Con matices que oscilan entre lo dramático y lo cómico, el film El Concierto (Radu Mihaileanu, 2009) narra una historia que se remonta a una Moscú contemporánea, donde Andrei Filipov (Alexei Guskov), quien en los años setenta había sido el emblemático director de la Orquesta del Teatro Bolshoi, ahora pasa sus días realizando tareas de limpieza en los salones del famoso teatro ruso. Treinta años atrás, cuando Filipov se encontraba en plena época de gloria en su carrera como director, el gobierno de Leonid Brezhnev decidió destituirlo de su cargo, en represalia por haberse negado a desprenderse de los músicos judíos que integraban su orquesta. Un día, mientras realizaba las tareas de limpieza cotidianas en el despacho del nuevo director del Bolshoi, se encuentra con un fax dirigido a las autoridades del teatro. Se trataba de una carta del Teatro de Châtelet, de París, invitando a la orquesta oficial del Bolshoi a dar un concierto en la capital francesa. Al frustrado director se le ocurre volver a reunir su antigua orquesta, contactándose con sus integrantes, y procurar viajar a París haciéndose pasar por la orquesta oficial.
Filipov opta por interpretar el Concierto para violín y orquesta en Re mayor (Op. 35) de Tchaikovsky –la misma obra que estaba ejecutando el día en que lo despidieron de sus funciones Elige como primera violinista a Anne-Marie Jaquet (Mélanie Laurent), quien, pese a las presiones ejercidas por Guylène (Miou-Miou) -su representante- para que no accediera a dicha propuesta, opta por participar.
Unos días antes del concierto, la violinista y el director se reúnen a cenar. En este encuentro, Anne-Marie le comenta a Filipov que nunca conoció a sus padres y que desde pequeña busca encontrar su mirada en todas partes. Dice: “Cuando toco, lo que me gustaría alcanzar es su mirada. Un segundo, sólo un segundo”. Guylène, quien además de ser su representante era la mujer que se había encargado de su crianza, le había contado que sus padres, dos científicos de renombre, habían fallecido en un accidente de avión cuando ella era bebé.. Anne-Marie interroga al director respecto a por qué la había elegido como ejecutora del violín solista en el Concierto de Tchaikovski. Frente a dicha pregunta, Filipov responde contándole que cuando él dirigía el Bolshoi, el primer violín estaba a cargo de Lea Strum, quien lo ejecutaba con extraordinaria agudeza y perfección, convirtiéndose además, junto con su marido Yitzhak, en tres grandes amigos de la música. El director continúa relatando que en el año 1980 el líder soviético Leonid Brezhnev, quien presidió a la unión soviética durante dieciocho años (1964 a 1982), decidió expulsar a los músicos judíos que integraban la orquesta. Inmediatamente decidieron con Lea, quien era judía, tocar el Concierto de Tchaikovski. El día de la ejecución del concierto, a sala repleta en el Teatro Bolshoi, cuenta Filipov que “Lea, sublime, con su violín mágico, nos llevó a mí y a la orquesta al cielo, muy alto. Nosotros volamos. Nosotros y el público, juntos, volamos hacia una armonía definitiva”. Pero el concierto fue interrumpido por orden de Brezhnev. Filipov fue destituido como director y todos los músicos judíos (entre ellos Lea) fueron despedidos. Luego de dicho relato, Anne-Marie le pregunta: “¿Acaso quiere que yo sustituya a Lea? No me quería a mí. Yo no soy Lea, y no alcanzaremos juntos la ‘armonía definitiva’. Es imposible que el pasado vuelva”.
Este relato de Filipov, en respuesta de la -aparentemente- sencilla pregunta de Anne-Marie respecto a por qué la había elegido como primera violinista, despertó cierto enojo en la joven, a raíz del cual decidió retirar su participación en el concierto. A partir de dicha situación, Sacha (Dimitri Nazarov), integrante de la orquesta y cercano amigo de Filipov, se acerca a Anne-Marie disculpándose por lo sucedido con el director e invitándola nuevamente a que participara en la orquesta. La virtuosa violinista, con cierto fastidio, le responde aduciendo que “Un concierto no es una sesión de psicoterapia. Filipov está enfermo, me pide que sea otra persona”. Sacha, casi sin premeditarlo, lanza la siguiente pregunta: “¿Y si el final del concierto usted encontrara a sus padres?”. Frente a tan inesperado interrogante, Anne-Marie queda desconcertada, mientras que Guylène, quien conocía toda la historia, lo invita a retirarse tras lanzarle una mirada amenazante. Anne-Marie lo detiene y le pide que se explique. Sacha, algo nervioso, agrega: “A veces la música nos enseña a crecer, nos da respuestas. Usted me pide palabras, pero las palabras son traicioneras, sucias. Sólo la música es aún hermosa. Pero sucede que a veces la música no quiere salir de nosotros”.
Anticipándose a la sospecha de que el develamiento de la verdad filiatoria de Anne-Marie era inminente, Guylène decide huir, dejándole a la joven una carta en la que reafirma las insinuaciones de Sacha respecto al encuentro con sus padres al final del concierto, y en la que se disculpa por haberle mentido durante tantos años. Le dice además que junto con la carta le dejó una partitura del Concierto de Tchaikovski perteneciente a Lea Strum, con arreglos para violín escritos por la antigua violinista del Bolshoi.
El film se despide con la ejecución del Concierto de Tchaikovski. Los viejos músicos del Bolshoi, luego de un comienzo desafinado y algo oxidado, comienzan a atemperarse a partir de la primera entrada del violín de Anne-Marie. Es a partir de dicha entrada que la armonía empieza a fluir y los rostros -tanto de los músicos como de los espectadores- comienzan a relajarse.
Mientras suena el concierto, se oye la voz de Filipov leyendo una carta en la que le cuenta a Anne-Marie la verdad de la historia. Alli le expresa que luego de aquel interrumpido concierto, Lea y su marido fueron secuestrados y deportados a Siberia por la milicia soviética, donde murieron de hambre y frío poco tiempo después. Previamente al secuestro, su bebé de sólo seis meses, la pequeña Anne-Marie, había sido encomendada a Sacha y Filipov, quienes la enviaron a Francia con una representante musical en quien confiaban -Guylène, quien devendría luego su cuidadora y representante artística.
También apunta Filipov en la carta: “Fui yo quien arrastró a Lea a semejante locura”. Quizás esa culpa con la que el director había convivido durante nada menos que treinta años, haya sido uno de los motores que lo llevó a querer reivindicarse con Lea, pero a través de su hija Anne-Marie, convocándola a que ejecutara en su violín aquella sublime pieza de Tchaikovski que Lea había logrado tocar hasta el final.
Identidad
Pasemos ahora a detenernos en ciertos puntos del film que nos permitirán abordar la temática de la identidad, en tanto uno de los temas más prominentes de la película.
En primer lugar, respecto a esta última escena del concierto final, es llamativo observar el modo en que la interpretación del concierto repercute sobre Anne-Marie. Pareciera que mientras ejecuta el violín, lograra a través de la música conectarse con aquella verdad que había permanecido oculta durante tanto tiempo. Da la impresión que, mediante esta vertiente del lenguaje que emerge -lenguaje musical-, la violinista lograse acceder a cierta representación simbólica análoga a esa porción velada de su historia, cuyo acceso le había sido privado durante treinta años. Se observa que en esta escena el director del film juega con el recurso de la superposición de imágenes entre Anne-Marie -ejecutando magistralmente el violín durante el concierto de Tchaikovski en el Chatelet-, y Lea -simulando (o alucinando) un violín entre sus manos sobre el que ejecuta el mismo concierto, pero subsumida en el frío extremo y la agonía del reclutamiento en un campo de detención en la Siberia. Al finalizar el concierto vemos como la joven violinista se sumerge en un llanto desconsolado. Un llanto queva más allá de una mera emoción situacional. Las lágrimas en el rostro de Anne-Marie quizás den cuenta de la impronta de dicho acontecimiento que, en lugar de expresarse en palabras, se hace cuerpo a través de la música. Recordemos lo mencionado por Sacha en aquella charla: “A veces la música nos enseña a crecer, nos da respuestas. Usted me pide palabras, pero las palabras son traicioneras, sucias. Sólo la música es aún hermosa. Pero sucede que a veces la música no quiere salir de nosotros”. Hablamos entonces de un “sin palabras”, puesto que al momento del concierto Anne-Marie aún no se había encontrado con la verdad puesta en palabras, verdad plasmada en la carta de Filipov, pero sí, tal vez, con una verdad en acto, habilitada por la coyuntura de lo musical.
Podríamos conjeturar entonces que el encuentro con la identidad, el encuentro con esa verdad que le permite a Anne-Marie rearmar su historia, confiriéndole la posibilidad de ubicarse en un orden filiatorio, acontece al momento del concierto final. Pero, y es clave mencionarlo, dicha devolución de la identidad no había sido en lo más mínimo premeditada, sino que se produce justamente en acto. Y no se trata de cualquier tipo de acto, sino que se trata, como bien mencionamos, de un acto de índole y textura musical. Lo musical y lo ético se entrecruzan, en tanto aquel acontecimiento musical termina por convertirse en un acontecimiento identitario, en un acontecimiento ético. Lo musical, habiendo habilitado el atravesamiento por este proceso identitario, ha dejado su inscripción, su marca subjetiva en el cuerpo, introduciendo en la joven violinista algo del relativo a la existencia.
¿Por qué hablamos de “existencia”? Ignacio Lewkowicz plantea que todo acto ético es existencial, en el sentido de que introduce algo del orden de lo imborrable. Apunta el autor: “Retornar es querer borrar el acto. Si se quiere borrar la huella, queda la huella de la borradura (…)”. Hablamos entonces de existencia en el sentido que el propio Lewkowicz le confiere al concepto: un plus de significado se inscribe en un sujeto, dejando su marca subjetiva, la cual, en tanto tal, es imborrable.
Asimismo, cabría decir que la acción termina atravesando los límites para los cuales había sido concebida, excediendo -a la vez que interpelando- las fronteras de aquel objetivo inicial. Es decir que, pudiéndose circunscribir la intención inicial a “tocar Thaikovsky”, dicha acción se ve suplementada por la recuperación identitaria de la joven violinista en Anne-Marie. Pero, como mencionamos, esta recuperación se produce de manera no calculada, en acto. Como plantea Alejandro Ariel , el acto es un acontecimiento que se no goza de garantías ni de cálculos. Si contara con dichas anticipaciones deliberadas, perdería precisamente el carácter de acto. La propuesta de hacer una lectura ética del film parte no sólo de la recuperación identitaria de Anne-Marie, sino del modo en que dicha recuperación se produce. Como dijimos, el encuentro con la identidad, en tanto no calculado, adviene por añadidura a la acción inicial.
Reinventado Tchaikovsky
El Concierto para violín y orquesta en Re mayor (Op. 35) de Tchaikovsky fue compuesto en 1878, es decir, en plena época romántica. Si bien se trata de un concierto escrito para violín y orquesta, se destacó por las complejas líneas de violín. La velocidad de sus vertiginosos pasajes exige al violín solista una destreza tan afilada, que casi roza la virtuosidad. Y, si desplazamos el foco a la figura del oyente, es un concierto cuyas súbitas variaciones -tanto en los matices como en la identidad musical- generan un gran impacto sonoro. Tengamos en cuenta que su estructura se desenvuelve en tres movimientos muy distintos entre sí: el primero y el último rápidos (allegro moderato y allegro vivacísimo respectivamente), y el del medio lento (canzonetta andante). Es decir que el concierto se presenta y se despide con un tinte intensamente romántico, casi rozando la euforia, descansando en un segundo movimiento un tanto melancólico y aletargado. Quizás esta dinámica refleje algo del contexto situacional en el cual fue compuesto. Como plantea José Miguel Usábel, “El Concierto para violín es como un paréntesis soleado, desbordante de pasión y vitalidad, en medio de la azarosa y trágica trayectoria del compositor.” Cualquiera sea el caso, es interesante detenerse a observar que es siempre el violín el instrumento a cargo de remarcar estas pinceladas -tanto eufóricas como tristes- correspondientes a los respectivos movimientos.
Contando con estas breves referencias del concierto en cuestión, pasemos ahora a analizar el modo en que el mismo es ejecutado en la película. Tal como lo plantea Michel Fariña , existe un refrán musical que postula que “una sola nota falsa echa a perder una fuga, pero una nota justa, a tiempo, salva una sinfonía”. Apunta Michel Fariña que “la fuga es la forma musical que inmortalizó Bach y que se caracteriza por una concepción perfecta de contrapuntos temáticos, organizados de acuerdo a un sistema lógico-matemático. De allí que baste una nota falsa para echar a perder toda la ejecución. En la fuga estamos presos de necesidad. La sinfonía, en cambio, puede tener momentos difíciles, aciagos, pero siempre es capaz de rescatarse a sí misma si acontece una victoria –un oboe magistral, un solo de clarinete limpio e inspirado”.
Desde esta perspectiva, podríamos leer que, en el film, la ejecución de la obra de Tchaikovsky presenta un carácter más sinfónico que de fuga. Como hemos mencionado, la interpretación de la obra comienza con una introducción orquestal que, careciendo de afinación y de un ajuste armónico al centro tonal, parece más una superposición de individualidades tocando en simultáneo que una ejecución orquestal. Tanto los músicos como el público se incomodan al escuchar la emblemática orquesta sonar de un modo tan ignominioso. Pero esta polífonía destemperada inaugural concluye con la aparición del violín de Anne-Marie, el cual entra en escena ejecutando con precisión y dulzura la melodía solista de la obra, enriquecida incluso por los arreglos de la partitura de Lea. Se observa como dicho instrumento introduce una suerte de “guía” frente a la falta de coordinación inicial de la orquesta, al igual que antaño supo hacerlo Lea, habilitando así el horizonte hacia un ensamble armónico entre los músicos. Anne-Marie comienza a liderar, a marcar el camino, logrando, a través de lo sonoro, una organización de la orquesta. Quizás no haya sido el sonido en sí mismo lo que organizó mágicamente la ejecución de la orquesta, sino las coordenadas subjetivas que el sonido de aquel violín imprimió sobre esos músicos. Al reconocer(se) -sin saberlo- en aquellos arreglos de Lea, se abrió paso a que ciertos rasgos de su cercenada historia se reeditasen. Pareciera que algo de ese último concierto con Lea reviviera en el concierto actual, logrando el alcance de una armonía grupal y personal. Recordemos las palabras de Filipov: “Lea, sublime, con su violín mágico, nos llevó a mí y a la orquesta al cielo, muy alto. Nosotros volamos. Nosotros y el público, juntos, volamos hacia una armonía definitiva”.
Cabe remarcar que este acentuado pasaje -de un primer momento desajustado a un segundo más armónico- deja su huella, especialmente en la repercusión sobre el cuerpo. La transformación en los rostros -tanto de los músicos como de los espectadores-, no permite esconder la conmoción, el alivio y hasta el placer inaugurado por la entrada del violín. Retomando entonces la cita de Fariña, podríamos decir que la entrada en escena de ese violín magistral viene al rescate de aquel “momento difícil”, imponiendo una suerte de “victoria” frente al desajustado -y casi “derrotado”- comienzo instrumental, que no dejaba esconder el paso de los años y las miserias vividas en ellos.
Identidad, ética y música
Vimos cómo un acontecimiento que parte de lo musical, puede lograr su efecto sonoro en el cuerpo, habilitando la constitución de una trama identitaria que se hallaba perdida. En este entrecruzamiento entre lo ético y lo musical, no es menor la impronta de la figura del violín solista. En la ejecución final del concierto, el violín opera como una figura que, con sus virtuosas líneas melódicas, logra reunir y ordenar armónicamente las fibras de una historia castigada por lo siniestro de un régimen dictatorial, marcada por una ruptura que dejó sus impresiones tanto a nivel individual como colectivo. Aquella melodía, tan dulce como intensa, propone entonces una narrativa que entrama las reconfiguraciones identitarias, no sólo de Anne-Marie -en quien, como dijimos, su verdad identitaria se revela en acto al momento de la ejecución final-, sino de la orquesta del Bolshoi en sí misma. Ese violín, que había sido llevado a la muerte en la persona de Lea, sonando alcanza integrar lo fragmentado de una historia que a todos convoca. El modo en que la orquesta inaugura las primeras notas del concierto de Tchaikovsky, en un desajuste y desentendimiento grupal casi absoluto, no es un rasgo casual, sino que signa una marca representativa de la (fracturada) identidad de aquel grupo. Algo de esa historia se reedita, pero no al modo de una repetición neurótica, sino abriendo paso a aquello que, produciéndose en acto, logra atravesar las fronteras de lo calculado para afirmar una existencia que no es sino ética. Como plantea Ignacio Lewkowicz, “Un acto ético es un acto existencial, da existencia. La existencia crea el saber. En el momento en que colapsa el universo moral, colapsa el sujeto, por tanto no hay nadie. Un acto da existencia nuevamente. Un acto viene a introducir un plus en el mundo, de otro modo sería un hecho común”.
Referencias
Ariel, A.: La responsabilidad ante el aborto. Ficha de cátedra. Mimeo. Publicado en la página web de la cátedra.
D’Amore, O.: Responsabilidad y culpa. En La transmisión de la ética. Clínica y deontología. Vol. I: Fundamentos. Letra Viva, 2006.
Lewkowicz, I.: Reconstrucción de la clase teórica dictada el 10/02/04. Comp.: Sebastián Gil Miranda.
Michel Fariña, Juan Jorge: “Almodóvar con Sófocles: la piel que habi(li)to”, http://www.elsigma.com/cine-y-psicoanalisis/almodovar-con-sofocles-la-piel-que-habi-li-to/12350, año 2012.
http://www.filmaffinity.com/es/film154052.html
http://www.orfeoed.com/grandeso/tviolin.asp