La novela Los hermanos Cuervo, del colombiano Andrés Felipe Solano, subraya, a través de la parodia, la ilusión de estabilidad de la lengua y del sujeto en la que se amalgama una violencia simbólica, naturalizada en la familia, el colegio y la ciudad. La obsesión hiperbólica e irrisoria del personaje central con los singulares y extravagantes hermanos Cuervo ilumina la desvalorización y desestima hacia sí mismo y hacia el propio linaje como contracara de un deseo comprometido en un goce que desconoce los aspectos de la ideología cultural dominante en los que se estructura. La configuración familiar en continuidad con una educación regida por un dispositivo disciplinario de control, basado en la examinación, la normalización del juicio y la observación jerárquica, se enraíza en una ilusión de inequivocidad y unicidad del signo lingüístico; estructura que reproduce y perpetúa un yo debilitado con baja capacidad de reflexión crítica y escasa autonomía. Esta subjetividad resuena en un territorio rígidamente dividido en estratos socioeconómicos, amalgamados simbólica e imaginariamente en narrativas culturales clasistas y profundamente excluyentes, organizadas en torno a la pareja de opuestos: todo o nada.
A pesar de haber sido Solano el único escritor colombiano seleccionado, en el año 2010, por la revista Granta en español para integrar la lista de los veintidós mejores autores menores de treinta y cinco años en la narrativa hispanoamericana, su literatura no pertenece al corpus de obras colombianas con mayor circulación a nivel nacional e internacional en las últimas décadas, como las novelas de Santiago Gamboa, Mario Mendoza, Jorge Franco o Fernando Vallejo, y sus taquilleras adaptaciones al cine de Rosario Tijeras (Franco), La virgen de los sicarios (Vallejo), La vendedora de rosas, Satanás (Mendoza), entre otras.
A pesar de su prolífica escritura, la obra de Solano se ubica al margen de la producción literaria colombiana más analizada por críticos literarios y colombianistas, a veces en diálogo con la obra plástica de Doris Salcedo, el cine de Víctor Gaviria o el cine documental de Martha Rodríguez y, generalmente, en relación a los fenómenos de violencia reciente en el país. Juana Suárez (2011) y María Helena Rueda (2010) integran a su análisis testimonios en los cuales la voz narrativa fue testigo directo o indirecto de las atrocidades de la violencia reciente en Colombia.
Solano prioriza el sentimiento de abandono del personaje principal, Nelson, en la intimidad de la familia y en la cotidianidad del colegio; consolidado en la ausencia de un universo simbólico deseable para la constitución subjetiva, en el cual inscribirse como sujeto, como significante para otro significante en la red narrativa de la cultura. Sin embargo, los padres de Nelson cumplen estrictamente con las funciones parentales culturalmente priorizadas, sobre todo la de brindar una buena educación a su hijo. “Una pareja tan correcta, tan decente, que ni siquiera me ofreció la posibilidad del odio contra ella como coartada, y eso que mi mamá me sacó de las clases de inglés que me obligó a tomar en el Instituto Winston-Salem y me puso a estudiar esperanto cuando leyó en algún folleto que era el idioma del futuro” (Solano, 2012:109). La buena educación, considerada panfletariamente, en ausencia de reflexión crítica al respecto, se encuentra asociada a un imaginario de ascenso social que proyecta, para el hijo, una vida menos difícil que la de sus padres.
Siempre he creído que mi papá, en lugar de tramitar licencias en el Ministerio de Comunicaciones, se dedicaba a armar pedazos de niños desmembrados. Cuando no echaba humo por los oídos estaba tan deprimido que se iba a la cama con un pedazo de salchichón cervecero en la mano de cena. Por su parte mi mamá, después de su ronda exhaustiva por los canales nacionales devorando cuanta telenovela emitían, se paraba con los ojos enrojecidos, me daba un beso seco y se iba a desmaquillar. Para no verlos me encerraba en el cuarto a tocar guitarra como si estuviera practicando para mi debut en el estadio de Wembley (Solano, 2012:107)
Los padres de Nelson se construyen como personajes desvalorizados y desvirtuados; a partir de lo cual el proceso identificatorio del personaje principal, redunda en una desvalorización del sí mismo. Nelson no describe recuerdos de infancia, relatos o anécdotas, marcados por el afecto o el júbilo. Por el contrario, obligado a mirar el álbum de fotos familiar el día de su cumpleaños, Nelson expresa: “vi pasar con amargura mi vida y la de mis papás en media hora”; y ante una foto de su padre de joven en la que se notaba apuesto y confiado de su destino, dice: “Dónde había quedado aquel hombre, sepultado bajo qué horrorosa vida, me pregunté” (Solano, 2012:79).
Sin embargo, ni su vida ni la de sus padres están signadas por los fenómenos más conocidos de la violencia reciente en Colombia [1]: más de 50 años de confrontación entre guerrillas, Estado y paramilitares, que dejaron cerca de ocho millones de desplazamientos forzados, doscientos treinta mil homicidios, ochenta mil desapariciones forzadas y cerca de treinta y dos mil secuestros, concentrando el mayor número de víctimas entre 1995 y 2005 (Ávila, 2019:33). El horror de la existencia de sus padres está signado en la cotidianidad de “dos empleados públicos con vidas insípidas que se resumían en partirse el lomo para mantenerlo en aquel colegio” (Solano, 2012:108) en los avatares de violencias cotidianas naturalizadas e invisibilizadas. Como lo propone Inna Anfinogenoba en uno de sus videos a colación del Paro Nacional impulsado por estudiantes colombianos a finales del 2019.
Colombia es el segundo país más desigual del continente [2] sin apenas cambios en la redistribución del ingreso desde 1992, a pesar de un PBI en constante crecimiento durante los últimos 19 años, donde el 10 % de la población más favorecido posee cuatro veces más riqueza que el 40% de la más pobre, una nación con más de dos millones de analfabetos donde apenas el 44 % de los niños termina el bachillerato y de ellos solo la mitad logra ingresar a la educación superior, donde el 98 % del programa de ayuda destinado a favorecer el ingreso de los jóvenes a la Universidad termina en manos de instituciones privadas, con un sistema público de salud y de pensiones que se ha ido abandonando año tras año para abrir el camino a las opciones privadas, un tozudo desempleo que no baja del 10 % y un empleo informal al que se dedica casi la mitad de la fuerza laboral colombiana.
Estos persistentes indicadores sociales se perpetúan a lo largo del tiempo se entraman en una ilusión de estabilidad y univocidad del signo lingüístico, configurando una realidad percibida como el estado natural y permanente de cosas: un sistema de formas que recorta una matriz generativa en el que se constituye la subjetividad.
Patrice Magnilier, siguiendo los desarrollos de Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general (Saussure, 2016) y en Escritos de Lingüística General (Saussure, 2002, presenta los principios propios de la lengua: el “principio de continuidad” y el “principio de transformación” (Maniglier, 2006:88, nuestra traducción). El primero consiste en que hay una identidad en el pasaje y en el devenir de la lengua efectivamente hablada. Esto le permite a Saussure afirmar que el francés no proviene del latín, sino que es el latín que se habla en un tiempo determinado y en un límite geográfico determinado (Saussure, 2002:217). Así, “la historia del pensamiento no es el desarrollo de una unidad interior que se complicaría y ramificaría, sino una serie de contingencias debidas al carácter a posteriori de la reconstrucción del sistema” (Saussure, 2002:433).
El principio de continuidad nos permitiría afirmar que no hay diferencias entre la lengua que fue utilizada hace siglos con la que utilizamos hoy, ni con la que será utilizada en los próximos siglos, creando un ilusión de estabilidad de la lengua y del sujeto hablante. En esta ilusión de estabilidad se perpetúan persistentes indicadores de exclusión, pobreza y bajo acceso a la educación superior, constriñendo el margen para el diálogo, el disenso y el cambio social. Esta rígida estructura social encuentra puntos de continuidad en el espacio educativo al que asistía Nelson.
Un colegio dirigido por jesuitas, ubicado en el barrio La Merced, que tenía como edificio principal siete plantas de paredes verdes y pisos de granito dispuestos en una construcción de líneas rectas de los años treinta, parecida a la cancillería alemana en la Segunda Guerra Mundial … la única diferencia era que, en lugar de estar dominada por un águila imperial, la coronaba una cruz y tres grandes letras: JSH. Jesús semper homen (Solano, 2012:37).
La comparación del edificio del colegio con la cancillería alemana en la Segunda Guerra Mundial connota la ideología nazi, sin referir a la presencia de cuadros nazis en Colombia, como lo proponen Alberto Donadío y Silvia Galvis. Solano subraya la presencia ideológica del nacismo en la educación: la constitución y manipulación de los sujetos como masa privilegiando la homogeneización y la heteronomía en desmedro de la diferencia y la autonomía. En este espacio educativo los hermanos Cuervo se configuran como singulares, excéntricos y enigmáticos. Eran los únicos que “no habían tenido que pasar un examen de admisión, ni siquiera llenaron un solo formulario para entrar a estudiar con nosotros” (Solano, 2012:27).
Los exámenes de admisión son un procedimiento establecido en la mayoría de los colegios privados de las grandes ciudades, desde la educación prescolar o inicial en adelante; se componen de entrevistas orales, observación y pruebas académicas mediante las cuales el colegio acepta o rechaza al aspirante. Son el primer eslabón de una educación centrada en el ejercicio de “una vigilancia objetiva, que la objetiviza y permite la instrumentalización de su funcionamiento” (Behares, 2008: 17); pautan, previo al ingreso, la aceptación de una pedagogía principalmente disciplinaria, articulada en “la mirada puntillosa de las inspecciones” (Foucault, 1992:144) tendiente a asegurar “la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo” (Foucault, 1992:144).
Además de no haber tenido que pasar un examen de admisión para entrar al colegio, la abuela de los Cuervo había acordado con el director de estudios y el rector, en una reunión a puertas cerradas, “que serían sus propios nietos los que recogerían las libretas de notas y se las entregarían para que ella las firmara” (Solano, 2012:27). Su abuela, “una de las primeras profesoras de la Universidad Nacional, los había educado en su casa” (Solano, 2012:28) sin reglamentos ni librillos de texto ni repeticiones memorísticas ni tareas ni castigos ni notas, sino enfrentados a una biblioteca de unos tres mil volúmenes ordenados por materias.
En el colegio reprobaban asignaturas como mecanografía, computación y teatro “y era común verlos dormir en la última fila en clase de Química, Física o Trigonometría en las que sacaban las mejores notas. (Solano, 2012:43). Hiperbólica e irónicamente, los hermanos se configuran ante el resto como diferentes y extraños. Sus cuerpos parecen no estar tocados, mordidos por una educación homogeneizante, por una ley de apariencia en la que se encarna la ideología dominante, moldeando “los gestos, los comportamientos, los hábitos, las palabras” (Foucault, 2006:44).
Desde esta posición subjetiva los hermanos interpelan, voluntaria o involuntariamente, los dogmas que el dispositivo de disciplinamiento imprime en los cuerpos de sus compañeros. Cuestionan su subjetividad, moldeada en los efectos de la mirada silenciosa y permanente que tiene como aspiración máxima su prescindencia, la consolidación del hábito, “la ocupación del tiempo, la vida y el cuerpo del individuo” (Foucault, 1992:67).
El principio de continuidad de la lengua, de Patrice Magnilier, es asociado erróneamente con una ilusión de estabilidad y univocidad del signo lingüístico, en la cual un enunciado puede ser descontextualizado, separado de la cadena significante, y sostenido como una verdad a-histórica, por ende, profundamente ideológica. En esta última, se enraíza un modelo educativo que prioriza el dogma, la homogeneización y la heteronomía en desmedro de la diferencia y la autonomía. Este modelo, en Colombia como en el resto de Latinoamérica, encuentra sus antecedentes en “el catolicismo de la Contrarreforma y del misoneísmo eclesial, del temor del dogma a ser puesto en tela de juicio por los saberes modernos y por la razón” (Gutiérrez, 2011:16). Estos discursos, estructuraron la vida social, política y cultural del país, consolidando a la escuela como andamiaje central en la transmisión de una ideología conventual, con énfasis evangelizador y profundamente excluyente. A ella no podían ingresar mujeres, afrodescendientes, mestizos, mulatos, indios, ni blancos pobres, sustentados en discursos que dictaminaban “el bien y el mal, el placer y el dolor, la verdad y el error” (Echeverri, 2013:145).
La educación “tuvo como elemento predominante un Estado interventor, es decir, reglamentador de la moral, de la verdad dentro de la Nación y del magisterio de la Iglesia, institución siempre dispuesta a inspeccionar al acontecer educativo” (Cifuentes y Camargo, 2016:28). Con la escuela como eje socializador se instauró la pedagogía del miedo en el ámbito social, regida por mecanismos de coerción social, penas y castigos, y, sobre todo, culpa y silencio; “callar y obedecer se constituyen como consignas pedagógicas en Colombia” (Sierra, 2019:164).
Este modelo pedagógico sigue predominando en el presente de Colombia, como lo plantea William Ospina, también en ocasión del paro nacional y las marchas convocadas por los jóvenes colombianos a finales del 2019: “Estamos cansados de una educación que no nos ayuda a ser humanos, que no nos enseña a ser responsables, que nos enfrenta los unos a los otros, que nos hace avergonzarnos de nuestros abuelos, que no nos enseña a cuidar el mundo, que no nos da lecciones de orgullo, ni de dignidad, ni de grandeza” (Ospina, 2019: online). Esta persistencia produce la siguiente interrogante: si todo es continuo, entonces, ¿no hay ningún cambio? Para Saussure, aquello que cambia en la lengua son los signos. Un signo como la letra “A” depende de la asociación de un cierto valor fonético, de una cierta forma gráfica, del nombre que ella porta y de su lugar en el alfabeto, tanto como de las características que no pueden permanecer inmóviles, y que hacen variar constantemente el signo.
Maniglier sostiene que Saussure extiende el principio de transformación a las leyendas, creaciones simbólicas que no son más que errores naturales de transmisión. Y subraya que en esas creaciones simbólicas, que son siempre involuntarias, las palabras tienen un rol esencial, y que utilizadas en el relato con sus sentidos directos agregan nuevos símbolos. Se puede ver allí una metodología semiológica general de espíritu saussureano. Una buena pregunta sobre los signos no consistiría en qué significan sino qué reescriben, porque siempre hay reescritura (Thomas, 2008:71).
De esta forma ante cualquier texto literario no es consecuente la pregunta sobre qué significa tal o cual pasaje o recurso literario utilizado por el autor, sino qué reescribe en la cadena metafórica de textos que componen una determinada cultura y constituyen una determinada subjetividad. Los hermanos Cuervo, como analizamos anteriormente, reescribe una historia de persistentes indicadores sociales de pobreza, exclusión y escaso acceso a la educación superior, amalgamados con narrativas educativas dogmáticas, disciplinarias, homogeneizantes y silenciadoras. Asimismo, reescribe las resistencias y vicisitudes en la búsqueda de una identificación subversiva: una forma de repetición que no es la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, la perpetuación del estrecho margen de cambio de las redes significante que estructuran la subjetividad.
Los emblemáticos hermanos, extranjeros que no acaban nunca de llegar al territorio marcado por este dispositivo de control educativo, fueron rápidamente excluidos del grupo. “Antes de terminar la primera semana después de que cruzaron la puerta de nuestra cárcel, ya se habían empezado a oír toda clase de rumores sobre ellos, comentarios” (Solano, 2012:20). Haciendo honor a apodos, nombres y apellidos del canon literario hispano, Zorrilla, Lope y Machado eran los que más historias aportaban, pero también Nelson, apodado La Mancha, y Héctor se reunían “todos los miércoles después de almorzar … para compartir las nuevas historias sobre los hermanos” (Solano, 2012:35).
Los Cuervo devienen así personajes metaficcionales de desgracias, enfermedades, perversiones y cualidades extraordinarias, representando de manera emblemática el “complejo del prójimo” (Freud, 2021a:32) en el cual el otro es al mismo tiempo, poder auxiliador, modelo, objeto erógeno y finalmente rival en el acceso a los objetos de deseo (Freud, 2021c:89). Estas historias forman parte de los mecanismos mediante los cuales el grupo manipula, discursivamente ciertas diferencias para producir signos de distinción que les otorgan una cohesión imaginaria; utilizan, entre otros, el recurso ficcional de la hipérbole, en el cual un rasgo es enfatizado y profundizado hasta la exageración, o el de la metonimia, tomando un elemento particular y ubicándolo, por contigüidad, en el lugar del todo. Como observa Barth, desde la antropología cultural, esta manipulación “de prácticas y símbolos se produce en el intento por definirse a sí mismos y de este modo establecer, o suprimir, un límite en la confrontación con otros” (Barth, 1976:14). Cuando los sujetos se encuentran sometidos a un dispositivo disciplinario de control, causante de un yo debilitado por mecanismos inconscientes que evaden o anulan la capacidad de reflexión crítica y propician regresiones a estadios infantiles, la ambivalencia en la relación con el otro, diferente y extraño, se inclina a ubicarlo del lado del rival, del enemigo.
Las más populares eran las historias sexuales, las diabólicas y las siniestras. “Refiriéndose al mayor de los hermanos, Héctor juró que lo había visto prostituyéndose en la esquina del Terraza Pasteur: “Se subió a un jeep Daihatsu y empezó a chupársela a un viejo con corte militar en un parqueadero. Mientras Cuervo estaba metido de cabeza entre sus piernas, el tipo jugaba con su caja de dientes” (Solano, 2012:21). El grotesco comentario fue el comienzo de una serie de rumores que tramaron la narrativa que los convirtió en leyenda. Habían nacido hermafroditas y se vendaban sus pequeñas tetas en el baño antes de la clase de educación física. No habían probado la salsa de tomate. Hablaban latín entre ellos. Se afeitaban las axilas. Usaban ropa interior de mujer. Coleccionaban servilletas usadas. Únicamente leían enciclopedias y nunca veían televisión. Su madre había llevado una doble vida como puta de alta categoría y su padre se encontraba preso en la cárcel de Gorgona por haberle rebanado la garganta a la madre tras descubrirla con un cliente. La que se hacía pasar por su abuela los había rescatado de un orfanato al sur de la ciudad y los fines de semana los encadenaba de pies y manos en el sótano y solo les daba cuchuco de trigo y pan duro. (Solano, 2012:21-25)
Estas historias y fabulaciones encarnan el estilo cómico en el que el autor parodia la subjetividad, dando cuenta de “un yo debilitado por mecanismos inconscientes que evaden o anulan la capacidad de reflexión crítica, propiciando regresiones colectivas a estadios infantiles” (Deorta, 2017:217), en concordancia con los efectos provocados en sujetos sometidos a un dispositivo disciplinario totalizador. Por otro lado, les permitían fugarse imaginariamente, a ratos, de la rígida estructura de control del colegio; y por último, funcionaban como válvula de escape, metaforizando la violencia activada por la rareza que los torna ajenos a este mismo dispositivo de control y disciplinamiento, ubicándolos imaginariamente en el lugar de alteridad, de el otro, diferente y extraño, rival y enemigo.
Aquellos rasgos singulares o particulares, reprimidos por entrar en conflicto con el dispositivo de control, desenlazados, no concatenados en la cadena de representaciones en la que se narran como sujetos, son atribuidos a los hermanos Cuervo; estos, consecuentemente, interpelan aspectos constitutivos de su subjetividad como la obediencia, la imposibilidad de argumentar o disentir con cualquiera ubicado en el lugar de autoridad, la heteronomía, la infantilización y el miedo. La fabulación de estas historias que ridiculizan y denigran a los Cuervo refuerza su lugar de ajenos, extraños, casi extraterrestres, y lo suficientemente excepcionales como para evadir el cuestionamiento, sobre sí mismos, al que los instaba su sola presencia.
Sin embargo, estas historias y fabulaciones existen, justamente, porque son lanzadas a la circulación, “instante mismo en la incapacidad absoluta de decir en qué consistiría su identidad en el instante siguiente” (Saussure, s/f; citado en Starobinski, 1996: 17). Ya en el trabajo sobre los anagramas, Starobinski sostiene que “el anagrama [3] se transforma en un discurso bajo el discurso”, allí prevalece “el trabajo de descubrimiento, la escucha analítica, la puesta en evidencia del hecho” (Starobinski, 1996:69-70). Su forma de investigación se observa también en el método de composición de Raymond Roussel, notablemente analizado en un libro de Foucault.
La excepcionalidad y extravagancia de los hermanos y de su entorno generó en sus compañeros de colegio “puro odio, envidia, desagrado, no sé muy bien lo que haya sido” (Solano, 2012:25); pero devino en fascinación para Nelson. Aunque opuestos, ambos sentimientos, repulsión y fascinación, eran incitados por una misma premisa: los hermanos se ubicaban por fuera de la rígida estructura que a ellos los mantenía presos. La diferencia reside en que el mundo que se abre ante Nelson, al conocer a los hermanos, lo interpela de forma radical; le posibilita visibilizar fragmentos del entramado simbólico que lo constituye como sujeto: “un fondo latente, un secreto disimulado, un lenguaje bajo el lenguaje” (Starobinski, 1996:137) en el que se amalgama su subjetividad.
A la primera que conoció fue a la abuela de los hermanos, de quien su madre había sido contadora durante años visitándola una vez al semestre. “Rendido de par en par ante su presencia… no tuve otra opción que aceptar enseñarles a tocar guitarra a los hermanos Cuervo dos veces por semana” (Solano, 2012:29). Su primera estrategia fue mostrarse indiferente y dejar trazada, desde el principio, entre ellos, una línea invisible que marcaría las diferencias con los excéntricos Cuervo; pero “pudo más la conciencia de mi estupidez que mi falso orgullo” (Solano, 2012:31). Esta conciencia sobre la infantilización y precariedad del mecanismo psíquico que mantenía a los hermanos excluidos del grupo, le permitió asomarse a su ajena realidad, a sus extravagantes formas de goce, y con ello, reescribir ciertos puntos ciegos de su propia subjetividad, aunque no sin tambalear en una constante ambivalencia.
Las diferencias que lo separaban de los hermanos ponían en jaque su historia, los aciertos de su subjetividad, e incluso sus objetos de deseo. “Los estúpidos Cuervo, los grandísimos hijos de puta, no iban” a Girardot, invitados por uno de los jurados de un reinado de belleza departamental, viejo amigo de su abuela, para “ver los muslos de las concursantes de provincia, algo celulíticos (está bien, lo acepto) … No en lugar de eso querían estudiar el mecanismo del ascensor de rejilla del hotel, tomar fotos de la estación del tren, ver el mobiliario clásico de una heladería de principios de siglo o cualquier otra pendejada” (Solano, 2012:46). Que sus objetos de deseo no encuentren punto de comparación con los objetos de deseo de los hermanos implica para Nelson un no reconocimiento por parte de éstos. El deseo es efecto del lenguaje, un producto social articulado en una red de representaciones, que encarna en “última instancia una función del deseo de reconocimiento” (Kojève, 1982:12). El deseo no atañe al objeto de deseo al que se adhiere circunstancialmente, ya sean “los muslos de las concursantes de provincia, algo celulíticos” o “el mecanismo del ascensor de rejilla del hotel” (Solano, 2012:46) sino a lo que ese objeto representa: el deseo de otro, dado que “el objeto de deseo humano … es esencialmente un objeto deseado por algún otro” (Lacan, 1995a:211); el deseo del deseo del otro. El “deseo es humano solamente si uno desea, no el cuerpo, sino el deseo del otro” (Kojève, 1982:12).
Si bien la excentricidad de los objetos de deseo de los hermanos abre una brecha en el gran Otro de la cultura: en el acervo de significantes que constituye un objeto como deseable, Nelson es capaz de reconocer valor en el universo simbólico de los hermanos: “Lo cierto es que los libros y todo lo que se derivó de ello… los liberó de preguntas inútiles, los llenó de vida, les borró cualquier miedo a la muerte que nos rondaba” (Solano, 2012:115). Conoce a los Cuervo en la Bogotá de 1992, cuando aún resonaban los efectos del asesinato de Carlos Galán, en 1989, candidato liberal favorito a la presidencia con un amplio apoyo de los sectores populares. Su asesinato provocó una escalada del conflicto armado a principio de los noventa. “Ya había pasado la peor época de las bombas en las calles. Aun así nos sentíamos en plena guerra mundial. Todo a causa del apagón decretado por el Gobierno… Si no estoy mal la energía regresó a nuestros hogares en abril o mayo de 1993” (Solano, 2012:29). Las bombas colocadas en centros comerciales, esquinas, clubes sociales y supermercados, en las principales ciudades del país, por las fracciones políticas en guerra, sembraron el pánico entre los citadinos, para quienes, hasta el momento, el conflicto armado se encontraba alejado en zonas rurales o montañosas. “Para combatir la ansiedad la gente jugaba a las cartas y oía como nunca la radio. En las tardes, al irse la energía por completo durante cuatro horas, una leve angustia se posaba sobre todas las cosas. Yo creo haber experimentado unos pequeños ataques de pánico cuando se extinguía” (Solano, 2012:41).
Las genialidades y excentricidades de los Cuervo y todo lo que los rodeaba, “mantuvieron a raya la angustia de crecer en una ciudad aburrida y peligrosa al mismo tiempo… le dieron un nuevo aire a nuestras horas más sosas en esa época en que ya no éramos niños, pero tampoco podíamos llamarnos adultos (Solano, 2012:107). En la reelaboración identificatoria que implica la adolescencia, Nelson encuentra padres desvalorizados, ausentes afectivamente, consumidos en vidas insípidas que se resumen en trabajar para pagarle un colegio al que refiere como una cárcel, y una ciudad peligrosa y aburrida a la vez. “Lo que concierne a la función de la identificación ocurre esencialmente a nivel de la estructura, y la estructura es lo que hemos introducido particularmente como especificación del registro de lo simbólico” (Lacan, 2009:38); registro en el cual Nelson visibiliza fragmentos del entramado simbólico que constituye su subjetividad en relación a los hermanos.
Los Cuervo me proporcionaron una Vida, con mayúsculas, en el momento que la conciencia de mi medianía se hizo más crítica y amenazó con ahogarme. Yo no era ni pobre ni rico, ni feo ni churro… no era talentoso, pero tampoco tarado, ni siquiera tenía una desgracia física a la que culpar como le pasaba a Zorrilla… Yo estaba parado justo en la mitad, era la mismísima línea ecuatorial, el 50 %, el 0-0 (Solano, 2012:108).
Nelson revisita el entramado de significantes que constituye su registro simbólico, insistiendo en la medianía, el 50%, el 0-0, la mismísima línea ecuatorial, en oposición a una Vida con mayúsculas, como la que le proporcionaban los Cuervo.
Ciertas conceptualizaciones saussureanas sobre el lenguaje permiten comprender la dimensión del lenguaje que el psicoanálisis conceptualiza como esencial para el abordaje del inconsciente, mediante la escucha psicoanalítica o una lectura sistemáticamente atenta de las articulaciones de los significantes que persisten en el relato de reescribimos. Para esto, es necesario redefinir el signo no como una asociación de dos términos igualmente psíquicos sino como un solo acontecimiento determinado por un doble movimiento, determinación de la forma por la idea y de la idea por la forma. “Con respecto a esto, si Saussure destaca el fenómeno vocal como signo, no parece indebido forzar haciendo equivaler ‘significante’ y ‘signo’, donde se sobreentendería la idea, el ‘significado’” (Thomas, 2008:72). De hecho para Saussure “1º un signo solo existe en virtud de su significación; 2º una significación solo existe en virtud de su signo; 3º signos y significaciones solo existen en virtud de las diferencias de los signos” (Saussure, 2002:37). A partir de los Escritos se lee que Saussure previó el deslizamiento del signo al significante. La distinción entre las dos formas no puede ser más que artificial: “es una operación científica que distingue signo y significación” (Saussure, 2002:37). Al decir de Maniglier, en la experiencia del sujeto hablante hay simplemente doble determinación de valores, es el mismo valor que está determinado dos veces, o sea, se produce como doble, como esencialmente equívoco (Maniglier, 2006:26).
El psicoanálisis, enmarcado en las teorizaciones de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, da cuenta de en un saber sobre el lenguaje que, desde su singularidad, muestra la manera en la cual interroga ese otro saber sobre el lenguaje articulado en la lingüística. El saber sobre el lenguaje proveniente del psicoanálisis da luz sobre una dimensión del lenguaje resistente al saber lingüístico. Lacan se basó en Saussure en distintos momentos de su enseñanza, a través de las lecturas de Lévi-Strauss, Trubetzkoy y Jakobson, para formalizar el orden simbólico y los significantes, al menos desde el año 1953 hasta el año 1973. En términos muy generales, Saussure le aportó aquello que le faltaba a Freud, un signo que es articulable de manera interna y una lengua concebida como sistema de diferencias. Construye “un simbólico que debe pensarse en su pura naturaleza material y a la vez en su esencial incompletud; una concepción del signo donde el significante, en su naturaleza diferencial, resalta sobre un significado reducido; de donde se desprende un sujeto sujetado al significante” (Le Gaufey, 2006:124). Saussure distingue significante y significado poniendo una barra en el medio; plantea una distinción teórica entre dos entidades intimamente relacionadas.
si profiero de forma aislada el significante fónico ‘árbol’, el significado ‘árbol’ se produce ipso facto: entonces articulé un signo y no solamente un significante. Es porque la represión, tal como Freud la hilvanó, disocia, disuelve la unidad habitual del signo al no apoyarse más que en su cara significante que el significante se encuentra puesto en juego en otro lugar. El agente de la barra que divide al signo es la represión. En el lugar de lo que no viene vienen otras cosas. La represión es la puesta en acción dinámica de una propiedad estructural más vasta atada al funcionamiento de la metáfora. En la metáfora un significante está elidido mientras que su significado sigue a flote, más o menos capturado en su morada en la operación (Le Gaufey, 2006:124-125).
Lacan no aisló al significante como tal; insistió sobre la fuerza de la barra. De hecho significante y significado están constituidos en el signo mismo. “Lejos de estar separados, el significante y el significado están mezclados en una sola y misma cosa. La supuesta barra de la que hablará Lacan, que vendría a separar al significante y al significado no es entonces tan intransigente” (Maniglier, 2006:255, nuestra traducción). Si, en el propio Saussure, S está encima de s, es porque ninguno de los efectos del inconsciente se sustenta sino gracias a esa barra. En efecto, si no existiese esta barra nada podría explicarse del lenguaje mediante la lingüística. Si no hubiese esa barra por encima de la que pasa el significante, no se podría ver que algo del significante se inyecta en el significado (Lacan, 1995:46).
Para que se produzca el efecto que es el significado, debe franquearse una barra. En este punto Lacan se apoya en Jakobson para sostener que no es la palabra la que puede fundar el significante, dado que las palabras solo en el diccionario constituyen una colección. La lengua permite una condensación y un despliegue que va con el significante mucho más allá, a una dimensión en la que el dicho puede iluminar lo que había quedado escondido del decir en lo que se oye y que hasta entonces uno había creído entender cuando, en realidad, permanecía en la dimensión de lo oculto en el dicho. “El significante es ‘tonto’… pero produce efectos de significado cuando se lo oye en su tontería nada irrelevante” (Lacan, 2000:495). En el tiempo del Seminario Aun, Lacan es “empujado por su diálogo con Jakobson a la reivindicación de lo que en el psicoanálisis es la palabra, el lenguaje y a lo que formula más claramente con sus neologismos: lalangue y linguisterie” (Pasternac y Pasternac, 2003:13) [4]. De esa manera, se distingue del campo reclamado por Jakobson para el lingüista. Si, como dice Lacan, “un día me di cuenta de que era difícil no entrar en la lingüística a partir del momento en que el inconsciente era descubierto” (Lacan, 1995b:24), ahora sale hacia la lingüistería, porque se debe forjar otra designación para “todo lo que, de la definición del lenguaje, se sigue en cuanto a la fundación del sujeto, tan renovada, tan subvertida por Freud, que es allí donde se asegura todo lo que de su boca se afirmó como el inconsciente. Lo llamaré lingüisterie” (Lacan, 1995b:24).
La filiación entre el signo saussureano y el significante lacaniano ya estaba en La interpretación de los sueños, cuando Freud establece que el sueño es una traducción de una lengua a otra.
Si los textos deben efectivamente, como dice Lacan, medirse con el psicoanálisis, entonces literatura y psicoanálisis deben medirse, juntos, a la lingüística. Es lo que se traduciría en la frase, en forma de slogan: “no hay metalenguaje”. Porque eso significa que es en el uso del lenguaje que la verdad del lenguaje aparece, y no tomando una suerte de posición dominante sobre el lenguaje tratado como un objeto. (Maniglier, 2005:27, nuestra traducción)
No fue Saussure quien quiso separar la lingüística y ponerla al refugio de cualquier otro saber teórico. Más bien Saussure pretendió mostrar que la lingüística es una disciplina, como tal, imposible. Como señala Maniglier el esfuerzo de Saussure consistió en mostrar que, “si no hay metalenguaje, es por el hecho mismo de lo que es la lengua, es decir, un sistema de signos, por la manera en la cual ella es estructurada. Saussure permite comprender que la lengua es lo que hace que un ser hablante sea el sujeto del inconsciente” (Maniglier, 2005:27).
La represión es la puesta en acción dinámica de una propiedad estructural más vasta atada al funcionamiento de la metáfora. En la metáfora un significante está elidido mientras que su significado sigue a flote, más o menos capturado en su morada en la operación (Le Gaufey, 2006:124-125).
Los hermanos son metáfora de un significante elidido; ubicados en un lugar de enunciación, imaginario, por fuera de la rígida estructura que a sus compañeros los mantenía presos; desnaturalizan no únicamente las rejas invisibles de los dogmas del colegio y las de una ciudad peligrosa y aburrida a la vez, sino las de un entramado simbólico con predominio de pares dicotómicos que enaltecen idealizando o condenan pauperizando. Pobre-rico, feo-churro, talentoso-tarado eran algunos de los prototipos dicotómicos que “se acentuaban aún más sin el uniforme del colegio. Los feos parecían más feos y los churros más churros. Los pobres más pobres y los ricos más ricos” (Solano, 2012:39).
Esta es la razón por la cual, cuando Camila, la adolescente ultramillonaria, bonita y de fácil conversación se acerca a Nelson en una fiesta: “en ese momento sentí cómo me empezaba a poner colorado, como mi mancha se extendía poco a poco hasta llegar a mi frente y cuello” (Solano, 2012:39). La mancha de cuatro centímetros de diámetro y color rojo, que ocupa su mejilla derecha, funciona como un signo de distinción del que Nelson no se puede liberar aunque pueda comprarse, con la plata que le pagaban los Cuervo por las clases de guitarra, “dos pares de Convers de colores y unas botas de amarrar, un saco de capucha de algodón con el falso logotipo de Benetton, una chaqueta de jean Levi’s, varias camisas a cuadros como las que usaban los leñadores de Oregon” (Solano, 2012:40).
La diferenciación socio-económica del territorio colombiano en estratos se metaforiza en la mancha permanente del rostro de Nelson. Los estratos no establecen únicamente la clasificación de los inmuebles en un número del uno al cinco para el pago diferencial de los servicios públicos y contribuciones, sino un entramado de narrativas naturalizadas que moldean un modo socioeconómico de vida. Este universo simbólico marca el cuerpo de Nelson: la piel, el pelo, la mirada, los movimientos, los hábitos y costumbres, los pensamientos, sentimientos e inhibiciones. “Camila me gustaba mucho, pero después de charlar media hora sin interrupciones no fui capaz de invitarla a salir. A pesar de que soñé con tenerla encima no fui con ella a cine ni a comer hamburguesas, tampoco la llevé a su casa en taxi, y eso que tenía ropa para la ocasión” (Solano, 2012:40).
“La mancha”, apodo otorgado por sus compañeros, adviene como un significante asociado al clasismo y el elitismo naturalizados en el gran Otro de la cultura, reservorio de significantes que lo anteceden y sujetan a una determinada historia. “La sensatez y el sentido de realidad no es que me definan especialmente, pero en esta oportunidad me di cuenta a tiempo de que, en verdad, lo que necesitaba era alguien igual a mí. Alguien gris, alguien a medio camino entre la nada y el todo” (Solano, 2012:41).
La elección de Julia como su pareja compromete su deseo en una identificación que revela su estructura fantasmática, fijada a medio camino entre la nada y el todo, desde la cual no puede identificarse con Camila. La idea de una relación amorosa con Camila es inimaginable para Nelson, mientras que la relación con Julia se le impone desde lo inevitable, lo arrastra como la costumbre al autómata. “Empezamos a ver películas los fines de semana, a veces me dejaba arrastrar a una fiesta de sus amigas, bailaba merengue obligado en la sede social de algún conjunto de apartamentos (Solano, 2012:41).
La dimensión del lenguaje que el psicoanálisis muestra es esencial al lenguaje: “los signos lingüísticos están esencialmente sobredeterminados” (Maniglier, 2005:s/p, nuestra traducción). Las formaciones del inconsciente no son solamente usos entre otros del lenguaje sino las palabras que dan cuenta en los discursos de la verdad misma del lenguaje. “El decir del analizante no procede más que del hecho de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, es decir lalangue, que habita, está sometido al equívoco del que cada uno se distingue” (Lacan, 2001:490). Si, como planteó Lacan, “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, si en “el inconsciente, eso habla” (Maniglier, 2005:28), no es porque las formaciones del inconsciente tienen un sentido profundo, secreto, oculto detrás del sentido aparente. De hecho, una de las grandes enseñanzas de Freud consistió en dar cuenta de que la represión es el mecanismo del discurso y que aquello que es rechazado no es una significación, es un signo que es reemplazado por otro signo. En La interpretación de los sueños (Freud, 2021b) Freud plantea que el “contenido latente” y el “contenido manifiesto” del sueño no son relaciones de signo a significación sino de texto a texto, de texto traducido a texto original, de signo escrito a signo verbal, de jeroglíficos a alfabeto. Es una traducción de una lengua a otra lengua, en la cual el sentido es producido en función del sinsentido.
Entonces, el psicoanálisis aporta a la lingüística, en primer lugar, que los actos del lenguaje no remiten a significaciones, sino que determinan a los signos. Además, debe añadirse que los signos se definen por la lógica singular de la determinación que Freud llamó “determinación plural” (Freud, 2021b:295) otorgando una definición del signo:
si el sueño tiene un sentido, si él hace signo, es porque está sobredeterminado. Se sabe que el capítulo sobre el “trabajo del sueño” comienza con la noción de condensación: “jamás se interpreta completamente un sueño”, incluso cuando una solución parece satisfactoria es siempre posible que ese sueño tenga otros sentidos. Freud, añade que esta interpretación es rigurosamente interminable. Se podría decir que esta infinitud de sentido es el rasgo mismo del sentido. Pero el valor de Freud no fue el de considerar esto como una propiedad del sentido –que, porque él sea siempre el correlato de un acto de interpretación, será necesariamente infinito–, sino ver ahí más bien una propiedad del signo, el modo mismo de determinación de esa palabra inconsciente que él llama “el ombligo del sueño” (Maniglier, 2005: s/p, nuestra traducción).
Entonces, si hay un exceso del signo sobre toda significación asignable no es porque tengamos más que decir que eso que decimos, sino porque el “dicho del sueño” está esencialmente sobredeterminado. La sobredeterminación es el mecanismo mismo de producción de sentido. “No buscamos en Freud al explorador de la profundidad humana y del sentido originario, sino al prodigioso descubridor de la maquinaria inconsciente, por la que el sentido es producido, en función del sinsentido” (Deleuze, 2005:104).
La relación del contenido manifiesto al contenido latente no es una relación de codificación de sentido, no hay una correspondencia biunívoca. A cada elemento del sueño corresponde una multiplicidad de elementos del pensamiento del sueño. Ahora bien, Freud dice que los pensamientos del sueño no son otra cosa que las relaciones mismas de los elementos; es decir, que un signo depende de su relación con otros signos –de su posición en una red simbólica–, y por lo tanto la sobredeterminación es el modo mismo de determinación de los signos, que es gracias a ella que el signo hace signo. Al respecto, Maniglier presenta dos tesis que dan cuenta del problema a la vez especulativo y técnico del descubrimiento freudiano:
por una parte el signo (la cosa a decir) está determinado por su posición en las redes significantes, por otra parte, pertenecen siempre a muchas redes significantes a la vez, que no son superponibles, dicho de otro modo, a partir de la cual no se puede establecer una suerte de forma abstracta en la que serían conservadas las relaciones, en detrimento de los términos. La sobredeterminación es lo más cercano a eso que el psicoanálisis hace aparecer de los mecanismos del lenguaje (Maniglier, 2005: s/p).
El psicoanálisis sostiene que los signos no pueden ser producidos o revelados más que en un discurso y no en un metadiscurso. Para dar cuenta de ello Maniglier propone volver al punto central del pensamiento de Saussure: la teoría del valor. La sobredeterminación es en definitiva la inevitabilidad del equívoco; homonimia, y entonces, sinonimia: un mismo signo corresponde a muchas significaciones, y una misma significación corresponde a muchos signos. Pero esta manera de formular las cosas es insuficiente, porque ella define el signo por la manera en la cual es ordenado a la significación (Maniglier, 2005: s/p).
Si a partir de Freud se puede decir que los signos pertenecen necesariamente a muchas redes de signos, entonces, se hace necesario comprender que esto responde al carácter esencial del signo lingüístico. Es más, para comprender el carácter esencial del equívoco, y por ende del inconsciente, no es posible quedarse con la simple oposición signo/significación, ni incluso con la oposición significante/significado. No es suficiente plantear que un mismo signo puede tener muchas significaciones, ni incluso que un significante puede tener muchos significados, sino que la identidad misma del signo es múltiple, es decir, que está determinada de manera múltiple. “Para ello se debe partir de la dualidad del signo, incluso comprender que se trata de una dualidad interna. El signo es un ser doble, y no una asociación de dos cosas” (Maniglier, 2005: s/p). En efecto así lo afirma Saussure: “lo percibido no es un sonido al cual se asociaría enseguida una significación, es de entrada un pensamiento-sonido” (Saussure, 2002:88). La manera en que está determinado refiere a la teoría del valor.
El fenómeno de integración o de posmeditación-reflexión es el doble fenómeno que resume toda la vida activa del lenguaje y mediante el cual 1º. los signos que existen evocan MECÁNICAMENTE, por el simple hecho de su presencia y del estado siempre accidental de sus DIFERENCIAS en cada momento de la lengua, un número igual, no de conceptos sino de valores opuestos por nuestra mente (tanto general como particulares, unos llamados, por ejemplo, categorías gramaticales, otros tachados de hecho de sinonimia, etcétera); esta oposición de valores, que es un hecho puramente negativo, se transforma en hecho positivo, porque cada signo al evocar una antítesis con el conjunto de otros signos comparables en cualquier época, comenzando por las categorías generales y acabando por las particulares, se encuentra delimitado, a pesar nuestro, en su valor propio. (Saussure, 2002:87-88)
Este valor puede entonces ser definido únicamente por su posición en un sistema de valores. Es en ese sentido que Saussure sostuvo que la lengua es un “álgebra”. El sistema de signos oponibles es la lengua como “forma”. Porque cada término es oponible a otro, a la vez por su cara significante y por su cara significado; es decir, que el mismo término está siempre determinado de muchas maneras al mismo tiempo. Los signos se oponen desde el punto de vista de sus significados a la vez que se oponen desde el punto de vista de su significante, este es el “principio fundamental de la semiología” (Saussure, 2002:70).
Nelson desconoce que los significantes “medianía”, “50%”, “0-0”, “la mismísima línea ecuatorial” (Solano, 2012:108), que enclavan su subjetividad a medio camino entre la nada y el todo amenazando con ahogarlo, pertenecen a muchas redes significantes a la vez que no son superponibles. Es a través de la condición constitutiva y compulsiva de normas educativas ritualizadas, tanto en el colegio como en la familia, que se establece una suerte de forma abstracta en la que serían conservadas las relaciones: pobre-rico, feo-churro, talentoso-tarado, en detrimento de la sobredeterminación de los términos. Omite que en la lengua no hay ni signos ni significaciones, sino DIFERENCIAS de signos y DIFERENCIAS de significaciones; las cuales 1º no existen más que unas gracias a las otras (en los dos sentidos) y por lo tanto son inseparables y solidarias; pero que 2º nunca llegan a corresponderse directamente (Saussure, 2002:70). Desconoce el entramado de narrativas históricas, fragmentadas y generalizadas, en el que se establece estas relaciones significantes como estables, materializando la ilusión de conservación de la lengua y de la identidad. En el entramado de narrativas, clasistas y elitistas que se perpetúan históricamente en su contexto, se inscribe y adquiere valor el significante “medianía”. Sin embargo, al igual que el ombligo del sueño, éste aparece desarticulado de la cadena representacional; como si fuese a-histórico, no cesa de no inscribirse en el orden simbólico ni en el imaginario, conformando un duro núcleo ideológico de su subjetividad: “una matriz generativa que regula la relación entre lo visible y lo no visible, entre lo imaginable y lo no imaginable” (Žižek, 2003:7).
En este punto en el que desconoce cómo las narrativas hegemónicas o preponderantes en su cultura configuran su subjetividad, es hablado por esta ilusión ideológica de estabilidad de la lengua, a partir de lo cual inhibe su deseo sexual hacia Camila y se identifica con Julia, “alguien gris, alguien a medio camino entre la nada y el todo” (Solano, 2012:41). Sin embargo, reconoce que “si hubiera pasado las tardes exclusivamente con aquella mujer hubiera caído en un estado de ánimo funesto, pero estaban los Cuervo, los extraños, los magníficos hermanos que me habían escogido” (Solano, 2012:41). Al igual que con Julia, la relación con los hermanos no habría podido articularse desde lo identificatorio sin un decurso narrativo mediante el cual los hermanos son quienes lo eligen a él, y nada menos que para documentar sus vidas; la historia de los idealizados hermanos, tan extraordinarios e inalcanzables como la referencia paratextual a través de la cual el autor quiebra el plano ficcional en un palimpsesto de la vida y la obra de los eruditos hermanos Cuervo.
El filólogo y humanista, Rufino José Cuervo es autor de “una de las obras filológicas, históricas, de autoridades, e incluso literarias, más monumentales en el estudio de nuestra lengua hablada y escrita” (Paredes, 2011:7): El Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, iniciado formalmente en 1872, en el cual Rufino “estudia cada vocablo; da las acepciones de él; fija su sintaxis general y particular; establece la evolución semántica y da la etimología; segura o probable y, aun a veces, tras largo y consciente discurso, declara no hallarla” (Cadavid, 2001:223). Presenta el flujo de una indagación que enfatiza “las características combinatorias de las palabras o unidades de la lengua, es decir, las construcciones válidas en sus usos normales” (Martínez, 1954:88). Rastrea la modificación del significado de las palabras diacrónicamente a partir de ejemplos recogidos de un amplio conjunto de obras y autores. “La selección de las fuentes la basó generalmente en el lenguaje literario: novela, poesía, obras de teatro, pero sin desatender tratados de filosofía, religión, derecho, historia y muchas otras disciplinas” (Duarte, 2011:43). Gonzalo de Berceo, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Juan Luis de Alarcón, San juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Andrés Bello, Ignacio Aldecoa son algunos de los autores iberoamericanos, desde el siglo XII en adelante, cuyas obras son citadas en el Diccionario. Como propone Enrique Santos Molano, esto lo transforma en un diccionario de citas y de autoridades, clasificadas cronológicamente, que otorgan un amplio panorama de la evolución de la lengua. Gabriel García Márquez, el Novel colombiano, lo postuló al premio Príncipe de Asturias calificándolo de ‘una novela de la palabra’” (Duarte, 2011:45) cuya trama son sus variantes prosódicas y problemas gramaticales. En 1886, se publican los dos primeros volúmenes del Diccionario, que abarcaban de la letra “A” a la “D”; la muerte de Cuervo, en 1911, deja inconcluso el texto correspondiente a la letra “E”, por lo que, en 1942, se funda el Instituto Caro y Cuervo con la misión de retomar el proyecto del Diccionario siguiendo las pautas expuestas por Cuervo en el prólogo de los primeros volúmenes. En 1994, ciento veintidós años después de su inicio, se culmina el diccionario; en 1999 obtiene el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, y en 2002, es publicado por la Editorial Herder de Barcelona.
Por su parte, Ángel Augusto Cuervo fue uno de los mejores dramaturgos de su época, y uno de los primeros escritores de comedias y tragedias en Colombia, incursionando, a su vez, en variados géneros literarios. La Dulzura (1867), Etnografía (1890) El diputado mártir (1876) y Cosas de mi calle. Escenas de París (1882) son algunas de sus obras más relevantes; este último tuvo un gran éxito de venta que lo llevó a su segunda edición y a su traducción al francés; y el compendio de controvertidos ensayos satíricos y humorísticos, Etnografía, fue publicados en la revista Europa y América.
La referencia directa a los eruditos hermanos Cuervo, Ángel Augusto y Rufino José, no sólo quiebra el plano ficcional en una continuidad de los personajes de la novela con los personajes de las letras hispanas, sino que argumenta, a través de su reconocido trabajo lexicográfico y literario, la fractura en la ilusoria estabilidad de la lengua, y por ende en una identidad monolítica atada a esta. Por otra parte, esta fisura en la estructura simbólica, que otorga una rígida identidad al personaje central sujetada a la estabilidad y univocidad imaginaria del significante medianía, habilita un movimiento subjetivo del personaje; un movimiento metaficcional donde la novela es invención del personaje principal. “Tuve que inventarme algo para no enloquecer. Fue entonces cuando comencé a recolectar y organizar hasta el último dato sobre sus vidas. Tomar notas y pasarlas en limpio a la vez exacerbó mi curiosidad al punto del morbo. Y así, de un día para otro, me convertí en el evangelista de los Cuervo” (Solano, 2012:47). La disonancia, la confusión interna que genera la excepcionalidad y extravagancia de los hermanos en la subjetividad de Nelson, hasta el extremo de la desestructuración o locura, es anudada por la escritura. “Sí, de todos mis compañeros yo había sido el elegido para dar fe de su existencia, ya no tenía dudas para ese entonces. Estaba seguro de que habían visto algo en mí, una cosa que incluso yo desconocía, y por eso habían buscado una disculpa para llamarme a su lado y ser testigo de sus días” (Solano, 2012:41). La relación con los hermanos abre un espacio en la estructura fantasmática de Nelson que posibilita el desplazamiento de su universo simbólico; si bien no rechaza radicalmente una subjetividad culturalmente construida en consonancia con el clasismo y el elitismo del gran Otro. El personaje principal logra, a través de la escritura, una identificación subversiva: una forma de repetición que no es la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, la consolidación de las narrativas culturales sobre las que se edifica su subjetividad.
En suma, Los hermanos Cuervo no se enmarca en la violencia reciente en Colombia sino en una violencia sutil, invisibilizada y naturalizada en una ilusión de estabilidad y univocidad tanto de la lengua como de la identidad en el cual el deseo se encuentra comprometido. Esta violencia simbólica se reproduce a modo de goce en la familia, el colegio y la ciudad, estructurando la subjetividad del personaje principal, Nelson. A partir de la descripción de una educación homogeneizante y dogmática, amalgamada en narrativas profundamente excluyentes y clasistas que encuentra sus raíces en la época de la colonia, el autor nos introduce en la naturalización de un universo simbólico regido por el imaginario de significantes unívocos insistentes: pobre-rico, feo-churro, talentoso-tarado. Ante esta configuración Nelson se representa con en el significante “medianía”, reconociéndose a medio camino entra la nada y el todo, estancado en un goce que desconoce los aspectos de la ideología cultural dominante que lo constituyen como sujeto.
Sin embargo, como lo define Saussure, la distinción entre las dos formas, significado y significante, a la cual se asocia la estabilidad de la lengua, es artificial. No se pueden coagular las relaciones de los significantes en la estructura de la lengua, por lo que habrá siempre sucesivas redes significantes concurrentes sin cese disponible. La lengua como sistema de valor articulado por la diferencia es metaforizada en clave paródica, en los eruditos hermanos Cuervo. En la relación con los hermanos se fisura la estabilidad de su universo simbólico, visibilizando que el mismo término está siempre determinado de muchas maneras al mismo tiempo, y que todo signo o significante se produce como esencialmente equívoco en su sobredeterminación, interpelando sus objetos de deseo y sus formas de goce.
La encrucijada subjetiva de Nelson, al borde de la desestructuración o la locura, se anuda en una certeza tan rotunda como la de su medianía: había sido escogido por los extravagantes hermanos para ser testigo de sus extraordinarias vidas, a través de la escritura. La escritura funciona como reescritura de su posición subjetiva, como puente entre el todo y la nada, la riqueza y la pobreza, la fealdad y la belleza, el talento y la idiotez.
Si bien la relación de Nelson con los hermanos no constituye un punto por fuera de la ideología dominante, clasista, dogmática y excluyente, le implica una disonancia, una confusión interna que decanta en un reconocimiento subjetivo, que habilita una recirculación, un desplazamiento de los significantes que componen su universo simbólico. Este vínculo le posibilita así una identificación que no se reduce a la simple imitación, reproducción y por consiguiente perpetuación de la matriz generativa todo-nada en consonancia con la ideología dominante; le habilita el equívoco en el que se distingue su singularidad.
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