth, helada, se quedó con él toda esa larga tarde en la zona alta de la playa, jugando con la arena.” [1]
La introducción de la segunda referencia al título es casi sobre el final de la novela. Pero para que se pueda seguir hay que contextualizar lo que ya ha sucedido, tanto en el film como en el libro: han transcurrido nueve años desde la desaparición de Ben, la familia se mudó a Chicago desde hace tres y el ahora púber aparece inesperadamente tocando timbre y se ofrece para trabajar, le pregunta a Beth si quiere que le corte el pasto. Kerry lo saluda –lo conoce del colegio–. El efecto no se hace esperar y se apodera de Beth. Es el momento en que comienza otra historia, Ben había aparecido, sólo que ya no era Ben. Estaba viviendo sólo a un par de cuadras de la casa de los Cappadora. Todo coincide, la proyección computarizada de las imágenes fotográficas que guardaban celosamente, la edad y finalmente las huellas digitales. Interviene el juez que tenía la causa, y Candy Bless (que aun seguía el caso) retira al niño del colegio y lo deja en caución judicial. Luego se aclara la situación actual: el niño vive con su padre adoptivo George Karras. Ben es ahora Sam Karras.
A la manera de un puzzle queda armada la situación que arrancó a Ben del seno de los Cappadora. La policía realiza un operativo en la casa de Karras, sin poder evitar que los Cappadora se hagan presentes en el lugar. Entran a la casa y en medio del interrogatorio policial, el retrato de una mujer sobre la chimenea captura a Beth, que conmovida intenta apoyarse en un sofá, pero cae sentada en el piso.
_ –¿Beth?– Candy se dio vuelta, con un ojo todavía en Karras; mientras, en forma instintiva extendía una mano para ayudarla a incorporarse.
–Es Cecil –murmuró Beth–. Es Cecil Lockhart.
–Oh –dijo Karras–, Cecil. Claro. Es actriz. ¿La vio en TV?
Beth trató de recuperar el aliento. Comenzó a levantarse, se arrodilló para recuperar el equilibrio.
–¿Por qué –le preguntó– tiene un retrato de Cecil Lockhart?
George Karras se enderezó, casi orgulloso, luego asintió, los labios fruncidos con una nostalgia, una tristeza que Beth nunca olvidaría.
–Es mi esposa– respondió. [2]
Cecil se había llevado a Ben del hotel de Chicago. Ella era una de las “graduadas” citadas allí aquel día de junio. Todos la habían visto, pero nadie la vio salir del hotel con Ben. Sólo Vincent, el hermano mayor de Ben, aunque su silencio es un tema aparte.
Ahora bien, Cecil permanecía internada en Silvercrest, en un Hospital privado para enfermos mentales, y durante estos últimos cuatro años sin ella, George era en lo fundamental el “padre adoptivo” de Sam, a quien como era hijo de Cecil de un matrimonio anterior, adoptó legalmente poco tiempo después de su propio casamiento con ella, hacía siete años. Esto es lo que George conoce de la historia de Cecil y Sam.
En la película se resuelve el asunto de otra forma, Cecil murió cuatro años atrás, lo demás queda igual. George Karras dice que adoptó “legalmente” a Sam. Y ese “legalmente” hace que Path, el padre de Ben, quiera “romperlo todo”.
Y George, que continuó ferviente, ansioso:
–No, no, está bien. Pueden controlar. Tengo el documento legal en mi caja fuerte. Con su certificado de nacimiento. Adelante. Aclaremos el asunto, ¿de acuerdo? [3]
Éste es el punto de anudamiento entre Ben y Sam, nudo de filiación que introduce la discusión en la situación del púber: escuetamente, Path-Beth-Ben y George-Cecil-Sam, aunque de un modo extendido habría que agregar cuatro pares de abuelos que también entran en la trama. No se trata de una cuestión legal –no es ése el problema aquí–, pues el juez restituye al niño a la familia Cappadora y George Karras entiende que debe ser así; su lugar en la historia es fundamental, porque todo gira en relación a su “buena fe” e, interpelado de distintas formas, responde siempre de un modo apropiadamente moral y legal.
El juez restituye al niño con los Cappadora. Pero las cosas no marchan, Sam no se adapta, no recuerda, en principio, absolutamente nada de su pasado con Path y Beth.
Segunda referencia al título:
En verdad, Beth piensa que su bebé, su Ben, había tenido razón:
Había un lado profundo del mar, Ben había ido allí, y no había vuelto. Nunca podrían ir allí con él o saber lo que había experimentado, o de verdad entender lo que le habían hecho. Sólo podían saber el resultado.
Ben había salido de las olas como una Venus robusta saltando de la espuma, crecido, transformado. Había salido como Sam Karras, un chico adorable que cualquier padre habría estado orgulloso de criar; pero no lo habían criado Beth y Path. Sam era un sedimento completo de creencias e impresiones acumuladas que no tenían nada que ver con los Cappadora. [4]
Si Ben había tenido razón eso se debe a que para Beth se trata ahora del borrado de huellas, el mismo que atemorizaba al niño en la playa. Ella buscaba infructuosamente conectivas con aquellas marcas, y sólo lograba generar en Sam un efecto contrario, que afianzaba su posición refractaria y desconfiada.
Por ejemplo, ocurrió que luego de un oficio religioso dispuesto en la iglesia de la comunidad para celebrar el reencuentro del niño con los Cappadora (con presencia de medios periodísticos, fisgones, familiares y vecinos), Sam se quejó; dijo que sólo querían exhibirlo. Más tarde, todos los presentes fueron invitados a un almuerzo en el impresionante restaurante de la familia. Allí, la orquesta estable del lugar ensayó una tarantela para levantar el ánimo, y hacer bailar a Sam a fin de que se integrara en el festejo, pero él dijo que sólo sabía bailar sertu [5] La familia preguntó entonces al director de la orquesta si podían tocar “eso” y arrancaron con algo que para ellos se parecía: “Nunca en domingo”. A Sam le alcanzó, sin embargo, para enseñarles cómo bailarlo. Parecía que cuanto más se insistía en la forma de ser de la familia, más y más era reenviado a ser Sam Karras.
El niño tenía tres años cuando desapareció y doce en el momento de su reencuentro con los Cappadora. Durante esos nueve años –a pesar de una obsesiva búsqueda policial– el estatuto de “desaparecido” era el instaurado, en principio, por sus padres, pero no por él. Sobre todo porque Beth especialmente, en un intento desesperado por “duelar” la situación, había sostenido la idea de que el niño estaba muerto, de modo que se quedó esperando la aparición del cuerpo del niño, y no soportaba que se le dijera que podría estar vivo–. Cuando Sam apareció en su vida nuevamente y ella intentó –aparentemente en vano– hacerle recordar cosas de su pasado como Ben Cappadora, el lector tiene la impresión de que algo de esa muerte ha tenido lugar.
La tristeza evidente de Sam era adjudicada por Path a problemas de identidad. La madre, en cambio, la percibía de otro modo:
_ – No es eso, ¿Crees que tiene alguna confusión acerca de su identidad? Yo no. Sabe con exactitud quién es. (...) ¿Recuerdas cuando leíamos sobre esos casos en que los padres biológicos querían que les devolvieran al bebé después de que los padres adoptivos habían tenido al hijo durante dos o tres años? ¿Y siempre decías que si tú fueras el juez, decidirías lo que fuera mejor para el chico? Siempre decías que era hacerle una cosa terrible al chico.
– Esto es diferente.
– El efecto es el mismo. Paddy, George es el padre de Sam.
–(...) Pero, ¿que sugieres, exactamente? ¿Que le devolvamos a Sam a la gente que lo robó cuando era un bebé? ¿Estás loca, Beth? ¿Puedes imaginarte lo que pensaría la gente?
–No me importa lo que piense la gente, me importa Sam. (...) No estaba pensando en entregarlo del todo. Muchas familias, cuando hay un divorcio o algo así, comparten la tenencia. Sólo vivimos a dos cuadras de distancia. Podría tener dos familias. [6]
La idea había comenzado a afianzarse en la mujer, tras un encuentro con la asistente social asignada. Ella les había dicho que las cosas serían más claras, si bien mucho más dolorosas, si Sam hubiera crecido con abusadores sexuales o delincuentes. Que entonces, por lo menos podría ver a sus padres biológicos como héroes de cuento de hadas. En cambio, dijo con tristeza: “Detesto admitirlo, pero es probable que sienta que ustedes fueron los que lo robaron de brazos de su papá”.
Y si Beth alguna vez lo había dudado, en ese instante supo que no iba a haber responsabilidad compartida por las consecuencias de lo que alguna vez ocurriera con Sam. A pesar de que Path no la odiaba, seguiría siendo incapaz de decirle a su familia: “Lo hablamos. Decidimos que Sam es demasiado infeliz así. Decidimos que era lo mejor que podíamos hacer”. No habría ningún “nosotros”. Path no le sería desleal, pero quedaría bien claro que había seguido una elección tomada por Beth.
Y ahora ella tendría que decidir.
Un arreglo de tenencia compartida. Ésa será la elección de Beth.
Devolver a Sam había sido un procedimiento decoroso; sólo George había llorado.
Se reunieron con la asistente social y luego hubo una breve audiencia en el tribunal de paz. El juez le preguntó a cada uno de ellos, Sam incluido, que se hallaba sentado rígido en su silla, si era una decisión tomada libremente. Beth fue quien habló primero.
Con mucha tristeza –dijo– . Pero sí, libremente.
¿Y el Sr. Cappadora?
Hubo un largo intervalo de silencio asesino y entonces Path dijo:
–Sí.
(...) Cuando le preguntaron respecto de su acuerdo, George sólo pudo asentir en silencio. El juez entonces pidió hablar con Samuel Karras Cappadora a solas y salió, quince minutos más tarde, con los ojos enrojecidos, las manos hacia arriba. No habría un acuerdo formal de tenencia en este caso. [7]
Todavía no estaba resuelta la condición mental de Cecil –apropiadora de Ben– y el juez había decidido seguir a Sam en la transición que implicaría unos tres meses. Se le permitirían visitas semanales, sin supervisión, a sus padres naturales.
El círculo de familiares y amistades de los Cappadora no entendió lo que sucedió, de modo que Beth era el centro de esta situación. Había algo que ella no podía explicar, era la imagen que mantenía en su mente durante todas las formalidades del retorno. La sostenía. No podía describírsela a nadie; era como tratar de describirle el amarillo a un niño ciego de nacimiento. Esa imagen había quedado como resto de aquel intento de ubicar marcas para Ben, para eso había recurrido a un viejo baúl de cedro en la casa, que contenía recuerdos de los niños y deliberadamente eligió pertenencias de su bebé Ben, buscando algún efecto, algún recuerdo familiar para Sam. Familiar es aquí estrictamente filiatorio. Un elemento que restituyera las marcas de Ben Cappadora, pero no había nada todavía, en esos pequeños objetos para él:
Beth sólo podía aferrarse a la certidumbre de que había sabido, cuando Sam levantó los ojos hacia ella después de inspeccionar sus ropas de bebé, que ella y Path sólo habían cuidado el cuerpo físico de Sam. [8]
Beth necesitaba un sesgo en Ben que la convierta en su madre, buscó en sus ojos y sólo encontró la ceguera de la situación, no había para ella esa luz de la mirada:
Se había sentido como nunca había podido sentirse Cecil y tal vez como nunca se hubiera sentido: perdida en la triste clausura de su mente confusa, como una secuestradora, reteniendo a un niño contra su voluntad. [9]
Esa búsqueda sin objeto es la que decide la situación para devolver a Sam. Más allá de la restitución legal, no hubo restitución simbólica de Ben Cappadora, sino una forma de apremio legal a Sam Karras. Tras nueve años se había hecho justicia con la familia Cappadora –eso no estaba en discusión– pero a ella no le alcanzaba.
II
Parentalidad y filiación
“Somos hijos del lenguaje”
J. Lacan S. IXX. (...Ou pire)
El niño había sido robado, pero no se podía restituir el objeto niño sin algunas consideraciones sobre lo que advino en su lugar. Sam Karras, está claro, no era el niño robado a los Cappadora. En sentido estricto, se puede decir que tuvo lugar una restitución legal; pero eso no necesariamente se produjo en lo simbólico. En la historia, sólo la madre natural del niño soporta la verdad de la situación, los demás se hacen cargo –por decirlo así– de lo real de la misma. Real porque no es simbolizable, digerible a partir del imaginario propuesto: es cierto que Ben volvió pero no es verdad que sea Ben, por eso lo que se “devuelve” es a Sam y no a Ben. Sin embargo esto último iba a ser propicio para la apertura de un espacio central para él, en el que podría responder a la situación. Desresponsabilizar a Sam era sostenerlo en el lugar de objeto como si fuera una maleta (robada de un carrito de equipaje) o como un automóvil robado al que le han cambiado el dominio. El auto o la maleta siguen siendo lo mismo adulterado o no, el cambio de dominio no lo convierte en otro objeto, es periciable. En el caso del sujeto parlante las cosas son un poco más complicadas. Ésa es la queja de Sam: ubicado como objeto de restitución no tiene lugar más allá de lo particular de la situación.
Robar niños es un delito y debe ser tratado en su esfera conveniente; pero no hay que confundirse, es algo más que eso. Es un crimen filiatorio, que victimiza en más de un sentido a su objeto. Sólo se pueden robar objetos, a las personas se las secuestra se las priva de la libertad pero no se las puede robar en su posición de sujeto. Si robar es quedarse con el objeto de otro, en el caso del objeto niño se trata de lo que le roban al padre. Es crimen filiatorio el agravante, pues esos lazos filiatorios, condicionan de un modo particular la futura posición subjetiva del objeto niño. Puesto que no hay sujeto en el origen, la condición particular de la filiación es en principio arbitraria, si es pensada de un modo general de la constitución del sujeto. Pero es una condición lógicamente necesaria. Por eso el robo de niños puede convertirse directamente en un crimen de filiación. Es lo que parece afectar a Beth Cappadora. Al despojarla del niño, la serie filiatoria queda malograda. La ley jurídica resultaba insuficiente para poner en funcionamiento las leyes parentales. (Lo jurídico puede fallar sobre la restitución del objeto pero no necesariamente acerca de las leyes del parentesco que funcionan al modo de la suscripción).
Lo que permanece velado a la luz de la importancia de las leyes de reconocimiento filiatorio, de las disputas por la atribución de paternidad cuando está sospechada, del robo en el crimen filiatorio, es que el niño, y en términos generales su vida, pertenece a alguien. Es un “objeto” que pertenece a alguien a quien debe obediencia. La filiación es en cierto sentido un postulado sobre la pertenencia del objeto niño. Ya sea porque se lo quiere o no se lo quiere reconocer en filiación. El concepto de filiación ha consistido en querer o no querer a-filiar a un niño como propio. De modo que a-filiar no necesariamente implica parentalidad. La parentalidad es la emisión subjetiva sobre el fondo particular que promueve un universo discursivo previo de la filiación que el niño recibe. La emisión subjetiva destotaliza al objeto niño para parir a un sujeto parlante; eso es parentalidad, pero necesita de una condición filiatoria particular.
Hemos ubicado algunas escenas del film en donde se puede reconocer el procedimiento general por el que la filiación y no la parentalidad es interrogada. Mientras la filiación brega por la tarantela, la parentalidad se dirige al sertú.
El objeto niño, necesariamente objeto desde distintas perspectivas –como producción del deseo de los padres, como objeto natural de la cópula o artificial de la manipulación genética y aun de la clonación, etcétera– es el único objeto que admite la posibilidad subjetiva con la sola condición del lenguaje. Una condición que no tiene dueño ya que sólo tiene “dueño” el objeto. La condición del lenguaje es lo que hace al discurso filiatorio situacional, que enlaza el “eres mi hijo” al “soy hijo de” a expensas de una ley que nos interesa especialmente. Ley simbólica que se recorta de ese discurso filiatorio. Se tratará entonces de cómo el niño en posición de sujeto recorta esa ley; esa ley simbólica que se recorta del discurso filiatorio es la emisión del sujeto de la parentalidad. Los diagnósticos presuntivos desfallecen inexorablemente en este punto, porque el niño suele ser pensado sólo como el objeto que recibe las marcas del Otro y de otros; es decir, sólo de lo filiatorio. En cambio, una vez sujetado al lenguaje –del que en verdad somos “hijos”– dependerá de cómo recorte y constituya esas marcas; es de esto que será responsable, de su posición de sujeto. Una vez interpelado, responde, aunque se lo quiera ubicar forzosamente como objeto. Precisamente porque los objetos no son responsables, cuando de los objetos se trata, sólo se espera respuesta del propietario legal; eso, sin dudas, se dirime con un juicio en el terreno del derecho. Pero esto no debe conducirnos a confundirlo con otro juicio que se produce en el campo subjetivo y que siempre debe ser crítico: la parentalidad está del lado del hijo y depende de su posición de sujeto. De esto se es siempre responsable.
Estamos diciendo que la función de la filiación consiste en la adopción de un pupilo (diminutivo de puppus, niño, huérfano al que hay de darle de comer) al que hay que alimentar de distintas formas, convertirlo en el niño de los ojos. Ese pupilaje funda la posibilidad de la mirada, pero la mirada le pertenecerá, indefectiblemente será él quien mire como hijo. Sólo es un huésped de esos ojos, entonces la filiación da lugar a la parentalidad. La parentalidad es lo que restituye la filiación y no al revés.
Filiar es en sentido estricto afiliar, ahijar. Tal es la fuerza de una operación que equivale al lazo sanguíneo en el sentido de la prolongación, que resulta por ejemplo de la clásica alocución: “sangre de mi sangre”. Esta vía de la pasión podría no ser tal sin la adopción (recíproca) que implica la parentalidad, pues el acto de adoptar pertenece al campo del deseo. Un niño “de la sangre” es tan huérfano como cualquier otro sin esa adopción. Al niño se lo nombra y se lo afilia, se lo anota con un apellido. Luego él tendrá que vérselas con eso, apropiarse de un nombre que nunca es propio en el origen.
Adoptar es justamente apropiarse de ese objeto niño y brindar esa posibilidad de la repuesta de parentalidad, pero es una consecuencia de la adopción en el marco de la legalidad simbólica del deseo. Es una operación intersubjetiva que tiene dos caras, filiación y parentalidad, esta “adopción” no es un paso suprimible para afiliar a un pupilo. Sin embargo, eso es lo que hace un apropiador a secas.
III
“Por esos ojos”
Trilogía de la dictadura: Secuestro, desaparición de personas y robo de niños
El caso de la niña Mariana Zaffaroni, robada por un integrante de la SIDE [10] tras el secuestro y “desaparición” de sus padres es dramático. No sólo el robo de la niña en el sentido de atentado y crimen filiatorio al que nos hemos referido sino que, además, el crimen impune de los padres agrava a la situación. El documental “Por esos ojos [11] es el testimonio de los esfuerzos realizados por Maria E. Gatti de Islas para reencontrar a su única nieta Mariana Zaffaroni, hija de Jorge Zaffaroni y María Islas. El derrotero de la abuela no podría haber sido peor. La niña fue secuestrada junto con sus progenitores cuando tenía 18 meses el 27/09/76. Desde entonces la abuela buscaba desesperadamente aquellos ojos celestes enormes. La búsqueda fue emblemática para los familiares de desaparecidos. Aquellos ojos estaban siempre presentes en los carteles y afiches, en las marchas por los desaparecidos.
Mariana fue ubicada finalmente dieciséis años después como Daniela Romina Furci [12] y un fallo del Juez Federal Roberto Marquevich, le restituyó su verdadera identidad. Sin embargo, ella rechazó toda información de su corta vida como Mariana, y aun cualquier contacto con sus familiares biológicos. El día de la restitución la abuela comprendió que aquella mirada robada no retornaría: “Esta adolescente de casi 17 años, no era Mariana”.
Marquevich declara en el documental, que le informó entonces a “Daniela” que era su deber ponerla al tanto de lo sucedido, le mostró una buena cantidad de fotos familiares y señaló que la única foto que –aparentemente– impactó a la muchacha fue una de su madre embarazada. Finalmente Marquevich dejó en sus manos decidir sobre su futuro: Siguió haciéndose llamar Daniela y decidió mantenerse alejada de sus familiares Zaffaroni-Islas, que vivían en Uruguay.
Por otra parte, la causa continuó. El matrimonio Miguel Angel Furci - Adriana González de Furci fue procesado y condenado a siete y cuatro años de prisión respectivamente “por apropiación de una menor, sustitución de su identidad y falsificación de documento público”. Al menos había sido penalizado el robo.
Un año después, en marzo de 1993, la adolescente solicitó al Presidente Menem, el indulto de sus “padres adoptivos”, el cual fue concedido: Furci el asesino de sus padres biológicos quedó en libertad. Pero no fue lo único que solicitó Mariana. Si en principio rechazó la restitución de su identidad original, algo hizo que cambiara de posición. Con la identidad legal de Mariana Zaffaroni cobró el subsidio como hija de desaparecidos y enseguida comenzó a reclamarle a Marquevich la restitución de su identidad “adoptiva”. La respuesta del juez fue negativa: el subsidio había sido cobrado con su identidad legal –que ahora había aceptado– y no había vuelta atrás. Tanto en la Universidad en la que estaba estudiando como para cualquier otro trámite tenía la obligación de acreditarse como Mariana Zaffaroni aunque prefería que la llamen Daniela. Mientras tanto, siguió insistiendo, presionando e insultando al juez a quien, según declara éste en un semanario, asediaba telefónicamente para que le devolviera “su identidad”. Aunque se diga por derecho que es Mariana Zaffaroni quien vuelve, ¿de qué restitución se trataría? ¿Del objeto robado?
En el caso de Mariana la restitución legal de identidad cumplió la más importante función que pueda señalarse, la de conseguir una cuña facilitadora de su interpelación a través del proceso y más allá de este alguna sanción sobre los apropiadores. Ella no podía dejar de responder a esa interpelación objetiva personificada en la figura de un juez, a la que respondió como pudo.
Justamente: ¿Habría que desentenderse de la posición adoptada al cobrar el subsidio como hija de desaparecidos, para embolsar el dinero, y luego exigirle al juez la restitución de la identidad de su apropiador? Concluir rápidamente que tal actitud es consecuencia del crimen del secuestrador Furci para con la niña, resulta facilista y unidireccional. Dejar las cosas en este punto implicaría pensarla a ella sólo como su mera prolongación, y una vez más como su objeto, es decir desresponsabilizarla. Lo de Furci no admite discusión, es culpable por lo que ha hecho y la pena ha sido pasar por esa responsabilidad jurídica. [13]
(Estar penado es sentir la fuerza de una pena, castigo que se recibe aunque no se experimente el sentimiento de pena, es como si esto último pudiera ser exigido de algún modo en el proceso jurídico).
Es necesario detenerse en Daniela, porque es ella quien responde –una vez advertida de su situación–. Es capaz de responder saliendo de la posición de objeto. Ella responde que es Furci, que es “de” Furci. Y esto no minimiza en absoluto el protagonismo criminal de Furci padre. Victimizarla en relación a Furci, sería intentar ubicarla nuevamente en posición de objeto y ya no está allí, eso está claro.
Ahora se trata de ella y de qué hace con su historia, más allá de la lucha desarrollada sobre el campo de su filiación. Aún prefiere que la llamen Daniela. Tiene 27 años y ha tenido una niña, tal vez su maternidad la posicione de otro modo. ¿Quien podría asegurarlo? [14].
El objeto niño es una construcción particular alimentada a expensas de un discurso amo. ¿No dependemos acaso de esa tiranía que nos llama Fulanito o Menganito y que propone un universo discursivo que resulta tan fundamental como previo de la singularidad subjetiva?
¿Mariana o Daniela? ¿Ben o Sam?
Los nombres del padre y los padres del nombre. La nominación.
La condición es que preexista ese particular que llega con el lenguaje.
Luego el circuito de la responsabilidad hará su trabajo cada vez que la interpelación exija respuesta, entre ellas está la singularidad, el efecto sujeto. El presupuesto lógico permite suponer ese efecto justamente donde estaba el objeto-del-deseo. Este aparente punto de arribo teórico es en verdad (partición), la constitución del sujeto. De la historia de un sujeto.
Hemos tomado dos situaciones en complejidad, en donde el efecto de la restitución legal no es ad hoc ni tampoco maravilloso, en el sentido de lo efectivamente logrado. Fue necesario discernir (como si fuera posible) el dolor de la situación “roban a un padre” de las vicisitudes de lo que puede restituirse. La pretensión es sobre el objeto robado, a veces es posible la restitución y entonces se trató sólo de un atentado filiatorio. Cuando el atentado se cristaliza en una operación irreversible se trata de un crimen filiatorio; el crimen filiatorio es irreparable. Cuando eso sucede, ¿en dónde se soportaría la parentalidad de esa filiación?
Hay un término que viene de lo jurídico y es muy caro al problema filiatorio: el parricidio. Es el primer término que se puede ubicar en el orden de lo criminalizado. Esquilo le hace lugar en La Orestíada: Clitemnestra mata a Agamenón –su marido-. Orestes hijo de ambos mata a Clitemnestra. El juicio tendrá lugar en Delfos y es la primera causa por sangre derramada. Las Erinias esas viejas deidades dedicadas a los crímenes de sangre, piden la cabeza de Orestes. Su defensor –nada menos que Apolo, en una estrategia que funda la apolo-gía del delito– sostendrá aproximadamente lo siguiente: Orestes no es un “matricida” porque Clitemnestra es una parricida. No es que ésta ha matado a un hombre, y entonces es “homicida”; o a su cónyuge, y conyugicida. El problema aquí es que “mató a un padre”. Orestes es sobreseído y el templo de Apolo en Delfos adquiere el carácter institucional de la filiación patriarcal. ¿Cual es la diferencia de que sea simplemente una homicida a ser imputada de parricida? El crimen de filiación implica siempre parricidio; para el modelo subjetivo griego arcaico la consanguinidad no es del mismo rh [15] que cualquier otra sangre.
El orden jurídico que implica la filiación y sus consecuencias subjetivas hacen que, a la distancia, Pierre Legendre, con un mayor grado de complejidad, trate de “situar el parricidio como un atentado contra el orden de filiación es decir, contra el arreglo institucional que hace de alguien el hijo o la hija de sus dos padres, padre y madre. Comprender esto no es fácil puesto que hay que captar por qué el homicidio del uno o de la otra, y con mayor razón el de un hijo, puede ser lógicamente calificado de homicidio del padre” [16] Esta complejidad otorgada al atentado filiatorio hace que Legendre prefiera reemplazar la forma brutal de interpelación ¿qué es un padre? –como ilustración fundamental de lo puramente institucional– con esta otra: ¿qué es un hijo?
Lo toma como principio pedagógico: “Sólo nacen hijos. O dicho de otro modo: un padre es un hijo que hace oficio de padre; cuando esto se invierte, los hijos encuentran imposible el oficio de padre. En suma, el oficio de padre está sobre impuesto en la condición de hijo.” [17]
Volvamos al llano de la situación. 1) Furci es un criminal que sólo ha sido procesado por el robo de una niña y no por el asesinato de los padres. Su responsabilidad jurídica y moral es indiscutida. 2) Esto no podría haber sido sin consecuencias para la niña robada Mariana Zaffaroni. 3) Roban a un padre es el nombre que intenta comenzar a describir el alcance de estas consecuencias en el campo de la subjetividad, no la roban en su condición de “hija”, en principio es un preciado objeto-niño-botín de la situación, es lo robado a un padre, entendiendo la palabra “padre” como una línea genealógica-simbólica de filiación. Su indefensión subjetiva como Daniela Furci es inobjetable; quien la robó la afilió como de su propiedad. 4) Es confrontada con un proceso que podría alguna vez constituirse en un “proceso de verdad”. 5) El proceso de restitución jurídica de la identidad al que fue sometida, tampoco puede ser pensado como sin consecuencias subjetivas. Puede no querer ver, pero es responsable de cerrar sus ojos. Furci es su “parricida” ya no sólo en la línea criminal –responsabilidad jurídica- por el asesinato de una pareja (y tantos otros). Para ella se trata ahora de ¿qué hacer con el atentado filiatorio? Con esto estamos complejizando aún más el alcance teórico del “acto parricida”. Es parricida para su filiación de marras. [18] 6) La intención y la decisión de sostener su filiación fraudulenta apelando a la expresión identidad adoptiva” por parte de “Daniela”, equivale a la pretensión de legalizar la apropiación de un auto robado ya periciado como tal. 7) Que se nombre “Daniela Furci” es lo que hace que el crimen notarial de Furci deje de ser sólo un atentado filiatorio para convertirse en un crimen filiatorio decididamente parricida en los términos que hemos propuesto. De esto es responsable “Daniela” y no de la serie criminal de Furci [19]
En cuanto a Sam, podríamos hablar de atentado filiatorio. Inserto en sus tiempos lógicos debe hacer su jugada. Lo instantáneo lo arrojó a una situación dilemática: “No eres Sam, sino Ben”. La extensión y presión del tiempo para comprender no implicaba necesariamente un tiempo para concluir. La filiación –esos lazos– no son pret à porter. Necesitaba el espacio para responder y ese espacio llega por él y por otros. Beth con su decisión, George Karras con su posición, le ayudaron a decidir (con sus respectivas renuncias al mero estatuto de propiedad “legal” de su persona).
Finalmente el efecto singular de parentalidad responde a la interpelación filiatoria –y su dilema– de la mano de un recuerdo, que mucho tiene que ver con su hermano Vincent y que aconteció efectivamente momentos antes del robo del niño:
Cuando estaba en tu casa, Beth me mostró ese baúl. (...) Sacó todas esas ropas de bebé que decía que eran mías. Y me mostró unas frazadas y esas cosas. Unas fotos.
–¿Y? ¿Y?
–Y no me acordaba nada de eso (...) pero recordé el olor del baúl de cedro. De estar adentro. ¿...Hubo una vez en que me metí en el baúl grande? ¿De veras ocurrió?
–Realmente ocurrió, Dejaste caer la tapa y se trabó...
–...Y al final viniste y abriste la tapa del baúl...
–Y ahí estabas. Justo ahí. No estabas asustado ni nada. Sólo te levantaste y saliste.
–Eso es lo que recordaba.
–¿Qué?
–Que no estaba asustado, porque sabía que ibas a venir y me ibas a encontrar. [20]
Texto publicado originalmente en Aesthethika, Revista internacional de estudio e investigación interdisciplinaria sobre subjetividad, política y arte, Vol 4, N°1, Junio 2008, pp. 11-25.