Introducción [1]
¿Qué es un paisaje, aquella imagen de formato fijo que, dispuesta horizontalmente, parece determinar el "punto de vista" que nos permite captar y asimilar lo que se nos presenta como una cierta percepción del mundo? Se trata de una representación, una producción imaginaria bien delimitada en la que se proyecta nuestra existencia cotidiana y que sirve de base a la narratividad dentro de la cual se desarrolla habitualmente la psicoterapia. Este análisis de nuestra relación al mundo interno, hecho de representaciones, nos permitirá reflexionar sobre los procesos psíquicos en aquellas situaciones en las que la representación y el lenguaje se encuentran ausentes.
Definida como la representación de una identidad visual, la noción de paisaje implica la existencia de un “punto de vista”, el punto exacto desde el cual la mirada será fijada, y un “observador” al que se presenta este segmento de “país”. En tanto representación de una parte (de)limitada del país que sirve a la apropiación del territorio, el paisaje tiene un valor estético: la noción de paisaje nace como Landtscap, palabra que designaba en 1402 un movimiento de autonomización de las sociedades que habitaban el Mar del Norte respecto del poder señorial gracias a la extensión artificial del territorio ganado al mar mediante diques y sistemas de drenaje dependientes de molinos de viento, con la consiguiente creación de pólderes (Gauché, 2015). Surge así, en torno a la transformación y la apropiación del territorio todo un sistema de sociedad que desarrolla una forma específica de representación pictórica, cuya finalidad es política y que adquiere toda su fuerza en la pintura flamenca.
Michel Foucault (2010, p. 26) interroga la sumisión al punto de vista que determina el paisaje en el que se proyecta nuestro cotidiano cuando introduce el problema de “Las palabras y las cosas” con la indicación “…la imagen debe salir del cuadro”. Esta frase de Francisco Pacheco, sobre la que se apoya el juego barroco permanente entre realidad e ilusión de su discípulo, el pintor Diego Velázquez, permite a Foucault referirse a la imagen visual y a su marco para cuestionar la relación aparentemente diáfana entre la palabra y lo impensable de nuestra experiencia de lo Real. Para Foucault, ante la imposibilidad de pensar lo Real del mundo, nos refugiamos en las palabras, con las que nos permitimos hacer todo tipo de organizaciones y clasificaciones de este Real esquivo. Roland Barthes (2014), en su lección inaugural en el Collège de France, va aún más lejos cuando se refiere al fascismo del lenguaje, que nos obliga a decir incluso lo que está fuera de él, en la medida en que la imposibilidad del lenguaje sólo es postulable desde el lenguaje mismo. Esta imposibilidad “…no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas…” (Foucault, 2010, p. 10). Ese sitio imposible en el que las cosas conviven, nos interpela y hace también cuadro.
Foucault coincide con Freud cuando distingue la experiencia de la cosa (La Cosa Real, o Das Ding) y su representación (de palabra o de objeto), al introducir el cuadro como metáfora de la relación entre la palabra y la cosa, en la medida en que esta distinción parece estar en continuidad con lo que es puesto en obra en la transferencia. En efecto, la psicoterapia se despliega en el campo de la imagen, y cuando Freud recurre a la metáfora del paisaje para explicar el trabajo de interpretación en psicoanálisis, se refiere a una forma muy precisa de relación entre el cuadro y la imagen. Así, la interpretación del sueño es asemejada a la descripción de un paisaje durante un paseo imaginario (Freud, 1991/1900, p. 142) y la asociación libre sería una invitación a comportarse “…como lo haría, por ejemplo, un viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino del pasillo cómo cambia el paisaje ante su vista…” (Freud, 1991/1913, p. 136). Hay sin embargo una diferencia fundamental entre la imagen icónica que interesa a Freud en el sueño (Freud, 1991/1900, pp. 285-286) y la visualidad puramente imaginaria que hace paisaje. La primera es aquella sobre la que se realiza el trabajo de elaboración. Se trata de un bloc enigmático de imágenes, compuesto de fragmentos de recuerdos de diversos períodos, como en el fantasma histérico o el recuerdo encubridor. Esta imagen icónica es para Freud del orden del rebus, un jeroglífico que primero debe ser traducido (Freud, 1991/1900, pp. 286-347). Que se trate de sueños, fantasías o recuerdos, estas imágenes jeroglíficas no pueden traducirse sin la ayuda del sujeto que las produjo. En cierto modo, no crean paisaje, o el paisaje que creemos ver no sería más que un señuelo. Nuestro esfuerzo se concentra en el reconocimiento de lo que se opone a la claridad del paisaje –la insistencia del pintor o del fotógrafo por el establecimiento de un punto de vista único– y el enigma polisémico de esta imagen icónica. Si la espacialidad imaginaria del paisaje hace accesible la complejidad de la experiencia subjetiva del espacio, la imagen polisémica que interesa a Freud permite hacer trabajar las certezas aparentes de la imagen con las que se constituye el paisaje. ¿Cómo pensar entonces esta referencia freudiana al paisaje en la interpretación? Esta primera pregunta abre, en nuestra experiencia clínica con personas en situación de exclusión, una serie de otras cuestiones complejas sobre el vínculo entre experiencia, representación, imagen y paisaje que quisiéramos problematizar aquí.
A partir de una experiencia clínica en el campo de la exclusión como paradigma de un trabajo clínico “fuera del lenguaje”, abordaremos las dificultades a las que nos enfrentamos cuando la representación no hace ni imagen ni paisaje, privándonos de las herramientas habituales de la psicoterapia. Esto nos permitirá precisar esta clínica en la que nos vemos llevados a establecer hitos cartográficos para traer a la luz un territorio, luego un espacio imaginario (espacio del sueño y de la ilusión, en el que un avenir es posible para estas personas) y finalmente un paisaje. Sólo accediendo a este nivel de representación se hacen posibles las formas complejas de la relación transferencial.
Paisaje y lenguaje
La noción de paisaje se desarrolla inicialmente en torno a las imágenes pictóricas destinadas a resaltar la prosperidad y la abundancia de quienes lograron dominar la naturaleza para apropiarse de un territorio (Cauquelin, 2000). Esta representación social de poder encuentra su soporte en la palabra Landtscap, que designa el “país de la abundancia” (Gauché, 2015). Su desarrollo en la pintura flamenca tendrá repercusiones en la pintura italiana, con la paulatina desaparición de la imagen icónica a favor de representaciones que incluyen el “mundo”. En este nuevo equilibrio, la figura central del cuadro comienza a ceder un lugar cada vez más importante al fondo y obtiene así una contextualización dentro de un mundo representado con gran atención. Esta contextualización del fondo exige que un solo punto de vista sea fijado para que la mirada del observador se organice a partir de aquellos elementos sociales y políticos que el pintor quiere resaltar, dando origen de este modo a las leyes de la perspectiva. En efecto, las primeras imágenes destinadas a mostrar la fuerza y el poder de los hombres son los retratos de los príncipes florentinos, específicamente los del duque de Urbino, Federico de Montefeltro, y la duquesa Battista Sforza, pintados por Piero de la Francesca alrededor de 1465. El elaborado fondo de cada una de estas figuras pintadas verticalmente de perfil, siguiendo la tradición italiana, se alinea para constituir un díptico en el que surge con fuerza el paisaje, como alegoría del poder, en la línea horizontal.
Las leyes de la perspectiva, que orientan la mirada del observador, determinan un sistema de valores y otorgan a la imagen una función social. El paisaje, que es el formato horizontal que encuadra y organiza las representaciones, sirve de trasfondo a los personajes y objetos que dan un contexto a la figura central. En el lenguaje de las imágenes, la perspectiva y el paisaje son la semiótica y la sintaxis de la interpretación, y Freud concibe el cuadro en el que se desarrolla el tratamiento como un pequeño escenario (Kentridge, 2012) en el que un paisaje imaginario es estabilizado para dar lugar a un teatro íntimo en el que los elementos contingentes introducen, gracias a la actualización durante la sesión, una transformación de las representaciones que se encontraban hasta entonces fijadas en torno a un “punto de vista” único. El paisaje cotidiano se vuelve accesible al trabajo de la cura gracias a esta nueva relación entre lo contingente y lo necesario, determinada por la relación precisa –y controlada– entre dismetría y contingencia de la transferencia (David-Ménard, 2011, p. 37). El paisaje, base territorial de la exploración de las representaciones psíquicas y de los elementos figurativos –más o menos sensibles– es lo que permite la transformación en la cura.
¿Qué paisaje es posible en una clínica “fuera del lenguaje”?
La clínica de la exclusión, del autismo y de las adicciones, en las que la relación entre la cosa y su representación no parece formar un paisaje, nos invita a desarrollar dispositivos clínicos fuera del lenguaje. Los códigos y objetos de intercambio en estas situaciones, en las que las interacciones lingüísticas son limitadas, no son los que rigen los sistemas sociales habituales. En la exclusión de la gran precariedad, estas interacciones se limitan a lo estrictamente material que es necesario para la supervivencia, en lo que Olivier Douville (2001) llama un lazo social melancólico, haciendo imposible el establecimiento de la relación estable a la imagen que caracteriza la neurosis – que organiza el Yo y las relaciones al Otro. El valor social del lenguaje, que se construye a partir del reconocimiento mutuo de ciertas representaciones compartidas que se tejen al interior del circuito dar/recibir/devolver, se ve totalmente destruido en los procesos de exclusión, en los que la persona excluida siente que no tiene nada que dar – si nada en ella se ve investido de un valor social o cultural, se encuentra sin nada que intercambiar ni regalar (Furtos, 2008). Estas situaciones, marcadas por la experiencia traumática de la migración, la pérdida, la violencia o la ruptura, se ven agravadas por esta incapacidad de establecer vínculos sociales estables y permanentes a causa de la ausencia de objetos socialmente investidos. Esta ausencia de vínculos, que viene a redoblar el trauma en estas personas (Humphreys et al., 2019), se manifiesta como una incapacidad subjetiva de desear. En estas condiciones, el acceso a la dimensión representacional del Yo resulta clínicamente inútil y es necesario trabajar con lo que antecede a la organización imaginaria de un paisaje para promover un proceso de transformación en el vínculo con el Otro.
En nuestro trabajo con las personas que encontramos en la calle o en alojamientos de urgencia, la referencia a un paisaje parece tan irrelevante como dolorosa. El único paisaje que existe para estas personas es el de los elementos de la arquitectura urbana –una banqueta pública, una parada de autobús, una estación de metro– que sirven como punto de anclaje y como pilar para la organización de algunos intercambios básicos. Este anclaje espacial, que se organiza en torno a la materialidad (Benhaïm, 2012), es necesario para la supervivencia, pero su inestabilidad no permite el establecimiento de un vínculo terapéutico en la medida en que las errancias ordinarias no sirven aquí para establecer una relación alucinada con las fuentes de placer sobre las que el sujeto construye los objetos que dan origen al espacio imaginario de la ensoñación y la ilusión (Winnicott, 1999/1971). La experiencia cotidiana del encuentro de estas personas con el mundo no hace más que repetir una experiencia traumática de discontinuidad y pérdida en la que la experiencia deshumanizante de la Hilfslosigkeit se actualiza constantemente.
Es a partir de una experiencia de este tipo, realizada en las cercanías de un jardín público vecino del local en que trabajamos, que proponemos una distinción entre un trabajo referido al paisaje y aquel en el que la referencia a la materialidad de un territorio que recorremos juntos constituye la condición necesaria para la constitución de dicho paisaje. Sólo accediendo a este nivel de representación del paisaje podemos tocar y esperar transformar los procesos psíquicos.
La búsqueda de un paisaje a través de la errancia: un caso clínico
El Ayuntamiento de París acababa de expulsar de un parque público a un centenar de personas que no sólo compraban, vendían y consumían crack allí, sino que “vivían” en él. Se podía ver en la acera este centenar de hombres y mujeres aturdidos por la droga, que se arrojaban a la calle, a menudo en medio de gritos y gemidos. Un joven migrante que parecía haber bebido más de la cuenta nos saluda y nos propone una botella de agua. Le sugerimos ofrecer esa botella a las personas que veíamos delante del jardín, a lo que responde “…Do you see people there? That is not people, my friend”. [2] En efecto, en esta forma de supervivencia, entre el estado de alienación por las sustancias y la espera de un nuevo consumo, no hay ni la voluntad ni el deseo que caracterizan al humano; estos hombres y mujeres simplemente se sientan allí, sin dirección ni esperanza. No sueñan, no imaginan más que eso. No son ni siquiera sujetos en los registros que Lacan diferenciaba: ni en el imaginario (no son lo que podemos imaginar cuando oímos el significante “persona”) y tampoco simbólicamente, ya que sus actos no se inscriben en el lenguaje y, en el colmo de la inexistencia simbólica, el Estado tampoco los reconoce (la mayoría no tiene papeles, solo están ahí, como una cosa). Resuenan de cierta manera en esta imagen los Ditirambos Dionisíacos de Nietzsche (1998, p. 386): “El desierto crece (Die Wüste wächst), ¡ay de aquel que guardase desiertos! El desierto es hambre de quienes se reúnen junto a los cadáveres”. Al final, ¿qué es lo que queda de ellos? Solo queda la carne, lo Real, la carne que se quema al sol y los pies gangrenados, los cuerpos pudriéndose a la vista de todos y de nadie en una especie de visibilidad opaca.
Deleuze, en Foucault (2003), percibía una constante foucaultiana, que consiste en una diferenciación entre las formas de lo visible y las formas de lo enunciable. El ejemplo más claro es la prisión como régimen de luz, forma de lo visible que exhibe al criminal, respecto del derecho penal como régimen de lenguaje, forma de lo enunciable que da nombre a aquello que la prisión exhibe, dándole a su vez un sentido (delincuente). Esta constante es extrapolable a la concepción contemporánea del manicomio: las instituciones médico-psiquiátricas son expositores del enfermo mental y el saber (logos) médico-psiquiátrico es el responsable de crear regímenes de enunciación respecto de él (que son siempre regímenes de verdad). Dice Deleuze (2003, p. 59) que “…las dos formas no cesan de entrar en contacto, de insinuarse una en otra, de arrancar cada una un segmento de la otra”. ¿Qué lugar ocupa el sujeto que está fuera del parque consumiendo crack sin indicio de detenerse, en esta constante entre regímenes de luz y de lenguaje? Creemos que hay una diferencia entre el delincuente o el loco (que poseen sus regímenes de luz, como el manicomio y la cárcel) respecto de los sujetos de nuestra observación en la medida en que la ausencia de una visibilidad completa o nítida en estos últimos resulta en soluciones institucionales inmediatas, paliativas e improvisadas. Más que intentar transformar la inmediatez paliativa de las estrategias institucionales, nuestro trabajo debería llevarnos a dar una visibilidad a estas formas sintomáticas sin por ello caer en los “regímenes de verdad o de enunciación” de la psicopatología clásica, que eclipsan la posibilidad de un encuentro con el otro. Sólo así podremos pensar una práctica siempre innovadora en estas situaciones.
El sujeto, como lo entiende la clínica psicoanalítica es el sujeto barrado. No se trata de un sujeto fuera del lenguaje, sino que es atravesado por él. El toxicómano, en cambio, parece eyectado del juego significante. En la clínica que llamamos “fuera del lenguaje” con sujetos en situación de gran precariedad, no vemos una duda existencial o un temor a la muerte – que es demasiado real, sin mediación simbólica, sin ninguna posibilidad de hacer de ella una tragedia (Pommier, 2008). ¿Qué clínica podemos ofrecer frente a este sujeto “opaco”? Esa es la cuestión cuando la constante foucaultiana no funciona. El sujeto “fuera del lenguaje” es más cosa que sujeto, es más objeto de desecho que de intercambio. Lo notaba Simone Weil: “c’est une autre espèce humaine, un compromis entre l’homme et le cadavre. C’est une mort qui s’étire tout au long d’une vie ; une vie que la mort a glacée longtemps avant de l’avoir supprimée” [Es otra especie humana, un acomodo entre el hombre y el cadáver. Es una muerte que se prolonga a lo largo de la vida; una vida que la muerte congeló mucho antes de arrebatársela] (2019, p. 46).
¿Por qué esto es importante para nuestra investigación sobre una clínica fuera del lenguaje, si ese tumulto de personas/consumidores no son nuestros pacientes? Porque la gran parte de los pacientes que recibimos son solicitantes de asilo. Es la violencia la que obliga a estos sujetos a migrar, una violencia muchas veces insidiosa y difícil de objetivar que se manifiesta de diferentes formas, incluso después de salir del país de origen. Esta manifestación de lo deshumanizado fuera del parque afecta más intensamente a los solicitantes de asilo que recibimos en estos locales que a los perfiles que podríamos poner del lado de la psicosis o de una neurosis ordinaria, porque estos primeros temen verse a sí mismos, algún día, en esta forma de exclusión, es decir, como no people.
L, un joven marfileño a la espera de una decisión sobre su solicitud de asilo, evitaba encontrarse con nosotros en este local sabiendo que a pocos metros se encontraba algo que podía ser su destino. Como los héroes trágicos griegos y los modernos shakesperianos, los primeros amenazados por las trampas del destino y los segundos por las trampas del poder, los demandantes de asilo parecen atrapados en las dos trampas a la vez. Esto se ve en la clínica, la impotencia magnánima frente a un aparato burocrático extremadamente lento y sórdido y una resignación al “destino” que los espera, incólume, inmóvil. Esto es la clínica fuera del lenguaje: una clínica inmóvil que debemos intentar mover. L necesitaba moverse, caminar o montar una bicicleta robada para recorrer la ciudad en busca de trabajo y de algo para comer. Luego de la primera consulta nos preguntó si podíamos continuar por teléfono, aceptamos su demanda y así hablamos semanalmente mientras él caminaba. La idea de dejar de moverse lo aterrorizaba. Así describió su viaje migratorio desde Costa de Marfil: una marcha de varios meses, sin pensar en nada más que el próximo paso a dar: paso-a-paso. ¿Pero qué sucede cuando de repente el paso llega al final?
En Francia, una de las características de la demanda de asilo es la inmovilidad; no se puede salir del país mientras la demanda es estudiada, pero al mismo tiempo hay una restricción para involucrarse en los espacios jurídicos, legales y simbólicos del país. El sujeto que demanda asilo es un ser entre dos mundos, existe en una zona gris con sus propias leyes. Birman (2022) nos dice que el sujeto exiliado se inscribe en un no-man’s-land, ya que no existen las coordenadas del país originario. Esta zona de frontera, no-man’s-land, funciona como un espacio vacío que es caracterizado por estar modulado bajo la suspensión radical de cualquier referencia existencial e identitaria. Un espacio sin paisaje, o más precisamente con un paisaje desgarrado. París y sus alrededores se convierten, siguiendo a Augé (2021), en no-lugares, en el doble sentido, de lo que no ocupa un espacio y de lo que no hace evento. Se trata de lo contrario a una residencia o a un punto de descanso. Todo lugar deviene de repente público: cuerpos afectados e iluminados por la luz del día y atrapados en la oscuridad de la noche, sin discurso ni régimen de lenguaje que los posicione en algún lugar privado.
El filósofo uruguayo Sandino Núñez (2010) analiza el concepto de monstruo en la ficción para complejizar la noción de sujeto. Por un lado, está el monstruo no humano: la bestia, el alien, el orangután del cuento de Poe; del otro lado está el monstruo humano que, atravesado por el conflicto, el sufrimiento y la memoria, reflexiona su propia existencia (Drácula, Frankenstein, etc): “es un otro-semejante, alguien sobre quien me proyecto, alguien que puedo interpretar, porque tiene intenciones, deseos y motivos…” (pp. 164-165). L. nuestro paciente marfileño que evitaba reunirse con nosotros, ya que la turba de consumidores de crack frente a la asociación le recordaba la posibilidad real de poder encontrarse entre ellos algún día, pertenece a esta segunda categoría de lo humano: el otro-semejante, que teme verse al otro lado, del lado no-humano, un otro-extranjero total. Es lo que Piero Galloro (2016) llama “monstruosidad”, eso en que no podemos proyectarnos ni identificarnos, sino que sólo podemos ver en tanto cosa ahí, frente a nuestros ojos, exhibido o mostrado, como “…un otro radical, opaco, impenetrable, incomprensible, hostil y dañino…” dice Núñez (2010, p. 164). Para Galloro (2016, p. 13), ésta es la estrategia que creamos para defendernos de ese Otro que no comprendemos: “Cette surface d’inscription servirait à signaler, à montrer (du latin monstrare) ce qui n’est pas Nous, le Non-Nous, réduisant l’Autre, le réfugié, le migrant à un objet de monstration et donc à devenir celui que l’on montre : le monstre” [Esta superficie de inscripción serviría para señalar, para mostrar (del latín monstrare) lo que no somos Nosotros, el No-Nosotros, reduciendo al Otro, al refugiado, al migrante a un objeto de exhibición y por tanto a convertirse en aquello que mostramos: el monstruo]. Los pacientes que vemos en esta clínica, son muchas veces vistos como objetos de mostración pura, es decir, un decorado infame, con solo un territorio a recorrer, pero sin la posibilidad de hacer con él un paisaje. Nuestro trabajo busca poner en tensión el concepto de lo “humano”, y el cómo construir lo humano donde los procesos de des-humanización y que impiden el “testimonio” del otro y que le roban su palabra, como dice Fédida (2007), ya están instalados. La idea de monstruo, complejizada por Núñez y Galloro, nos da una pista de cómo incluso en la exclusión y en la gran precariedad, la situación subjetiva no es clara. Los procesos de deshumanización son vastos y toman diferentes formas.
El pasaje de una historia natural a una política, de un monstruo no-humano a uno humano, del drama a la tragedia, de la zoe a la bios, de las imágenes déchirés a la construcción de un paisaje, es justamente lo que está en medio de nuestra clínica. Ese pasaje es el embrollo al que nos enfrentamos día a día. No podemos dar por sentado que ese pasaje exista; los procesos de deshumanización son tan violentos que ni siquiera podemos dar por sentado una psiquis enferma, tenemos que plantearnos la existencia misma de un psiquismo en personas que han sido abusadas y continúan siendo abusadas por violencias explícitas e implícitas.
Los movimientos de nuestros pacientes responden a una necesidad de supervivencia. Primero para huir de la persecución, de la violencia, de la pobreza; cruzando continentes a pie, pensando solo en el siguiente paso a dar. Asimismo, sus movimientos en la ciudad no son solamente una señal de que hay que seguir caminando, sin alivio ni pausa, sino que también son una respuesta a la necesidad: buscar comida, encontrar un lugar para dormir y posiblemente un trabajo. Para muy pocos, en el mejor de los casos, cuando logran mantener un vínculo con el otro social a pesar de la experiencia de exclusión, puede ser cuestión de buscar un ser querido, alguien con quien hablar, reconectar con algún rito simbólico. Es el caso de un hombre de unos cincuenta años que se presentó sin cita previa al centro en el que trabajamos. Pidió por señas entrar al consultorio. Lo recibimos y se ubicó frente a nosotros y comenzó a hablar en un idioma que desconocíamos. Habló por treinta minutos, luego se detuvo, nos dio unos centavos de euro y se retiró con un apretón de manos. Podemos hablar de reconexión con los procesos simbólicos de lo humano, un proto-vínculo o un intento desesperado de vínculo, de reconocimiento y de dar algo.
Es sobre estos desplazamientos que se puede organizar nuestro trabajo de ubicar, de anclar, de reconocer al otro, ahí. Es al recorrer la ciudad y convertirla en una historia para otro que se hace posible el advenimiento de una relación imaginaria y simbólica, luego un paisaje, y es sobre este enfoque que el intento de Deligny puede iluminarnos.
Deligny y las líneas de errancia
La red de presencias cercanas creada por Deligny (2007, pp. 691-693) es paradigmática de un trabajo clínico en torno al gesto y lo tácito, anterior al lenguaje (Perret, 2019). Activa entre finales de los años 60 y la década de los 80, la red pretendía ofrecer un espacio de vida a niños autistas que no hablaban para permitirles una forma de existencia. La idea era permitir el despliegue de lo que Deligny llamó en 1972 una “línea de errancia” (2007, pp. 774-779), la línea que seguiría cada niño, anterior a toda voluntad de integración o adaptación a la norma social. El reconocimiento de estas líneas espontáneas permitiría la construcción de un espacio común. Lejos de cualquier referencia a la imagen y al valor simbólico de las representaciones, la red de Deligny (2007/1979) cartografió el territorio en el que evolucionaban estos niños; más tarde se basó en dispositivos técnicos para “fotografiar” su vida cotidiana con la esperanza de crear “puntos de ver” para desafiar la fijeza habitual con la que nos referimos a las imágenes y construimos el paisaje desde un punto de vista (Miguel, 2021). Así, se identificaron marcadores en los movimientos de los niños a partir de un cuestionamiento y un alejamiento de toda referencia a la noción de punto de vista y su forma de congelar un paisaje único, con reglas estrictas de lo que se debe resaltar y lo que se debe ocultar. Estos referentes estaban sobre todo referidos a una contingencia y establecidos en el deseo de huir de cualquier forma preestablecida de comprensión e interpretación psicopatológica del silencio de estos niños. A menudo se basaron en elementos sensoriales que constituyen puntos de anclaje de la percepción que permiten establecer una continuidad entre la experiencia corporal y su representación y que corresponden a lo que Meltzer (1980/1975) llama una emoción estética. Identificando estas emociones estéticas, su repetición y su modo de asociarse, podemos esperar que algo del orden de una representación advenga en este tipo de procedimientos fuera del lenguaje (Mazéas, 2018).
El mundo, antes de cualquier inversión subjetiva y representacional, se construye en el niño a través del ensayo y error que se realiza en particular en torno al cuidado del cuerpo, que Winnicott (1969/1951) denomina handling. Los ritmos, gestos y variaciones tónicas y posturales que se dan en torno al cuidado del cuerpo dan lugar al surgimiento de un campo emocional. La emoción es moción y movimiento para Wallon, y compromete necesariamente para ello, a nivel etológico, tanto la fisiología como la motricidad, los afectos y la sensibilidad en una especie de nebulosa sensorio-motora dentro de la cual eventualmente tomará forma lo que llamamos un Yo – así como un satélite del otro (Perret, 2021, p. 146-148). Es sobre la base de esta unidad dinámica perceptiva y motriz, que constituye el primer esbozo de individuación, que Wallon propone la noción de milieu (medio) como la primera fuente de individuación – de diferenciación entre lo vivo y su medio.
Alejándose de todo enfoque genético, Deligny se interesa por la contingencia de lo cotidiano que aporta la noción de medio. En su trabajo con autistas y delincuentes, Deligny intenta crear las circunstancias que permitan a estas personas relacionarse de manera diferente con el mundo material y afectivo. Es también nuestra voluntad, crear un medio cuando la errancia de las personas que viven en la exclusión nos permite reconocer el indicio de una relación con el territorio en este caminar que los lleva a partir, y que el caminar parece imponerse nuevamente como solución cuando continúan deambulando constantemente por la ciudad.
Antes de la organización de una imagen estable del otro, el niño se apropia de su cuerpo desarrollando su motricidad durante la exploración de los territorios situados en su proximidad inmediata: lo vemos inscribir tempranamente una memoria corporal muy precisa que podemos elaborar gracias a la noción de medio. Según Deleuze (1993), el niño nunca deja de explorar los entornos, por trayectos dinámicos, y traza al mismo tiempo un mapa de esos caminos. Si aceptamos, desde esta referencia al medio, la hipótesis deleuziana de un inconsciente no sólo genealógico e histórico sino también “geográfico”, debemos dirigir nuestra atención a las intensidades de afecto puramente contingentes en torno a las cuales se organizan los acontecimientos y poderes del entorno. Estos poderes y eventos son la expresión de los efectos de la intensidad afectiva sobre el deseo, pero también constituyen puntos de referencia que permiten reconocer, en la materialidad de esta relación entre el individuo y su territorio, las manifestaciones inconscientes del deseo, es decir, una forma de subjetividad que se puede rastrear cartográficamente (Sibertin-Blanc, 2010). Estos marcadores cartográficos son verdaderos organizadores de la relación entre el individuo y su territorio a un nivel que sería anterior al registro representacional. Estos procesos no conciernen al sujeto, tal como lo entendemos habitualmente en relación con sus objetos imaginarios y simbólicos, sino que encuentran su fundamento en torno a un principio etológico, en la medida en que se constituyen a partir de la inspección del entorno. Para Sibertin-Blanc, estos marcadores cartográficos son la imagen de un saber inconsciente sin sujeto, el efecto de una exploración contingente de los ambientes y su consecuente producción de un saber inmanente sobre nuestras prácticas sociales, estéticas, políticas y psíquicas, del espacio (Deleuze & Guattari, 1991).
No se trata de niños en nuestra clínica con personas que viven en exclusión. La pérdida de hitos simbólicos y de participación en el sistema de intercambio y de dar/recibir en la relación con el otro que caracteriza la exclusión nos permite, sin embargo, llevar nuestra reflexión a ese momento en el que el objeto no está investido libidinalmente, donde la pulsión, sin objeto, no permite inscribir la percepción como producto de una relación entre el cuerpo y su entorno. Esta hipótesis nos permite, además, ver en el movimiento permanente de estas personas, en su necesidad de moverse, en su constante inquietud, el efecto de un movimiento pulsional sin objeto. Al igual que la atención a los elementos actuales y contingentes que componen el medio permite comprender la organización libidinal de la relación con el otro y con el mundo en la clínica del niño, este acercamiento centrado en la posibilidad de atravesar el medio actual en que estas personas evolucionan y se mueven podría ser una forma de reencontrarse con ese otro que excluye. Así, más allá del lenguaje o cualquier otro marcador simbólico, la red de Deligny pudo identificar mapas consuetudinarios en torno a las líneas de los niños como una forma de reconocer la acción despojada de la intención subjetiva (Deleuze & Guattari, 2020). Cartografiar no es entonces una actividad académica de representación simbólica sino un proceso práctico que permite acceder al conocimiento sobre el espacio, fuera de cualquier relación significativa o subjetiva.
Podemos afirmar que para “venir en ayuda” de los excluidos, interviniendo en el medio, se necesita una forma concreta de presencia: estar allí, para poder establecer juntos marcadores contingentes que vinculen la experiencia corporal y la intensidad del afecto. Esta posibilidad de exploración del entorno, con el descubrimiento de nuevas realidades producto de la contingencia, permite escapar de una relación trascendente e inmutable con el entorno, accediendo a la creación de nuevas normas y modos de apropiación del territorio en este movimiento que indaga e inscribe, que establece hitos cartográficos y que crea nuevas formas de individuación. La presencia es aquí una condición necesaria porque es un proceso que no se da en el plano puramente individual y subjetivo –que ya estaría en el plano representacional– sino que requiere transitar por una experiencia emocional compartida, que Wallon define como experiencia de indiferenciación (Perret, 2021). Esto último se realiza en un diálogo cinestésico bien conocido por los psicomotricistas que trabajan en el campo del autismo y que se organiza en torno a una movilización de la psicomotricidad capaz de producir reverberaciones y resonancias emocionales entre las personas que comparten una experiencia (Lheureux-Davidse, 2018): expresiones de una corporeidad que inscribe movimientos y acciones en el espacio de la relación con el otro y que da lugar a una forma de encarnación del entorno. Es a través de esta experiencia de inscripción gestual que se sensibiliza la brecha entre el sujeto y su mundo (Perret, 2021).
Conclusión: del territorio al paisaje
El territorio es el efecto de apropiación que el individuo logra a través de la investidura del espacio en el que se desenvuelve colectiva o individualmente. No hay territorio sin apropiación, ni apropiación sin la producción específica de signos de una inversión del espacio. Es así posible afirmar que “geografías” libidinales y afectivas subyacen a la relación con el espacio y condicionan las identificaciones formativas del Yo. Es a partir del establecimiento de una permanencia y una continuidad entre estos elementos libidinales y afectivos que el sujeto puede apoyarse en las representaciones psíquicas en su relación consigo mismo y con el otro, y que podemos referirnos a procesos psíquicos en el enfoque psicoterapéutico. El paisaje, representación imaginaria de un Yo en un entorno organizado y simbólicamente significado, es la puesta en escena estética de estas representaciones que no sólo sirve para actualizar la experiencia subjetiva sino también como índice del trabajo de transformación que se pretende en los procedimientos clínicos.
¿Es el errar suficiente, en sí mismo, para hacer medio, o es la inclusión del territorio recorrido en este errar lo que permite el reconocimiento y la apropiación de este territorio, como condición previa para la individuación y la construcción de un medio? ¿En qué momento podemos pensar que no es un territorio sino un paisaje? En nuestro abordaje clínico, en el que tratamos de restituir el habla frente a lo indecible del trauma y la exclusión, donde el derrumbe se actualiza permanentemente y la palabra parece extirpada, nos encontramos en un territorio que delimitamos a fuerza de movimientos repetidos, movimientos afectivos, identificación de trayectorias individuales. Gracias a esta delimitación del espacio, recuperamos lo que la violencia parece haber extraído del sujeto: un poder de ser, de realizarse. El caminar aparentemente sin sentido y caótico de las personas a las que acompañamos no es signo de desorientación sino de “hacer camino al andar”, y nuestro trabajo es darle reconocimiento a esta forma de deambulación para que haga inscripción, demarcación, territorio. Sólo después de este primer nivel de existencia del uno y del otro, del que traza y del que lo reconoce en este “hacer”, podemos hablar de un paisaje en el que puede tener lugar un imaginario, un futuro y una ilusión; un espacio psíquico íntimo, un espacio onírico.
Hacer medio es un trabajo de reconstrucción en una co-creación donde el medio depende tanto de determinadas condiciones como de elementos aleatorios contingentes que pueden ser cambiados. En esta obra intermedia, el socius se construye en una corporeidad pre y trans-individual en la que se forma la materia que constituye el entre-dos, así como los polos en los que operan los modos de operación de estos intercambios son elaborados. Las acciones, por lo tanto, no se dirigen a un sujeto que demanda una intervención terapéutica, sino que se hacen sobre la situación, de acuerdo con las circunstancias: imprevistas, al momento en que suceden y que depende, por definición, de la contingencia de cada situación. Se trata sobre todo de marcar el acontecimiento, de hacer del instante un momento, de hacer aparecer lo extraordinario de los momentos ordinarios de la vida cotidiana.
La decisión de partir, de dejarlo todo y entrar en otro mundo desconocido y muchas veces peligroso, es a menudo considerada como una elección política que reafirma al sujeto, que lo constituye y le da peso. Cuando nos encontramos con estas personas en nuestro abordaje clínico, ellas se encuentran, sin embargo, paralizadas, como si la fuerza las abandonara una vez que la violencia de la que huían parece lejana. Excepto que esta violencia ya no se detiene, solo se vuelve insidiosa, instalando un trauma actual permanente, un desdoblamiento de lo traumático.
El estatuto particular de la imagen en estas condiciones extremas en las que se afecta profundamente la relación con el Otro, con lo simbólico y con el lenguaje, constituye uno de los ejes de este trabajo que podría llamarse de rehumanización, si aceptamos que lo que constituye la especificidad del humano es su capacidad de soñar, de construir un “mundo” a partir de una ilusión (Freud, 1991/1927). En este trabajo, se trata de crear hitos cotidianos, luego de apropiarse de estos hitos para que los objetos tomen forma… para finalmente acceder a un paisaje.
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