El concepto de "Capitalismo Cognitivo" fue acuñado en 2007 por Yann Moulier-Boutang y refiere. a un sistema de gestión económica en el cual el valor se crearía a partir del conocimiento y la información, en lugar de hacerlo a partir de la producción y la venta de bienes materiales. Allí la tecnología adquiriría un rol fundamental para el éxito empresarial, y el conocimiento pasaría a ser considerado como su activo fundamental. Dicho sistema operativo se caracterizaría por jerarquizar la propiedad intelectual y por una competitividad crediticia sostenida en la innovación y en la acumulación de bienes intangibles.
No obstante, estas cosas ya podían advertirse anteriormente, desde prospectivas como las planteadas en La tercera vía (Giddens, 2000). La fecha de su primera edición, en su idioma original (1998), coincide con un proceso de reforma universitaria que se iniciara con la Declaración de la Sorbona (firmada por Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido). Fue desde la Sorbona que se configuró ese Espacio Europeo de Educación Superior que elaborara la Declaración de Bolonia en 1999. Aunque dicho proceso no haya sido vinculante, éste sirvió de referencia para la mayor parte de las reformas educativas que se iniciarían en los primeros años del siglo XXI, mucho más allá del ámbito europeo. En armonía con las predicciones de Negroponte, Giddens también previno –a fines del siglo pasado– modalidades que terminarían consolidándose en la actualidad. Capitalismo Cognitivo y digitalidad se agenciarían, en mutua armonía, para convocar a un nuevo acrónimo conformado entre el capital y la semiosis.
Pierre Lévy (1999), también a fines del siglo pasado, anticipó una forma de capitalismo en la que la producción y el intercambio de bienes y servicios se basarían en la producción e intercambio de signos. De este modo, el valor se determinaría antes por el intercambio de los signos que por su utilidad fáctica. Pero será “Bifo” Berardi, ya en el medio de la tormenta, quien acentuará el acrónimo “semiocapitalismo” para referirse a una particular relación entre el lenguaje y la economía. Allí la producción de todos los bienes (materiales o no) pasa a ser re-configurada a través de una recombinación de datos que, desde algoritmos digitales, instituye una sobrecarga semiótica funcional a los libros contables empresariales. De este modo, el capital pasa a acumularse en un territorio abstracto de intercambio virtual que desdibuja la correspondencia entre los signos y sus referencias. Aunque la teoría del valor subjetivo de la Escuela Austríaca de Economía no considera que haya una diferencia relevante entre el valor de cambio y el de uso, ambos valores resultan inversamente proporcionales. Por ello, en medida en que los signos se posicionan como mercancía éstos desvalorizan su referencia utilitaria. “El dinero y el lenguaje tienen algo en común; no son nada y mueven todo. No son más que símbolos, convenciones, flatus vocis, pero tienen el poder de persuadir a la gente para que actúe, trabaje y transforme las cosas” (Berardi, 2017, p. 171).
Esta persuasión adquiere importancia cardinal para los trabajadores las universidades, factorías estratégicas en el sistema operativo del semiocapitalismo. La progresiva mercantilización de los signos ha logrado que éstos jerarquicen su intercambio por sobre su operatividad fáctica. En una red digital, global e integrada, la producción ilimitada del macrodato presume de poder proporcionar todo el conocimiento necesario para resolver las necesidades de la vida; la información y el conocimiento se instauran, así, como fetiches que desdibujan la explotación de aquellos colectivos que los gestionan. Éstos configuran un formato de clase trabajadora, el cognitariado, que sobrevive en función de lo que el mercado valore por los fragmentos de su cognición. Lo cual resulta válido para todos los gestores del conocimiento, tanto aquellos que operan en y desde el macro-territorio informático como para quienes lo hacen en la especificidad universitaria.
El cognitariado no se aleja de la condición proletaria, se yuxtapone a ella configurando un acrónimo que permite verificar nuevas precariedades. Las sociedades del conocimiento diagraman a unos trabajadores que acceden a su cualidad de tales a través de sus habilidades cognitivas. Su valor de cambio se sustenta en su pericia para negociar lo que conocen, conformando así su componente productivo. Pero en las sociedades digitalizadas éste se torna aceleradamente efímero, obsolescente y competitivo. Así, los roles actanciales se ven sometidos a una existencia precaria; se esfuerzan por acumular capital semiótico a través de factores de impacto –-fácilmente cuantificables– que desdibujan el valor cualitativo de lo cognitivo. Es en esta trama que terminan inscribiéndose las universidades del siglo XXI; la mayéutica de Akádêmos comienza a desdibujarse tras la competitividad burocrático-empresarial del capitalismo cognitivo. El valor de cambio que ha adquirido la gestión del conocimiento impulsa tanto a la explotación de sus trabajadores como a las maniobras, más o menos fraudulentas, en las cuales éstos se ven comprometidos a realizar para solventar su supervivencia. En este marco, la matriz del mercado semiótico formatea las posibilidades de pensar de todos los universitarios, dando por inapelables a sus lógicas mercantiles. El compromiso con las necesidades sociales, tradicional eslogan de las universidades públicas, pasa también a componerse desde dichas lógicas; los indicadores utilizados para diagnosticar cuáles son las necesidades de la sociedad también pasan a regirse por la ley del mercado.
Referencias
Berardi, F. (2017). Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva. Buenos Aires: Caja Negra.
Giddens, A. (2000). La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia. México: Santillana.
Lévy, P. (1999). Qué es lo virtual. Barcelona: Paidós.
Moulier-Boutang, Y. (2007). Cognitive Capitalism. Le nouvelle grande transformation. Paris: Éditions Amsterdam.