“Qu’un être humain puisse avoir un oeil qui soit huître au point que l’image, sur l’écran, propose à voir quelque chose de réel dont ON peut se dire :
“ - Mais c’est la mer ou quoi ? “
est sans doute le plus clair de camérer.” [1]
No son el psicoanálisis ni la psicología quienes me han llevado hasta Deligny. Mi trabajo clínico no se desarrolla en el terreno del autismo y no soy educador. En realidad, Deligny no se reivindica ni del psicoanálisis ni de la psicología, ni como educador ni trabajador social, y prefirió evitar referirse como “autistas” a las personas que recibía. Palabras como clínica, tratamiento o psicoterapia no le convenían tampoco.
Me ha parecido importante precisar, antes de iniciar esta reflexión sobre la obra de Deligny, que lo que me llevo a él fue, en cierto modo, un malentendido: el interés por la noción de errancia, en la que creía reconocer una forma de creatividad individual del recorrido de quien erra, y el posible recurso a una “cartografía de la errancia” que Deligny desarrolló entre las décadas de los 60 y 70 en una región bastante aislada del sur de Francia, las Cévennes.
Trabajando como supervisor clínico de equipos de calle o de acogida social constituidos gracias a la presencia de psicólogos, educadores y trabajadores sociales llenos de entusiasmo y creatividad, trataba de buscar una manera de acompañar a estos jóvenes practicantes en su reflexión sobre lo que se pierde del deseo subjetivo en la invisibilidad anónima de la calle, y en el desarrollo de nuevos dispositivos de intervención en este campo clínico, que podríamos llamar de “lo extremo” - extremo por su exploración de los limites técnicos debido a la atipicidad del encuentro, en el que no hay ninguna forma de demanda, de pago, de asimetría o de regularidad en el tiempo ni el espacio de la “sesión”, extremo también por el exceso de Real que implica sobrevivir en la calle y que exige la creación de un espacio totalmente nuevo para el simbólico, para lo imaginario y hasta para la posibilidad de soñar o apegarse a una ilusión, extremo sobre todo porque se trata de una situación de exclusión del grupo humano, una vida deshumanizara que interroga los límites de lo humano.
Esta errancia, esta deambulación sin destino definido de quienes, excluidos, crean una forma de sobrevivencia posible en las calles de las grandes ciudades, me parecía cercana a lo que creía leer en Deligny. Una lectura atenta me ha llevado a entender, durante los últimos años, que la errancia creadora de las lignes d’erre viene de la lectura atenta de Joseph Conrad por Deligny: erre, en el lenguaje de la navegación, es la velocidad residual de una embarcación cuando ésta ya no tiene propulsión. No es estar a la deriva, porque hay una cierta fuerza, pero que es el producto de una forma de inercia. Este movimiento “espontaneo” traza una huella, una línea d’erre, que afecta la superficie sobre la que la embarcación se desplaza, así como también las relaciones con otras embarcaciones vecinas.
La lectura atenta que exige el estilo poético, metonímico de Deligny, me permitió descubrir toda una propuesta de trabajo, una epistemología especifica, que no requiere referirse a la conceptualización psicoanalítica ni psicológica, prefiriendo buscar maneras de estar presente ahí, junto con quienes se encuentran en dificultad, para hacer dialectizable a través de la memoria corporal, del trazo (de planos o de cartas), de la creación de imágenes (con una cámara), de la creación de objetos, aquello que nos permite entrar en contacto con el otro en su diferencia, crear formas de resonancia en espacios en los que lo cotidiano, lo acostumbrado, permite com-partir de manera armónica.
Lo que desarrolló Deligny es ante todo una manera de acoger las dificultades de algunos sin atribuirlas a algo defectuoso o que habría que “tratar” o “sanar” en el otro. Se trata más bien de una mirada que podría llamarse “institucional”, cercana en cierto modo al esquizoanálisis de Félix Guattari, que reconoce el problema en la institución, en formas patológicas del vínculo social, de la socialización, e intenta para ello crear nuevas formas de vida colectiva en las que pueda darse lugar también a las formas de relación que algunos otros, que la organización social prefiere llamar enfermos o trastornados, mantienen con el medio físico, afectivo y social. Entendido así, la experiencia de Deligny con niños y adultos autistas me ha permitido pensar la importancia del trabajo colectivo para cuando se trata de evitar los efectos deshumanizantes de la exclusión: aprender a crear un espacio-tiempo diferente al social habitual para acoger la diferencia en el acompañamiento de ciertas formas de sufrimiento ligados a la gran precariedad, a los movimientos migratorios (causados por diferentes situaciones traumáticas, que van de lo climático a lo político, lo religioso o lo identitario) pero también a las adicciones, la toxicomanía o las crisis identitarias.
Esta mirada sobre las relaciones del individuo a su medio (y voy a evitar aquí toda jerga psicológica o psicoanalítica, que tiende a simplificar problemas complejos) implica, primeramente, una reflexión sobre las instituciones (sociales, educativas, de salud, de cuidado, de reinserción). Implica también una reflexión sobre los “trastornos” que algunos creen reconocer detrás del sufrimiento psíquico, pero también una epistemología especifica, así como una técnica, que es necesariamente un savoir-faire, un “saber-hacer” artesanal - que no es ni saber ni hacer, sino un intermedio entre los dos, un saber que se construye indefinidamente al hacer y un hacer constante que exige un cierto saber siempre presente. Intentaré referirme brevemente a cada uno de estos 4 aspectos.
Sanar las instituciones. La tendencia a la institucionalización excesiva de la atención de salud mental ha provocado la transformación del sector médico-social en un servicio de especialidad. En Francia, este fenómeno es especialmente visible en el trabajo con niños con dificultades, en el que se ha producido una paulatina “des-institucionalización” de las estructuras generalistas que eran los centros médico-psicológicos, los centros médico-psico-pedagógicos, los centros de protección materno-infantil y los espacios de acogida de niños y adultos inspirados de la “Casa Verde” de Dolto (que son más de 2000 solamente en el territorio francés continental). Estas estructuras generalistas, en las que la función de acogida hacía parte de la función terapéutica, habían transformado radicalmente la protección de la infancia durante los últimos 40 años, pero se han visto progresivamente desprovistos de recursos. Surgidas de la reacción ciudadana a la Segunda Guerra Mundial, gracias al lugar que tuvo el “comité de la resistencia” en la reorganización de las políticas públicas en Francia, estas estructuras multidisciplinares aseguraban la “acogida” y también el acompañamiento a largo plazo de las familias que se veían enfrentadas a dificultades diversas - que van desde la soledad por un desplazamiento desde la vida rural a una vida urbana, hasta algunas formas graves de sufrimiento psíquico o físico - permitiendo así la socialización de los niños y sus familias. Antes de ver al especialista, psicólogo, psiquiatra, ortofonista/fonoaudiólogo o psicomotricista, se acudía al centro de atención psicológica o a la casa verde del barrio, donde estas familias se sabían esperadas. En la sala de espera se charlaba, los unos y los otros preguntaban cómo estaban los hijos de los demás. La confusión entre responsabilización y socialización, que se ha instalado como producto de una lógica puramente administrativa, de financiamiento y gestión de políticas públicas, centrada en diagnósticos y terapias específicas, ha roto el vínculo entre salud pública y acción social, favoreciendo una atención individualizada que excluye a quienes no tienen un diagnóstico claro.
Es necesario, a este respecto, reconocer la importancia de la dimensión sectorial, local, de estas instituciones, y no verlas como meros relevos del Estado: es gracias a este funcionamiento local que estas instituciones pudieron ejercer la función de verdaderos colectivos pensantes y actuantes durante muchas décadas, mostrándose en ello esenciales para el “trabajo de la cultura”, sobre todo en su capacidad de regular la violencia social. Si afectamos esta función reguladora en nombre de principios generales, que se aplican a todos por igual, transformamos las instituciones en lugares de violencia y de exclusión: al institucionalizarse sin una verdadera comprensión del trabajo local de vinculo especifico a la acción médico-social, anulada en un terreno, un lenguaje y una forma de relación social especifica, las acciones inclusivas del clínico conducen hacia un trabajo “de caso” y a una proliferación de estructuras específicas que excluyen a quienes no constituyen (aún) un “caso”. Paradojalmente, esta voluntad de inclusión se transforma así en un terrible mecanismo de exclusión de todos aquellos sufrimientos y dificultades que no tienen (aún) etiqueta o para los que la etiqueta resulta una dificultad adicional y es muchas veces evitada.
Evidentemente, la socialización de los niños que padecen autismo, aún más cuando se trata de un autismo severo, es fundamental. Pero esta voluntad de integración al sistema escolar que, en apariencia, en el papel, resulta muy justa, se ve confrontada a la realidad de la falta de personal capacitado y, sobre todo, a una insuficiente reflexión sobre el proceso que llamamos socialización, que demasiado rápidamente se confunde con la institucionalización, o más exactamente con una especie de gestión institucional. Estos niños acaban en muchos casos por retornar a sus familias, abandonando en medio de una frustración enorme los programas de escolarización. Es muy concretamente lo que hemos visto desarrollarse durante estos últimos años en Francia en torno al ideal de una “escuela inclusiva”, en donde el desarrollo de la estrategia de inclusión a través de la creación de las llamadas “unidades locales de inclusión escolar” (ULIS) se ha transformado en una forma de excluir a quienes se quería incluir: sin personal capacitado específicamente para acompañar a estos niños en los que una dificultad ha sido diagnosticada, los niños son simplemente reconocidos por el resto de la comunidad como niños “ulis”, es decir enfermos o trastornados… que los otros maestros y alumnos prefieren evitar. Del mismo modo, la única manera de beneficiarse del dispositivo es haber sido diagnosticado en función de un trastorno especifico, y en quienes se trata de una dificultad menor pero que requiere una forma de acompañamiento, son rápidamente etiquetados para poder recibir este acompañamiento… que en la mayor parte de los casos no se producirá, sino que conducirá a la simple exclusión respecto del grupo de alumnos de la escuela.
Así, estas instituciones, que deberían modular la socialización y regular la violencia social, se convierten en herramientas de la violencia que llamamos exclusión. Esta inversión de la voluntad de inclusión en un proceso de exclusión encuentra su origen en la lógica de gestión del servicio público, pero repercute en el funcionamiento institucional a través del desarrollo de una forma de porosidad hacia todo aquello que deshace su función primordial cuando la institución deja de pensarse y reconstruirse en relación a las necesidades de su tiempo. Esta porosidad resulta de la manera en la que el discurso contemporáneo sobre la inclusión afecta la relación a la práctica, problema que ha sido ya planteado en el ámbito de la anti-psiquiatría y, en Francia, gracias a la aplicación del modelo de Francesc Tosquelles a las políticas públicas a través de la llamada psicoterapia institucional, que consistió justamente en una sectorización de la atención en salud mental en un esfuerzo por desarrollar una política general de acogida del malestar psíquico (más que de trastornos específicos) por la comunidad. Uno de los primeros en pensar de esta manera fue Fernand Deligny, que pudo reconocer en el problema de la exclusión un fenómeno discursivo e intentó socializar a niños considerados como débiles o retrasados mentales (y a veces como perversos o simplemente delincuentes) desde la época del Frente Popular [2].
La deshumanidad de la exclusión. En oposición a este acercamiento “inclusivo” o de integración y de adaptación social, Deligny proponía respetar la diferencia de lo que, a primera vista, nos resulta extraño o extranjero. Para Deligny, la exclusión no consiste en negar la humanidad al otro, sino que resulta, muy por el contrario, del supuesto de que el otro es un humano “como Yo”.
Si bien algunas personas se encuentran en una situación de vulnerabilidad subjetiva y social como consecuencia de una pérdida social o material, o de una ruptura de afiliación o identidad, los efectos más graves de la exclusión proceden de la desconfianza y el rechazo en que estas personas viven su relación cotidiana con el entorno social. Peor aún, a menudo implica un sentimiento de invisibilidad, cuyas consecuencias son mucho más graves que la vulnerabilidad, empujando a estas personas a un abismo en el que pierden irreversiblemente todo vínculo con su entorno social, afectivo o físico, todos sus sueños e ilusiones, y del que es prácticamente imposible escapar. Así pues, más que una reflexión sobre la definición o el alcance de la vulnerabilidad, este cuestionamiento de lo que se desarrolla y prolifera en las zonas fronterizas de lo que solemos llamar lo humano es una invitación a analizar y comprender este movimiento brutal, de graves consecuencias, en el que perdemos nuestra capacidad de reconocer y aceptar al otro en su diferencia. La reflexión sobre lo que espontáneamente tendemos a situar en la frontera de lo humano, así como sobre lo que las ciencias humanas pueden ofrecernos hoy para comprender este tipo de procesos.
Este es el gran problema de definición de lo humano, del establecimiento de un límite entre lo humano y lo inhumano, o lo que sería susceptible de deshumanizar lo humano, y podemos suponer que las instituciones pueden ayudarnos a establecer este límite y las razones por las que ciertos individuos no son reconocidos como humanos y se ven llevados a iniciar un proceso de deshumanización. Una de las primeras tareas sería, entonces, definir lo humano, con la esperanza de que esta forma de separación entre lo humano y lo no humano permita cuestionar los fenómenos de exclusión que observamos entre los humanos.
A este respecto, es interesante observar lo oscura que resulta esta delimitación de los elementos que compartimos y que nos permiten definirnos como una especie particular y diferenciada, la definición misma de lo humano. Para Agamben [3], esta dificultad está ligada a la relativa juventud de las ciencias humanas, que no recibieron este nombre hasta el siglo XIX. En efecto, aunque los studia humanitatis pueden encontrarse ya en el siglo XV como referencia al estudio de la cultura humana o “la educación adecuada para un hombre culto”, incluían la historia, la filosofía moral, la poesía y la retórica sin definir lo que sería específicamente humano - como si lo humano fuera la cultura. Es en este este contexto que podemos comprender por qué el lenguaje, que más tarde se consideraría el rasgo distintivo del ser humano, no respetó una organización taxonómica hasta finales del siglo XVIII - y se pensaba que los pájaros podían hablar.
El primer elemento de reconocimiento del ser humano apareció cuando Linné incluyó al hombre entre los primates, homo, sin darle ninguna marca específica aparte, quizá con un toque de ironía (en 1758), del comentario “nosce te ipsum”: el hombre no tendría ninguna identidad específica, salvo la capacidad de reconocerse a sí mismo. Homo es, para Linné, un primate antropomorfo, es decir que se asemeja al hombre y que puede ser reconocido por su diferencia respecto de lo no-humano, inhumano o deshumano. El hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo. El ser humano no es, pues, ni una sustancia ni una especie definida, sino una máquina capaz de producir el autorreconocimiento. Podemos entender así que, para ser humano, debemos ser capaces de reconocer la imagen de un no-humano, y es a partir de esta diferenciación que definimos al hombre. Este elemento justifica el detalle con el que Linné presenta, en versiones ulteriores del Systema, el homo ferus, el hombre feroz, que camina a cuatro patas, no habla (mutus) y está cubierto de pelo (hirsutus). En su versión de 1758, el Homo ferus es ilustrado por el niño salvaje o niño lobo, que tanto fascinó a los hombres durante los siglos XVIII y XIX, justamente en la época en la que se desarrollaron las humanidades, probablemente a costas de esta capacidad de reconocimiento de lo inhumano de quienes no eran educados, de quienes no hablaban, y se trataba de educar y “humanizar” a estos seres privados de lenguaje, muy probablemente enfrentados a la precariedad del ser humano. Este recorrido se inscribe claramente en la inhumanidad del hombre: en una época en que la ciencia del hombre empezaba a trazar el contorno de su facies, los niños salvajes eran mensajeros de la inhumanidad del hombre, testigos de su frágil identidad y de su falta de rostro propio. Valdría la pena poner hoy en perspectiva, codo a codo, las escenas que muestran el “éxito terapéutico y de integración” de niños y adultos autistas, con las películas en las que vemos a algunos humanistas, hombres cultivados y bondadosos, pretendieron “educar” a Kaspar Hauser en la película de Herzog [4], o a Victor de l’Aveyron en la película de Truffaut [5]. Estos aprenden así a comer correctamente, entorno a una mesa, con un tenedor, limpiándose la boca con una servilleta, nombrando las cosas correctamente. Visto así, lo humano constituye lo que Buñuel ha ridiculizado como “el discreto encanto de la burguesía”.
La definición de lo humano aparece, en este análisis, como una negatividad, siempre fundada en la instauración de lo no-humano o de lo inhumano. Para comprender los procesos por los que determinados individuos son excluidos de la comunidad humana, debemos preguntarnos cómo establecemos el perímetro de lo que consideramos o no humano, los límites de lo humano. También podemos, ante la evidente paradoja de esta historia, tratar de encontrar otros paradigmas capaces de ayudarnos a ir más allá de la simple lógica de la inclusión/exclusión o de la determinación de lo que Deleuze y Guattari han llamado una visagéité [6], es decir, de la presunción de una semejanza a partir de la cual se crea la comunidad humana. En lugar de subrayar o intentar rectificar la diferencia, sin buscar el origen de la semejanza, se trata más bien de poner en práctica todo aquello que, de forma absolutamente contingente, produce formas armoniosas y creativas de encuentro (por definición, de alteridad), al abrir canales de comunicación y formas inesperadas de grupalidad.
Es lo que reconoce Deligny en la bondad de un discurso sobre la inclusión que no se traduce en actos porque su punto de partida es un error: es precisamente porque considero al otro como prójimo, como un semejante que podría "comprender", que excluyo todo lo que me resulta incomprensible o diferente de mi propia percepción. El error epistemológico consiste en suponerme capaz de conocer al otro a partir de su semejanza conmigo mismo, siendo que para respetarlo habría que empezar por aceptar que no percibo gran cosa de él, a parte, probablemente, del reflejo de lo que creo saber de mí mismo. Lo que Deligny llama su "tentativa" contradice este discurso de culto a la benignidad y la benevolencia que abunda en toda referencia a la humanidad, a lo humanitario y a la “inclusión”. “A propósito de esta obra extraña que consiste en intentar ocuparse de un niño loco. En un olvido es en lo que se convierte”, escribe Deligny [7].
Lo normal y lo patológico. Rechazando toda recomendación moral de respeto del otro como alter ego, Deligny promueve una abstención radical en términos educativos, excluyendo también la idea de “tratamiento” y de psicoterapia. No se trata ni de educar ni de tratar a estos niños, sino reconocer los elementos que podrían permitirnos entrar en contacto con ellos; reconocerlos en su diferencia y permitirles reconocernos como diferentes (ni sanos, ni mejor adaptados, ni accediendo a la buena forma de socialización como si hubiese UNA forma NORMAL de socializar) para poder así captar los puntos en los que entramos en resonancia, los puntos en los que nos cruzamos de manera harmónica en el espacio que ocupamos simultáneamente, que compartimos.
“Si dejamos de querer el bien de este niño, este bien que para él es una camisa de fuerza, he aquí que encontrará sus marcas, y su propia línea de devenir.” [8]
Esta formulación de Deligny, de la que el sujeto se desvanece, constituye una opción epistemológica y política que requiere una cierta contextualización, tanto respecto de la historia como de su actualidad.
La propuesta de Deligny no fue en absoluto abstracta. Se sitúa precisamente durante los años en que, desde el Frente Popular hasta el régimen de Vichy, decidieron el futuro de la educación especial en Francia. Cuando Deligny afirma que tomar al otro por prójimo constituye la forma más sutil y quizás la más definitiva de exclusión, no sólo se posiciona en contra de la ideología caritativa que domina los hogares de beneficencia a los que el Estado sigue confiando a los niños con dificultades. Se posiciona, sobre todo, en contra de lo que ve venir a través de la reforma educativa del régimen de Vichy en 1943: El Comité Técnico para Niños Defectuosos y Moralmente en Peligro, que incluía psiquiatras infantiles partidarios del régimen de Pétain, pero también psiquiatras infantiles comunistas (Le Guillant), y psicoanalistas que se decían apolíticos (Lagache) [9].
Deligny formuló su posición en un momento clave para la educación en Francia, cuando el Estado implementó su primer aparato normativo y prescriptivo, influyendo en las futuras pautas de inclusión educativa. Su enfoque se basaba en su propia experiencia como educador de “niños en peligro moral”, respaldado por Henri Wallon. Nombrado director de un Centro de Observación y de Clasificación en la región de Lille, conocía bien las normas nacionales que imponía el Comité Técnico para la Protección de la Infancia y los problemas que esto podía ocasionar. Su objetivo era definir normas y valores para la adaptación y reeducación de niños no aptos para integrarse en establecimientos “normales”. Este sistema normativo centrado en inadaptación y reeducación, dio origen a conceptos como discapacidad e inclusión. Lo que Deligny observó fue la aparición de un discurso sobre los “inadaptados”, destinado a categorizar a los niños. Un discurso obedece a la definición literal, es decir matemática, de la inclusión: el niño inadaptado es un cuerpo extraño que hay que incluir en el entorno social al que pertenece a través de una serie de medidas de evaluación, clasificación, orientación y reubicación. Situarlo en el lugar adecuado a su destino social lo hace compatible con el ideal social del aparato normativo de la época.
Deligny rechaza la lógica que institucionaliza la categoría de “inadaptado”, creada por un discurso social que, en nombre de la sociedad, hace de este niño “un marginado”. Critica cómo este discurso, sustentado en la ciencia médica o psicológica, presume definir la salud individual en nombre de la sociedad, promoviendo la reeducación para la adaptación social. Deligny se opone a la asimilación de individuos a una categoría única, aunque esa categoría sea tan aparentemente neutra como el ser “humano”, como decimos hoy con demasiada facilidad para suponer una especie de semejanza de principio que nos diferencia de lo viviente como inhumano, deshumano, inferior. Este tipo de discurso pronunciado en nombre de “todos nosotros” es la primera fábrica de lo que Deligny llama “détriment”, cuando afirma, por ejemplo, que el trabajador social trabaja en “detrimento” [10]: se trata de la lista de todos aquellos en detrimento o en PERJUICIO de los cuales se efectúa la totalidad. La palabra que se utiliza hoy es “reinserción”. Deligny afirma también que “… entre los que se inspiran en la palabra común y los que se inspiran en la palabra social, la fractura es radical…”.
Una epistemología especifica. La idea de lo común, que a partir de los años sesenta dará lugar a la red de Cévennes, es decir, al proyecto de acción clínica realizada en nombre del uno-a-uno, en oposición al proyecto de hacer de las instituciones socioeducativas los soportes de una “interpelación” colectiva que pone las instituciones al servicio de un proyecto único de sociedad. Las instituciones locales regulan la violencia social y son esenciales para el trabajo de la cultura, y Deligny comprendía que la aplicación de principios generales las convierte en lugares de violencia y exclusión. Para él, la educación es una misión común que no debe delegarse al Estado, que tiende a hacer de la educación una materia de expertos. Es una función cuya autonomía debe mantenerse y que debe asumirse y pensarse colectivamente.
Este es el origen del concepto de “red” para recibir a niños con formas graves de autismo. La red no es una alternativa a una institución. Es más bien una herramienta para repensar la institucionalización en términos de lo que la crítica institucional y la psicoterapia institucional proponían al mismo tiempo: como un sistema inestable, precario, abierto a la inestabilidad y la precariedad de aquellos que, más que otros, necesitan ser acogidos.
Estas dificultades, estos imperativos, siguen siendo importantes y explican muchos intentos contemporáneos de repensar la institucionalización desde el punto de vista de una acogida que no pretende presuponer la demanda, de forma que se apoye colectivamente lo que pueden ser aspectos imprevisibles, inasignables, fugaces o incluso fugitivos de la misma.
Para Jean Oury, acoger esta fugacidad no sólo es la condición del encuentro clínico, sino que también constituye el fundamento de la institución psiquiátrica. No se necesita mucho para crear un lugar, un sitio, un espacio vital que permita sobrevivir: se trata de disponer de aquello que permite crear “un nicho”, un refugio, aquello que nos permite existir en nuestra propia singularidad sin aislarnos del mundo, sobrevivir a lo que ocurre a nuestro alrededor y que resulta a menudo amenazador. Se trata de organizar la precariedad para hacer frente a la fragilidad de las historias individuales y colectivas que el poder identificador de las estructuras puede transformar en destino o fatalidad; para bloquear la pulsión de muerte que congela las instituciones cuando se limitan a ser una mera institución, retransmitiendo la retórica de la gobernabilidad del Estado.
Un savoir-faire acorde a esta precariedad epistemológica. Es necesario para ello encontrar el camino, a menudo imprevisible, que toma esta transitoriedad para emerger y tomar forma. Aquí es donde el concepto de “red” de Deligny resulta muy instructivo. En realidad, con esta palabra Deligny invocaba la imagen de la pequeña malla utilizada para capturar pájaros, y se refiere muy concretamente a lo que captan y revelan las cartas que sus compañeros y compañeras elaboraron para registrar los movimientos de niños y adultos de Cévennes: una malla de huellas que captan el carácter fugitivo de las errancias de los niños autistas, la resonancia de los gestos que se les escapan inadvertidamente a los adultos que los cuidan o los encuentros inesperados de diversas personas en la zona. A ese respecto, podemos afirmar que no hay red sin mapas, como demuestra el hecho de que la práctica de la cartografía naciera con la instalación en la región de Cévennes. Cuando, al cabo de una docena de años la cartografía se convierte en una rutina, en un formalismo, deja de ser una herramienta de investigación. Es entonces que resulta necesario abandonarla para renovar el trabajo sobre otros dispositivos técnicos: es así que nace la función de “camérer” [11]. La imagen de la red remite a la naturaleza de la investigación llevada a cabo por Deligny y sus compañeros. Es decir, una actitud de pasividad activa que define una determinada relación con el conocimiento. Deligny insiste al respecto, cuando afirma: “Partimos en busca de lo que podría faltarnos para que ese ‘nosotros-ahí’ no existiera ante sus ojos, no del todo” [12].
La práctica cartográfica pretende ante todo ponernos en situación de ser desplazados al otro lado de la línea que confunde discurso y conocimiento. Porque esta línea, al excluir a algunos del lazo social, nos excluye a todos, a los parlêtres y a los demás que no hablan, o que no hablan como nosotros, de un lazo constitutivo de la especie humana. Con las cartas, Deligny lleva aún más lejos que Oury la idea de institucionalizar la precariedad organizándola: a diferencia de lo que ocurrió con la psicoterapia institucional, la institucionalización de la red de Cévennes no se basa en la distinción entre un establecimiento y una institución, entre un orden dictado por las necesidades de la administración y un "desorden" basado en el modo en que la lógica del deseo impulsa y trastorna la vida del colectivo. La institucionalización de la red creada por Deligny no ignora el orden, pero este orden es el que es impuesto por la práctica: utilizando de nuevo la metáfora de la navegación, se trata de encontrar las brújulas, los cuadrantes que nos permiten navegar. Es en este sentido que Deligny imagina la red como una balsa, un barco suficientemente permeable y flexible, capaz de deslizarse por el océano de las diferencias y de dar cabida a ciertos estallidos fugaces, instantáneos de la realidad que se producen en el encuentro de las singularidades. Y esto se hace de manera completamente empírica, gracias al trabajo de detectar cada punto fugaz de realidad, de encuentro, todas las “Y” [13] en las que confluyen, sin razón aparente, las errancias de niños y adultos, autistas y seres hablantes. Coincidencias que escapan al saber pero que, al repetirse, grabarse y reproducirse, conducen a una imagen del “ahí” donde estamos juntos sin poder decirlo.
La coherencia de la red de Cévennes, su institucionalización a lo largo de unos treinta años, no se basa en una o varias representaciones de la forma en que los deseos de las personas circulan dentro de la institución. Se basa en las prácticas de archivo, en las imágenes que estas producen a lo largo de los años. Se trata de una documentación pasiva, en el sentido en el que el registro reposa sobre un “ver y recordar”, sobre la capacidad de situarse en una posición en la que se pierde todo control sobre el resultado, y en la que cada uno renuncia tanto a la ilusión de un objeto por conocer - estos niños autistas profundos - como a la hipótesis de un sujeto de conocimiento - psicólogo o educador. Esta tentativa toma forma en el desarrollo, en constante evolución, de un campo constituido por cintas de imágenes y sonidos, trazados y una reserva de palabras que acompaña estas imágenes y cartas y que permite hablar de ellas. Tal como pudo decirlo Freud del psicoanálisis, se trata de un work in progress cuyo único fundamento es la práctica y la experimentación rigurosa.
Referencias
Agamben Giorgio, L’ouvert. De l’homme et de l’animal, París, Payot & Rivages, 2002.
Deleuze Gilles & Guattari Félix, Mille Plateaux, París, Minuit, 1980.
Deligny Fernand, “Camérer #5”, IN Camérer. A propos d’images, éd. S. Alvarez de Toledo, A. Masson, M. Miguel, M. Vidal-Naquet, Paris, L’Arachnéen, 2021, p. 39.
Deligny Fernand, Lettres à un travailleur social, Paris, L’Arachnéen, 2021.
Perret Catherine, Le tacite, l’humain, anthropologie politique de Fernand Deligny, Paris, Seuil, 2021.