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Volumen 19 | Número 2
Septiembre 2023 | Marzo 2024 - Septiembre 2023
Publicado: Septiembre 2023
Inteligencia Artificial y Bioética


Resumen

Una versión preliminar de este texto fue publicada en 2001 en ocasión del estreno del film. Dos décadas después y ante la explosión de la Inteligencia Artificial Generativa se presenta una versión ampliada que mantiene sin embargo la tesis original. Se trata de la importancia y vigencia de los mitos para comprender la distancia entre la lógica computacional y lo propio de la condición humana. En esta línea se analiza el film de Spielberg en interlocución con el célebre relato de Carlo Collodi y con los aportes del psicoanálisis para pensar el presente y el futuro de la Inteligencia Artificial.

Palabras clave: Psicoanálisis | niñez | robots | relación madre-hijo

Abstract English version

[pp. 63-65]

Inteligencia Artificial: Pinocho dos mil años luz

Juan Jorge Michel Fariña

Universidad de Buenos Aires

A la memoria de Alejandro Ariel

Inaugurando este siglo XXI Steven Spielberg realizó su film Artificial Intelligence. Contaba entonces con los mayores recursos: una vasta y reconocida experiencia en la filmografía de ciencia ficción, a lo largo de la cual había recreado de manera verosímil tanto a temibles monstruos prehistóricos como a entrañables extraterrestres. Y por cierto el dinero grande de Hollywood, que avala todas sus superproducciones y que le permite acceder sin límites a los más sofisticados efectos especiales.

Además, el momento histórico. No se trataba de los años 70 y 80 del siglo pasado, conocidos como “el invierno de la inteligencia artificial”, en el que cayeron los proyectos de investigación y quebraron varias empresas. En 2001, las aplicaciones de la IA –los elementales sistemas expertos de entonces– ya formaban parte de la vida cotidiana. Desde cajeros automáticos hasta incipientes sistemas de algoritmos, los avances de la IA eran crecientemente incorporados a los más variados productos con un optimismo sin precedentes… Como lo expresó en ese entonces Gary Layton, un ejecutivo de la empresa tecnológica Computer Associates, en la promoción de su software de negocios InterBiz: “una vez que uno pone a trabajar la aplicación en su entorno, funciona como un chico: aprende todo lo necesario sobre el negocio”.

En síntesis, se conjugaban todos los elementos para que el film nos hiciera creíble la idea de un autómata inteligente. Sin embargo, la producción de Spielberg puede ser leída como un manifiesto de la impotencia científica. Puesto ante la empresa de convencernos del prodigio de la inteligencia artificial, Spielberg opta por relatarnos una entrañable historia infantil de fines del siglo XIX. Seguramente mucho tuvo que ver la elección con el proyecto inicial, que pertenecía en realidad a Stanley Kubrick, basado en la novela de Brian Aldiss, Supertoys Last All Summer Long. Lo cierto es que I.A. puede ser pensada como Pinocho, el célebre cuento de Collodi, maravillosamente ambientado miles y miles de años después.

La historia es conocida. Para mitigar su soledad, el viejo Gepetto recibe un leño mágico con el que construye un muñeco parlante. Un madero con destrezas elementales que lo acompañe en la vida. Pero Pinocho resulta desobediente y mentiroso, complicando la vida del viejo Gepetto que se la pasa regañándolo.

También el profesor Hobby, a su manera, está solo. Pero él no es carpintero sino ingeniero electrónico y entonces su invento será un chip parlante, un niño robot Mecha destinado a sustraer de la tristeza a un matrimonio que ha perdido a un hijo. Es así que, en una transparente analogía, David deviene el Pinocho del film.

Pero el hermanito de David despierta súbitamente del coma irreversible en el que estaba sumido. Y el film deja entrever que los celos ante la aparición de David no son ajenos a su reacción. Como lo anticipara Lacan con San Agustín, la reacción especular de un niño frente a la imagen del semejante puede adquirir una virulencia no siempre comprensible para los padres.

Desbordados por la situación, como Gepetto frente a su travieso muñeco, los padres de David deciden deshacerse del robot. En la ficción de Kubrick-Spielberg, el grillo –la conciencia moral de Pinocho– será Toddy, el superjuguete que acompaña a David a lo largo de sus desventuras.

Hasta que, como se sabe, en la historia de Collodi ocurre algo maravillosamente inesperado. Pinocho se entera que a Gepetto se lo ha tragado una ballena. Y entonces se lanza a la empresa de rescatar a su padre. Lo busca incansablemente hasta que lo encuentra en el vientre mismo del animal. Gepetto se emociona, pero ha pasado dos años sobreviviendo en las entrañas de la ballena, dos años que parecieron dos siglos. Tan larga fue su espera que ya ha perdido toda esperanza de supervivencia. Pero cuando a su padre ya lo abandonaron las fuerzas, cuando está resignado a esperar el fin para ambos, es Pinocho quién decide buscar la salida.

Conduce a Gepetto a través del interior de la ballena hasta lograr escapar de sus fauces y arrojarse a la incertidumbre de las aguas. Y nada desaforadamente con su padre a cuestas a través del mar calmo. Pero la costa no aparece en el horizonte. Y una vez más, Gepetto se desalienta. Y nuevamente Pinocho inventa una playa inexistente para animarlo. Como lo hace Guido con su hijo Giosué en “La vida es bella”, Pinocho creará una ficción para sustraer a su padre del horror. Y así lo salvará de la muerte. [1]

Alejandro Ariel ha enseñado que esta vez Pinocho no acude a la cita por obligación. Lo hace para salvar al padre, más allá de los mandatos que éste le ha impuesto. Por eso ilustra ese momento maravilloso en que un niño deja de ser hablado por sus padres para comenzar a escribir su propio guion en la vida. [2]

Exhausto luego del salvataje, se acuesta a dormir y cuando se despierta ha dejado de ser un muñeco. Pinocho es ahora un niño.

Si Gepetto permaneció dos largos años en el vientre de la ballena, David pasará dos mil años en el fondo del mar. Y lo hará junto al mechón de cabello de su madre, amorosamente guardado en el bolsillo de su mascota Toddy. El recuerdo materno será el aliento de su espera. Dos mil años en las fauces de un habitáculo submarino, en las entrañas mismas del mar, son también para él tiempo suficiente.

Pero en este punto es en el que el film se separa del relato de Collodi, porque la pretendida inteligencia artificial encuentra aquí su límite. La ciencia no puede formalizar lo sustancial de la condición humana. Así como un niño no deviene tal sino a partir de un movimiento en el que se sustrae del mandato paterno, aun el algoritmo más sofisticado será siempre insuficiente para dar cuenta de la erótica humana.

El final de AI es decididamente triste, porque le ofrece al robot mecha un día de encuentro con su objeto anhelado. No resucitan a su madre ni David deviene humano, sino que los extraterrestres le ofrecen una realidad alucinatoria en la que, alcanzado el objeto perdido en la recreación del mejor día que tuvieron juntos, el programa pueda, finalmente, cancelarse. David no deviene humano: sólo logra dejar de seguir buscando el objeto, porque lo recupera en el único lugar en que puede recuperarse: en los sueños.

Un final a la medida de Spielberg, para quien el cine siempre fue su refugio en la vida. La realidad es vista desde el cine que consumió desde que era chico. De ahí que ver films de Spielberg es sentir que se está viendo un mundo que ya se ha visto: es que recrea los mundos de las películas que él vio.

Mientras que Pinocho rescata al padre, y al hacerlo se vuelve humano, David busca retornar a su madre para hacerse uno con ella. La madre es su Cosa, según el programa que ha recibido: un amor incondicional por ella, sin ambivalencias y para siempre. David no puede interrogar ni atacar ese mensaje, porque él mismo consiste en ese mensaje. IA muestra por qué alcanzar la Cosa y hacerse Uno con ella, cancela el circuito de deseo.

Mucho se ha bastardeado la relación entre Stanley Kubrick y Steven Spielberg. Pero lo cierto es que cuando ante la inminencia de la muerte, Kubrick legó a Spielberg el proyecto de IA, hizo su propia elección.

No recurrió a la vana tecnología. No hizo congelar su cuerpo para revivir en algún macabro experimento futurista. Apeló a su storyboard y a las novecientas páginas que pacientemente fue entregando a Spielberg.

¿Reconocería Kubrick al producto como suyo? La pregunta de los críticos es francamente ociosa. Por supuesto que sí. En todo caso, tanto como un padre puede reconocerse, con las naturales semejanzas y diferencias, en un hijo largamente anhelado.


[1Ver al respecto el artículo de Carlos Guitérrez “Había una vez un intérprete del desastre”, en Ética y Cine, Eudeba/JVE, 2001.

[2Alejandro Ariel “La responsabilidad de ser padre”, clase dictada en la Facultad de Psicología, UBA, II cuatrimestre de 2000.


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