“La música atrae a los cuerpos humanos. Es aún la sirena del relato de Homero. Ulises atado al mástil de su nave es acosado por la melodía que lo atrae. La música es un anzuelo que atrapa las almas y las conduce a la muerte”.
Pascal Quignard en “El odio a la música”
“Rotas las amarras que lo ataban al suelo de lo semántico, el hombre, por un momento, ha trastrocado, mediante la música, su ubicación usual. Ya no es, aquí y ante todo, un ser dotado de emociones, sino la preeminencia absoluta de la emoción de Ser.”
Santiago Kovadloff “El Silencio Primordial”
En la reedición 2010 de su clásico Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, Slavoj Zizek introduce un comentario que nos ofrece una renovada clave para analizar la compleja ambiguedad del evento musical.
Zizek se refiere a determinadas piezas musicales que han quedado tan asociadas con su empleo en productos comerciales de la cultura popular, que resulta imposible pensarlas en otro contexto. Menciona un par de ejemplos clásicos, para sugerir luego el sentido que tiene para los seres humanos entregarnos abiertamente al “placer culpógeno” que emana de disfrutar de una pieza musical que, si bien en sí misma carece de valor, deriva todo su interés de la forma en que fue utilizada por la cultura popular.
Y para desarrollar su idea, propone su ejemplo predilecto: la cantata “Storm Clouds”, presente en las dos versiones (1934 y 1956) de The Man Who Knew Too Much (“El hombre que sabía demasiado”), de Alfred Hitchcock. Se trata de una cantata compuesta especialmente para el film y que es ejecutada en vivo, con orquesta y coro, en una escena filmada en el Royal Albert Hall, de Londres. Ocupa una secuencia de doce minutos de duración sin diálogo alguno, desde los primeros acordes de la orquesta hasta el momento culminante en que el percusionista estalla los platillos.
Recordemos la trama incidental: va a cometerse un asesinato en plena función y una mujer ha descubierto al criminal, escondido tras los cortinados de un palco. El hombre apunta con su pistola, esperando el golpe de los platillos para que su disparo no sea oído en la sala. La mujer, alertada de la situación se desespera, hasta que sin saber qué hacer, grita apenas un instante antes del disparo. Coinciden así el grito, el disparo y el estallido de los platillos.
Refiriéndose a la cantata, Zizek reconoce que se trata de una pieza ridícula del post-romanticismo kitsch, pero que puede operar perfectamente como lo que Gilles Deleuze llamó un acontecimiento emotivo “abstracto”: una escena apacible, plena de tensión, que crece de manera incontenible y es finalmente liberada en una violenta explosión. [1]
En síntesis, la música de la cantata no ilustra su contenido, y aún menos hace referencia a la narrativa cinematográfica; muy por el contrario, lo que directamente constituye es el acontecimiento emotivo en sí.
La teta asustada
Tomemos ahora otro ejemplo, extraído esta vez del film de Claudia Llosa, “La teta asustada”, comentado en el presente número de Aesthethika.
La escena transcurre en un barrio pobre de las afueras de Lima. Una joven sufre un desmayo con leve sangrado de la nariz. Todo ocurre sin motivo aparente, en el patio de la casa, en presencia de sus tíos y de su prima. La llevan a una guardia hospitalaria, donde le realizan un examen clínico general. La joven despierta y se encuentra en una camilla ginecológica, con las piernas abiertas. Una enfermera le hace preguntas de rutina y en la sala contigua, el tío de la joven dialoga con el médico, quien desestima el sangrado de la nariz, pero le advierte que su sobrina tiene “un tubérculo en la vagina, concretamente, una papa…” Aclara que es un caso extraño, que sabía de situaciones similares en mujeres mayores, y aconseja la inmediata extracción del cuerpo extraño y “su reemplazo por un método anticonceptivo más eficaz”. El tío de la joven, un campesino que se ha radicado hace tiempo en la ciudad, lo mira con desconfianza… “mi sobrina tiene la enfermedad de la teta asustada, doctor, por eso el sangrado… es una enfermedad que le transmitió la madre a través de la leche…” El médico insiste en que “no existe una enfermedad de la teta miedosa, o asustada”, entregándole una orden para ginecología y dando por terminada la consulta.
Los espectadores resignificamos entonces la escena inicial del film, en la que una anciana postrada en una cama canta una canción en quechua. [2]
La joven que la acompaña, intentando consolarla, es su hija. Su nombre es Fausta y se trata de la joven que luego sufrirá el desmayo y será conducida a la guardia hospitalaria. Al finalizar su lamento, la anciana muere.
Podemos conjeturar entonces que el dolor de Fausta está relacionado con el duelo por el que atraviesa. Pero no se trata de un duelo habitual, sino que está marcado por la impronta de esa madre que no deja de recordarle la violación de la que fue objeto cuando estaba embarazada. De allí la fuerza del mito de “la teta asustada”, esa enfermedad que las mujeres violadas transmiten a su descendencia a través de la leche. La papa que Fausta se ha introducido en la vagina es secuela directa de esa historia terrible. Como ella misma lo describe más adelante, es un escudo, una coraza, puesto allí para impedir ser ella misma penetrada.
En síntesis, resulta imposible la intervención médico-ginecológica prescindiendo de la canción, del mito, del relato de Fausta. Pero tanto el médico como la enfermera no escuchan a la paciente, sino que examinan su cuerpo, un cuerpo reducido a la anatomía, privado de toda historia, de toda memoria. El resultado es evidentemente previsible: Fausta decreta que el médico es un ignorante y descarta la orden ginecológica. Una perspectiva ética debería incluir el valor de la canción quechua, dar entrada al trabajo de duelo y sólo desde allí intentar acceder al padecimiento de Fausta. Tratar por lo tanto al síntoma no como un objeto extraño a ser extirpado, sino como verdadero acontecimiento del cuerpo.
"Con la música nunca estamos seguros"
Los dos ejemplos, que anticipan el material contenido en el presente número de Aesthethika, dan cuenta de la peculiar potencia de la música. Una tensión que puede leerse tambien en el contrapunto de epígrafes que abre la presente editorial. La primera, de Pascal Quignard en "El odio a la música" hace referencia al pasaje de la Odisea, en el que Ulises pide ser atado al mástil de su barco para no sucumbir al canto de las sirenas que amenazan arrastrarlo a la muerte. La segunda, de Santiago Kovadloff en "El silencio primordial", en cambio, remite a la potencia que adquiere la música cuando desfallecen las categorías semánticas de la lengua.
La dimensión ética consiste en sustraerse de tomar partido por una o por otra expresión. Se trata de dar entrada a la tensión misma que las aloja, tensión que resulta esencial al acontecimiento musical. La veintena de ensayos breves que integran este número de Aesthethika nos aproximan a esa complejidad.
Para finalizar, recordemos la observación musical que Slavoj Zizek incluye en su comentario sobre el film de Chaplin "El gran dictador". En la escena final, cuando el barbero judío, confundido con Hitler, dirige a la multitud su mensaje pacificador, suena de fondo la obertura de la ópera Lohengrim, de Wagner. Es la misma partitura que Chaplin eligió para la célebre escena en la que el dictador juega embelesado con el globo terráqueo, soñando con apoderarse del mundo. Allí Zizek introduce su expresión "con la música nunca estamos seguros".
¿Cómo debe leerse esta frase? No se trata de un juicio de valor sobre la música, sino de la entrada de la dimensión ética. Allí donde las palabras operan una pretensión de totalidad, la música viene a poner en riesgo la supuesta estabilidad del universo situacional. Es finalmente la única que puede dar cuenta de las contradicciones más intimas del sujeto, aquellas que se remontan a la prehistoria del lenguaje hablado.