Hemos llegado al final de las tristes historias de esta Antígona –¿cuál de ellas es la que debemos seguir? ¿Tenía razón Antígona insistiendo hasta el fin en respetar las leyes no escritas de los dioses? ¿Tenía razón Creonte en su visión del bien común para la ciudad-estado? ¿O era el coro quien tenía razón al deshacerse de ambos y establecer una regla para todos? La respuesta no es simple –nosotros, los actores, somos apenas sombras que desplegamos ante ustedes, los espectadores, los tres destinos divergentes. Queda en vosotros elegir, bajo propio riesgo y peligro. No hay nadie que los pueda ayudar, están solos. Cuando estamos solos, cuando nada sucede, nos vemos repentinamente golpeados por el murmullo de la vida, y en ese momento, los hombres sabios saben cómo suspender el caos y decidir.
Parlamento final de la Antigone, de Slavoj Zizek, 2016
La invención no consiste en crear del vacío sino del caos. La afirmación pertenece a Mary Shelley quien, confinada por la lluvia junto a su marido y a Lord Byron, tuvo hace doscientos años un sueño tan inquietante como revulsivo. Durante aquella noche de verano en Suiza, vio con nitidez el horrendo fantasma de un hombre tendido y al estudiante de medicina que lo había ensamblado. Sorpresivamente, el monstruo cobró vida, inspirando en ella un argumento fantástico: Frankenstein. Corría el año 1816 y aquel gesto romántico inauguraba el género de la ciencia ficción: la creación narrativa devenía así método de pensamiento. [1]
En su tratado sobre Necesidad y Azar, Juan David García Bacca nos ilumina acerca del caos inicial –“lo primerísimo de todo hizo caos, después…” cantaba Hesíodo– y también acerca de la invención humana para intentar ceñir lo irrepresentable: nombres mitológicos para constelaciones de estrellas: Osa Mayor, Osa menor, Hércules, Perseo...
Pero si en sistemas y constelaciones rige la diosa Ananké, en vía láctea, nebulosas y polvo cósmico, rige la diosa Tyché. Nombre literario de la primera es el poema de Parménides, como de la segunda el de Mallarmé –ambos reproducidos en este número de Aesthethika.
¿No introduce acaso la invención literaria, como la clínica analítica, una grieta entre necesidad y azar? El vocablo caos, del griego χάος, cháos, significa propiamente “abertura”, “agujero”, de lo que resulta un excelente escenario, porque como lo sugiere Monique David-Ménard confronta cada uno de nuestros emprendimientos con lo que en ellos hay de paradoja. Su paradigma es el modo de dirigir una cura analítica, que requiere que el analista acepte situarse al borde de lo imposible o de lo impensable y pueda decir, sin embargo, en qué ello constituye un método.
La multiplicación dramático-literaria de Marcelo Percia sobre la lotería de Babilonia de Borges, la experiencia de la lengua en el exilio de Milan Kundera, por Soledad Venturini, o el iluminado tormento literario de Arthur Rimbaud, por Michèle Benahim, son ejemplos de ello. [2].
También el estatuto de lalengua en psicoanálisis y la introducción del matema en la obra de Jacques Lacan, por Haydée Montesano, o la profusión de neologismos, multiplicados en este número de Aesthethika por los palíndromos y ocurrencias de Jorge Libster.
Como lo sugiere el reencuentro con los albores de la humanidad en la pluma de Jean Claude Ameisen, o el epílogo de la Antígona de Zizek, la condición humana se cifra finalmente en la decisión, que es por cierto la más maravillosa de las invenciones.