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Volumen 9
Número 2

Abril 2014 - Agosto 2014
Publicación: Abril 2014
Número Especial:
Ignacio Lewkowicz y Cristina Corea
Escritos sobre cine,
publicidad, ética y política


[pp. 13-15]

Un neoyorquino en Budapest

Comentario del film Extraños en el Paraíso (Jim Jarmush, 1984)
Ignacio Lewkowicz

Bela Molnar parece haber llegado hace diez años de Budapest. Salvo una esporádica y fastidiosa relación telefónica con tía Lotte, que vive en Cleveland, las huellas de procedencia húngara de Bela parecen haber quedado atrás, borradas y triunfalmente olvidadas. Parece haberse impuesto un riguroso modo de vida neoyorquino.

Se ha comprado un sombrero similar al de su socio Eddie, hasta parecérsele insidiosamente. Se ha acostumbrado gustoso a la comida rápida, en bandejas preparadas, aptas para ver TV. Ha aprendido a vivir con pocos dólares, obtenidos con dotes rudimentarias de tahúr. Ha aprendido con aparente devoción no el inglés sino la jerga neoyorquina. Ha cumplido el sueño de llegar sin historia a un nuevo lugar para emprender una aventura completamente nueva; parece haber entrado sin resto en un mundo nuevo. Ha decidido no hablar húngaro, ni tan siquiera las pocas veces en que tía Lotte se comunica por teléfono.

Ya no se llama Bela sino Wíllie. Parece un americano; y por eso es un americano. La adopción práctica de las modalidades neoyorquinas borra las marcas de origen y las sustituye por otras nuevas sin reflexión ni comentario.

Tampoco aparece reflexión por parte del director. La enunciación fílmica es estrictamente narrativa: sin comentarios. Las cosas son como pasan por la cámara, cuando la cámara pasa por las cosas. No hay angustia en la filmación; no hay subjetividad que apresure al espectador a tomar partido o a interpretar desde algún punto de vista. Así, el film desmoraliza el relato. Aparece una mujer, que no es cualquiera. Es Eva Molnar, su ignota prima de Budapest, que ha emprendido a su vez el sueño americano. Para lograrlo, como corresponde, deberá aprovechar al comienzo los puentes de sus compatriotas en tierras extrañas. Willie es casualmente el primer anfitrión. Esa mujer no es cualquiera no sólo por ser una prima: ante todo es una paisana, el recuerdo incómodo de una marca trabajosamente borrada. Quizá traiga una noticia de Budapest, un signo, un alerta. Nada se pregunta. Quizá el signo sea el avión inicial, del que desembarca Eva; pero no: parece irse irremediablemente.
El rumbo de Eva está en Cleveland, junto al húngaro de tía Lotte. El de Willie en Nueva York, capital del cosmopolitismo. La narración no aclara la época en que esto ocurre. La información contextual tiende a cero. Las imágenes resultan temporalmente abstractas. El teléfono es antiguo, pero ¿cuánto?; se escucha algo como Creedence, pero suena muy raro. La TV parece blanco y negro, pero quizá sólo porque es el tono del film.

La narración no necesita aclarar fechas porque no es información que cuente. Poco importa la cronología para el hecho general y abstracto: un inmigrante en una nueva metrópoli, un budapestino en Nueva York –en cualquiera de los años de la Unión.
¿Qué es ser húngaro en Nueva York? El relato no colabora para aclararlo en los enunciados. Los personajes no piden sentido para sus actos –pues sus actos son el sentido. Es una tradición de la literatura norteamericana. Los actos hablan; los personajes no. De ahí deriva el tipo de relación que establecen entre ellos: conexión sin comunicación.

¿Qué es un nombre de origen? ¿Qué es un lugar de origen? ¿Qué significa húngaro? Una marca real, una diferencia sin concepto, una diferencia significativa que no lleva consigo la significación: un problema. ¿Qué hacer con esa diferencia de la que nada se sabe, salvo que diferencia? Es posible borrarla. Un nombre y una lengua son menos visibles que la piel del negro o la circuncisión del judío. En América su eliminación parece posible. Dos posibilidades ofrece la estrategia asimilatoria. Para integrarse a la gran nación, el húngaro podrá dejar de serlo y ser meramente yankee; también para integrarse, podrá segregarse –podrá formar parte de la comunidad húngara americana. Dos posibilidades ante el desembarco: la asimilación y el ghetto. Todo o nada. Las marcas se borran porque nada de por sí significan; las marcas se aceptan porque llevan consigo un sentido al que habrá que plegarse en relación de identidad.

En la estrategia general de asimilación, las marcas y sus sentidos van juntos. Para afirmar unas, se aceptan los otros; para negarlos, se las negará también. La ideología de los lazos establecidos determina que las marcas constituyen otras tantas determinaciones.

Determinan imaginariamente lo que un individuo es y debe ser. Parece no haber chance alguna de apropiación y significación singular de las marcas. No hay chance de tomarlas como condiciones. No hay chance de que un húngaro sea lo que él haga con las marcas que lo han constituido. Las ideologías prefieren tomar las marcas como signos cuyo significado viene ya sellado. Las singularidades se producirán cuando el signo se abra.

Bela se ha sumado a la creencia general. Para sustraerse al sentido, ha borrado las marcas: es Willie. Pero ha llegado Eva –sin mensaje alguno, pues quizá ella misma lo sea. Sin que Willie parezca registrarlo, su vida americana se desordena. En un primer sentido, se vuelve más americana aún. Willie toma decisiones libres, al azar y capricho. ¿Un destino lo espera en Budapest? ¿Cómo podría ser, si sus decisiones libres afianzan su ser americano? Como en la tragedia ática, el destino se impone no a pesar sino a través de las libres decisiones del sujeto. Alguien notó que destino y sentido tienen las mismas letras. El destino es un sentido desordenado.

La acción resuelve los problemas que la reflexión no ha formulado. Willie ha decidido iniciar a Eva en la vía asimilatoria. Ha decidido hacerse luego a la ruta. Ha decidido visitar con Eddie a su prima en las nieves de Cleveland. Tres yankees en la ruta: el destino feliz (el paraíso) está en el otro extremo, esperando. Pero algo ha de suceder. No hay sueño americano sin ruta y no hay destino americano sin moteles. Una larga cadena de moteles y gasolineras constituye la serie de sitios de decisión subjetiva. El cálido paraíso con palmeras espera en Florida. El destino, más extraño aún que ese vacilante paraíso, espera también en Florida. El paraíso es extraño: un juego en el que se gana y se pierde, pero se permanece en el juego. Todo es reversible.

¿Todo? El destino es más extraño. Eva decide ir a Europa. Entiéndase bien: no volver a Hungría sino ir a Europa. Abandona a Willie y Eddie con una pequeña esquela, una pequeña nota en húngaro. Parece simple, un mero aviso; pero da lugar al equívoco. No hay tragedia sin oráculo mal interpretado. Sin decisión ni plan, Eva queda en el motel esperando el próximo avión a Europa. Eddie persevera: regresa al auto y la ruta. Willie –quizá ya Bela– se embarca en un avión, quizá el mismo que ha traído a Eva, rumbo a Budapest.

¿Qué coño vas a hacer en Budapest?, había preguntado Eddie. Eso es lo que yo llamo preguntar.



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