La Historia con mayúscula, la que se escribe y plasma en libros, se construye a partir de las ideas de Racionalidad y Progreso, que justifican en el Gran Libro Contable de pérdidas y ganancias el monto de dolor humano que habría sido necesario emplear para alcanzar las metas. La tinta con la que se escribe el progreso de la Historia es la sangre de millones de víctimas.
En su texto póstumo Sobre el concepto de historia, el filósofo Walter Benjamin comenta un cuadro del pintor Paul Klee llamado “Angelus Novus”, en el cual se representa un ángel a punto de alejarse de algo que ve atrás y que lo horroriza. Comenta “este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado”. Allí donde el historiador recopila una cadena causal de datos que tienen un sentido, el Angel de la Historia ve una catástrofe que amontona ruina sobre ruina. Esa ruina está hecha de historias cotidianas.
Las historias cotidianas son aquellas que no suelen ser escritas. Ellas no poseerían la trascendencia necesaria para ser contadas por los historiadores. Son las historias concretas, pequeñas, marginales, que la Historia con mayúscula suele reducir a una cifra: 10000 caídos en combate, 8000 emigrados, 30000 desaparecidos... Ingresan en en los libros como los daños colaterales inevitables del curso de la historia hacia su venturosa realización.
Benjamin confronta dos concepciones de la historia: la progresista, para la cual la norma es el progreso, la evolución de las sociedades hacia una mayor democracia, libertad o paz, y la concepción de la historia vista desde los oprimidos, para la cual la norma es la violencia de los vencedores. La primera concepción puede ser ilustrada con el pensamiento de Hegel, para quien el dolor por las victimas de la historia es un punto de vista sentimental del que hay que elevarse para advertir que las tragedias del pasado son solo medios al servicio de la finalidad de la historia universal: la realización del Espíritu Absoluto.
Benjamin propone mirar la historia no desde las clases dirigentes, sino desde los vencidos, los derrotados, los perseguidos. Desde el punto de vista de los oprimidos, el pasado no es una acumulación de conquistas sino una serie de derrotas catastróficas. Y si se trata de mirar la historia como el Angel de Klee, no es tanto para horrorizarse. La mera rememoración de las injusticias pasadas no es suficiente. Ese pasado de dolor nos interpela, haciendo necesaria la reparación del sufrimiento de las generaciones vencidas y el cumplimiento de los objetivos por los cuales lucharon y no lograron alcanzar.
Recordar no es una simple restitución del pasado, sino también de una activa transformación del presente. La rememoración de las victimas sólo cobra sentido cuando se convierte en una fuente de estímulo para quienes luchan hoy por la justicia, por la reparación de los daños que padecieron y la condena de quienes las infligieron.
¿Cómo tejer el hilo de la cotidianeidad de una historia, allí donde la Historia ha arrasado? ¿Cómo hacer con un pasado de ruina y dolor que es a la vez pura actualidad, en tanto ninguna de sus heridas se ha saldado? Tal el tipo de preguntas que promueve el film de Andrés Habegger Historias cotidianas (H), buscando respuestas en los hijos de las víctimas del terrorismo de Estado en la Argentina. ¿Es posible rearmar una historia cotidiana, cuando los verdugos tejieron una trama de dolor preparada para que, bajo la injusticia y el silencio, ésta se prolongue como una maldición a las siguientes generaciones y a toda la sociedad?
Historias cotidianas (H) recoge el testimonio de 6 hijos de desaparecidos, y lo hace a partir de meterse en los espacios cotidianos de ellos, invitándolos a hablar de sus recuerdos, vivencias y de su relación con los ausentes. Y es esa intimidad que logra con la cámara la que hace que el espectador se sienta próximo a ellos, en esa cercanía que es la distancia justa para abrir al relato personal. Y en estos relatos ellos cuentan cómo ha sido para ellos el esfuerzo por restablecer una historia cotidiana, cuando los seres queridos fueron secuestrados y ya no supieron de ellos.
El general Videla decía de los desaparecidos en una conferencia de prensa: “es una incógnita... No tiene entidad. No está ni muerto ni vivo”. Y lo decía ofuscado, fastidiado, como si la palabra “desaparecido” fuera también molesta y tuviera que desaparecer.
Pierre Vidal-Naquet en su obra Los asesinos de la memoria recoge un texto de Tucídides, en el que se relata el modo en que los espartanos hicieron desaparecer a unos dos mil ilotas. El término empleado en griego es ephanisán, que proviene del verbo aphanizo: hacer desaparecer, tornar invisible, suprimir, alejar. La palabra desaparición en boca de los verdugos cumple una función eufemística. El eufemismo implica el uso de una palabra en lugar de otra, menos precisa pero más delicada. A diferencia de la metáfora, que intenta transmitir una verdad allí donde se bordea lo decible, en el eufemismo por el contrario la palabra es utilizada en lugar de aquellas que permitirían designar la verdad.
El Proceso llenó su discurso de eufemismos. “Subversivo” era una de las preferidas, porque era lo suficientemente vaga y amplia como para incluir en ella a cualquiera: desde el militante armado, hasta el intelectual de izquierda, pasando por el familiar, el amigo, o aquel a quien los militares se quisieran sacar de encima. “Grupo de tareas”, “Guerra sucia”, “desaparecido”, son buenos ejemplos de qué implica emplear palabras que velen la verdad.
El término “desaparición” no determina nada. Se sabe: la gente no desaparece, la gente en todo caso es secuestrada, y si es secuestrada es porque hay secuestradores. La palabra deja en un grado de indeterminación la situación de vida o muerte de la víctima. Queda en estado de “no entidad”, al decir del verdugo. Se borran así, en el campo del lenguaje, las huellas del crimen perpetrado: las torturas, los robos de bienes y personas y los asesinatos, así como quienes fueron los ejecutores. Esta misma indeterminación deja a los familiares de las víctimas en una situación de duelo impedido. Se supone que el desaparecido fue asesinado pero al impedírsele al familiar tener las pruebas materiales de la muerte, queda siempre en una situación de indeterminación la conclusión acerca del destino del ser querido.
Claudio testimonia en el documental del alivio que sintió cuando pudo finalmente hallar los restos de su padre. La mayor parte de los familiares de desaparecidos no ha tenido esa posibilidad. Con lo que queda en el fuero interno de los familiares la decisión de aceptar que han muerto o de sostener desde la esperanza y el deseo el que puedan volver a encontrarlos. En este sentido resultan conmovedores los relatos de sueños de los hijos en los que se realiza finalmente el encuentro tan anhelado, pero siempre mediando algún elemento del sueño que denuncia que se trata sólo de una realización alucinatoria de deseo que se esfuerza por velar la pérdida irreparable: el desaparecido está a unos metros, el soñante se aproxima pero la figura anhelada ya está mas lejos y nunca se la termina de alcanzar. O hay un silencio en el encuentro, en el que no es necesario preguntar qué pasó, porque la pregunta produciría el fin del sueño y el doloroso despertar.
Ursula dice: “No hay posibilidad de duelar al ausente. Existe la perdida pero no la evidencia. No hay un cuerpo, no hay de quien despedirse”. Este tratamiento no humano de la víctima y de los familiares, este desprecio de la muerte que ha impedido que haya tumbas para los desaparecidos, es un modo de extender y prolongar indefinidamente el dolor en los familiares de las víctimas.
La idea de que hay algo de la dignidad humana que se juega en el trato con el cadáver, de que el cadáver es merecedor de trato especial, es tan antigua como el hombre. Hay una correlación entre cultura, conciencia de finitud y la aparición de ritos funerarios. En las culturas primitivas, los cuidados que se prodigaban al cuerpo del difunto tenían su origen en el pensamiento mágico-religioso: se trataba de impedir que el alma del muerto permaneciera en el mundo de los vivos como fantasma perturbador. Los ritos fúnebres se hacían para transformar al difunto en un antepasado amigo con el que se podían establecer relaciones. También existían desde antiguo practicas dirigidas a impedir esa reconciliación con el muerto, por ejemplo mediante la falta de sepultura, modo mediante el cual se mataba por segunda vez al muerto, al condenarlo a no poder encontrar nunca la paz. Mediante ese procedimiento, no solo se mataba simbólicamente al muerto, sino que se condenaba a los familiares a no poder realizar los rituales que permiten reconciliarse con él. De ahí que en la antigua Grecia y Roma había obligación de realizar los ritos funerarios, y en caso de faltar el cadáver se inhumaba en su lugar una efigie de cera o leña que representaba al difunto.
El desaparecido, como sujeto al que se le borra hasta la posibilidad de una tumba, a quien se lo desaparece de la faz de la tierra, no por eso deja de existir. Existe como esa ausencia que denuncia el crimen cometido y que retorna en el reclamo de la Memoria Activa. El desaparecido tiene el estatuto de un fantasma social: es el muerto sin descanso que persiste porque no tiene una sepultura, porque hay un crimen que no ha quedado saldado, porque los perpetradores siguen libres y callados. Parafraseando una célebre frase de Marx, se puede decir que un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de los desaparecidos.
Algunos psicólogos han sostenido el argumento de que la consigna política “Aparición con vida y castigo a los culpables” tendría un estatuto renegatorio, que impediría la elaboración de un duelo por parte de los familiares del desaparecido. Como si la consigna de las Madres –y no el silencio de los verdugos- fuera el responsable de un duelo impedido. Pienso que este documental muestra por el contrario hasta que punto es posible elaborar un duelo (que dicho sea de paso, no es algo que se hace por mera decisión o voluntad, sino que es algo por lo que un sujeto se ve llevado a atravesar), y al mismo tiempo sostener la consigna “Aparición con vida”. No se trata aquí de renegación, del sostenimiento de ilusiones, sino de una consigna justa: la exigencia de verdad, de obligar a los verdugos a decir de su responsabilidad, de no ahorrarles el tener que decir de los destinos de cada uno de los 30 mil desaparecidos.
La política de la memoria
Hay memorias y memorias. La invocación a no olvidar el pasado reciente no tiene el mismo estatuto dicho desde el lugar de las víctimas que desde los verdugos. En este último caso tiene el carácter de una admonición y una amenaza de retorno del terror.
La memoria de los verdugos ha pasado por diversas fases. En sus épocas de esplendor, es la memoria del vencedor que se siente seguro de su lugar de dominio y que cree poder construir una versión legitimadora del pasado que le asegure un puesto en la Historia con mayúsculas. Llama la atención sin embargo que esa versión de lo ocurrido silencie las acciones realizadas. Quien cree tener la razón de lo que hace, quien está convencido de lo justo de su accionar, no obra a escondidas y de manera artera y solapada. No oculta, ni miente, ni arma eufemismos, ni usa “grupos de tareas” o Ford Falcons verdes en la oscuridad de la noche. Hay ya de antemano en el obrar de estos sujetos un registro de que su accionar está lejos, muy lejos de un orden de razones legal o siguiera ético. Curiosa actitud la de estos pretendidos héroes de la patria: afirman haber pacificado al país, pero no se reivindican los hechos a través de los cuales se lo pacificó. Lo cual ya es revelador de la mala conciencia de los perpetradores. La modalidad del relato histórico es en esta etapa al modo de un mito heroico propio de la historia escolar: la lucha del bien contra el mal, de la Argentina decente y racional contra las fuerzas irracionales que desde Rusia y Cuba pretendían introducir modos de vida ajenos y ateos en nuestro ser nacional.
Hay un segundo momento en la memoria de los verdugos: cuando, caídos del lugar de poder -habría que decir en este caso “caídos a medias”, ya que la institución militar y los sectores conservadores nunca dejaron de apoyarlos en todos estos años-, y el fin de la puesta en escena que les posibilitaba relatar esas “gestas sanmartinianas” contra el comunismo ateo, quedaron a la vista los resultados de su accionar: 30 mil desaparecidos, una guerra de Malvinas y un país moral y económicamente quebrado. Es este el tiempo en que el verdugo pasa al silencio, la distracción, y la amnesia selectiva. De los gritos altisonantes se pasa ahora a los murmullos. De la mirada soberbia a la cabeza agachada y los labios sellados. Y si llegan a hablar, como en el Juicio a las Juntas Militares, es para apelar a Dios como único tribunal de juzgamiento.
A partir del juicio a las Juntas ya no es mas posible sostener aquello de que “los argentinos somos derechos y humanos”. El peso de las evidencias es tal que los verdugos se llaman a silencio. No todos. Hay otra modalidad de memoria de los verdugos que consiste en proponer una culpa colectiva. Se trata de un aparente reconocimiento de los crímenes perpetrados, que en verdad busca diluir las responsabilidades singulares tras el manto del “todos los argentinos fuimos culpables”. O la variante heroica de reconocer responsabilidades morales y evadir al mismo tiempo las jurídicas, en nombre del tribunal de la Historia que los juzgará algún día muy lejano en el futuro. En este punto resulta oportuno recordar a Primo Levi, sobreviviente de un campo de concentración nazi, quien cuenta que un alemán le escribió en una oportunidad “la culpa gravita pesadamente sobre mi pobre pueblo traicionado y engañado”, a lo que le respondió que “de las culpas y de los errores se debe responder personalmente, pues de otra manera cualquier vestigio de civilización desaparecería de la faz de la tierra”.
Otra variante de la memoria de los verdugos es la teoría de los dos demonios, modo canalla de leer la historia pasada, que pone al mismo nivel a asesinos y victimas, torturadores y militantes. Una variante mas a la moda es el negacionismo: no hubo 30 mil desaparecidos. Al fin y al cabo, los tiempos postmodernos se prestan para sostener que no hay verdades, de que todo se puede reducir a puntos de vista, a meras interpretaciones, en una lectura bastardeada de los planteos de Nietzsche que al mismo filósofo le repugnaría.
Existe, finalmente, una última variante de la memoria de los verdugos, que es lamentablemente la menos frecuente. Es aquella que consiste en la confesión personal y pública de la responsabilidad en los crímenes cometidos. Estos testimonios tienen un valor fundamental, en la medida en que quiebran el pacto de silencio con el que estos perpetradores siguen aun hoy prolongando los efectos nefastos de sus crímenes. Todavía hay nietos que encontrar, desaparecidos de los que no se sabe que les pasó, como murieron, donde están sus restos. Y el silencio de los verdugos es algo mas que un modo de eludir las responsabilidades, es también el modo de continuar torturando, de mantener aún vigente y actual las heridas del Proceso.
Del lado de las víctimas, la memoria se presenta de otra manera. Hay por empezar una memoria de lo pasado que es irrecuperable. Me refiero a la experiencia vivida por los mismos desaparecidos. Allí son sólo los sobrevivientes de los campos de detención quienes pueden hablar por los ausentes, prestándoles una voz.
También está la memoria de los familiares, de las madres y abuelas de los desaparecidos. Se trata de una bien llamada “Memoria activa”, porque no es un mero recordar lo pasado, sino el reclamo de la restitución en el presente de un orden legal y humano quebrado salvajemente hace mas de 25 años. Mientras no haya verdad y justicia, el pasado no es algo que pasó, sino algo actual, algo que hoy sigue ocurriendo. Algo que tiene la actualidad repetitiva de un trauma no saldado.
De qué es testigo el hijo de un desaparecido? En muchos casos no vio, no estuvo en un campo de detención, o era tan chico que no puede recordar. Otros fueron robados de tan pequeños que aun no saben que son hijos de desaparecidos.
El hijo de desaparecido es el testigo de una ausencia, de la falta de un ser querido en el mundo, sin que además se sepa por qué ya no está ni pueda situar un lugar en donde encontrar la verdad de lo ocurrido o una tumba donde cicatrizar la herida abierta. Ellos son victimas de un despojo, que a veces llega a la propia identidad. Despojo brutal y sin sentido con el que tienen que habérselas con los recursos con que cuenten.
Andrés Habegger es hijo de desaparecidos. Hacer un film donde otros hijos hablen del pasado doloroso y de su presente es también un modo de reconstruir una memoria. Y de paso hacer un homenaje a un padre desaparecido.
Si Historias cotidianas (H) resulta un film tan conmovedor es por el tono humilde y despojado con que nos muestra fotos y relatos en los que aparecen rostros, nombres, afectos, y los sueños de los que ya no están. El desaparecido súbitamente aparece ante nosotros: es alguien con una cara, con deseos, ilusiones, y gestos reconocibles. Cobran vida en los recuerdos de los hijos y así aparecen a través de los ojos de ellos. Y cuanto más humanos y reconocibles se nos vuelven, mas dimensiones cobra el crimen perpetrado. El film nos muestra también los modos en que estos hijos de desaparecidos: Cristian, Ursula, Florencia, Claudio, Martín y Victoria fueron rearmando su cotidianeidad en torno de esa dolorosa ausencia, y pudieron hacer algo con ella. Un homenaje con velas y poemas en el lugar en que una madre fue arrancada de la vida de una hija, una plaza con una placa de recuerdo que termina reemplazando un mausoleo, un sueño con agua que le permite a un hijo situar el lugar posible de una tumba para un padre. [1]