El sexto episodio de la tercera temporada de Black Mirror, “Odio Nacional”, nos confronta desde su inicio con los efectos que el avance por momentos temerario del discurso tecno-científico puede presentar en el entramado social. En un mundo ligeramente futuro, las abejas se han extinguido y la ciencia ha encontrado el modo de suplir sus funciones en el ecosistema. En este contexto el argumento ilustra, a partir de esa misma suplencia, cierto resto o imposibilidad constitutiva del sujeto en sociedad. Así como muchas innovaciones tecnológicas pueden resultar esenciales para el desarrollo del ecosistema natural, el espíritu mismo del discurso científico y su pretensión de capturarlo bajo determinadas leyes aparentemente absolutas, pueden en la práctica encontrarse con un punto de falla.
El ilustrador Maurits Escher parece captar este dilema a la perfección en el cuadro “Profundidad”, en el que juega con la perspectiva y el contraste para ilustrar una serie infinita de seres que simulan una extraña mixtura de pez y engranaje volador. Podríamos pensar que, en el cruce de las abejas-dron con los peces voladores de Escher, algo del orden de aquello incapturable se filtra en la imposibilidad de ubicar todo en escena: por un lado, la sensación de infinito que transmite la obra puede fácilmente asociarse a la misión casi titánica que implicaría dominar, con el paso del tiempo, a una multitud de abejas programadas para reproducirse de forma autónoma y sin límite alguno. Por otro, las características bélicas de los seres voladores del artista holandés nos conducen a poner en cuestión el intento, acaso inocente, de recrear una lógica natural extinta con drones voladores, sin antes dimensionar los posibles contratiempos que puede implicar la intervención del ser humano.
Nos encontramos entonces con un plus; en el pasaje de lo natural a lo tecnológico sucede algo que excede los planes originales del Proyecto Granular: la infiltración de Scholes en el proceso natural que busca suplir este proyecto desnuda puntos de inconsistencia. Acaso la culpa que la detective Parke exhibe en la primera escena del capítulo –en una suerte de flash forward que ilustra su testimonio sobre lo sucedido ante un tribunal especialmente organizado para resolver el caso– da cuenta de los efectos que provoca en ella este mismo exceso, algo por cierto irrepresentable a nivel de su discurso, cuando menos en una primera instancia: mientras perdía tiempo sancionando erróneamente la responsabilidad jurídica por el primer homicidio, siempre desde los espacios comunes que presenta el modus operandi policíaco (durante cuyo tiempo y, a pesar de las alertas de su asistente, afirmaba tozuda que el esposo de la periodista debía ser el asesino, aduciendo incluso que los insultos en Internet sólo implican “hablar por hablar”), eran precisamente las sospechas de su asistente, quien sostiene desde un principio que “estas cosas [los celulares] absorben nuestra esencia… lo saben todo sobre nosotros”, las que podrían haber facilitado un rumbo distinto en la investigación.
En este sentido, los pincelazos con que el director grafica a Coulson en absoluto responden a una cuestión azarosa: la nueva sombra de Parke en todas sus investigaciones trabajaba anteriormente en el área de Análisis Forense Digital, sector en el que había asistido en la resolución de los delitos más siniestros de la denominada internet profunda. Es ella quien afirma, respecto de un abusador de niños cuyo material digital debió oportunamente desencriptar, que el hecho de observar fotos y videos como aquellos “te cambia”. Insiste incluso, al momento de explicar el traspaso laboral, en la importancia de realizar trabajo de campo para cambiar el mundo real, cuestión que la Detective Parke desestima por completo. Si hacemos énfasis en esta caracterización del personaje de Coulson es porque, precisamente en aquella brecha metafísica entre las concepciones de ambas investigadoras, comienzan a filtrarse las claves que luego conducen a la resolución final del caso, por fuera de la lógica jurídica. Mientras que Parke lee las nuevas tecnologías de un modo ingenuo, que roza incluso la subestimación, es su nueva asistente quien advierte con suma claridad los efectos de estos nuevos modos de lazo a nivel digital, guiando más adelante los pasos de la detective hacia el núcleo del problema.
Podríamos pensar entonces que allí donde Parke observa una simple captura imaginaria por parte del mundo virtual, Coulson en cambio sabe que aquella lógica no sólo moldea sino que domina el mundo real al que hacíamos referencia anteriormente, y lo hace a tal punto que logra incluso involucrar a una multitud en una suerte de referéndum gratuito para sentenciar la actitud de determinados habitantes, sin que ninguna de estas personas ose siquiera preguntarse por las consecuencias de esta libre opinión. Byung-Chul Han explica el pasaje de la biopolítica a la psicopolítica (Byung-Chul Han, 2014) a través de una modificación esencial en el objetivo político de base: el pasaje del control de los cuerpos, característico del Estado disciplinario, al control de la psiquis que se lleva a cabo en la sociedad actual, anclado éste principalmente en la supuesta libertad que las nuevas tecnologías parecieran brindar a quienes las utilizan. El ensayista y filósofo detalla los modos a través de los cuales las nuevas plataformas comunicacionales esconden, detrás de una fachada que bien se sostiene sobre significantes muy potentes –libre expresión; autonomía, etc.– una vía de control activo altamente eficaz:
Subimos a la red todo tipo de datos e informaciones sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se sabe de nosotros. Este descontrol representa una crisis de la libertad que se ha de tomar en serio (…) Nos dirigimos a la época de la psicopolítica digital. Avanza desde una vigilancia pasiva hacia un control activo (Chul Han, 2014, p. 25).
Partiendo entonces de aquel intersticio entre la lógica de la ciencia y la del sujeto, “Odio Nacional” nos permite conjeturar una hipótesis sobre la responsabilidad: allí donde el instinto natural de las abejas cede, en la suplencia forzada por medio de abejas tecnológicas, a la pulsión de muerte que resulta intrínseca al sujeto, comienzan a vehiculizarse en escena objetivos políticos ligados al control social: en una versión moderna e impalpable del modelo panóptico que Michel Foucault detallara en Vigilar y Castigar (Foucault, 1975) –con la salvedad de que, a diferencia de lo que allí plantea Foucault, en este escenario nada saben las víctimas ocasionales de esta misma vigilancia–, las abejas-dron sobrevuelan Gran Bretaña gracias al financiamiento del Estado, que ha decidido aprovecharse de su tecnología para vigilar a todos sus habitantes y que ha omitido, dentro de la dimensión de lo potencial, la mera posibilidad de que este engranaje pudiera verse infiltrado y dirigido contra la sociedad misma.
En ese entrecruzamiento de objetivos diversos, en el que resulta inevitable no admitir una nueva relación entre las abejas computarizadas y los peces voladores de Escher –que parecen captar absolutamente todo a través de sus enormes ojos, como si cada uno encarnara en sí mismo el modelo panóptico de Bentham– es Garret Scholes quien decide servirse de esta plataforma tecnológica para transmitir un contundente mensaje: las acciones de cada sujeto siempre acarrean consecuencias. No sólo deberán asumirlas quienes lleven a cabo acciones condenables a nivel moral –como la periodista, el rapero o la joven que se burla de los veteranos de guerra– sino principalmente los ciudadanos que deseen públicamente la muerte de aquellos.
Pero el significante #deathto y el juego virtual que lo soporta no sólo nos permiten pensar la implicación de sus participantes, sino que también se erigen como muestra de una posición sumamente perversa en Scholes: para asumir el rol de justiciero ante la desidia generalizada que observa en el manejo de las redes sociales, decide servirse de las abejas-dron y así ocupa, durante todo el transcurso del “Juego de las consecuencias”, el lugar de la ley. Una ley que, porque pretende legislar sobre todos los participantes de modo universal, carece de la mediación simbólica que podría acaso permitir, en todos o algunos de ellos, el despliegue de una posición distinta; una luz que pudiera acaso hacer lugar a la emergencia de una cuota de responsabilidad respecto de aquello que condujo, a cada sujeto, a desear la muerte ajena.
Por otro lado, el hashtag parece a su vez coagular los efectos de la técnica en los modos de comunicación de los seres humanos: los avances tecnológicos en esta materia permiten y facilitan que no una, sino miles de personas se habiliten a sentenciar la muerte de otra persona de forma gratuita. Podríamos hipotetizar que ningún participante hubiese comunicado de la misma forma su sentencia ante un tribunal dispuesto especialmente para juzgar la culpabilidad de uno u otro a nivel jurídico. Pero ¿No es ese acaso el punto de inconsistencia que busca mostrarnos el creador de la serie, en lo que respecta a la utilización que la sociedad hace de las pantallas en nuestro tiempo? En cualquier caso, la distancia social (Bauman, 1989) determinada por la misma fenomenología de la comunicación digital, entre quienes publican el #deathto y sus condenados a muerte, no debería impedirnos una hipótesis sobre la responsabilidad en cada uno de ellos. El inocente mensaje de cada participante retorna entonces, pero acaso de forma invertida: la misma sentencia que has proyectado en el otro recae ahora sobre tu cuerpo sobrevolado, vigilado, y castigado al fin.
Referencias
Bauman, Z. (1989) Modernidad y holocausto. Ed. Sequitur, Madrid.
Byung-Chul Han (2014). Psicopolítica. Herder ed. Barcelona.
Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. Siglo Veintiuno ed. Bs. As., Argentina.
Freud, S. (1920). Más allá del principio del placer. En Obras Completas Vol. XVIII. Ed. Amorrortu. Bs. As., Argentina.