El golpe de Estado del 24 de Marzo de 1976 realizado con la anuencia de ciertos sectores de la sociedad civil y política y el establishment financiero tomó el poder, abriendo como se sabe el capítulo más dramático de la Argentina contemporánea. El poder represivo de las fuerzas llamadas “de seguridad”, precedido por organismos parapoliciales que comenzaron a actuar antes del golpe de estado [1] , persiguió a todo oponente, ya sea por su militancia, por sus ideas o por su desacuerdo con el régimen despótico instalado. Se estima –como es de público conocimiento– que el saldo de esta acción represiva fue la desaparición forzada de 30000 personas (9500 enumeradas por la CONADEP), de las cuales 80% tenía entre 18 y 35 años, el 30% eran mujeres de cuales 10% estaban embarazadas [2]. Las Abuelas de la Plaza de Mayo calculan entre 400 y 500 los niños secuestrados por las fuerzas de seguridad.
La desaparición forzada de las personas es una figura muy compleja desde el punto de vista jurídico, dado que los responsables pretenden no dejar rastros del secuestro del “desaparecido”; cuya consecuencia más frecuente ha sido el asesinato de las víctimas. Debidamente comprobada, fue una acción concertada con las fuerzas de seguridad de otros países latino-americanos, el denominado plan Cóndor, con el acuerdo evidente de la política exterior de los Estados Unidos, en la época en la que reinaba la paranoia del “enemigo interno”. El poder militar llevó adelante una acción represiva organizada y sistemática, que incluyó también a los hijos de los “desaparecidos”. Ya no se puede pretextar ignorar que en aquellos años, hubo una cantidad incalculable de muertos enterrados bajo la denominación de N.N, incluso de muchos niños.
La acción mesiánica que el poder militar se atribuyó implicaba una metodología que se extendía sobre varias generaciones. En nombre de la “defensa de la familia cristiana” y de “los valores occidentales”, el poder se apropiaba de los niños de las personas “desaparecidas” para evitar, según su curiosa concepción de una “buena educación”, que fuesen criados por las mismas familias que habían precisamente educado personas consideradas como “subversivas”, de acuerdo a la jerga de la época. Todo esto en nombre de la “moral cristiana” y de los “valores occidentales”. Valores que, evidentemente, el poder definía de manera siniestra, iluminada y unívoca. Muchos niños nacidos en cautiverio, fueron posteriormente secuestrados y confiados en “adopción”. Esos robos de niños eran también orquestados para no dejar rastros de los delitos de secuestro y asesinato cometidos en toda impunidad. El poder se sirvió de la complicidad de muchas instituciones ligadas a la infancia, e incluso de los Tribunales, que validaban sus acciones dando niños en adopción y negándose simultáneamente a dar información a las verdaderas familias. La metodología implicaba ocultar el cambio de identidad o aceptar que los niños fuesen admitidos en instituciones para menores como N.N., haciendo de hecho imposible que pudiesen reintegrarse a sus familias legítimas.
El poder pretendió modelar así el psiquismo de varias generaciones. El robo sistemático de los niños, abyecto botín de guerra, tenía por objetivo darlos a las familias ligadas al poder, presuponiendo que estarían en condiciones de educarlos según su ideología. La mayoría de dichas familias eran cómplices del acto delictivo. Tan sólo algunas, inscriptas en listas de adopción en los Tribunales, ignoraban el origen de los niños.
Una docena de mujeres se reúnen, crean una Asociación y denuncian el secuestro de los niños a partir de 1977; lo hacen con inmenso coraje y arriesgando sus vidas, en pleno período represivo. El primer nombre que tuvo esa organización fue: “Abuelas argentinas con nietos desaparecidos”, después tomaron el nombre de las “Abuelas de Plaza de Mayo” con el que se las conoce actualmente.
El poder militar contó con el silencio cómplice de algunos medios de comunicación y ciertos sectores de las instituciones civiles, políticas y religiosas, lo que no desalentó a las abuelas, quienes, además de su laberíntica acción en los tribunales argentinos, recurrieron a denuncias ante organismos internacionales de los derechos humanos.
En Abril de 1978, las Abuelas (todavía eran doce) lograron que la Corte Suprema de Justicia de la Nación recibiera un escrito que reclamaba por sus nietos desaparecidos. En el mes de Julio de dicho año la Corte se declara incompetente en nombre del “principio de separación de poderes del Estado sobre el cual se asienta nuestro régimen republicano de gobierno”, como si la república no hubiese sido vejada. En el pedido de las doce abuelas se reclamaba “que los niños señalados como N.N. no se den en guarda con fines de adopción desde marzo de 1976 en todo el país, mientras se sustancia el pedido de Habeas Corpus y se proceda a determinar el origen de los casos de criaturas menores de tres años dadas en adopción desde marzo de 1976 en todo el país, para determinar si se trata del nieto o nieta de alguna de las peticionantes” [3]. Desde el año 1978 las Abuelas preveían los horrores que se generarían a partir de adopciones ilegales, otorgadas con la complicidad de los jueces y funcionarios administrativos.
Frente a las negativas del poder y de las instituciones oficiales, las Abuelas dan prueba de una gran tenacidad e inventiva, y valerosamente, aun a riesgo de sus vidas, cambian de metodología. Así, para localizar a los niños secuestrados investigan por su cuenta, distribuyen folletos, pegan carteles, publican fotos en aquellos diarios que aceptaban hacerlo. Evidentemente dichas búsquedas se hicieron mucho más factibles con el retorno de la democracia a partir de 1983.
En enero de 1984 se realizan las primeras exhumaciones de cadáveres enterrados como N.N durante la dictadura militar. El horror de lo siniestro fue doble cuando se constató que entre los cuerpos asesinados por el impacto de balas tiradas por la espalda, se encontraban los cuerpos de dos niños de 5 y 6 años. Roberto y Bárbara Lanouscou eran miembros de una familia con 3 chicos. En un tercer ataúd, pequeño, donde se podía pensar que se encontraba la hermanita, Matilde Lanouscou, de 6 meses, se encontró, como si fuese un cuerpo de bebé, un oso pequeño envuelto y un chupetín. No quedaban vestigios humanos. Todo era un horrible escenario para ocultar el secuestro de la niña, que todavía no fue encontrada. En la puesta en marcha de la máquina de matar, no bastaba con la muerte física, había que eliminar toda traza de nominación. Diría que el crimen había sido doble, el del cuerpo y el del nombre, más “peligroso” aún, representativo de un espesor identitario propio.
Los cuerpos enterrados como N.N fueron numerosos, como si bastara con borrar el nombre para anular la existencia pasada de la persona asesinada. Pretender no dejar traza de la ignominia, es pretender no dejar traza de nominación. No es suficiente para el régimen despótico apoderarse de los cuerpos, hacerlos desaparecer, asesinarlos. Requiere atacarse simultáneamente a la esencia del sujeto reflejada en su nombre. Hacer desaparecer un cuerpo y su nombre, dos caras del mismo crimen.
Respecto de los niños que seguían con vida, no era evidente demostrar incuestionablemente el lazo de parentesco, en la medida en que los padres habían sido también asesinados. Esto hacía aleatoria la declaración legítima por parte de los abuelos. No bastaba con localizar al niño desaparecido-secuestrado, algo en sí-mismo alentador, había que obtener la prueba del lazo de parentesco. Esto se volvió posible únicamente gracias al aporte científico de las pruebas de histocompatibilidad inmunológicas desarrolladas en los USA por la Dra. Mary Claire King en 1984 y realizados en Argentina a partir de ese mismo año, a pedido de las Abuelas. Estas pruebas tienen una fiabilidad del 99,95 con respecto al lazo entre los nietos y sus abuelos y/o sus tíos y tías.
Luego del advenimiento de la democracia en 1983, el juicio de las juntas militares que tuvo lugar en Buenos Aires en 1985, demostró sobre la escena judicial la existencia de un plan formal de secuestro, tortura en centros clandestinos y posterior asesinato de oponentes al régimen, así como de sus familias. Sus hijos habían sido asesinados o robados y dados a familias, en su mayoría, en connivencia con el régimen.
Proceso de restitución
Las Abuelas de Plaza de Mayo luchan de manera denodada para poder encontrar a los niños, hoy en día jóvenes adultos, con el fin de devolverles su identidad y restituirlos a sus familias legítimas. Este combate que hoy ya no encuentra oposición, no fue inicialmente aceptado por el conjunto de la población ni por la totalidad de los medios. Demostrando los mecanismos denegadores de la condición de verdugos de la mayoría de los raptores, algunos pretendían que se habían vuelto padres adoptivos para los niños, de modo que era un trauma innecesario hacerles conocer la verdad sobre sus orígenes para devolverlos a sus abuelos biológicos.
Un equipo de pediatras, psiquiatras y psicólogos trabaja desde el inicio con las abuelas, aportando su contención y su saber profesional para poder garantizar que la restitución de los niños a su verdadera familia suceda en las mejores condiciones posibles para el niño.
Luego de diversos procedimientos, el proceso elegido es el siguiente:
— El juez, garante de la recuperación de la identidad del niño y la restitución de éste a la familia legítima, explica al niño en qué consisten la ley y la importancia de conocer la verdad.
— Es fundamental que esta separación tenga lugar de inmediato, incluso si inicialmente puede ser traumática para el niño. Se trata de un traumatismo movilizador, en el sentido de desalienar al niño restituyéndole el derecho de conocer sus orígenes, retomar su nombre y su apellido, de los cuales los raptores habían querido borrar todo rastro. El juez asume formular la prohibición que tiene que operar en contra de los raptores, beneficiando el interés superior del niño. Es el juez quien pone al tanto al niño sobre la verdad histórica en cuanto a su origen, las circunstancias de su secuestro y el terrible fin que sufrieron sus verdaderos padres.
— El niño es contenido por los familiares legítimos secundados por un equipo de psicólogos y psiquiatras que facilitan el encuadre del reencuentro.
— Es también el Juez quien debe explicitar a los abuelos el lazo legitimado por la decisión de la justicia.
— Los raptores quedan a disposición de la Justicia para rendir cuenta del delito cometido.
— Es de extrema importancia que ninguna persona en uniforme esté presente durante este acto de Justicia.
Podemos imaginar la intensidad del contenido emocional de este acto de restitución. Citaré in extenso el relato [4] que hace una abuela, sumamente conmovedor. En dicho relato realizado en primera persona, se pone de relieve de manera ejemplar, la importancia que puede tener un nombre en la recuperación de una identidad, aparentemente perdida para siempre, pero que estaba presente, en espera de poder resurgir con fuerza e intensidad.
Paula Eva Logares fue “desaparecida” cuando tenía 23 meses, con sus padres Mónica Gripson y Claudio Logares. De nacionalidad argentina, fueron secuestrados en Montevideo. Elsa, la abuela, que vivía en Buenos Aires, se quedó todo el mes de junio esperando. Como buena ciudadana, pensaba aún que se puede ubicar a alguien que está arrestado, sólo había que indagar en una Comisaría. Todavía no sospechaba la siniestra condición de “desaparecido”. Su búsqueda empezó en Uruguay y después en Argentina. Elsa pensaba que Paula estaba con Mónica, su madre. Escribe cartas al presidente del Uruguay e inocentemente, le pide que le devuelva a su pequeña Paula cuando tuviese 4 años, una vez transcurrido el tiempo necesario para que la pequeña permaneciera con su madre. Tiempo –pensaba ella– que los servicios de seguridad le acordarían. Elsa todavía no podía imaginar todo el horror en ciernes: “para mí fue catastrófico entender que estaban separadas. Ahora entiendo que era de una inocencia o de una estupidez absoluta”. Esta imposibilidad de concebir lo siniestro no es, evidentemente, signo de estupidez, como parece reprocharse Elsa, sino de humanidad. Alguien que es respetuoso de la humanidad del otro no puede admitir la ignominia de los seres que funcionan como una máquina nefasta de destrucción y muerte.
Elsa recurrió a las Abuelas de Plaza de Mayo quienes la ayudaron en su búsqueda. Una foto de su nieta, tomada en 1980, teniendo al centro de Buenos Aires de fondo, fue dirigida de forma anónima a una ONG de Defensa de los Derechos Humanos con la denuncia de que la criatura figuraba como hija de nacimiento de un Comisario de Policía. Según la denuncia la niña se llamaba Paula Lavallen o Luivallén. Mirando la foto, Elsa la reconoció sin dudas como su nieta y prosiguió con el mismo ahínco, pero con mayor estímulo, la búsqueda emprendida. Paula, en ese momento, tenía 4 años. Elsa logra encontrar la dirección y pasa y vuelve a pasar a lo largo de la calle para observarla. Intenta sin resultado el contacto con ella, hasta el día en que se encuentra finalmente frente a su nieta y a una persona que la toma en sus brazos a la salida de la escuela. Obviamente, en esa época las abuelas no podían contar con las instituciones judiciales de la dictadura para identificar y devolver los niños a sus familias legítimas. Un día, descubre que la familia de los raptores se había mudado. Está desesperada. No logra encontrar la nueva dirección pero la búsqueda continúa y la democracia adviene. A partir de ese momento, la Asociación de Abuelas puede pegar afiches con las fotos de los niños secuestrados y ciertos diarios y revistas las publican también. Una pareja vecina le hace llegar espontáneamente la nueva dirección donde vive Paula con sus raptores.
“Un día –cuenta Elsa- la volví a ver descendiendo del micro escolar con una muñequita en brazos y un guardapolvo rosa. Tuve un shock. La nena es muy parecida a su mamá y era como ver de nuevo a Mónica chiquita, parada ahí en la vereda. Al mismo tiempo quedé desorientada. Paula ya tenía 7 años. ¿Qué hacía todavía en el jardín de infantes? Tenía que estar en segundo grado, yo no entendía nada. Más tarde supe que los Lavallén la habían anotado como recién nacida en el momento de su secuestro. Paula vivía como si tuviera dos años menos”.
A partir de ese momento, Elsa frecuenta el barrio todos los días y para que los vecinos se familiaricen con su presencia sin levantar sospechas, lleva un canasto y hace sus compras. Mientras tanto, los abogados de la Asociación preparan la presentación en justicia. Había que encontrar el acta de nacimiento falsa, pero carecían del nombre exacto. Los abogados habían ubicado en una lista de torturadores el nombre Lavallén, pero no sabían si se trataba del apellido del apropiador. Entonces, una de las hijas de Elsa se acercó un día a Paula y le preguntó: ¿”cómo te llamás?” Y Paula contestó: “Paula Luisa Lavallén”. Así lograron confirmar el apellido correcto, sólo les faltaba el nombre. Un día, una señora vecina de los Lavallén, se acercó a la Asociación y pidió hablar con la abuela de Paula. La mujer tenía miedo pero al mismo tiempo no carecía de convicción: “Pienso que si la criatura tiene una familia que la está buscando, el mejor lugar donde va a estar es con esa familia porque esa casa no es para una chiquita y menos para una adolescente cuando tenga diez o doce años”. Y le habla de sus temores de cómo Lavallén tocaba y trataba a la niña. Cómo esa gente educaba a la niña “para” los designios de Lavallén. Tenía la impresión que éste no tenía una relación sana con la niña. Paula contará más adelante que Lavallén le decía que las chicas no hablan con los chicos porque son malos y sucios y que un día se casaría con él. El 13 de diciembre de 1983, al día siguiente de la asunción del Presidente elegido después del advenimiento de la democracia, los abogados hacen una presentación frente a la justicia. Cuando por orden judicial se dispone que la niña sea retirada de la familia de Lavallén, éste se presenta a la justicia con una “verdadera” acta de nacimiento según la cual Paula era supuestamente su hija. El documento era auténtico, había que demostrar que los datos eran falsos. Los exámenes de histocompatibilidad sanguíneos no existían todavía como elemento de prueba y hubo que esperar el 3 de agosto de 1984 para que estos tipos de pruebas puedan realizarse en Argentina. Cuando por fin tuvo lugar y se confirmó fehacientemente que se trataba de Paula Eva Logares, no por eso la niña fue devuelta a sus abuelos, quienes serán convocados por la justicia el 13 de diciembre de 1984. Por la Asociación de las Abuelas de Plaza de Mayo estaban presentes dos psicólogos, un pediatra y los abogados. Recién entonces el Juez dispuso devolver la niña a su familia legítima.
Es conmovedor citar el relato de la abuela Elsa integralmente: [5]
“La nena lloraba mucho, pateó mucho, no necesitó sedante, no quiso comer, dormitó un rato. Hasta que me dijeron que podía pasar. Entramos con mi marido a hablar con ella y ella llorando con mucha bronca, muy enojada, me dijo que quién era yo. Le conté que era la mamá de su mamá. “ Mentira –me gritó —mi mamá es Raquel y mi papá es Rubén” Eso es lo que dicen ellos— le dije–, yo digo otra cosa. Si yo soy la mamá de tus papás y no soy la mamá de ellos, de ninguna manera estos señores son tus padres. Se puso a gritar y a decirme que yo no era nadie, que lo único que quería era destruir a su familia” Más adelante le dije que había traído una foto para que vea y diga lo que le parecía, para ver si se acuerda de sus padres y agrega “yo había hecho ampliar fotos de sus padres con ella en brazos. Las miró y me las tiró arriba del escritorio. “Esto no es verdad —dijo Paula— porque son demasiado nuevas para que sean de la época que vos decís”. Le pedí disculpas y le expliqué que había hecho ampliar la foto para que se viese mejor la cara de sus padres, las fotos viejas estaban en casa para que ella las examinara. Miró una de las últimas que teníamos de cuando ella estaba con nosotros y dijo: “Sí, esta es bastante parecida a una que hay en casa”. Calculé que sería una fotografía que le tomaron al poco tiempo de secuestrarla. Se quedó mirando la foto de su madre y no decía nada. Miraba la foto del padre y lloraba, lloraba, no paraba de llorar. Entonces le dije:¿Sabés cómo le decías a tu papá? “No”, me contestó. Le decías Calio. Cuando se lo dije me miró, y repitió muy bajito con el mismo tono que de chiquita le había dicho a Claudio, su papá: “Calio, Calio”. Ahí se largó a llorar a los gritos” Fue como un nuevo nacimiento. Como dice el pediatra que asistió de un modo muy pertinente tanto a Paula como a su abuela, ese momento equivale a la ruptura de un absceso. Es un momento muy doloroso.
Esa tarde Paula fue a lo de su familia legítima, quiso ir al baño, no preguntó dónde estaba. Parecía reconocer el lugar. Se dirigió a la pieza del fondo, su pieza de otro tiempo, donde se había dormido tantas veces. Paula preguntó cómo eran sus padres, pidió ver fotos. En 1988, finalmente Paula recupera su nombre y su apellido de nacimiento. Cuenta la abuela que cuando el secretario del Juez le entrega su documento de identidad: “Paulita sonríe y se abraza a mí. Sabía que la identidad de Paula era importante para mí, pero no tenía la exacta dimensión de lo que significaba realmente: era que la tenía a mi lado. La justicia reconocía en los papeles su presencia y más allá de Paula, la existencia de Mónica y Claudio. Ellos habían existido, estaban vivos y presentes en su hija”.
Últimamente (6 de Febrero 2014) la Asociación de las Abuelas de Plaza de Mayo anunció que de los chicos que nacieron en centros de detención ilegales, hasta ese momento habían podido recuperar 110 nietos que habían sido secuestrados durante la dictadura militar.
Uno de ellos es Sebastián nacido el 27 de marzo de 1978 cuando su madre Adriana estaba detenida en un centro ilegal en la ciudad de La Plata.
Había sido secuestrada cuando estaba embarazada de 5 meses, al mismo tiempo que el padre de Sebastián, Gaspar, quien pasó a integrar el número de víctimas de la tristemente célebre ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada).
Sebastián era ya un joven adulto cuando su medio-hermana le cuenta que había sido “adoptado” al igual que ella. Pensando en las fechas, tuvo la curiosidad de saber si no era uno de los niños secuestrados durante la dictadura. Visita el sitio Web de la Asociación de las Abuelas de Plaza de Mayo y le parece reconocer a sus abuelos por el parecido físico. Se pone en contacto con la Asociación y hace un estudio de ADN que confirma su intuición. A partir del momento en que conoce su verdadero origen, su verdadero apellido, elige y añade como segundo nombre José, el mismo por el que habían optado sus padres para el caso en que el recién nacido fuese un varón; Josefina si fuese una nena. A partir de entonces, Sebastián es Sebastián José, inscripto en el deseo de sus padres, en su verdadera filiación.
Consideraciones acerca de la filiación y la nominación en referencia al robo de niños
La acción represiva que incluía el robo de niños no fue desorganizada ni azarosa. Fue la consecuencia de un plan orquestado, basado en la “Doctrina de la seguridad nacional” y “del enemigo interno” que tenía por objetivo no sólo hacer desaparecer a quienes se opusieran al régimen, sino también castigar a sus familias, buscando una verdadera desintegración de varias generaciones. El robo de niños y su “adopción” por las familias en connivencia ideológica con el régimen, a menudo ligadas con las fuerzas de seguridad, formaba parte de un plan de depuración ideológica con fuertes características mesiánicas. Queriendo interrumpir la cadena de generaciones, el poder pretendía inculcar a los niños los “verdaderos valores”, en una violenta negación de la ignominia y de lo siniestro de tales actos, incompatibles con todo valor ético.
Es paradojal que, después de la restauración de la democracia en 1983 y los juicios de restitución de los niños a sus familias legítimas, algunos hayan podido sostener que la restitución no era conveniente. Aducían que las familias que habían educado a esos niños se habían convertido en sus padres adoptivos, que los habían educado con “amor” y por consecuencia restituirlos a su familia biológica, desconocida hasta entonces, era agregar un trauma suplementario.
No es redundante subrayar que además del delito de secuestro de niños y falsificación de los documentos públicos, el poder cometió otros delitos no menos graves, como el no-respeto de los derechos, debidamente contemplado por la Convención de los Derechos de los Niños, a tener un nombre, a conocer su identidad, a situarse en su filiación. Fue violada la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Políticos y Civiles aprobado por las Naciones Unidas, y la Convención Americana sobre los Derechos Humanos de San José de Costa Rica, aprobado en 1969. Todas esas convenciones y tratados insisten en el derecho del niño a tener su identidad, ser inscripto bajo el nombre de los padres o de uno de ellos, como así también a tener un nombre en acuerdo con la elección de los padres en la descendencia de su filiación.
Los ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Eugenio Raúl Zaffaroni y Ricardo Lorenzetti en autos “Gualtieri, Rugnone de Prieto, Emma Elidia y otros, s/sustracción de menores de diez años”, causa G 291, XLIII, afirman:
“el crimen en autos no configura un hecho aislado, sino que respondió a una decisión general en el marco de una empresa criminal llevada a cabo por un aparato de poder del estado violador de elementales derechos humanos”…. “La creatividad tan perversa de esta decisión hace difícil la comprensión misma de su motivación y, por ende, de la propia dinámica criminal de los hechos”, pues tanto “puede pensarse en una tentativa de eliminar la memoria de esas víctimas, sumiéndolas en la ignorancia no sólo de su origen sino también hasta de su propia orfandad”, como en un delito que “se erige en una nueva cosificación humana que guarda cierto parentesco con la esclavitud, por considerar a los infantes como parte de botines de correrías criminales”.
En el fallo del Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata, se afirma que: “este acto criminal, aberrante, de colocar al niño al margen de toda protección legal, arrancado del vientre materno, alterando su estado civil, llevándolo a la ignorancia sobre tal estado, colocándolo en situación de desaparecido, eleva la sustracción, retención y ocultamiento de un menor de diez años, a la categoría de crimen de Lesa Humanidad, ya que la unicidad de la víctima puede referirse a la humanidad toda en su conjunto [6]
Evidentemente, desde el punto de vista jurídico la problemática es vasta y merecería ser tratado in extenso. Debiendo acotar, elegiremos la perspectiva que concierne a los traumas causados a los niños y sus consecuencias psíquicas, en particular subrayando el eje de la filiación y la nominación, y el valor que toma la verdadera nominación cuando el niño recupera su identidad, en el momento de la restitución por parte de la justicia a su familia legítima.
Las familias impuestas al niño por los organismos de seguridad a menudo formaban parte de la máquina infernal que había secuestrado y matado a sus propios padres. Como subrayan las Abuelas de Plaza de Mayo [7], no podemos hablar en esos casos de adopción, como algunos pretendieron más adelante, sino de apropiación violenta. Estos niños no fueron abandonados por sus padres, sino arrancados por la fuerza a sus familias legítimas.
Se trata de niños separados de sus padres, quienes en la mayoría de los casos fueron torturados, muchas veces en presencia de sus hijos –utilizados en esas circunstancias como factor de presión suplementaria– y después asesinados. El poder se negó a reintegrar a los niños a su verdadera familia, desmintiendo el secuestro del que habían sido víctimas.
Luego de semejante acto delictivo, la situación en la que se encuentra el niño origina graves daños psíquicos, particularmente a nivel de su identidad, la confusión acerca de su origen, la negación del horror sobre el cual las familias apropiadoras pretendían crear relaciones de afecto y paternidad. Como un infiltrado maligno, los efectos traumáticos se extienden sobre toda su salud psico-somática ejerciendo una influencia deletérea sobre la vida del niño, con tiempos de latencia imprevisibles y capaces de hacer sentir su nefasta incidencia de modo perdurable.
La restitución al niño de su identidad y de su historia, así como la restitución del niño a su familia legítima, es el paso previo y necesario para intentar una reparación del daño sufrido. Es evidente que el momento de la restitución es traumático para el niño, pero se trata de un trauma estructurante, a diferencia del trauma disolvente que había sufrido en el secuestro. La restitución “Es un acto fundante que se basa sobre la articulación de la verdad y de la justicia”. Las situaciones en las que se encontraban los niños son “fraudes y falsificaciones sin ley y sin verdad”. A partir de la restitución “no solamente las huellas mnésicas psíquicas se actualizan, sino también las corporales, porque el cuerpo recuerda. El cuerpo “escucha”, el cuerpo “ve”, el cuerpo “dice”, en el reencuentro con el universo familiar de origen el cuerpo “sabe”. Este cuerpo interviene como organizador que permite acceder a los fundamentos constitutivos” [8].
Se trata del cuerpo donde queda inscripto lo traumático no simbolizado de los niños que no tenían aún la posibilidad de lenguaje verbal. La experiencia de los niños nacidos cuando sus madres estaban detenidas ilegalmente, habiendo sido secuestrados inmediatamente o a veces algunas horas después de su nacimiento, llevó a pensar que puede existir en el niño una huella psíquica previa al nacimiento, denominada “identificación pre-primaria” [9]. En las situaciones traumáticas del tipo de las que venimos hablando, esta quedaría “clivada, encerrada o enclaustrada al interior de una caparazón sin destruirse ni ahogarse”. La restitución opera como “permeabilizadora de esta capa protectora del quiste, liberando la potencialidad de identificación que vehicula su núcleo”.
Para estos autores, la restitución genera un cambio de los juicios de existencia y de atribución que habían sido subvertidos en el momento del secuestro: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Quién desea mi bienestar? El niño debe pasar por una “desidentificación” de las falsas imágenes parentales, como paso previo a la asunción de su verdadera identidad. Esto no podrá hacerse sin una resemantización de las experiencias vividas. El relato auténtico de lo que realmente sucedió aporta un esclarecimiento a los significantes enmudecidos que habían quedado suspendidos, en espera de representaciones simbolizantes.
Como escribe A. Lo Giudice, [10] no se pueden borrar por arte de magia la usurpación y las huellas que el secuestro produjo en los niños; se puede, sin embargo, abrir un espacio para construir una verdad histórica que impida el asesinato de la memoria. A menudo los niños se debaten entre una “memoria obligada que prohíbe el olvido” y una “memoria prohibida que obliga al olvido”.
Según lo señala Pierre Legendre, [11] el lazo institucional que supone la vida familiar: “es obra de la genealogía, que sostiene el hilo de la vida, recuerda al sujeto su asignación” a un lugar dado. Este lugar, el niño no podrá crearlo por sí solo, necesita ser construido por los que lo anteceden. Como un vacío en espera de ser llenado, este lugar le es dado en primera instancia por sus padres en el imaginario que precede su nacimiento. En ese sentido, y como subraya Legendre, un álbum de familia es otra cosa que un libro de fotos. Instituye un orden a lo largo de las generaciones. Esta sucesión de lugares tiene por objetivo la creación de la alteridad, meta principal de la familia, evitando el magma indiscriminado que vendría a producirse en caso contrario. La institución familiar debe convalidar una genealogía ordenadora de los lugares, es decir de los sexos y de las generaciones.
El sujeto, como remarca Legendre, es transindividual en la medida en que es definido por categorías jurídicas y psicológicas de la genealogía. Su identidad está pre-figurada por quienes lo preceden. A través de ellos el niño encuentra un punto de anclaje para ocupar su lugar en la genealogía y construir su futuro. La función de los padres sirve por cierto de eje conductor en el dispositivo genealógico, y esta es la carencia cruelmente inscripta en los niños secuestrados. No es en nada comparable con la verdadera adopción. En esta última, la función parental está plenamente asumida en una genealogía adoptiva que no pierde significancia, dado que se construye sobre el respeto de la identidad y la verdad acerca del origen. La función paterna, ya sea biológica o adoptiva, debe ser ejercida como portadora de una Ley simbólica que trasciende al portador y según la cual la función paterna se somete a la misma Ley simbólica de la que es portadora. Esto es lo que transmite a sus hijos: la aceptación de la castración simbólica y la falta a la cual todo ser debe confrontarse. Es por eso que la genealogía excede el trío padre-madre-hijo para incluir toda la sociedad.
Por el contrario, los raptores de niños no pueden asumir la función parental dado que la misma queda sepultada junto a los cadáveres de los padres asesinados. La función parental no puede basarse en un crimen de lesa humanidad, hecho de mentiras y de travestismos de la verdad. Como lo subraya F. Ulloa [12], en esas condiciones, el niño es rebajado a la condición de un “objeto-fetiche” del que se apropian como botín de guerra, en un simulacro de parentalidad.
Nos confrontamos al campo de lo abyecto, que, como lo remarca Julia Kristeva [13], se relaciona con la perversión. Lo abyecto es perverso dado que no abandona ni asume una prohibición, una regla o una ley; la esquiva, la corrompe; usa la prohibición para negarla. Mata en nombre de la vida. Y la autora concluye: es el traficante genético; se apropia del sufrimiento del otro para su propio bien: es el cínico por excelencia.
Por su parte, Legendre nos recuerda que “la familia no es una yuxtaposición de individuos; es una entidad, que consecuentemente tiene lugares con valor estructural, nombrados y jurídicamente organizados. La entidad familiar es una puesta en escena instituyendo la representación del Edipo”. Para ello es necesario que lo institucional de la familia imponga límites a la descarga pulsional. Pero, poner límites –afirma Legendre [14]- “es poner en escena jurídica el sistema de las prohibiciones”.
Cuando se los apropian, los raptores de niños, apropiándoselos, no realizan un acto simbólico de adopción, sino que los hacen objeto de sus pulsiones de dominación, desplegadas en esa escena. Se sitúan en el registro de lo pulsional sin límites. En la apropiación del niño en tanto que objeto parcial al servicio de la omnipotencia mortífera, hay crimen del alma. En lugar de ser portador de la Ley simbólica, el raptor la desafía, y pretende ser el hacedor de la ley. El efecto siniestro es provocar una subversión de la Ley, dado que secreta pus en forma de ley putrefacta. Como subraya Legendre, no podemos enunciar yo quiero sin referencia a la Ley. La Ley quiere antes que nosotros. Por el contrario, el raptor dice: la Ley existe para mí si yo quiero… Se impone así como el referente absoluto. No es sin duda una mera coincidencia si la vecina del Comisario Lavallén teme, teniendo en cuenta el modo relacional que observa, un pasaje al acto incestuoso del raptor, en el momento de la pubertad de Paula.
En el fondo, dice Legendre, la institución de la genealogía consiste en articular los deseos incestuosos y la Ley, es decir, poniendo un límite al incesto. Los sistemas institucionales están construidos sobre esta base, que articula lo prohibido a la Ley simbólica. Se trata de la Ley escrita con mayúsculas: “a fines de estipular que se trata del límite al Deseo absoluto, al deseo de la identidad imposible”.
A la manera de un hueco, el lugar que vendrá a ocupar el niño, es un lugar creado por el discurso de los padres que prefiguran su llegada. La elección del nombre, como venimos diciendo a lo largo de este libro, es un momento crucial de la inclusión simbólica del niño en el deseo parental y en la descendencia familiar. Como una estampilla de origen, el nombre lleva la huella que lo reenvía permanentemente al discurso deseante de sus padres, que le da existencia aún antes del nacimiento.
La herramienta de la metamorfosis que asegura la entrada del sujeto en las categorías de la genealogía, es la nominación, afirma Legendre. Y precisa al respecto: “la nominación, esta técnica de civilización del sujeto” que sirve para construir la alteridad.
En el proceso de devolver la identidad a los niños “desaparecidos-apropiados”, pudimos ver hasta qué punto la recuperación de sus nombres era esencial. Esta recuperación de los nombres y de sus apellidos parece evidente para los primeros niños recuperados, que eran muy pequeños. Pero también lo es por ejemplo, en el caso de Sebastián, que a pesar de sus 29 años al momento de la revelación de su verdadera identidad, sintió la necesidad y eligió él mismo agregar al nombre con el cual había vivido hasta ese entonces, el de José, que había sido elegido por sus padres. No solamente recupera su apellido, gracias al cual se inscribe en una verdadera descendencia, sino también el nombre, José, que le permite el reencuentro con el deseo de vida de sus padres.
Es particularmente conmovedor y elocuente de la importancia del nombre de pila el relato de Paula, la nieta de Elsa, cuando en el momento de la restitución, se muestra, en un primer momento, furiosa frente al anuncio de un cambio tan radical en su vida, negándose en un principio a creer quiénes eran sus verdaderos padres. Contra toda espera, bastó con que su abuela le murmure al oído el nombre de su padre, Claudio, de la manera en que lo pronunciaba siendo niña “ Calio …” para que Paula estalle desconsoladamente en llanto. El poder de la reminiscencia fónica del nombre de su padre operó como certeza sobre su verdadero origen, a pesar de que tenía en la época del secuestro menos de dos años.
Los traumatismos “primarios” recuerda René Roussillon [15] , conciernen “conyunturas históricas o prehistóricas en las cuales el sujeto, demasiado inmaduro o desbordado por la intensidad de lo que debe vivir, o privado de un contexto relacional adecuado, no ha podido simbolizar, ni siquiera de manera imperfecta o parcial, frente a lo que tuvo que confrontarse”.
Desde el inicio de la vida psíquica, las capacidades mentales se ejercen, primero, sobre el material acústico. El espacio sonoro –afirma D. Anzieu [16] – es el primer espacio psíquico, un espacio protegido pero no herméticamente cerrado. El espejo sonoro es previo al visual. El Self se forma como un envoltorio sonoro en la experiencia del baño de sonidos, concomitante a la experiencia de la lactancia. Este baño de sonido prefigura el Yo-piel, con una cara a doble faz orientada hacia el adentro y el afuera, ya que la envoltura sonora está compuesta de sonidos emitidos alternativamente por el entorno y por el bebé.
Como lo subraya Laurent Danon-Boileau [17], existe en el psicoanálisis contemporáneo la intuición de un nivel más profundo del inconsciente que corresponde a lo que ha sido designado como “memoria sin recuerdos” (André Green y Sara y César Botella), inconsciente originario (Piera Aulagnier) o lugar des trazas mnésicas perceptivas (René Roussillon).
Percibimos así la pregnancia que la sonoridad del nombre de su padre adquirió para Paula, el valor de condensación que adquirió de toda una historia simbólica familiar. La sola enunciación del nombre del padre, su materialidad sonora, fue suficiente para que florezcan nuevas fragancias. Como acordes de un instrumento primitivo, como una música encantada, Paula es repentinamente puesta en contacto con su originario enquistado en forma sonora. El sonido del nombre presentifica el cuerpo de su padre. Es en el instante en que Paula escucha el nombre de su padre, de la misma manera en que lo pronunciaba siendo pequeña, que algo bascula de la incertidumbre y de la confusión traumática disolvente, hacia el posible inicio de un duelo a partir de la verdad de su filiación legítima. Dicho nombre, reminiscencia sonora, fuente de emoción constituyente, la confirma en la certeza de su filiación. De Paula Luisa Lavallén, niña secuestrada por el Comisario Lavallén, volverá a ser Paula Eva Logares, la hija deseada, inserta en una genealogía, la hija de sus padres Mónica y Claudio Logares, nieta de Elsa.
Del 1976 al 2008, han transcurrido 32 años del golpe de estado y los niños apropiados de la época ya son jóvenes adultos. Las formas de la búsqueda de la verdad toman otros carriles ante la justicia. En Febrero de 2008 [18], se ha iniciado el primer juicio en el que una joven apropiada durante la dictadura se presenta como querellante contra el matrimonio que la crió como si fuera propia. María Eugenia Sampallo Barragán vivió hasta el 2001 sin conocer su verdadera identidad. Al momento del juicio tiene 30 años, aunque desconoce la fecha exacta y el lugar donde nació en cautiverio. Sus apropiadores le habían dado diferentes versiones de su “adopción”, sin escatimar agresiones. Por ejemplo, en una oportunidad su apropiadora le vociferó: “sos una desagradecida, si no fuera por mí, hubieras terminado en un zanjón”, frase cuya sordidez sería cabalmente comprendida por ella sólo con el correr de los años. María Eugenia sabe ahora que es la hija de dos desaparecidos, Mirta Mabel Barragán y Leonardo Sampallo. Mirta estaba embarazada de seis meses cuando la secuestraron junto a su hijo Gustavo, de tres años, y a su pareja Leonardo. El niño fue a parar a una comisaría de donde lo rescató su papá, y durante mucho tiempo, ya con sus familiares, habló del “hermanito” que su mamá estaba esperando. Eso resultó clave para que la familia supiera que tal vez había un niño o una niña nacido en cautiverio. De Mirta y Leonardo hoy se sabe que estuvieron en el centro clandestino de detención El Atlético y luego en El Banco. Mirta fue sacada de allí en febrero del 78 para dar a luz; es posible que María Eugenia haya nacido en el Hospital Militar. A partir de ese momento, no se supo nada más de sus padres. El matrimonio Gómez-Rivas recibió a la niña tres meses después, por una gestión del militar Berthier, amigo de la apropiadora.
María Eugenia se decidió a realizar el juicio contra sus apropiadores después que los mismos, tras ser procesados, abrieran una contracausa donde la acusaron a ella y a todos los testigos de mentir. Cabal ejemplo del grado de negación y desmentida perversa que imperó durante la dictadura y cuyas ramificaciones aún persisten contra toda evidencia. Al momento de escribir estas líneas el juicio oral continúa, pero es interesante destacar la importancia que puede tener para la joven apropiada que los culpables sean sancionados, ya no como modo de restablecer la verdad de su filiación, confirmada por las pruebas de ADN, sino para liberarla del traumatismo desestructurante de sus propias percepciones, por haber crecido en la confusión enloquecedora de la mentira alienante, cuyos efectos deletéreos aún pueden manifestarse a pesar del tiempo transcurrido. En ese sentido, más allá de la condena de un delito, importa subrayar que la escena judicial puede adquirir un valor simbólico apaciguante para el psiquismo desgarrado de la joven apropiada poco después de nacer.