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Volumen 18
Número 1

Abril 2022 - Agosto 2022
Publicado: Abril 2022
Leviatán


Portada de la primera edición en inglés de la novela de Auster

Afiche de la película de Alejandro Chomski (2020)

Reseña [pp. 11-13]

El país de las últimas cosas

Juan Jorge Michel Fariña

El país de las últimas cosas es una novela apocalíptica, que imagina un futuro aciago en el que han colapsado las formas productivas y la población sobrevive con los restos de lo que alguna vez fue una civilización. Ambientada en una ciudad sin nombre, la historia está narrada en primera persona a partir de una carta que Anna Blume escribe para un interlocutor desconocido. Se describen allí las mayores miserias humanas, la degradación creciente de los vínculos, cuando la existencia de las personas se ve reducida a la recolección de basura y la búsqueda desesperada de algún objeto de valor.

Esas “últimas cosas” dan cuenta del agotamiento, material y moral, preanunciando un inevitable y enigmático final. Anna llega a ese apocalipsis en busca de su hermano, quien presuntamente ha muerto, y debe evitar ser arrastrada ella misma por semejante torbellino. En ese vía crucis conoce todo tipo de miserias hasta que recala por accidente en un último bastión de humanidad. Se trata de lo que alguna vez fue la mansión de una familia acomodada, ahora transformada por su heredera en un hogar de acogida para enfermos e indigentes.

Así, la Woburn House, otrora plena de riqueza y opulencia, mantiene en pie su proyecto altruista vendiendo poco a poco sus cada vez más escasos bienes. Una nueva metáfora del agotamiento, ese tramo de la novela es seguramente el más angustiante y a la vez el más esperanzador.

Para la versión cinematográfica de la novela de Auster, Alejandro Chomski se inspiró en la Argentina del 2001, presa de la crisis económica y el desgobierno. La película se estrenó veinte años después de aquellos hechos y permite reconocer con amargura algunos de sus paisajes. Por cierto, la sociedad argentina no llegó a los extremos que se narran en la ficción, pero el director no buscó analogías simples sino auténtico pensamiento sobre lo sucedido. No solamente en aquél período histórico, sino también en este amargo presente en el que una pandemia global nos enfrenta con nuevas formas de la deshumanización y la incertidumbre.

Los desvencijados carritos de supermercado arrastrados por sombras humanas en el país de las últimas cosas, tienen aún hoy su correlato en el cartoneo de tracción a sangre que llegó para quedarse en el caos de las grandes ciudades. Así como las fosas comunes en los primeros tiempos del COVID, nos retrotrajeron a lo inhumano, evocando el fantasma de Antígona. [1]

En esta línea, tres escenarios imaginados por Auster y llevados a la pantalla por Chomski interesan por su valor de interpelación subjetiva y social.

En primer lugar, el recién anticipado lugar de la muerte y la sepultura. En ese mundo distópico de las últimas cosas, están prohibidos los funerales privados. Los cuerpos son recogidos por el Estado y reciclados como fuente de energía. Pero cuando en la mansión Woburn muere el anciano chofer de la familia, nadie se atreve a entregar el cuerpo. Improvisan una tumba en los jardines de la casa para que sus restos descansen cerca de los suyos y en el sitio que más amaba. Pero la noticia del funeral trasciende y la policía llega para exhumar y llevarse el cuerpo. El joven Willie, nieto del fallecido, no superará nunca este ultraje, y el desenlace de la historia tendrá la marca de ese oprobio a la condición humana.

El segundo tropo de interés tiene que ver con el suicidio. ¿No es acaso la muerte una salida cuando la vida ha dejado de ser vida? En el país de las últimas cosas, el suicido adquiere una impensada humanidad. No porque la gente desee morir, sino por lo contrario: las personas anhelan la vida, pero no la nuda vida que les impone ese gigantesco campo de concentración. Y para salir de él, se ven forzadas a salir también de la escena. Y curiosamente lo hacen a través de rituales elementales que buscan dignificarles en el momento del fin. Algunos corren desaforadamente atrapando el viento en una maratón a finish, otros se arrojan de los pocos edificios altos que permanecen en pie. En una escena conmovedora, luego de la muerte de Ferdinand, Anna e Isabel deciden fraguar su suicidio: lo visten con sus mejores ropas, suben trabajosamente su cuerpo hasta la terraza, y desde allí lo arrojan simulando una voluntad y recuperando un deseo.

Finalmente, el más insoportable: el canibalismo. En interlocución con Soylent Green, Cadáver exquisito y tantas otras narrativas sobre el tema, la novela de Auster introduce una escena fugaz pero especialmente inquietante. Anna está buscando desesperadamente un par de zapatos, bien tan escaso como esencial en el país de las últimas cosas. Es llevada por engaño al reducto de un traficante del mercado negro, donde llega a entrever una escena pavorosa. En la trastienda, están faenando cuerpos para comerciar su carne. Anna advierte que ese será su destino, y presa del pánico hará un impensado movimiento para intentar rescatarse del horror.

La novela de Auster fue publicada en 1987, cinco años antes de su imponente Leviatán; el film de Alejandro Chomski comenzó a rodarse en los ecos del 2001, pero recién se estrenó en 2020. Novela y película producen un lúcido maridaje: el film convoca imperiosamente a la lectura del texto, así como la novela se redescubre a sí misma en las imágenes de la pantalla. De ese mutuo acontecimiento creador se nutre el pensamiento, que sobrevive a las ruinas de la civilización.


[1Ver al respecto el número de Aesthethika “Trazos de Antígona en pandemia” y en particular el artículo de Néstor Braunstein. Disponible en: https://www.aesthethika.org/-Volumen-16-Numero-2-


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