El notable artículo de mi amiga Asunción Álvarez [1] –cuya lectura recomiendo a modo de introducción a este texto— encendió la mecha para volver a reflexionar sobre las ceremonias fúnebres y las modificaciones a las que están sometidas en las condiciones actuales, a las que cabe definir como “estado de excepción” pues, se sostiene, corriendo el riesgo de un contrasentido o de un oxímoron, que debemos adaptarnos a una “nueva normalidad”, a una suspensión de los ordenamientos legales vigentes en derechos básicos como las libertades de reunión, de comercio, de trasladarse dentro de la ciudad y fuera de sus límites, etc. Hoy, la condición “normal” ha sido alterada por la pandemia del Covid-19 y se ha instalado, quiérase o no, el “estado de excepción” (Benjamin [1940]) [2], luego Agamben [3]. Para muchos, entre los que me cuento, el estado de excepción implica una conculcación dictatorial de libertades cívicas elementales a la que grandes sectores de la población tiende a justificar y se resigna a aceptar por la alegada convicción de que así se previenen contagios y fatalidades. Es la lógica paternalista del biopoder que tiene sobrados antecedentes: “Es por tu bien que te lo ordenamos”. En el nuevo orden mundial que se delinea ante nuestros ojos el Big Brother restringe la privacidad, un término que se va transformando en un arcaísmo. En la guerra por la preeminencia económica en el planeta la salud es equivalente a la riqueza (health becomes wealth) que los Estados nacionales administran y reglamentan.
Entre esas nuevas condiciones impuestas por el Estado se cuentan los ritos y las normas que regulan la conducta a seguir con los cuerpos de los muertos. En la situación “normal” de la vida, la que nos era habitual, en las sociedades “democráticas”, se permitía a las personas más próximas al difunto, y a este mismo antes de la muerte, decidir sobre los ritos funerarios que se seguirían. Cada ciudad y cada país se regía por reglas y procedimientos específicos que regulaban los pasos consecutivos a la defunción. No insistiremos en el punto; hay consenso en que así debe ser, es obvio y sabido por todos, un universal cultural, podríamos decir, que se integra en el conjunto de las libertades legítimas y legales de los ciudadanos. La cuestión central está rigurosamente expuesta en el texto de A. Álvarez. Inmediatamente después de leerlo felicité a la autora agregando que, por lo que se desprendía de él, volvíamos a los tiempos de las Antígonas, los Creontes y los Polinices según los conocemos por múltiples fuentes, principalmente, por la tragedia epónima de Sófocles. La consideración de estas circunstancias actuales trajo a mi memoria un antiguo trabajo sobre el tema [4]. No me limitaré a volver sobre ese artículo redactado para un coloquio sobre arte funerario en México, a instancias y por invitación de la recordada Teresa del Conde, que presenté en el Palacio de Minería de la ciudad.
Quiero, en la perspectiva del momento presente, ir más allá, e insistir en uno de los puntos básicos de aquel trabajo: el de la condición de quienes viven “entre dos muertes” según una inapreciable aportación del marqués de Sade (Juliette ou les prospérités du vice [1797] al terminar el siglo XVIII, reactualizada por el decir de Jacques Lacan en sus seminarios de mayo y junio de 1960 [5]). Hace un mes, el ya mencionado Giorgio Agamben (“Une question”, Quodlibet, 13 de abril de 2020), traducido del italiano al francés en Lundi Matin (20 de abril de 2020) [6], reflexionaba acerca de la restricción jurídica que se ha impuesto con el argumento de la pandemia y se preguntaba por los umbrales que no toleraremos que sean transgredidos en nombre de la seguridad sanitaria. El filósofo romano (n. 1942) se detenía en tres rasgos de esta presunta “nueva normalidad”. Traduciré aquí uno solo, el inicial:
“El primer punto, quizás el más grave, concierne a los cuerpos de las personas muertas: ¿Cómo hemos podido aceptar, tan solo en nombre de un riesgo que era imposible de precisar, que las personas a las que apreciamos, y los seres humanos en general, no solo muriesen solos –algo que nunca había sucedido en la historia desde Antígona hasta hoy–, sino que sus cadáveres fuesen incinerados sin funerales?”
Antígona regresaba. Volví a leer el texto escrito hace 45 años, en el que razonaba, desde la perspectiva abierta por Lacan, acerca de los ritos funerarios y de la figura de Antígona. Lo encontré aceptable para repensar esa “question” de Agamben, a la vez que sentía como necesaria una actualización del mismo para dar lugar a importantes ensayos publicados en el tiempo intercurrente que en breve mencionaré. Esos libros, atizados por el artículo de A. Alvarez, ofrecen un zócalo para regresar sobre la bella y siniestra figura de Antígona y las consecuencias actuales de la regulación de los ritos funerarios que prescriben lo permitido y lo prohibido cuando vemos cómo ahora se modifican las normas anteriores con el pretexto de la salud pública. Antígona aun puede impartir lecciones con el ejemplo de su destino, el que ella eligió enfrentando al despotismo del tirano que pretendía obrar por la salvación (la salud) de la ciudad. ¿Qué se puede y debe hacer con los cadáveres en los tiempos de la peste? ¿Son peligrosos, por el riesgo de contagio, los cuerpos de quienes fallecieron? ¿Cuánto tiempo debe pasar entre el deceso y el entierro o la cremación de los restos? ¿Qué se hace con sus vestiduras y con sus objetos personales que pudieran estar contaminados? ¿Qué sucede con los velatorios, las misas, las ceremonias laicas y religiosas, los encuentros entre deudos y amigos, etc.? Pocos, si alguno, de estos interrogantes tiene una respuesta precisa en 2020.
Constatamos que, en nombre de la pandemia y por el temor al contagio, los lapsos de presencia del cadáver antes de su destino final se han acelerado: hay que disponer (disposal) de él lo más rápido que se pueda, cuanto antes. Hay que construir a la ligera nuevos cementerios, los enterradores no se dan abasto en la tarea de cavar tumbas, faltan los ataúdes y se entierra a muertos en cajas de cartón o en bolsas de plástico como las que se arrojan en los contenedores de basura instalados en las esquinas de las grandes ciudades. Latinoamérica, con Brasil y Ecuador en los extremos de la improvisación, marchan a la cabeza de esta degradación de la vida hasta en la muerte. La profanación del cadáver es habitual y no deja de encerrar una fuerza antierótica, tanática, si hemos de coincidir con G. Bataille [7]: “El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. Invertiremos su fórmula a la luz de esta anulación factual de los ritos fúnebres: “El antierotismo es la reprobación de la muerte en nombre de la vida”.
Todos sabemos de la variabilidad histórica de las normas y las costumbres en las distintas culturas y sectores de la sociedad, en las diferentes religiones, con sus rituales más o menos detalladamente indicados y sabemos también que desde hace tiempo, en Occidente al menos, la muerte ha perdido mucho de su prestigio como acontecimiento decisivo. La obra clásica e imprescindible sobre el tema es la de Philippe Ariès [8] . La banalización de la muerte es el gran tema de Giorgio Agamben: (Homo Sacer, cit.) Muchos autores, como lo hace Jean Allouch, se refieren, lamentándolo o no, a estos tiempos de la “muerte seca” [9] , del acortamiento de los períodos y las señales exteriores del luto, de la desecación generalizada de los mares de lágrimas, de la cancelación laboral de las “lloronas” contratadas en ciertas culturas, de la autoincineración de las viudas en algunos países. En muchas poblaciones del mundo posmoderno las señales exteriores del luto, antes exigidas, se han vuelto vergonzantes, como si fueran una invitación a hablar o explicar por qué se las lleva y, de ese modo, colocar al difunto en el comienzo de todo diálogo con el otro.
No es tampoco la hora de especular sobre las razones económicas, sociales, políticas y ecológicas de estos cambios que parecen estar íntimamente ligados a la laicización de los Estados nacionales, la aceleración del tiempo que es correlativa de las modernas tecnologías que corren a la velocidad de la luz y aun más, el alargamiento de los años de vida que estadísticamente se correlaciona con los avances de la medicina en el tratamiento de muchas enfermedades agudas y crónicas que hacen de la muerte un acontecimiento esperable en razón del envejecimiento de una población debilitada por los años y el desgaste orgánico. Los viejos son ahora los vulnerables, aquellos de los que se puede “disponer” más rápidamente a la hora de decidir sobre los méritos para distribuir los escasos recursos de la sanidad que fueron siendo recortados por las políticas neoliberales para dedicarlos a fines “productivos”. La ancianidad es costosa en términos económicos y de recursos humanos dedicados a su asistencia. Las “residencias” (en muchos casos un eufemismo que remplaza a la palabra “depósito”) son espacios inmuebles y gastos superfluos cuando sus habitantes no tienen ya nada que aportar. Con humor swiftiano (“Una modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda se conviertan en una carga para sus padres o para su país y se los haga beneficiosos para el pueblo” [1729]) se resolverían varios problemas con una “solución final” al estilo de la de Eichmann. El premier británico, Boris Johnson, no estuvo lejos de proponerlo al sostener que así se acabaría con el deber de cuidar a viejos inútiles y se permitiría que se multiplique la “inmunidad de rebaño – flock immunity” que la población activa alcanzaría con el geronticidio. En México dirían con expresión apropiada: un “desviejadero”.
La muerte del siglo XXI no es lo que era antes: se ha “naturalizado”; ha perdido los ribetes sobrenaturales que la rodeaban y no hacen falta estadísticas para medir cuántos en verdad creen y cuántos no en la vida eterna, en el cielo, el purgatorio, el paraíso y en las promesas performativas e imposibles de “infirmar” de la resurrección de los cuerpos (¿quién podría reclamar que no se ha cumplido con lo prometido?). Las consignas que ordenaban llevar una vida virtuosa para asegurarse o para lograr una recompensa ultraterrena se ven subordinadas a las consignas de gozar antes y cuanto sea posible. Parece imperar el dicho vulgar: “el vivo al gozo y el muerto al pozo”. Ese pozo que va dejando de ser lugar de peregrinación, cuidados y ornamentos florales. Los cementerios van perdiendo su aureola de “camposantos”. La consigna de olvidar se sobrepone al zachor hebreo y a la conmemoración de la pasión en la misa. En la actual antierótica hay que dar vuelta cuanto antes a la página. ¡A otra cosa!
El hecho está aquí, con nosotros y se acentúa en estos tiempos de excepción. Sea por la necesidad de evitar la aglomeración en torno al muerto, por la potencial peligrosidad atribuida al cadáver, por la imposibilidad de viajar de los deudos en una época de globalización en la cual prácticamente todos tienen familiares y amigos en el extranjero o a largas distancias de la comunidad de origen y que no pueden conseguir los medios de transporte para arrimarse al muerto o que deben arriesgarse a la cuarentena en el momento de llegar al punto de destino o de volver al punto de origen, todo, conspira para modificar el ritual funerario, esos Totensfeier sublimados en la segunda sinfonía de Mahler [10] o en las muchas versiones de las misas de Réquiem incluyendo en ese panorama la revivencia anual de la muerte y resurrección de Jesucristo en cada semana de Pascua. En 2020 la liturgia cristiana fue suspendida por primera vez desde la Edad Media, con la anuencia del Vaticano, aunque no sin resistencias locales. Era una de las tantas formas, y no la menor, en que se manifestaba el “estado de excepción”.
En el mejor de los casos se propone postergar la conmemoración de los muertos hasta después de finalizado el estado de confinamiento: al mismo tiempo en que se podrán reiniciar los espectáculos deportivos. Entre tanto predomina la norma de limitar a diez personas el número de los asistentes a ceremonias mortuorias y autorizar su transmisión no presencial, por medio de las redes sociales. Los ataúdes deberán estar cerrados; quedan prohibidos el contacto con el cadáver o sus vestiduras y también los procedimientos de tanatoestética así como los lavados lustrales, la ablución del cadáver. En los Estados Unidos (el presidente Trump) ordenó colocar la bandera a media asta al llegar a la cifra de 100.000 muertos en el país y en España el jefe de gobierno (Pedro Sánchez) decretó diez días de luto nacional. Son conmemoraciones colectivas que difuminan las restricciones a los deudos. Los miles en lugar de cada uno con su muerte anónima y vergonzante. Las autoridades religiosas de judíos y musulmanes resolvieron ocultar la hora y el lugar de las ceremonias religiosas para impedir la afluencia de cantidad de fieles. En varios lugares de México se ha atacado a los vehículos que llevan cadáveres y a los sanitaristas que asisten a los supuestos enfermos de la peste.
Podría decirse que estamos ante una situación de paranoia inducida y premeditada en un experimento global llevado en nombre de la “bioseguridad” [11] según la definición dada por Agamben en un texto de rigurosa actualidad. La población mundial es incitada a la “servidumbre voluntaria” (La Boètie, [1476]) so pena de muerte. Se perfila en el horizonte el control de los cuerpos y de sus movimientos, de los contactos, de las distancias entre ellos, etc. gracias a sensores que captan y transmiten esas variables por medio de apps instaladas en los dispositivos conectados a internet. En China y Corea del Sur estos aparatos son ya de uso general y se les atribuye el éxito del control de la pandemia en esos países. El Reino Unido parece ser el próximo cliente de esta servidumbre voluntaria. No es ciencia ficción: el futuro ya nos alcanzó. Hay que protegerse contra este virus y si no es este virus será el próximo. No hay mejor protección contra el terror que la creación de un terror mayor. Los encuentros entre personas, especialmente si son muchas, son peligrosos: mejor tener a cada uno aislado y haciendo uso de dispositivos tecnológicos. El cuerpo del socius contamina. El ágora emblemática es un riesgo: Hyde Park, institución y espacio liberales de la Londres legendaria, acabará por ser Hidden park. [12]
Ahora bien: cada cambio, cada limitación, que impone la polis sobre los rituales funerarios rememora y conmemora la tragedia emblemática de Antígona, teatralizada ejemplarmente por Sófocles (-440, E.C.), uno de los grandes mitos de Occidente, adaptado a partir de su origen escénico a todas los géneros literarios y artísticos en incontables versiones que fueron reseñadas y comentadas por Georges Steiner [13]. El número de esas reversiones no deja de aumentar. Es difícil encontrar el nombre de un pensador de fuste que no se haya ocupado en algún momento de esta joven doncella, hija del amor incestuoso de Edipo y Yocasta que se enfrenta a su tío materno, el tirano Creonte, rey de Tebas, en torno al deber de sepultura que ella defiende para su hermano Polinice, condenado a morir sin el rito fúnebre. Entre esos nombres “difíciles de encontrar” topamos, sorpresivamente, con el de Sigmund Freud, ese profundo conocedor del teatro y de los mitos griegos que llegó al punto de promover al lugar central de su teoría del psiquismo a la historia y el destino de Edipo, el padre de Antígona. La doncella no aparece en el índice onomástico de sus Obras Completas, aun cuando, en privado, en cartas no destinadas a la imprenta, se identificase él mismo, en los años finales de su vida, con el héroe trágico que viaja apoyándose en su hija dilecta, Anna Freud, (una “posesión”) a la que considera su Antígona [14].
Como poniendo con fuerza su dedo índice sobre esta omisión de Freud, su principal continuador, discípulo o epígono, según se prefiera, Jacques Lacan, dedicó a Antígona varias sesiones de su seminario de 1960 sobre la ética del psicoanálisis (cit.). Sus lecciones, muestras de una insondable e infinita erudición, han sido motivo de profundas y detalladas lecturas por parte de quienes adhieren a su enseñanza. No fuimos excepción según lo escrito más arriba. G. Agamben, como vimos en el texto de Quodlibet del mes de abril de 2020 (cit.), recurre a la joven heroína como prototipo de la resistencia de los familiares a la ley de la ciudad encarnada por el déspota que rige sus destinos: Creonte ha decretado el estado de excepción para condenar a morir sin sepultura, arrojado a los perros y a las aves de rapiña, a Polinice quien pereció como enemigo de la polis de Tebas. Antígona invoca otra ley, para ella superior, ctónica (de la tierra), la de la madre, que se enfrenta al poder falocrático, celestial, del tirano. En la ya mentada y añosa conferencia de 1980 señalábamos siete puntos de conflicto que pueden aplicarse a la actual situación derivada de la inesperada pero previsible aparición de un virus contra el cual no parece, de momento, haber antídotos y que arroja su pestilencia sobre los estados constituidos como naciones. Esos siete puntos eran, en síntesis:
a) la relación central que es la de Antígona contra Creonte, privilegiada por Hegel, como oposición entre los derechos de la familia y los del Estado;
b) la relación de Antígona con Polinice, su hermano, particularmente destacada por el texto prínceps de Sófocles;
c) la relación antagónica (¿antigónica?) entre lo masculino y lo femenino subrayada en la discusión entre Creonte y Hemón, su hijo, prometido de Antígona; el tirano lo increpa: “Está bien claro que te has convertido en el aliado de una mujer”;
d) el conflicto entre Antígona, la sublevada, y su hermana Ismena, que es oposición entre la sumisión y la rebelión femeninas ante la imposición masculina;
e) la relación de Antígona en nombre del deseo materno, el de Yocasta, madre de Polinice, que no podría admitir la infamia de que uno de sus hijos, salido de la misma matriz, quedase sin sepultura:
f) la asunción del até, del destino trágico de Antígona, que es el de aceptarse como criminal sin culpa ni remordimientos y, por eso, afrontar el atroz castigo de bajar viva a su propia sepultura, y
g) el desafío a lo más terrible, lo siniestro, lo unheimliche (Freud, 1919) que es la sofocación por la tierra arrojada sobre su cuerpo por los verdugos.
Nuestro texto, aun actual, diría más, actualizado en 2020, desmenuzaba esos siete conflictos. Lacan, en su seminario subrayó lo que ahora nos interesa: el estado de los muertos insepultos. Ellos quedan entre dos muertes; Antígona es su paradigma: la muerte primera, natural, con la suspensión de las actividades vitales, de la imagen especular y de la palabra; la muerte segunda, aniquiladora, irrevocable, es la que elimina los restos simbólicos e imaginarios además de la sepultura del que fuera un ser viviente, de quien tenía un nombre propio, hablaba de sí como “yo” y era considerado un miembro de la sociedad. El poder, en nombre del bienestar público, ordena la supresión de la memoria. Es la situación ¡ay! tan frecuente de los “desaparecidos”, aquellos de quienes no se sabe si viven o murieron, dónde y cuándo buscarlos o terminar de buscarlos, los insepultos que en las leyendas de los zombis merodean entre los vivos reclamando por su recordación y su reconocimiento. Son también los muchos ancianos “archivados” que en estos tiempos mueren en “residencias”, olvidados de todos, considerados como portadores privilegiados de la peste, los más vulnerables, una carroña, una carne putrescible cuyo hedor debe desaparecer cuanto antes y sin dejar rastros capaces de contaminar a quienes entran en contacto con eso que fue un cuerpo y ahora es mera carne. La carne del ser humano, recordemos, se hace cuerpo cuando el lenguaje entra en ella, le atribuye un nombre y lo adhiere a una imagen especular de lo que constituye su “identidad”. Son aquellos para los que, como en Guayaquil, no alcanzan los féretros y son llevados en cajas de cartón para ser arrojados en osarios comunes, en hoyos, agujeros en la tierra que se hacen significantes de la voluntad aniquiladora del Otro.
La pandemia abre hoyos en la tierra para muertos sin nombre; quedan en esos lugares espacios yermos comparables a los puntos cero de Hiroshima y Nagasaki, de las torres gemelas, de Chernobyl, de Fukushima, de las islas de plásticos que contaminan los océanos. El planeta se va poblando de terrenos ominosos que señalan una topología y una toponimia para indicar dónde hubo gente que quedó “entre dos muertes”, mudos testigos de una humanidad desvanecida en el olvido.
El Estado se arroga la autoridad para considerar al cuerpo del difunto, al cadáver, como una “cosa” y le niega el estatuto de “persona” en contra de la legislación y de la jurisprudencia consagradas. [15]. El muerto no puede reclamar por sus derechos, pero sí sus representantes que le sobreviven. No es una cuestión baladí: todos seremos cadáveres en un futuro imprevisible pero no lejano y, como tales, es en defensa de nuestra propia libertad que abogamos por el derecho a decidir sobre el destino de nuestros despojos. El respeto al cuerpo no cesa al finalizar la vida animada; es un atributo de la dignidad personal. Por eso en los artículos citados de Agamben y el de Álvarez que desencadena estas reflexiones se destaca “en primer lugar” el tema de la supresión de los rituales, del derecho inalienable de quien ocupó un lugar en una genealogía y de quien fue marcado por el lenguaje para que no sea tratado como un mueble. Entre esos derechos figura también, por supuesto, la posibilidad de disponer, por la propia voluntad, la supresión de los ritos funerarios, la cremación y la dispersión de las cenizas en la tierra o en las aguas... o las otras posibilidades: embalsamamiento, congelamiento duradero o, tal vez en los límites de la ciencia-ficción, envío de los restos al espacio exterior o el mantenimiento en suspenso de la muerte por medios sobrenaturales como en el extraño caso de M. Valdemar de E. A. Poe [1844].
En la perspectiva del psicoanálisis lacaniano habrá que tomar en cuenta esta presencia del deseo más allá de la muerte expresada en la “última voluntad” notariada o no. Desde ese punto de vista es claro que el muerto es deseante aunque no gozante, pues solo hay goce de la vida y en relación con el movimiento de las pulsiones animado desde sus fuentes corporales. El cadáver no goza... pero sí es objeto del goce del Otro y de los otros que pueden acordar o discutir sobre el destino de su cuerpo: viud@s, hij@s de primeros y segundos matrimonios o extramatrimoniales, disposición del lugar y circunstancias de los ritos fúnebres, negocio de los empresarios de pompas fúnebres y de la venta de terrenos y panteones en lugares específicos de la ciudad, etc. ¡Vamos! hasta la sepultura de las mascotas (Cf. E. Waugh: The Loved One [1948]): todo eso cabe en el capítulo del goce del Otro, incluyendo el poder del Estado, el poder de los actuales Creontes para gozar de los cuerpos de los labdácidas que se extinguieron al quedar sin descendencia.
Esa es la necesidad del rito funerario: hace que la muerte no sea un avatar individual sino un acontecimiento social. El cadáver ya no puede participar del vínculo social que establece el habla pero sí es un eslabón de ese vínculo (lien social). El rito congrega a los sobrevivientes que pueden evocar la memoria, la fama o la infamia, del difunto. La ceremonia fúnebre establece, historiza e interroga a la memoria de los deudos y a los que harán su singular proceso de duelo incorporando, haciendo suyos los rasgos simbólicos e imaginarios del desaparecido. Mozart es un epítome de ese destino. Y Lacan evoca otros ejemplos al escribir “Sin duda el cadáver es un significante pero la tumba de Moisés está tan vacía para Freud como la de Cristo para Hegel” [16] Mozart es lo irremisiblemente perdido para los vieneses. El Santo Sepulcro motivó guerras centenarias cuyos ecos persisten hasta hoy.
Edipo y Creonte disputan por el lugar apropiado para la sepultura del propio Edipo (Sófocles, Edipo en Colono) y en ese enfrentamiento tercia Teseo, rey de Atenas, que asegura que la suerte y bienaventuranza más el cariñoso afecto de los atenienses traerá la fortuna a los conciudadanos de la nación que acoja sus restos. Creonte ha querido apoderarse por la violencia del cuerpo del viejo y ciego Edipo para llevarlo a la ciudad donde fue rey (Edipo tirano). La acción de Edipo en Colono, aunque la obra es la última que se conoce de Sófocles, es anterior a los trágicos acontecimientos que el propio dramaturgo escenificó en Antígona. Por eso en Edipo en Colono son los hijos de Edipo, los cuatro, (Eteocles, Polinice, Antígona e Ismena) quienes discuten acerca de los ritos y del lugar en el que reposarán los restos de su padre. Occidente oscila, aun hoy, en medio de la pandemia, entre el Panteón y la diseminación de las cenizas después de la cremación industrial. ¿Dónde instalar a los cuerpos sin vida?
Antígona, en el espacio “entre dos muertes”, sufre sus desgracias (Ate) en el lugar reservado por el tirano para su hermano, al que dio sepultura rebelándose contra el decreto del rey, representante de la polis. Al designarse a sí misma como autónoma, eterniza su crimen y su denuncia del poder político. Su destino es comparable al de tantos “muertos sin sepultura”: los cadáveres de los argentinos arrojados al mar desde aviones, Don Juan hundiéndose en el infierno, el capitán Ahab, entregado a la furia del Leviatán (Moby Dick) y abismándose con su barco en el torbellino del mar, Job, el profeta, el hombre virtuoso, todos aquellos que osan rebelarse contra la autoridad suprema tal como lo hace el compositor Leonard Bernstein en su tercera sinfonía : Kaddish. Recordemos que la oración fúnebre tradicional de los judíos, el Kaddish, no es, como generalmente se cree, un himno para recordar a los muertos. Es tan solo una plegaria para enaltecer a la divinidad.
Nuestra intervención podría terminar en este punto pero es imprescindible una aclaración final para evitar confusiones y no simplificar abusivamente el problema limitándolo a la cuestión de la disposición de los restos corporales en nombre de las conveniencias de la ciudad con el pretexto de la salud pública. La cuestión es más compleja, no se trata solo del conflicto entre Antígona y Creonte. Debe ser abordado desde una triple perspectiva: jurídica, sanitaria y política.
Desde el punto de vista jurídico, el que fue privilegiado hasta aquí, no hay dudas: deben respetarse los derechos de las personas sobrevivientes e incluso de los cuerpos difuntos que no son cosas ni residuos desechables.
Desde el punto de vista de la sanidad mal se podría desestimar la potencia maléfica del virus, independientemente de su procedencia. La incitación hecha al conjunto de la población para protegerse y mantener conductas de higiene personal y grupal está plenamente justificada. Bastantes barbaridades han sido cometidas por las autoridades, especialmente los presidentes de Estados Unidos y de Brasil, como para que alguien proponga el ejemplo de Antígona como modelo de la desobediencia civil a la autoridad política. Es claro que las medidas tomadas por los gobiernos más calificados, más prudentes, más atentos a la opinión de los expertos, están dando los mejores resultados que cabía esperar y todos están advertidos del riesgo de una suspensión apresurada de los cuidados aconsejables y del rebrote de la pandemia. La población bien informada pero no aterrorizada apoya a esos gobiernos y eso es alentador.
Lo grave, lo alarmante, es lo que sucede con la tercera perspectiva: la jurídico-política. Es en ese plano donde los dos artículos recientes ya citados de Agamben tienen plena validez aun cuando no conduzcan a directivas claras sobre lo que corresponde hacer. Sus cuestionamientos eran ya patentes al comenzar el año 2020 y no son efectos del virus. La situación de las libertades públicas, la debilidad de las democracias imperfectas aunque respetuosas de los rituales electorales y parlamentarios, la creciente intromisión de los medios tecnológicos y de las redes sociales, la manipulación de la atención a los reclamos sociales, la desviación de los recursos para sanidad y educación hacia el presupuesto militar y ecocida, todo eso y mucho más estaba ya presente y motivaba la inconformidad ansiosa de los sectores progresistas (llamémosles mejor: de izquierda; es más apropiado) al empezar el infausto año 2020. No ha llegado el momento de añorar ese pasado tan reciente en función de lo que podemos pronosticar para el futuro. Más bien nos arriesgaríamos a predecir que todo lo que iba mal irá peor y que nadie sabe de dónde podría brotar una esperanza. Tampoco al empezar el año se sabía a qué programa o proyecto apoyar. La pandemia no creó una nueva situación sino que agudizó la que ya existía. Las izquierdas están entre la espada y la pared. La tecnología a la que todos recurrimos cumple con su función farmacológica: es remedio y veneno. Los fascistas son conscientes de esta desorientación de sus eventuales adversarios. Saben y manipulan el chantaje que se reviste con la mascarilla de la protección sanitaria: o ceder al poder las libertades u optar por la enfermedad y la muerte: ¡la bolsa o la vida!
Néstor A. Braunstein, Barcelona, 25 de mayo de 2020