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Volumen 13 | Número 1
Abril 2017 | Abril 2017 - Agosto 2017
Fecha de publicación: 5 Mayo 2017
Posmemoria y Segregación
ISSN 1553-5053



Lo prohibido

de Betty Gambartes
y Diego Vila

Reseña teatral [pp 57-60]

Lo prohibido

Haydée Montesano
Juan Jorge Michel Fariña

Una transposición psicoanalítica

¿Puede la interpretación musical iluminar, en acto, la interpretación analítica? ¿Qué lugar ocuparía en esa analogía el concepto de “transposición”?

Según la definición clásica, la transposición supone que un pasaje musical se “traslada” de una tonalidad a otra. Consiste en llevar todas las notas o acordes que integran una composición hacia un registro más agudo o más grave, manteniendo el mismo intervalo entre nota de origen y nota de destino. Es un recurso que se utiliza muy frecuentemente para adecuar el acompañamiento a un registro de voz, facilitando así la tarea del o la cantante. [1]

En instrumentos muy populares, como la guitarra, esto se logra con la utilización de un artificio llamado justamente “transporte”, que se desplaza en el diapasón, ajustándose en los distintos trastes, anclando así la altura de las cuerdas. El ejecutante mantiene idéntica la digitación, pero el registro va cambiando, lo cual facilita enormemente su labor.

En épocas más exigentes de la educación musical, la transposición a primera vista de partituras más o menos sencillas llegó a ser un requisito del aprendizaje de un instrumento. El alumno resolvía esta dificultad técnica mediante el ejercicio en la lectura de las claves en distintos registros: en vez de conocer solo la clave de sol en segunda línea y de fa en cuarta línea (que corresponde a la notación de la mano derecha e izquierda del piano), también debía aprender a leer a primera vista en clave de do en cuarta línea (que corresponde a la altura del tenor, o del cello) y en clave de do en tercera línea (utilizada por la viola).

La “transposición” tiene por cierto otras acepciones además de la musical: en lógica aristotélica, en biología, en derecho internacional, etc. Nos interesa aquí introducir una posible acepción psicoanalítica.

Un hombre desaparece. Su esposa se desespera y cuenta los días y las horas de su ausencia. Pero no logra dar con su paradero. Pasan los años y las autoridades lo dan por muerto. La mujer se asume como viuda y se enfrenta al desafío de rehacer su vida. No advierte que al hacerlo pone en marcha un deseo ominoso. Ingresa en un cono gris de su vida, porque sin saberlo, se obliga a dar por muerto a quien ni siquiera sabe si lo está, quedando así en complicidad con el gesto mismo de la desaparición.

La descripción anterior podría considerarse una “transposición” del argumento de la obra teatral “Lo prohibido”, que con libro de Betty Gambartes y Diego Vila, sube a escena en el Teatro La Plaza. En la versión teatral, el desaparecido retorna y la mujer, que se ha involucrado amorosamente con el hijo de este hombre, debe lidiar con la incómoda situación.

Si trasponemos clínicamente la ficción teatral, el deseo asumirá efectivamente el valor de lo prohibido. Pero no tanto por la familiaridad entre el marido y el amante, sino por una cuestión estructural relativa al (imposible) duelo por un desaparecido. Que gracias a un libro impecable la obra provoque la risa en el auditorio, nos permite tomar la distancia que hace posible un análisis.

La multiplicación dramática ofrecida por los cuadros musicales y los fragmentos cinematográficos que integran la obra nos ofrece el material para esa rica lectura. Solo luego de esa travesía, Amelia podrá hacer algo con su incomodidad y tal vez retomar una vida más allá de los fantasmas. Internarnos en la travesía de Amelia supone detenernos en la lectura de su posición subjetiva y la lógica que ordena su movimiento.

En el centro del conflicto desatado, ella recorre, identificándose, las referencias clásicas que imponen en la mujer la definición de un triángulo perturbador.

La evocación del mito griego de Fedra en la acción dramática de Racine, abatida por amar a Hipólito, hijo de su esposo Teseo, le da a Amelia el tono moral de vergüenza y culpa; pero la referencia a la Ilsa de Casablanca, podría oficiar como redención, al permitirle sacrificar el amor por una justa causa.

Sin embargo, atravesando fantasías -que también incluyen a las chicas Bond- dos ejes estructurales definen el punto de inflexión que marca la respuesta de Amelia.

Se trata de dos referentes no enunciados en la trama de la obra, pero que están latentes en ella. Se trata de Doña Flor y Madame Bovary, personajes femeninos tan próximos a Amelia, que sólo se visibilizan cuando ella, aún sin advertirlo, los evidencia como estereotipos.

La configuración del triángulo que plantea la novela de Jorge Amado “Doña Flor y sus dos maridos” coincide con la trama de “Lo prohibido” en la cantidad y características que lo componen: una viuda, una nueva pareja y el espectro del marido muerto. Pero lo que allí se introduce como asunto nodal es la lectura sobre la mujer. En Doña Flor la condición de la existencia del triángulo es el enigma que se formula respecto de aquello que quiere una mujer; el desenlace de la novela de Amado resuelve la cuestión propiciando una suerte de bigamia moral en la reunión de los “dos maridos”, el sensato Teodoro y el espectro burlón de Vadinho. Sin embargo, la contrapartida de dicha resolución sostiene la idea sobre la insatisfacción femenina y la impotencia masculina para responder a semejante demanda. Si un hombre no puede con eso, será necesario entonces trascender los límites humanos...

Por su parte, la obra de Gustave Flaubert “Madame Bovary”, construye el personaje de Emma como una mujer que se condenó por su afición a las novelas románticas. Estas lecturas insuflaron, en terreno fértil de su labilidad emocional femenina, un desborde de la fantasía que la despistó de su realidad conyugal, precipitando su trágico final.

Tanto Emma como Doña Flor plantean para la mujer un horizonte que se estrecha fatalmente.

Pero la noche que habló Amelia se hizo patente que la malograda Bovary y la bígama Doña Flor, son fantasmas masculinos. Fantasmas que hacen cuerpo -de mujer- en un frío discurso de entomólogo o en la disculpa, en parte acusadora, de un solo hombre no puede satisfacerlas porque algo escapa a lo humanamente posible. No se trata de reducir las razones de ello a la condición varonil de los escritores; tanto Flaubert como Amado, recrearon la voz de su época y cultura y por lo mismo, sus obras respectivas pudieron leer en el contraluz los fantasmas vigentes.

Nuestra Amelia en cambio, no apoya su dilema en la insatisfacción; es en todo caso soñadora del sueño de las heroínas románticas.

Recogiendo los fragmentos de su voz en cada canción, toma la palabra en el debate del deber y lo prohibido; Amelia descompone la predestinación de Emma Bovary y Doña Flor porque habla desde el plural de los discursos de género. Puede así jugar con los fantasmas pero no necesariamente salir indemne de ello [2].

El fino guion de Gambartes y Vila permite esta transposición en la que sigue flotando la figura del desaparecido. El lúcido desenlace de la obra, que no adelantaremos aquí, no cierra el círculo sino que agita la trama en un rulo sorprendente.

Alain Badiou en diálogo con Nicholas Troung, nos recuerda que existe una risa que obedece a una complicidad con el orden existente, que está allí para que nos «hagamos a la idea» de lo que existe. Pero hay una risa que es de un orden diferente, “(…) una risa que devela la verdad oculta, a la vez ridícula y sórdida, que se encuentra detrás de los «valores» que se presentan ante nosotros como indiscutibles. La auténtica comedia no nos divierte; nos deja en la inquietante alegría de tener que reírnos de la obscenidad de lo real.”

Lo prohibido se instala allí. Nos reconcilia con esa risa que permite seguir pensando. El análisis recién comienza.


[1El diccionario de la Real Academia Española reconoce para esta operación el término “trasladar”, en su acepción musical naturalmente. Ver la discusión lingüística en Wikipedia https://es.wikipedia.org/wiki/Transposici%C3%B3n

[2Una lectura posible es pensar el final de la obra como el advenimiento de Amelia sin los ropajes de los fantasmas masculinos; como revirtiendo el nacimiento de Venus. Es un final que presenta a Amelia saliendo de la escena antes del desenlace de la trama. El dato clave, que se reserva como sorpresa al espectador, no ocupa el mismo lugar porque es una información que sólo cuenta para el público.


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