El episodio de la serie brasileña Terradois Aquele que não quer ver (Aquel que no quiere ver) propone una situación en la que una pareja de ciegos de nacimiento, decide apelar a la tecnología reproductiva de fecundación in vitro para seleccionar un embrión que contenga el déficit genético de la ceguera, como modo de asegurarse de tener un hijo que nazca con la misma discapacidad. La escena que vemos transcurre muchos años después, cuando Adriana, la hija que tuvieron, ya adolescente y ciega como ellos, de pronto descubre que su discapacidad no fue fruto del azar, sino buscada por sus padres. Enterada a partir de un fallido de sus padres, ella se lamenta amargamente, diciendo que la decisión de ellos la ha condenado “a no poder ver un arco iris” o “ir al cine”. Una vez que se va de la casa, nos enteramos que el padre también ha elegido al novio ciego de esta joven sin que ella lo supiera, en una suerte de giro más siniestro aún, que parece salido de la imaginación de Ernesto Sábato.
Un primer punto de debate radica en establecer si es justo el reproche de esta hija hacia sus padres. Se podría objetar que los padres eligieron un óvulo fecundado que porta el gen de la ceguera y, por lo tanto, Adriana nacía ciega o simplemente no existía. La biología plantearía aquí un vel alienante: o ser ciega o no ser. Y los padres que eligieron ese óvulo fecundado con ese defecto, serían comparables a quienes adoptan por amor a un niño discapacitado. Adriana estaba destinada a la discapacidad por cuestiones genéticas. Y la alternativa era no existir. Estos padres habrían tenido entonces la bondad de elegir que ella viva, aunque ciega. No serían unos padres que arrojan a Adriana, por discapacitada, al destino de no ser. Allí donde otros padres desean hijos “perfectos”, ellos habrían elegido que advenga al mundo Adriana, ciega como ellos, y así darle una existencia que no hubiese tenido con otros padres más “selectivos”. La queja de Adriana sería por lo tanto injusta para con estos padres que no la discriminaron y le dieron así la vida.
Tal planteo adolece de dos problemas: el primero es interno al relato de TerraDois. Si los padres pensaran así, entonces es incomprensible el secreto que impusieron respecto de dicha decisión. Estos padres se comportan ocultándole a la hija un dato no banal y esencial. Si lo hacen es porque se saben culpables y temen una reacción negativa por parte de Adriana. Si no pensaran así, habrían informado tempranamente a su hija cómo su destino de no ser fue torcido por ellos, que la querían aunque fuera ciega. Si la búsqueda de un embrión con ese defecto fue para darle la vida a ella, a Adriana, que estaba allí desde antes de existir, a la espera de que algún Otro la amparase pese a su condición, no habría nada que ocultar. Pero sucede que la querían ciega, y no que la querían pese a su ceguera. El título del capítulo alude a la actitud del padre como “aquel que no quiere ver” lo que está transmitiendo a su hija con esa elección. Es un padre que no ve ni quiere ver, pero sobre todo no quiere que su hija vea, ni mucho menos que lo vea a él decidiendo su ceguera. Que no vea el pasado que la antecede y determinó su discapacidad. Se trata de un padre que no quiere que su hija vaya más allá de él y su limitación, y hace de su déficit algo a transmitir y no a evitar. Algo que la iguale con ellos.
El segundo problema es el supuesto de que Adriana estaba destinada a la alternativa de nacer ciega o no ser. Lo que implica la idea de que Adriana estaba ya en potencia en esa célula fecundada, antes de advenir a la existencia. Se trata de un supuesto metafísico que atraviesa toda la historia de Occidente: la metafísica aristotélico-tomista, con su esencialismo, la teoría del acto y la potencia, etc. que encuentra en la ciencia biológica un inesperado apoyo materialista. Pero desde el psicoanálisis planteamos que el sujeto no tiene que ver con el materialismo, sino con el moterialismo: es efecto excedente de la palabra.
Uno de los momentos más recordados del film de Woody Allen Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar (1972) es aquel en el que un grupo de espermatozoides se pone a debatir acerca del inminente destino que les espera cuando salgan disparados durante un acto sexual que está en curso. El film de Allen juega al “what if…?”: “¿Qué pasaría si el cuerpo humano fuera como una gran organización dirigida por diferentes personas asumiendo roles y decisiones? ¿Y cómo actuarían ante la posibilidad de un encuentro sexual?”. Los espermatozoides son hombrecitos que esperan salir para fecundar un óvulo y llegar a ser. Es la fantasía de que ya allí hay un sujeto en pequeño. La escena que nos propone es hilarante, como los temores del espermatozoide que encarna Woody de chocar contra un preservativo o caer al suelo. El sketch se soporta en la idea de que ya hay un sujeto singular desde la célula reproductiva. Una caricatura del esencialismo del sujeto.
En esta concepción, Adriana ya está en la célula fecundada en potencia. De llegar a desarrollarse en esa familia que la nombrará Adriana, pasará a realizar su potencia de Adriana en una Adriana en acto. ¿Dónde está Adriana en potencia? ¿En el código genético? ¿En el alma que adviene en el instante en que un óvulo y un espermatozoide se unen, gracias al milagro del Espíritu Santo? ¿Y antes de eso, dónde estaba? En potencia en ese óvulo y ese espermatozoide únicos que por azar llegan a encontrarse para que el óvulo defectuoso de Adriana llegue a ser elegido, o no ser. Se entiende a partir de esto por qué para la Iglesia el sexo fuera de la función procreativa es un pecado, y por qué no hay que masturbarse ni tener sexo con preservativo. Según esa concepción, la liberación de células reproductivas por razones de goce y no procreativas supondría la muerte de millones de Adrianas. Un genocidio en potencia…
Un texto publicado por de Eduardo Menem y Rodolfo Barra llamado “Yo fui ese embrión” tiene el valor de sostener este planteo de manera clara y enfática. Dicen los autores: “Yo no fui un espermatozoide, aunque estaba en potencia en el que, en ese justo momento hace tantos años atrás, ingresó en el ovario de mi madre. En ningún otro de los producidos por mi padre. Es el misterio del "yo". Si hubiese sido otro espermatozoide y no ese que "ganó la carrera" no sería "yo": no existiría. No fui un espermatozoide, pero fui ese embrión, tanto lo fui que aquel otro, también formado por un óvulo de mi madre y un espermatozoide de mi padre, no soy "yo" sino mi hermana o hermano. Quizás si aquel momento romántico de mis padres, tantos años atrás, hubiese ocurrido media hora antes o media hora después, yo no sería, habría otro en mi lugar. ¿Por qué yo fui ese embrión? Porque tenía mi mismo ADN, el mismo que tuve cuando nací, cuando cumplí 15 años y el que tendré en el instante de mi muerte. Yo fui y yo soy ese embrión, yo tenía y yo tengo ese ADN, nunca cambié yo ni cambió mi ADN. Soy un individuo (principio de individuación), un ser individual. A diferencia de lo ocurrido con aquel espermatozoide, yo no estaba en potencia en ese embrión: estaba en acto”.
Para salir de esta encerrona escolástica, que sigue vigente [1], propongamos ver a las células reproductivas como materia viva que se hará soporte de la existencia de un sujeto o no, en función del deseo del Otro, pero entendiendo que dicha materia viva es en principio indiferente (es decir, podría ser cualquier gameto) respecto del advenimiento de la singularidad de un sujeto. En este planteo, Adriana podría no haber nacido de la combinación de gametos defectuosos. Podría haber nacido vidente. Solo que los padres eligieron ex profeso a un embrión en déficit para hacerlo soporte del deseo de hijo. De haber elegido otro, Adriana tendría la capacidad de ver. Porque Adriana no está en los gametos. Adriana es el resultado de un decir sostenido en el deseo, que se dirige a una materia viva, en principio contingente e indiferente, pero que termina encarnándose como efecto del decir del Otro en ese cuerpo que finalmente será Adriana. Podría haber sido un óvulo no defectuoso en el que se encarnara. El sujeto es efecto real de lo simbólico, que requiere del soporte de una materia viva en principio indiferente y en donde el sujeto no está, hasta constituirse y volverse entonces irremediablemente ese cuerpo y no otro. Propongo un platonismo sin alma inmortal ni metafísica; que entiendo va en la vía de Lacan. El sujeto como un efecto de la materialidad del significante, no de los genes o de las células. Algo que habrá sido, en vez de algo que es o era, como consecuencia de la temporalidad del orden significante en el encuentro con la materia viva.
Se dirá que los genes y las células tienen algo que ver también en todo esto. Y sí: si se nace ciego, lo cual introduce una discapacidad, que será tramitada en el orden simbólico (la ceguera adquiere diversos valores según las culturas). Las nuevas tecnologías reproductivas nos abren a la posibilidad antes inexistente, de poder tener alguna intervención en la contingencia y el azar, para reducir las posibilidades de nacimientos de niños con discapacidad. Porque la ceguera es la incapacidad de ver en una especie que está biológicamente armada para la visión. Nuestra especie no está biológicamente armada para volar o respirar bajo el agua, así que esas cosas no cuentan como déficit para nosotros los parletres. Si gracias a la tecnología estos padres hubiesen elegido un óvulo sin el déficit de la ceguera, tendríamos a Adriana gozando de ver un amanecer. La misma Adriana que en el episodio de TerraDois es ciega por decisión de estos padres que la quisieron así y buscaron un soporte genético para lograrlo. Ellos lo saben, y por eso se lo ocultan. Adriana termina sabiéndolo, y por eso los recrimina.
Adriana no existe como alma en el limbo de las células, sino en el decir de los padres, en el deseo de hija que se encuentra con una célula fecundada que podría haber sido cualquier célula. Sólo que en este caso se buscó un gameto que no le permitiera a Adriana ir más allá de la limitación de sus padres.
Para finalizar vamos a sugerir un ejemplo didáctico que nos permita salir del esencialismo y retomar la idea de que el sujeto es algo que habrá sido y no algo que es y ya estaba antes. Supongamos que hemos pensado un programa de computadora llamado "Adriana". Para que pueda funcionar necesito un soporte (un disco rígido, por ejemplo). "Adriana" no está en el disco rígido aún. El programa sólo lo tengo pensado, es una idea que quiero programar. Para que ese programa exista, da lo mismo el disco rígido que emplee, siempre que sea un soporte que no tenga virus o fallas. Así que como programador, busco uno que cuente con suficiente capacidad para poner el programa que quiero diseñar, y que no esté fallado. Pero si fuera un programador inexperto, y elijo un disco rígido con menor capacidad o fallado, y armo el programa en ese soporte, finalmente tendré a "Adriana" con problemas operativos.
Esta analogía es, por supuesto, burda, pero aproxima el tema que quiero plantear. Los gametos son indistintos, en la medida en que porten los rasgos esperables de la especie (una trisomía por ejemplo, ya no va a permitir que el "disco rígido" cerebral se desarrolle normalmente y va a limitar las capacidades de aquel que nazca). Una vez que ese gameto singular se desarrolle y sea "informado" por el orden simbólico vía deseo del Otro, que lo vuelve algo no anónimo y singular, ese organismo pasa de contingente a necesario, y el sujeto estará encarnado en ese cuerpo único e insustituible. Eso es un efecto a posteriori y no de origen. Cosa que no pasa en los programas de computadora: si se me pierde el pendrive, lo cambio por otro y tengo el mismo programa. Esto es un límite en el campo humano: una vez constituido un sujeto en ese cuerpo singular, ya no hay manera que de podamos volver a tenerlo en otro cuerpo. No somos programas, sino el real que se produce por excedente del orden simbólico que afectó un cuerpo por los circuitos de goce pulsional que vienen del Otro. Y la pulsión no es biológica, sino límite entre lo psíquico y lo biológico. El eco en el cuerpo del decir del Otro.