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Volumen 11
Número 2

Septiembre 2015 - Marzo 2016
Publicación: Septiembre 2015
Los psicólogos y la tortura


Resumen

En este artículo [1] se argumenta que los psicólogos no deben participar en los interrogatorios que hacen uso de la tortura u otras formas de trato cruel, inhumano o degradante. La utilización de métodos de tortura es evaluada primero la luz de los códigos de ética profesional y de la ley internacional. A continuación, se hace una revisión de la investigación sobre los interrogatorios y confesiones falsas y se cuestiona su relevancia para los interrogatorios a base de tortura. Por último, se resume la investigación sobre las consecuencias negativas de la tortura para la salud mental en sobrevivientes y perpetradores. Basados en todo ello, llegamos a la conclusión de que la labor de los psicólogos en la planificación, el diseño, la asistencia o participación de interrogatorios que hacen uso de tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes es una violación de los principios éticos fundamentales y una violación del derecho internacional y nacional, a la vez que un modo ineficaz de extraer información fiable. La tortura produce traumatismos severos y de larga duración, así como otras consecuencias negativas para los individuos y para las sociedades que la apoyan. El artículo concluye con una serie de recomendaciones acerca de cómo la APA y otras organizaciones profesionales deben responder a la participación de psicólogos en los interrogatorios que hacen uso de la tortura u otras formas de trato cruel, inhumano o degradante.

Palabras clave: Tortura, Psicología, Salud Mental, Interrogatorios.

Abstract English version

[pp. 7-20]

Los psicólogos y el uso de tortura en interrogatorios

Mark Costanzo; Ellen Gerrity; M. Brinton Lykes

Claremont McKenna College, Duke University, Boston College

Recibido 11/12/2014; aceptado 03/03/2015

Los Estados Unidos y sus Fuerzas Armadas deberían prohibir inmediatamente el uso de tortura, y para los psicólogos debería estar expresamente vedado utilizar sus conocimientos profesionales para planear, diseñar, asistir o participar en interrogatorios que hagan uso de la tortura u otro modo de tratamiento cruel, inhumano o degradante. El uso de torturas como herramienta en los interrogatorios se opone a los estándares éticos de conducta para los psicólogos y resulta una violación a la legislación internacional. La tortura no es un medio confiable para obtener información y probablemente lleve a una comprensión deficitaria. A su vez, la tortura tiene consecuencias negativas a largo plazo para la salud mental tanto de los sobrevivientes como de sus perpetradores. El uso de tortura tiene graves y vastas consecuencias para los ciudadanos norteamericanos: daña la reputación de los Estados Unidos, crea hostilidad hacia las tropas, provee un pretexto para la crueldad contra los soldados y ciudadanos norteamericanos, ubica a los Estados Unidos entre los regímenes más opresivos del mundo y socava su credibilidad cuando el país argumenta a favor de los Derechos Humanos.

La Tortura como Violación de los Códigos Profesionales de Conducta

Los Principios Éticos y el Código de Conducta de los Psicólogos de la American Psychological Association instan a los psicólogos a “…esforzarse por hacer el bien a aquellos con quienes interactúan profesionalmente y asumen la responsabilidad de no hacer daño” (APA, 2002). Dicha directriz incorpora principios básicos o imperativos morales que guían el comportamiento así como también códigos de conducta específicos que describen aquello que los psicólogos pueden o no hacer (Gauthier, 2005) y son, entonces, directamente aplicables a la participación de psicólogos en torturas o situaciones de interrogatorio que involucren daño. Los psicólogos, médicos y otros profesionales de la salud y la salud mental son también guiados por códigos de ética internacionales e interdisciplinarios y resoluciones institucionales, tales como la declaración conjunta de 1985 en contra de la tortura, realizada por la American Psychiatric Association y la American Psychological Association (APA, 1985). En 1986, la American Psychological Association emitió una Resolución en contra de la Tortura y Otros Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes (APA, 1986). Ambas declaraciones “condenan la tortura dondequiera que ocurra”.

La International Union of Psychological Science (IUPsyS), la International Association of Applied Psychology (IAAP), y la International Association for Cross-Cultural Psychology (IACCP) están colaborando en el desarrollo de una Declaración Universal de Principios Éticos para Psicólogos. Han identificado “principios y valores que proveen un marco moral en común […] para guiar el desarrollo de estándares diferenciados, apropiados para contextos culturales diversos” (www.am.org/iupsys/ethintro ). El análisis de ocho códigos de ética actuales identificados en múltiples continentes ha revelado cinco asuntos transversales: (1) el respeto por la dignidad y los derechos de las personas, (2) el cuidado hacia otros y el interés por su bienestar, (3) competencia, (4) integridad y (5) responsabilidad profesional, científica y social (Gauthier, 2005). Sinclair (2005) ha rastreado los orígenes de estos ocho códigos en doce documentos, incluido el Código de Hammurabi (Babilonia, circa 1795-1750 a.C), las Instrucciones de Ayurveda (India, circa 500-300 a.C), el Juramento Hipocrático (Grecia, circa 400 a.C), el (Primer) Código de Ética de la American Medical Association (1847) y el Código de Ética Médica de Nuremberg (1948) (Sinclair, 2005). Entre los principios éticos propuestos como universales para todos los psicólogos se encuentra el “ratificar el valor de cuidar de no hacer daño a individuos, familias, grupos y comunidades”.

Un amplio espectro de declaraciones, convenciones y principios gobiernan la conducta de médicos y profesionales de la salud en el contexto de tortura (por ejemplo, la Declaración de Tokio de la World Medical Association -1975-), incluyendo el establecimiento de estándares internacionales con respecto a la asesoría médica en alegatos de tortura (tal es el caso del Manual de Investigación y Documentación Efectiva sobre Tortura, Castigos y Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes (Protocolo de Estambul), Naciones Unidas, 1999). Restricciones específicas prohíben la participación de personal médico en tortura y prácticas degradantes de interrogatorio, las cuales fueron establecidas en 1982 por las Naciones Unidas, “Principios de Ética Médica (Naciones Unidas, 1982)”. La World Medical Association (1975) también ha establecido que no es éticamente apropiado para los médicos y otros profesionales de la salud oficiar como consultores o consejeros en interrogatorios.

Los psicólogos pueden encontrarse en situaciones donde la conducta ética y profesional esperable, y la protección de los Derechos Humanos entren en conflicto con el cumplimiento de políticas y prácticas gubernamentales. Un reporte del año 2002 de Physicians for Human Rights describe la “lealtad dual” que actualmente confronta a un número creciente de profesionales de la salud dentro y fuera de las Fuerzas Armadas. Dicha tensión es particularmente aguda cuando semejantes políticas y prácticas van en contra de las declaraciones internacionales, leyes y convenciones que protegen los Derechos Humanos (por ejemplo, el reporte del Reglamento de la Armada-15, 2005).

La tortura como violación a la Ley

Como ciudadanos, los psicólogos de los Estados Unidos están compelidos a observar un amplio espectro de tratados nacionales e internacionales, convenciones y leyes que prohíben la tortura. La Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Naciones Unidas, adoptado en 1966 y puesto en vigencia en 1976), acompañado de otros seis tratados internacionales fundamentales en materia de Derechos Humanos, constituyen un “proyecto de ley en Derechos Humanos” que garantiza la libertad frente a la tortura y tratamientos crueles, inhumanos o degradantes (ver Artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos).

El Artículo 1 de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes (CAT, por sus siglas en inglés), (Naciones Unidas, 1984, 1987), la cual ha sido firmada por los Estados Unidos en 1988 y ratificada en 1994, define la tortura durante el interrogatorio como:

A los efectos de la presente Convención, se entenderá por el término "tortura" todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infringidos por un funcionario público u otra persona en el ejército de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia.

El artículo 2 de la Convención delinea prohibiciones adicionales específicas y obligaciones las cuales establecen que: “En ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura”. (Un listado de tratados y declaraciones relevantes de las Naciones Unidas se encuentra disponible en www.ohchr.org/english/law/index.htm ).

Diversas leyes y resoluciones de los Estados Unidos, incluyendo la Carta de Derechos y la Constitución Nacional, y la resolución congresal conjunta que se opone a la tortura, promulgada por el Presidente Reagan el 4 de octubre de 1984 (Congreso de los Estados Unidos, 1984), prohíben tratamientos crueles, inhumanos o degradantes, así como también cualquier tipo de tortura. Otros tratados a los que dicho país ha suscripto prohíben cualquier modalidad de tortura como medio para recabar información en períodos de guerra (ver, por ejemplo, el Acuerdo de Ginebra -1949- y la Convención Europea de Derechos Humanos -1989- en relación al tratamiento de prisioneros de guerra y en pos de la prevención de torturas. En este sentido, la enmienda del Senador John McCain (sección 1403 de Recursos Humanos, 1815), aprobada por el Congreso de los Estados Unidos y firmada por el Presidente Bush a fines de 2005, prohíbe la tortura y el tratamiento cruel, inhumano y degradante. Sin embargo, la “declaración firmada” correspondiente, considerablemente menos publicitada, indicaba que el Presidente podría interpretar la ley de un modo consistente con sus poderes presidenciales, reavivando el debate en numerosos círculos dentro y fuera del gobierno. Los debates en distintas esferas del gobierno no han resultado concluyentes, y la condena de gobiernos extranjeros y del Comité Contra la Tortura de las Naciones Unidas hacia el tratamiento de los prisioneros en Guantánamo y Abu Ghraib por parte de los Estados Unidos enfatiza la urgente necesidad de clarificar las pautas éticas para los psicólogos.

Investigación en interrogatorios y la utilidad de la tortura como herramienta de interrogación

Aunque el propósito principal de la tortura es aterrorizar a un grupo y quebrar la resistencia del enemigo (Scarry, 1985; Conroy, 2000), el uso de la misma es frecuentemente justificado como instrumento de interrogación. Sin embargo, no existe evidencia de que la tortura sea un medio efectivo para recabar información confiable. Muchos sobrevivientes de tortura relatan que hubieran dicho cualquier cosa para “hacer que la tortura acabara” (Mayer, 2005; McCoy, 2006). Aquellos que afirman que “la tortura funciona” ofrecen como evidencia únicamente informes anecdóticos inverificables. Si bien hay casos en los que la tortura puede haber precedido la revelación de información útil, resulta imposible saber si métodos de interrogación menos coercitivos habrían arrojado resultados aún mejores.

Dado que los interrogatorios basados en la tortura son generalmente conducidos de modo secreto, no existe una investigación sistemática sobre la relación entre tortura y confesiones falsas. Aún así, existe evidencia irrefutable de parte del sistema de justicia penal civil de que técnicas menos coercitivas que la tortura han producido confesiones falsas verificables en un número apabullante de casos (Costanzo & Leo, 2007; Kassin & Gudjonsson, 2004).

El análisis de ADN de inocentes exonerados, que habían sido erróneamente condenados como sospechosos, revela que las confesiones falsas son la segunda causa más frecuente de condenas injustas, llegando a ser un 24% del total de las mismas (ver www.innocenceproject.org ). En un estudio reciente a gran escala, Drizin y Leo (2004), se han identificado 125 confesiones falsas comprobadas en un período de 30 años. Dos características de estas confesiones falsas conocidas son notables. Primero, tienden a ocurrir en los casos más graves -81% confesaron haber cometido homicidio y un 9% confesó un crimen de violación. Segundo, dado que únicamente confesiones falsas comprobadas han sido incluidas (por ejemplo, casos donde el confesor ha sido exonerado debido a evidencia de ADN o casos donde el crimen alegado jamás ocurrió), el número de confesiones falsas real probablemente sea sustancialmente superior.

La actividad militar basada en información falsa obtenida mediante el uso de tortura posee el potencial agravante de poner en riesgo las vidas de personal militar y de civiles. La característica principal de un interrogatorio es la presunción de que un sospechoso está mintiendo o reteniendo información de carácter vital (Inbau, Reid, Buckley, & Jayne, 2001). Si la tortura es una opción posible, los interrogadores probablemente recurrirán a ella cuando consideren que un sospechoso está mintiendo en relación a lo que sabe o no sabe. Aún así, no existe ningún motivo para creer que los interrogadores son capaces de determinar cuándo un sospechoso miente o no. De hecho, existen investigaciones que demuestran que interrogadores entrenados no son precisos en cuanto a juzgar la veracidad de los dichos de los sospechosos. En general, personas que han recibido entrenamiento profesional (interrogadores, expertos en poligrafía, oficiales de aduana) son capaces de detectar engaños a un nivel sólo levemente superior al azar (Vrij, 2004; Vrij & Mann, 2001; Garrido, Masip, & Herrero, 2004). Es más, algunos investigadores han identificado un sesgo perceptivo alarmante entre personas que han recibido entrenamiento formal en interrogación –una mayor tendencia a creer que otros les mienten (Meissner & Kassin, 2002; Masip, Alonso, Garrido, & Anton, 2005). A su vez, si bien el entrenamiento en herramientas de interrogación no mejora la capacidad de discernir la mentira, sí incrementa la confianza de los interrogadores en su habilidad para determinar si un sospechoso está mintiendo o reteniendo información (Kassin & Fong, 1999).

En suma, la presunción de que un sospechoso está mintiendo, sumada al exceso de confianza producto del entrenamiento en herramientas de interrogación, lleva a un estilo de interrogatorio sesgado que persigue la confirmación de la culpabilidad a la vez que ignora o desestima información que sugiere que un sospechoso está siendo veraz (Kassin & Gudjonsson, 2004). También existe evidencia de que interrogadores se han tornado más coercitivos cuando interrogan sospechosos inocentes, dado que éstos son considerados reticentes y desafiantes (Kassin, Goldstein, & Savitsky, 2003). Por consiguiente, los interrogadores son especialmente propensos a recurrir a la tortura cuando se encuentran frente a negaciones persistentes por parte de un sospechoso inocente. Bajo dichas condiciones, la tortura puede ser utilizada para castigar a un sospechoso o como una expresión de frustración y desesperación por parte del interrogador. Más ampliamente, existe evidencia sustancial de que la emisión de juicios sobre otros se encuentra influenciada por estereotipos y prejuicios concientes e inconscientes (Dovidio & Gaertner, 1997). Los prejuicios pueden conducir a los interrogadores a dirigir las torturas basándose en la apariencia física, etnia o estereotipos erróneos debido a pautas culturales de los sospechosos.

A menos que las autoridades locales (por ejemplo, comandantes a cargo de establecimientos penitenciarios militares) explícitamente prohíban el uso de tortura en los interrogatorios, el riesgo de tortura continuará siendo inaceptablemente elevado. Décadas de investigación por parte de psicólogos sociales han demostrado que fuertes tensiones situacionales pueden causar que buenas personas traten a otros de modo cruel (Ross & Nisbett, 1991). Dichas tensiones incluyen la presencia de una figura de autoridad que interviene para sancionar el uso de crueldad (por ejemplo, Milgram, 1974), y una amplia disparidad de poder entre grupos, como la que existe entre prisioneros y guardias (Haney, Banks, & Zimbardo, 1973). Además, la deshumanización y demonización del enemigo que ocurre durante tiempos de intenso conflicto grupal –particularmente en épocas de guerra- reduce las inhibiciones en contra de la crueldad (Waller, 2002). Todas estas condiciones, combinadas con el estrés del confinamiento a largo plazo, parecen haber estado presentes en Abu Ghraib. Los reportes de tortura documentados en las instalaciones de Abu Ghraib y Guantánamo ofician como recordatorios perturbadores de que resulta esencial que las autoridades militares emitan directivas claras respecto a prácticas inaceptables en la interrogación de prisioneros (Fay, 2004; Physicians for Human Rights, 2005; Center for Human Rights and Global Justice, 2006). Dichas directivas deben ser acompañadas por un monitoreo efectivo de las instalaciones militares de detención, especialmente en épocas de guerra.

En un esfuerzo por circunscribir las preocupaciones éticas y la falta de evidencia sobre la eficacia de la tortura, defensores del uso de tortura frecuentemente recurren a argumentos hipotéticos tales como “la situación de la bomba de tiempo” (Dershowitz, 2003). Esta frecuente justificación para el uso de tortura como táctica de interrogación presupone que los Estados Unidos tienen en su custodia a terroristas que poseen conocimiento sobre la ubicación de una bomba de tiempo que pronto explotará y asesinará a miles de personas inocentes. Adosadas a esta situación poco plausible se encuentran numerosas suposiciones cuestionables: que es sabido de forma certera que el sospechoso posee conocimiento específico factible que podría desencadenar el desastre; que la amenaza es inminente; que sólo mediante la tortura se logrará la revelación de la información; que la tortura es el medio más rápido para extraer información válida y útil. Por supuesto, esta situación hipotética también redistribuye los roles, presentando al interrogador como una figura heroica y de principios, que utiliza la tortura a pesar suyo para salvar vidas inocentes. Mientras dicha situación podría proveer un estímulo útil para la discusión en asignaturas de ética en universidades, o un interesante dispositivo para la trama de una serie de televisión, no se encuentra evidencia de que esto haya ocurrido, lo cual la torna altamente improbable.

Los efectos de la tortura en sobrevivientes y perpetradores

La tortura ha sido una de las formas más extremas de violencia en la historia de la humanidad, con graves consecuencias tanto físicas como psicológicas. A su vez, se encuentra diseminada a lo largo de buena parte del mundo (Amnesty International, 2006). A pesar de las variables potencialmente engañosas, incluyendo estresores relacionados (tales como la condición de personas refugiadas o víctimas de pérdidas traumáticas) y condiciones de comorbilidad (como ansiedad, depresión o lesiones físicas), la tortura en sí misma está directamente conectada al Trastorno por Estrés Post-Traumático (TEPT) y a otros síntomas e incapacidades, según se ha comprobado. Los descubrimientos tanto de estudios controlados como no-controlados han producido evidencia sustancial de que para algunos individuos la tortura tiene consecuencias psicológicas serias y a largo plazo (Basoglu, Jaranson, Mollica, & Kastrup, 2001; De Jong, 2001; Silove, Steel, McGorry, Miles, & Drobny, 2002; Thapa, Van Ommeren, Sharma, DeJong, & Hauff, 2003).

La mayoría de los expertos en situaciones traumáticas —tales como sobrevivientes de tortura, investigadores del campo de la salud mental y terapeutas— acuerdan que el diagnóstico psiquiátrico de TEPT (American Psychiatric Association, 1994) es de gran relevancia para sobrevivientes de tortura. Sin embargo, dichos expertos enfatizan que las consecuencias de la tortura van más allá del diagnóstico psiquiátrico. Turner y Gorst-Unsworth (1990) subrayan cuatro temáticas comunes con respecto al complejo panorama de la tortura y sus consecuencias: (1) TEPT es el resultado de experiencias de tortura específicas; (2) la depresión es el resultado de múltiples pérdidas asociadas a la tortura; (3) síntomas físicos son causados por formas particulares de tortura; y (4) el “dilema existencial” de sobrevivir en un mundo en el que la tortura es una realidad. La 10° revisión de la International Classification of Diseases (World Health Organization, 1992) incluye el diagnóstico de “Cambios de Personalidad Perdurables tras Experiencias Catastróficas” como un esfuerzo por capturar las consecuencias que genera la tortura a largo plazo, la cual desgarra el mundo social. Estas profundas consecuencias psicológicas y físicas son también evidentes en numerosos relatos personales cuidadosamente escritos en relación a la experiencia de la tortura (Ortiz, 2001; Ortiz & Davis, 2002).

Estudios exhaustivos de los efectos psicológicos de la tortura (Basoglu, Jaranson, Mollica, & Kastrup, 2001; Gerrity, Keane, & Tuma, 2001; Quiroga & Jaranson, 2005; Turner, 2004) han evaluado sistemáticamente las investigaciones con sobrevivientes de tortura, examinando las consecuencias únicas asociadas a la misma y la compleja interacción de conflictos sociales, ambientales y judiciales. Como se establece en dichos análisis, los problemas psicológicos más frecuentemente informados por los sobrevivientes en estudios de investigación incluyen (a) síntomas psicológicos (ansiedad, depresión, irritabilidad o agresividad, inestabilidad emocional, autosegregación o retraimiento social); (b) síntomas cognitivos (confusión o desorientación, memoria y concentración comprometidas); y (c) síntomas neurovegetativos (insomnio, pesadillas, disfunción sexual). Otros hallazgos informados en estudios con sobrevivientes de tortura incluyen patrones de sueño anormales (Astrom, Lunde, Ortmann,& Boysen, 1989), daño cerebral (Bradley & Tawfiq, 2006) y cambios de personalidad (Ortmann & Lunde, 1988). Los efectos de la tortura pueden extenderse a muchos aspectos de la vida de los sobrevivientes, afectando su funcionamiento psicológico, familiar y económico (Basoglu et al., 2005; Mollica, McInnes, Poole, & Tor, 1998; Quiroga & Jaranson, 2005). Se ha evidenciado en diversos estudios sobre poblaciones de víctimas/sobrevivientes con distintos tipos de trauma, que semejantes consecuencias también son transmitidas a través de distintas generaciones (Daud, Skoglund, & Rydelius, 2005; Yehuda, et al., 2005).

Durante los últimos 15 años se han conducido estudios que sugieren que aquellas personas que desarrollan un TEPT también podrían experimentar serios cambios a nivel neurobiológico (Friedman, Charney, & Deutch, 1995; Southwick, & Friedman, 2001), incluyendo cambios en la capacidad del cuerpo para responder al estrés (debido a alteraciones en las hormonas del estrés) (Charney, Deutch, & Krystal, 1993), y cambios en el hipocampo, un área del cerebro relacionada a la memoria dependiente del contexto (Bremner et al., 1995; Gurvits et al., 1996). De este modo, el desarrollo de TEPT tiene implicaciones directas y a largo plazo en relación al funcionamiento de numerosos sistemas biológicos, que resultan esenciales para el ser humano. Para los sobrevivientes, haber tenido profesionales de la salud participando en su tortura, brindando apoyo a los interrogadores o proveyendo tratamientos médicos que prolongaran el procedimiento de tortura, puede minar su futura recuperación ya que daña el rol legítimo que tanto médicos como psicólogos podrían proveer mediante la oferta de tratamiento o apoyo, los cuales son componentes esenciales en la rehabilitación de este tipo de población (Basoglu et al., 2001; Quiroga & Jaranson, 2005). Por estas razones, varias asociaciones médicas, incluyendo la American Psychiatric Association y la World Medical Association, ubican como parte de sus estándares éticos y profesionales la absoluta prohibición de la participación de sus miembros en interrogatorios, torturas o cualquier otro modo de tratamiento dañino (United Nations, 1982). De igual modo, la South African Truth and Reconciliation Commission ha documentado cómo prestadores de la salud han sido eventuales cómplices de abusos a los derechos humanos durante el apartheid, y a través de su informe esperan echar luz sobre este fenómeno a nivel mundial y lograr la colaboración internacional para prevenir que semejantes abusos ocurran (Physicians for Human Rights, 1998).

Investigaciones que focalizan directamente en la participación de profesionales de la salud en torturas e interrogatorios han registrado importantes conflictos contextuales que permiten comprender que semejante participación pudiera ocurrir. Robert Lifton (1986) entrevistó a médicos nazis que participaron en experimentos con seres humanos, y encontró que se trataba de “profesionales normales” que ofrecían justificativos médicos para sus acciones. En estudios sobre médicos y otros profesionales de la salud involucrados en diversos interrogatorios militares, Lifton (2004) habla sobre ambientes “generadores de atrocidades” en los cuales individuos normales podrían renunciar a sus valores personales y profesionales, dado un ambiente en el cual la tortura es la norma. Es más, estos mismos profesionales de la salud podrían, a través de sus actos, transferir legitimidad a una situación, apoyando la ilusión de los participantes de que alguna especie de terapia o propósito médico se encuentra involucrado. Otros estudios sobre las personas que ejercen la tortura (Gibson, 1990; Haritos-Fatouros, 2002; Wagner & Rasmussen, 1983) han proporcionado detalles sobre el paso a paso del entrenamiento que puede transformar personas ordinarias en personas que pueden matar y torturar a otros, proveyendo sistemáticamente justificaciones sobre sus actos, su autoridad profesional y su discreción respecto de los hechos cometidos. La participación en torturas y otras atrocidades ha revelado tener consecuencias psicológicas negativas a largo plazo para los perpetradores, aún en situaciones en las cuales se han dado justificativos profesionales o contextuales para sus acciones (Falk, Gendzier, & Lifton, 2006; Lifton, 2004).

Las consecuencias de la tortura para la sociedad

La aceptación y el uso de la tortura y otras formas de tratamiento cruel, inhumano y degradante en situaciones militares o de aplicación de la ley tienen implicancias de largo alcance a nivel social. La impunidad de los perpetradores de tortura (ya sea directamente como resultado de una acción legal, o indirectamente a través de la negligencia e incompetencia) ha sido estudiada en cuanto a los modos en los que puede afectar al sobreviviente, el perpetrador y la comunidad; así como también la erosión de los códigos morales; una aceptación implícita de comportamientos violentos en la comunidad; sentimientos de miedo; indefensión e inseguridad en la sociedad; y “alienación social” manifestada a través de sentimientos de fracaso y escepticismo, frustración y conductas adictivas y violentas (Lagos & Kordon, 1996; Neumann & Monasterio, 1991; Roht-Arriaza, 1995). Estos potenciales resultados se apoyan en teorías cognitivas sobre el trauma, que sostienen que el TEPT se encuentra mediatizado por la violación de supuestos previos de invulnerabilidad y seguridad personal (Janoff-Bulman, 1992), la incapacidad de encontrar una explicación aceptable para el trauma (Lifton & Olson, 1976), y la violación de la creencia de que el mundo es un lugar justo y pacífico (Lerner & Miller, 1978).

El hecho de que procesos sociopolíticos se encuentren relacionados a los efectos cognitivos y psiquiátricos de la tortura en los sobrevivientes también ha sido examinado, particularmente la sensación de injusticia que surge a partir de la impunidad del perpetrador (Anckermann et al., 2005; Basoglu et al., 2005). En dichos casos, aún más significativos que la retribución y reparación son la pérdida de control y el miedo constante que los sobrevivientes puede experimentar dentro de sus comunidades. Restaurar el sentimiento de seguridad y control en relación a los perpetradores de torturas es un asunto crítico para la recuperación de una sociedad saludable, así como también el resultado terapéutico positivo de aquellos individuos que han sobrevivido. Dicha reparación es aún más importante en países donde aquellos que son responsables por las violaciones de los Derechos Humanos continúan en el poder.

Para concluir, como se ha destacado en debates recientes en el Congreso, el uso de la tortura por parte de las Fuerzas Armadas estadounidenses socava la credibilidad y autoridad del país cuando se presenta como defensor de los Derechos Humanos en el exterior. El uso de tortura a cargo de los Estados Unidos también presta credibilidad a quienes sostienen el deseo de dañar a los soldados y civiles norteamericanos, proveyendo una aparente justificación para actos terroristas. Debido al hecho de recurrir a la tortura, los Estados Unidos se suman al listado de países que fracasan en acatar los estándares nacionales e internacionales de tratamiento ético y humano de detenidos, y pone en riesgo a los ciudadanos americanos que se encuentran retenidos en custodia en otras partes del mundo. Los Estados Unidos no pueden esperar que otros traten a sus soldados y ciudadanos humanamente si se tortura a aquellos que se encuentran bajo su custodia. La participación de todos los ciudadanos estadounidenses, incluyendo tanto a los militares como civiles, en el uso de tortura y otros tratamientos crueles, inhumanos y degradantes debe terminar.

Por lo tanto, instamos a la APA y otras asociaciones profesionales de psicólogos a:

  1. Condenar inequívocamente el uso de tortura y otras formas de tratamiento cruel, inhumano o degradante como métodos de interrogación e instar al gobierno de los Estados Unidos y sus Fuerzas Armadas a prohibir explícitamente el uso de semejantes tratamientos y a aplicar todas las leyes y regulaciones que prohíban su uso.
  2. Conducir una investigación independiente sobre el grado en que los psicólogos han estado involucrados en el uso de tortura o cualquier otro tratamiento cruel, inhumano o degradante como herramienta de interrogación. Si se encuentra a psicólogos como partícipes en el diseño o conducción de un interrogatorio que haya hecho uso de tortura, éstos deberán ser sancionados por la APA u otra asociación de profesionales competente.
  3. Prohibir expresamente a los psicólogos la planificación, el diseño, la asistencia o participación en interrogatorios que involucren el uso de tortura o cualquier otro modo de tratamiento cruel, inhumano o degradante hacia los seres humanos.
  4. Desarrollar directrices y códigos de conducta específicos para psicólogos que se desempeñan en contexto de guerra o reclusión. Los mismos deberán ser consistentes con los tratados internacionales y convenios sobre derechos humanos así como también las regulaciones que rigen sobre los profesionales de la salud. Éstos incluirán su aplicación, los procedimientos para la investigación de su eventual violación y las consecuencias legales y profesionales que tal violación comporte.

Referencias

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[1Publicado originalmente en Analyses of Social Issues and Public Policy, Vol. 6, No. 1, 2006, pp. 1—14. Reproducido con la autorización de sus autores. Traducción al español de María Paula Paragis.


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