Imaginemos una historia. Una historia que a priori podría estar signada por la tristeza. Los nombres de sus protagonistas son Kelly y Yorkie, dos ancianas que no se conocen y que de manera paralela esperan la muerte.
Una de ellas, afectada por un cáncer terminal, se prepara para el fin luego de una larga vida. Ha estado casada durante 50 años con un hombre al que amó profundamente y con quien tuvieron una hija que murió prematuramente a los 39 años. Antes de quedar viuda, estableció un pacto con su marido para no volver a casarse y mantener intacta la memoria de la hija amada y perdida.
La segunda anciana también espera la muerte, pero en este caso no habiendo vivido una vida precisamente feliz. A los 21 años comunicó a sus padres sus deseos homosexuales y recibió de ellos el rechazo y el desprecio. Angustiada, salió con su auto a la carretera e hizo un pasaje al acto suicida, estrellándose y sobreviviendo milagrosamente, quedando tetrapléjica. La vejez la encuentra, como a lo largo de toda su vida, postrada en una cama y aguardando, virgen a los 70, el fin de sus días.
Dos relatos signados por lo inevitable del fin. Marcados por el peso de lo inexorable. Es aquí donde nos toca introducir la pregunta ética: ¿es posible concebir en la vida de estas mujeres la dimensión de un acto que cambie el curso de los acontecimientos? ¿Cuál es el lugar de la responsabilidad en la vejez, especialmente cuando esta roza el horizonte de la muerte?
En un artículo anterior dedicado al film Benjamin Button [1], presentamos este nudo de la cuestión, retomando una idea formulada por Federico Ludueña. Siguiendo a Heidegger, la propuesta radica en abordar el problema haciendo el camino inverso al de la intuición simple: en lugar de inmediatez, Ludueña proponer lejanía absoluta de la muerte. No inmortalidad, sino distancia lógica. Recurre para ello a la Paradoja de Zenón de Elea.
La Dicotomía (dividir en dos) dice que un corredor no podría nunca llegar a su meta si ésta se halla a cierta distancia de la partida. Para llegar desde el punto A al punto Z, el corredor debe antes pasar por la mitad del camino, punto b. Y luego debe también pasar por la mitad de la distancia entre b y Z, punto c. Y así continuar, acercándose infinitamente al punto Z, pero nunca alcanzándolo.
A--------------------b---------c----d—e—Z
En notación matemática, puede escribirse esto como una serie convergente de números fraccionarios, donde cero es la partida y uno la meta:
0 + 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 + … = 1 [2]
El viejo está, en sentido heideggeriano, infinitamente cerca de la muerte, y, como el corredor de Zenón, infinitamente lejos de la muerte. Por lo tanto, el viejo mantiene su posición de responsabilidad aun en los momentos que sólo luego, retrospectivamente, serán calificados de últimos. La muerte no ocurrió antes de ocurrir. (…) La vida no se acaba hasta que se acaba, y con ella la responsabilidad. Ni un momento antes.
Las ancianas de nuestra historia se encuentran, sin saberlo, ante ese abismo de la decisión. Han vivido como han vivido, ¿pero van a morir de la misma manera? ¿Cómo proponer una narrativa que introduzca esta dimensión ética? En Benjamin Button, el artificio fue el relato de Daisy, el personaje jugado por Cate Blanchet, quien en su lecho de muerte dará entrada al relato que legue a su hija Caroline la memoria de un padre. Ya desahuciada por la medicina, relegada a la sedación paliativa de un morir predecible, Daisy se abre paso para hacer del dolor la lúcida escritura que, de atrás para adelante, nos cuenta la historia que da lugar al film. La vida no se acaba hasta que se acaba, y con ella la responsabilidad. Ni un momento antes.
El episodio “San Junípero”, de la serie Black Mirror, también nos asombra con una narrativa que resignifica su trama. Pero interesa señalar que en este caso no se trata de un mero artificio del guión, sino de la puesta en acto del pensamiento mismo sobre el tema que se aborda. Si la inminencia del fin es también la distancia infinita que nos separa de él, la narrativa es la historia, y una vez más la verdad tiene estructura de ficción.
El film nos ofrece entonces dos versiones contrapuestas. Una es la de la ilusión farsesca de la inmortalidad. Una suerte de continuación reiterada de lo ya vivido. Una realidad virtual de la que ya nunca saldremos, porque hemos ingresado desde un anhelo yoico que está desde el vamos condenado a la repetición. En el episodio esta versión aparece encarnada en el muchacho desgarbado, que juega eternamente su videogame, viajando en el tiempo y haciendo de las sucesivas versiones del flipper una réplica gozosa de sus frustraciones amorosas. O el galancete que intenta una y otra vez su ruinosa maniobra seductora para recuperar una escena sexual que ya no está, y poder así lamentarse por ella. Y por cierto en los cuadros orgiásticos en los que los cuerpos indiscriminados buscan una excitación vacía y yerta.
En las antípodas, tenemos a nuestras dos ancianas, que pasan al más allá luego de hacer algo con sus vidas. Pero no en la eternidad de los cielos, o en el fraude de la virtualidad, sino en el más acá de su deseo. Allí donde todo se contabiliza y donde el inconsciente nos pasa la factura de nuestras cobardías: el retroceso ante un deseo homosexual, la negativa a elaborar un duelo.
Una vez más: han vivido como han vivido, ¿pero van a morir de la misma manera? Dejaremos abierto el final del episodio, ofreciendo una última clave, en este caso aportada por Sigmund Freud, cuando en sus escritos sobre la muerte y lo perecedero nos recuerda el lema de los marinos hanseáticos: Navegar es necesario, vivir no lo es.
Referencias
Borges, Jorge Luis: “La perpetua carrera de Aquiles y la Tortuga” y “Avatares de la Tortuga”, en Discusión, Alianza Editorial, 1998.
Freud, Sigmund: Lo perecedero, 1915.
Freud, Sigmund: Sobre la guerra y la muerte, 1915.
Ludueña, Federico: “La responsabilidad en la vejez”, en Memorias de las XVI Jornadas de Investigación, Facultad de Psicología UBA, 2009.
Michel Fariña, Juan: Benjamin Button: Lo que el cine nos enseña sobre la vejez. En http://eticaycine.org/El-curioso-caso-de-Benjamin-Button