Recibido: 6/12/2016 – Aprobado: 1/2/2017
Sócrates y Fedro descansan bajo la sombra de un plátano. Marcando el límite entre el orden citadino y la barbarie natural, las murallas de Atenas vigilan desde lejos a estos dos fugitivos. Pero la barbarie lo incluye todo: incluye lo bestial y lo divino, incluye lo conocido y lo que todavía se está por conocer. No es el contenido aquello que distingue a la barbarie, sino la organización de sus elementos.
Sócrates y Fedro juegan en la mullida hierba. Fingiendo seguir a un discurso, se escaparon de Atenas. Fingiendo admirar a un orador, se admiraron el uno al otro. Fingiendo adorar a unas cigarras, elogiaron a todos los poetas. [1]
Sócrates y Fedro están rodeados de ruidosas divinidades. Quien los guió hasta el plátano fue el dios Iliso; hasta Pausanias (el geógrafo griego que recorrió toda Grecia durante el segundo siglo A.D.) relata la emoción con la cual los atenienses cuidaban de este sagrado río. [2] A su vez las Ninfas, deidades usualmente asociadas con los ríos, aparecen escondidas en diferentes partes del diálogo y terminan atrapando al mismísimo Sócrates. [3] Finalmente, quien acoge a los personajes bajo sus hojas es el imponente plátano, que Fedro mismo identifica como una divinidad silenciosa de la llanura. [4]
Sócrates y Fedro han cambiado el incienso de los templos por las “dulces flores” (Fedro, 230b) de la llanura. Solo queda preguntarse si fue la belleza de este locus amoenus la que causó que todas las divinidades errantes por las llanuras fueran a refugiarse allí, o si la presencia de tantas divinidades volvió amoenus al locus.
Sócrates y Fedro se han degustado el uno al otro bajo la mirada de los dioses, y finalmente se preparan para volver a la ciudad. Sin embargo, antes de abandonar la naturaleza, Sócrates pronuncia una plegaria al dios Pan, [5] al cual generalmente encontramos representado tocando la siringa, rodeado de ninfas. [6] Este rezo que oficia a modo de cierre del diálogo es revelador: los ruegos a los dioses son casi inseparables de los lugares en los cuales estos son llevados a cabo. Así, un inocente rezo es en realidad la pista que nos da Sócrates para que nos demos cuenta de que los interlocutores no han huido de las demarcadas murallas de Atenas hacia la salvaje naturaleza, sino que han escapado de la salvaje ciudad hacia los demarcados límites (témenos) de un santuario natural.
Y así termina el Fedro, único diálogo platónico que se desarrolla adentro de un templo.