Volumen 15
Número 2 Septiembre 2019 - Marzo 2020
Publicación: Octubre 2019 Ignacio Martín-Baró: 30 años
El banner de este número de Aesthethika reproduce los mosaicos del mural en recuerdo de los jesuitas y las dos mujeres asesinadas por el ejército salvadoreño en 1989: Segundo Montes, Ignacio Ellacuría, Amando López, Elba Ramos y su hija Celina, Ignacio Martín-Baró, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López. La obra está emplazada en la propia Universidad Centroamericana José Simeón Cañás donde ocurrió la masacre y representa una de las funciones del arte: la de rememorar y dar testimonio.
Editorial [pp. 1-5]
La caricia del tiempo
Ignacio Martín-Baro: 30 años
Elizabeth Lira Kornfeld
Juan Jorge Michel Fariña
M. Brinton Lykes
Universidad Alberto Hurtado - Chile
Universidad de Buenos Aires - Argentina
Boston College - USA
Ahora puedes palpar el aire,
acariciar la brisa
y beber la lágrima.
I. Martín Baró [1]
En 1989, Ignacio Martín-Baró, SJ, tenía 47 años. Era psicólogo social, vicerrector académico de la Universidad José Simeón Cañas y párroco de Jayaque. Dirigía varias iniciativas universitarias, publicaba artículos y libros, enseñaba; se daba tiempo para conversar con estudiantes y profesores, responder las cartas que recibía de distintas partes del mundo, y participar en congresos. Tocaba guitarra y jugaba fútbol cuando podía escaparse de las tareas cotidianas.
Pero Ignacio, como todos los salvadoreños, vivía bajo la presión de una guerra que había comenzado en 1981, con miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados, una guerra que dividía al país. En esas condiciones desplegaba una capacidad sorprendente para convocar a otros a las tareas académicas y políticas que posibilitaran superar el conflicto político y sus efectos. Le preocupaba especialmente cómo enfrentar las consecuencias del terrorismo de Estado y de la guerra en las víctimas y en la sociedad y cómo transitar hacia un proceso de paz. Identificaba la importancia de la psicología para visibilizar los obstáculos psicosociales que impedían poner fin a la guerra desde las personas y desde las estructuras de poder, así como la potencial contribución de nuestra disciplina a los procesos de verdad, reparación y justicia. Era consciente de que las dictaduras y las guerras civiles generaban contextos polarizados que estrechaban la libertad y la autonomía personal y forzaban a opciones políticas y éticas que requerían discernimientos complejos. Trabajaba intensamente para que el presente de conflicto transitara hacia un futuro democrático que construyera la paz sobre la base de la justicia.
Su diagnóstico sobre los efectos de la guerra lo había llevado a señalar que una consecuencia psicosocial muy drástica era la devaluación de vida humana en el quehacer cotidiano en El Salvador. La violencia se había internalizado expresándose como una indiferencia afectiva y moral generalizada en la sociedad ante las atrocidades, humillaciones y pérdidas y podía llegar a ser una hipoteca psicológica que amenazaría la convivencia democrática en el futuro. ¿Pero cómo contrarrestar esos efectos?, ¿cómo superar sus consecuencias?
En medio de la guerra, Ignacio propuso que se creara una red académica solidaria que trascendiera las fronteras, contribuyendo a la discusión de teorías y métodos para la formación y entrenamiento de profesionales capaces de responder a las necesidades de las víctimas. Subrayaba la importancia de contar también con esa red solidaria ante las amenazas mayores, que en esos tiempos podían hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Fuimos parte de esa red.
En noviembre de 2019 se cumplen 30 años de su asesinato; no hemos dejado de sentir su ausencia y su pérdida. Fue de aquellos seres humanos que logran trascender su vida para convocar a su legado: unir la investigación científica y las tareas académicas a las necesidades de paz y justicia y a la reparación de las víctimas. Personas que logran que su fuego encienda otros fuegos y que sus huellas perduren más allá de su muerte.
Nuestra relación con Ignacio fue breve en el tiempo, pero intensa y trascendente en nuestras vidas y nuestros corazones. Como toda historia, también esta puede recrearse de distintas maneras. Vamos a iniciarla en julio de 1987 cuando se realizó en La Habana el Congreso de la Sociedad Interamericana de Psicología. Allí coincidimos profesionales que veníamos trabajando en el campo de la salud mental y los Derechos Humanos en las tres Américas: Elizabeth Lira, de Chile, Maritza Montero, de Venezuela, Ignacio Martín Baró, de El Salvador, Brinton Lykes, de Boston, Juan Jorge Michel Fariña, de Argentina, Adrianne Aron, de Berkeley, entre otros y otras. Fue un congreso muy especial, que tuvo su acto de apertura en el Palacio de las Convenciones, con un discurso inolvidable de Fidel Castro, y que contó entre sus panelistas centrales a Paulo Freire.
En el cono sur estábamos recién emergiendo de dictaduras terribles y con Elizabeth ya nos conocíamos, porque habíamos compartido espacios en Santiago, Montevideo y Buenos Aires. Fue ella quien nos reunió en La Habana con Brinton y con Ignacio, abriendo entre nosotros un vínculo que cambiaría el curso de los acontecimientos, tanto académicos como personales. Allí mismo decidimos conformar la Red de Salud Mental y Derechos Humanos y organizamos una serie de acciones para el futuro que imaginábamos largo y promisorio. Las comunicaciones eran todavía lentas. No existía Internet y pocos académicos disponían del entonces rudimentario sistema de correo electrónico. Pero soplaban vientos nuevos. Nos mantuvimos en contacto a través de cartas que iban y venían de norte a sur, y dos años más tarde volvimos a coincidir en el siguiente congreso de la SIP en Buenos Aires.
Ignacio ya se había transformado en un referente de todos nosotros. De aquel congreso en el Teatro San Martín de Buenos Aires, recordamos siempre su conferencia, que tuvo un detalle extraordinario. Para ilustrar los mecanismos ideológicos de manipulación de masas en El Salvador, presentó los jingles de las campañas políticas de la derecha, que habían “copiado” la exitosa melodía de la campaña del NO en Chile. Para demostrar su punto, no dudó en cantar a viva voz ante un auditorio colmado una y otra melodía, evidenciando así la tendenciosa identidad entre ambas. Introdujo por esta vía la dimensión del pathos, de las emociones, como una variable importante a ser incluida en el terreno de la entonces incipiente psicología política latinoamericana. [2]
En medio de las sesiones del congreso realizamos reuniones de trabajo y fue allí que programamos una primera conferencia a distancia a realizarse en noviembre de ese año a través de la PeaceNet. De común acuerdo decidimos que el tema tuviera que ver con niños afectados por el terrorismo de Estado en nuestros países, con el foco en la situación de la tarea de restitución que llevaban adelante las Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina.
Imagen: Logo de la Red de Salud Mental y Derechos Humanos
Acordamos realizar la actividad en simultáneo, compaginando horarios entre Santiago, Buenos Aires, Boston, Berkeley y El Salvador. El esquema preveía que en cada ciudad un grupo de especialistas discutiera el tema, se tomaran actas y se las distribuyera vía e-mail a través de la PeaceNet, para ser leídas y animar una discusión compartida. En Buenos Aires se reunieron en un aula de la Facultad de Psicología de la UBA Fernando Ulloa, Tato Pavlovsky, Gillou García Reynoso y Eva Giberti. Era media mañana de ese 16 de noviembre cuando nos sacudió la noticia de que a la madrugada habían asesinado a los jesuitas en el patio de la Universidad Centroamericana. Quedamos paralizados. Ignacio estaba entre las víctimas. Apenas atinamos a utilizar las comunicaciones para organizar las primeras acciones de denuncia y repudio, pero sobre todo para tratar de afrontar el golpe.
Desde entonces, al cumplirse cada aniversario recordamos estos hechos, pero sobre todo ratificamos en acto nuestro compromiso con aquella causa. En Boston, Brinton lideró un importante grupo de académicos y activistas con los que creó el Fondo Ignacio Martín-Baró de Salud Mental y Derechos Humanos, que logró reunir más de un millón y medio de dólares destinado a promover proyectos comunitarios alrededor del mundo. También contribuyó a crear luego el Centro de Derechos Humanos y Justicia Internacional de Boston College y a garantizar junto a miembros del comité del Fondo Martín-Baró y estudiantes y profesores de Boston College la edición sostenida de The Just Word. En la Universidad de Buenos Aires se concursó la cátedra de Psicología, Ética y Derechos Humanos, que desde entonces formó 25.000 psicólogos articulando rigurosidad en la enseñanza con compromiso y sensibilidad social. En Santiago de Chile, Elizabeth trabajó, primero en el ILAS y luego como Decana de la Universidad Alberto Hurtado, en la creación de una cátedra Ignacio Martín-Baró, que realiza anualmente un importante evento de trascendencia a la vez académica y social. Y en la misma línea Esteban Costa dicta cada noviembre su clase especial en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, así como los colegas de Colombia realizan su cátedra en la Pontificia Universidad Javeriana. En la misma línea existen iniciativas similares en Sudáfrica, Perú, Australia, Costa Rica, México, Puerto Rico, Venezuela… que se suman a los muchos y muchas investigadores que han profundizado estudios sobre la psicología de la liberación a través de su enseñanza y sus publicaciones.
Foto: Mural en la Universidad Alberto Hurtado
Este número de Aesthethika recrea ese movimiento del que es a su vez parte activa, conformandoun nuevo pequeño paso en este necesario ejercicio de memoria. En tanto revista de Subjetividad, Política y Arte, incluye referencias al cine, con el film “I’m not your negro”, leído en interlocución con Martín-Baró, o el pasaje del documental de Gerard Miller para discutir el tema de la “psicología de la caricia”, o el video “La Otra llamada del río”, que anuda la música y la ficción testimonial. Se incluyen también modos contemporáneos de la enseñanza de Martín-Baró, a partir de experiencias en universidades de Córdoba y Buenos Aires, para lo cual están convocados los académicos Diego Fonti, Haydée Montesano, Eduardo Laso, Hebe Rigotti, Silvina Gómez Rennella y Esteban Costa. Hemos recuperado asimismo los testimonios de colegas de otros países que aportan su semblanza de Martín-Baró: Adrianne Aron (Berkeley, CA), José Luis Henríquez y Mauricio Gaborit (El Salvador), Simone Lindorfer (Austria), Vicky Steinitz y Elliot Mishler (Cambridge, MA), Ben Achtenberg y Joan Liem (Boston, MA). Y aunque no disponíamos de espacio para artículos suyos, debemos incluir en este homenaje por cierto a Ramsay Liem, alma mater junto a Brinton del Fondo Martín-Baró y autor prolífico sobre su obra, y a Pat Goudvis, quien integró desde sus inicios el comité de Boston y retrató en el cine la dura realidad de Guatemala y El Salvador.
Cierran el número un par de reseñas bibliográficas imprescindibles y como corolario, una referencia a nuestro epígrafe, extractado del trabajo de Ignacio Martín-Baró “Psicología de la caricia”. Puede sorprender la presencia de este texto, publicado en 1970, en lugar de los más difundidos de la década del 80. No olvidemos que Martín-Baró fue también un fino ensayista de temas literarios, como lo muestra su bello elogio sobre Rubén Darío. Redactó este escrito sobre la caricia cuando no tenía todavía treinta años y tal vez podamos hallar en él, resignificada, una de las claves de su profunda humanidad:
La interpretación de una caricia es algo inconsciente, y sólo asequible a la persona acariciada. Señal de que la caricia es algo más que el mero movimiento externamente visible. La caricia adquiere la plenitud de su ser cuando se hace diálogo, es decir, cuando es puente entre dos seres personales enlazados existencialmente en la vibración de un nosotros. En la caricia-diálogo, la mano pierde su materialidad y se hace transparencia. Se habla y se escucha, y el mismo hablar es ya un escuchar. En la caricia auténtica se llega hasta la otra persona. La piel pierde su objetalidad y se hace susurro de amor. En la caricia-diálogo la persona no es consciente de su mano, su intencionalidad trasciende la presencia de un contacto, para dirigirse al otro. El otro, no como un objeto que me produce una sensación de placer, sino el otro en su ser único e irrepetible. [3]
[1] Citado por Diego Fonti en su artículo "La caricia violenta", en el presente volumen.