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Volumen 20 | Número 2
Septiembre 2024 - Marzo 2025
Publicación: 9 Septiembre 2024
Pensar Deligny
Ética y clínica de la exclusión


Resumen

Fernand Deligny desarrolló un pensamiento innovador en el trabajo con niños autistas, basado en cuatro pilares: la adaptación del espacio, mapas trazados en un proceso de ensayo-error, la escritura que refleja la experiencia vivida y las imágenes filmadas que documentan esta convivencia. Rechazando los enfoques institucionales tradicionales, Deligny crea una "archi-textura" que entrelaza estos elementos, respetando el enigma de lo que no puede ser pensado o nombrado. Los mapas y películas creados en esta tentativa trazan una cartografía de los recorridos no verbales de los niños, evitando clasificar sus comportamientos, utilizando el infinitivo para no imponer una noción de sujeto, permitiendo así documentar cómo los niños que no acceden al lenguaje, crean un mundo propio, distinto del de los adultos, y cómo estos últimos pueden integrarse en él sin imponer su lógica. Las cartas revelan un espacio de interacción que trasciende el lenguaje, priorizando lo sensorial y la materialidad. La originalidad de Deligny radica en priorizar la acción sobre la teoría, generando una antropología política que desafía la psiquiatría y el psicoanálisis. Su enfoque no discursivo utiliza mapas y trazados para registrar la interacción con los autistas como presencias singulares, explorando una vida compartida que desafía normas sociales.

Palabras clave: cartografía | espacios de vida | autismo | imagen | Acto | lenguaje | Política | Común | Antropología | Deligny

Résumé français

Abstract English version

Deligny: un pensamiento en acto

Bertrand Ogilvie

Filosofo y psicoanalista, professor de filosofia politica y psicoanalisis, Universidad Paris 8, investigador del LLCP (Laboratoire d’études et de recherches sur les logiques contemporaines de la philosophie).

Para comprender la envergadura clínica, epistemológica y política de la obra de Fernand Deligny, tanto respecto de los planos cartográficos trazados durante más de diez años por el grupo de personas que le permitió desarrollar una proximidad particular con los niños autistas, como de la creación de espacios de vida cotidiana con estos niños privados de lenguaje y excluidos de la sociedad, o respecto de la introducción de la cámara en este cotidiano, es necesario situar este proceder al interior de un recorrido singular, que sería imposible reducir a una colección de libros, sino que es necesario organizar en torno a cuatro dimensiones. En primer lugar, la disposición de un espacio, el de las estructuras de acogida que Deligny denomina “aires de séjours”, que podríamos traducir como espacios de vida o áreas donde estar, organizadas en torno y en función del comportamiento de los niños a su cargo y no según normas definidas de antemano en función de un diagnóstico. En segundo lugar, los mapas y croquis que apoyan el proceso de ensayo-error, en constante reelaboración. En tercer lugar, la propia escritura de Deligny, que, a pesar de las dificultades que se presentan como insuperables, se esfuerza por “dar cuenta” de esta experiencia dejándose trabajar y retorcer desde dentro por la situación de la que emana. Por último, las imágenes filmadas que hacen la crónica de la experiencia y el comentario, sutilmente tejido tanto de silencios como de fórmulas de una pertinencia singular. Se trata entonces tanto de una arquitectura (y sería mejor llamarlo una “archi-textura”, es decir, más que un tejido, el entrelazamiento y la hibridación de lugares que consigue articular mundos que no parecen cruzarse espontáneamente) como de una topografía, de un estilo de escritura y del uso particular de una cámara. Estas cuatro dimensiones son lugares, mapas, libros y películas.

Los diferentes aspectos de la obra fundamentalmente polimorfa de Deligny deben entenderse como caminos heterogéneos pero equivalentes que contribuyen a una búsqueda única. La razón esencial de esta pluralidad de enfoques es la necesidad en la que se encontró Deligny de multiplicar los métodos de aproximación a una realidad, la del niño “autista”, que invalida, si queremos aprehenderla en su singularidad, todos los procedimientos discursivos, institucionales y comportamentales que se utilizan para abordarla. Así pues, este polimorfismo es ante todo un rechazo, una evasión y un intento de encontrar nuevos terrenos. Estos diferentes enfoques no pueden jerarquizarse, tienen la misma importancia, se apoyan y se complementan, o más bien se “incompletan” en la medida en que cada uno de ellos se esfuerza por poner de manifiesto las insuficiencias de los demás y su impotencia para elevarse o imantarse hacia el polo que se proponen designar con un gesto negativo, que en la tradición occidental diríamos “apofático” [1]. Frente a la realidad de un niño autista, que es un “ahí” [2], un acontecimiento singular en un territorio, en lugar de ser un “quién” que se dirige a una comunidad y se deja interpelar por ella, no es nunca suficiente nombrar y escribir, ni filmar, ni cartografiar, ni siquiera vivir, porque la vida simplemente vivida según su curso ordinario, hecha de proyectos determinados, colisiona con estas trayectorias de angustia y no puede, sin violencia, pretender normalizarlas. Es en esta tradición de teología negativa donde el pensamiento occidental ha desarrollado mejor la reflexión sobre el enigma de lo que se niega a ser pensado y que no podríamos sino traicionar al nombrarlo. Deligny seculariza radicalmente esta tradición y, al igual que ella, es mediante la elección de la imagen que la abre a lo indecible; pero una imagen que no es nunca una representación, ni una ilustración, sino la hueca huella de una actividad que se desarrolla en la frontera de nuestro mundo y que habitualmente escapa a nuestra mirada guiada por el lenguaje.

Mientras que el pensamiento antropológico tradicional todavía tiende a preferir las ideas a las imágenes, para Deligny las cartas son conceptos en el sentido literal y etimológico: objetos fáciles de empuñar en la medida en que son la expresión misma de ese trabajo perpetuo de la mano por el que Deligny y sus compañeros transforman el espacio que comparten con niños privados de lenguaje, moviendo objetos, realizando actos y llevando la mano allí donde el ojo y el pensamiento se muestran insuficientes. Estas imágenes-concepto compensan las limitaciones intrínsecas de las palabras, las ideas y las representaciones. Son el lugar en el que se entretejen otras prácticas, como la escritura, la organización de los gestos cotidianos y hasta las películas, cuando las consideramos como un simple testimonio de estos gestos: les confieren un alcance que permite deshacer radicalmente el punto de vista superpuesto, la mirada desde la altura y no exenta de arrogancia que caracteriza casi inevitablemente la posición de poder-saber de la observación de quienes pretenden “cuidar” a estos seres humanos incapaces de valerse por sí mismos o de encontrar su autonomía por sí mismos. Así pues, la cuestión de los mapas que esta comunidad trazó incansablemente está vinculada a la cuestión del poder, de la democracia, de la limitación constantemente opuesta a la institución, y de la constitución de un común que fue la principal preocupación ética y política de esta pequeña red de resistencia formada en torno a estos niños por todos rechazados.

Tras la publicación en francés durante los últimos años de casi toda su obra escrita y de las películas que la acompañaron, y ante el interés que esta obra ha suscitado recientemente en clínicos y especialistas de la semiótica, especialmente en América, parece importante analizar en detalle la cuarta dimensión del trabajo de Deligny, la de los planos cartográficos, respecto de la que tanto libros como películas nos dan muchas pinceladas. Los planos constituyen un intento de lectura sistemática del surgimiento de lo común en la ocupación cotidiana de los espacios de vida y dieron lugar a algunos intercambios fundamentales entre los adultos que los dibujaban (y los vivían cotidianamente) y Deligny, como vemos en dos de sus películas, Ce Gamin, là y Projet N, donde es tratado explícitamente del uso de los planos. El trazado permitió a estos jóvenes adultos, que no eran en absoluto educadores profesionales y que a veces se encontraban perdidos ante el enigma y la violencia de las situaciones que vivían, evitar “decirlas” demasiado deprisa, nombrarlas demasiado pronto y, por tanto, saltárselas, no percibir lo que había que ver. Frente a este mundo de silencio, nombrar las cosas demasiado deprisa, en un lenguaje ya hecho de interpretaciones prefabricadas, de lugares comunes y de categorías burdas y mal adaptadas, habría sido perder para siempre la oportunidad de liberarse de la lógica del encierro y de la vigilancia, e impedir el libre curso de esta empresa inédita de construir otro mundo, un mundo más, un mundo que piensa y que construye lo común entre los que, en apariencia, ya no tienen nada en común. El mismo año en que Deligny conoció a Janmari en La Borde, 1967, Michel Foucault, lejos, en Túnez y frente a los arquitectos, calificó esta configuración de “heterotopía”.

A semejanza de la lenta aparición de la imagen en el baño revelador de las fotografías argénticas, o como el dibujo de la moneda que un niño hace aparecer poco a poco al sombrear de grafito el fino papel con el que ha cubierto su moneda, el trazado de estos planos da lugar a la geografía de este mundo paralelo en el que viven estos niños, del que Deligny no se pregunta primero cómo es que no consiguen salir, sino al contrario, cómo es que no aparecemos en él. De ahí el proyecto original de averiguar cómo aparecer en él, bajo qué disfraz aparecer integralmente, de pleno derecho. El mapa es el camino que nos conduce a ese lugar insospechado en el que se encuentra el niño sin lenguaje y en el que el adulto puede encontrarse a su vez con la esperanza de transformarse en signo y convertirse en la ocasión de una relación, de una acción, de un actuar. En Ce Gamin, là, lo dice así:

“…No se metía en el agua, él
él miraba
y nosotros lo pensamos allí
ya que otro
no había ahí para él
¿cómo hacer
para hacernos agua en sus ojos?...”

Es éste todo el propósito de las cartas: se trata de trazar un mapa del mundo de estos niños, un mapa infinitamente plástico, móvil, fluido y, sin embargo, hecho de puntos de referencia fijos, repetitivos e inquietantes. La característica esencial de estos niños es que están ante todo ahí, aquí, que han pasado por aquí, por ahí, y que han transportado en su paso las actividades comunes de los adultos, seres de lenguaje cuyos recorridos están, por el contrario, siempre literalmente hechos de palabras, es decir, de proyectos, de propósitos, de intenciones y de voluntades de hacer. Así, como por una especie de invitación o provocación coreográfica, estas pistas y caminos, estos vagabundeos y viajes, se entrecruzan poco a poco hasta que, en puntos imprevistos, aparecen danzas comunes, a la vez triviales y sublimes, tejidas en torno a los gestos más elementales e imprescindibles de la vida. Poco a poco, los niños autistas se integran a actividades comunes. Pero estas actividades aparentemente idénticas deben denominarse de forma diferente según quién las realice. El hecho de que sean compartidas, realizadas en común, no significa que sean idénticas. Lavar, preparar, vestir, cortar, cocinar, distribuir, recoger: ¿hacer o acto? Deligny llega incluso a negarse a nombrar lo que ocurre entonces –¿imitación, entrenamiento, intencionalidad incipiente, automatismo inexplicable?–, decidiendo dejar abierta de par en par la puerta así franqueada, sin reducirla a un progreso, a una cura, a una “salida del autismo”. El uso del término “actuar” para los niños, en contraposición a “hacer” para los adultos, le evita resolver esta cuestión. Al mismo tiempo, el uso del infinitivo elude la cuestión del sujeto. Como dice Nietzsche, somos víctimas del prejuicio gramatical de que todo verbo requiere un sujeto. La escritura de Deligny prescinde deliberadamente de este prejuicio, ligado a esa otra manía de pensar que lo humano puede existir únicamente en la maduración temporal de una conciencia que se convierte en sujeto a través de su progreso en el lenguaje: aquí es el espacio, el espacio de las imágenes, de las configuraciones, de las disposiciones de objetos, lo que él llama simulacros, lo que desencadena el acto, que es un “agir” en el infinitivo que utiliza Deligny. Pero al mismo tiempo, no se trata de una domesticación que opondría quienes no acceden al lenguaje a los que hablan, porque también los adultos tienen derecho a su infinitivo, al hacer, que los remite a su parte secreta de espacialidad, a lo que podríamos llamar la penetrancia de su “civilización material”, a la dominación subterránea, también en su caso, de los objetos y los lugares. El acto no es en realidad un hacer… ¿pero el hacer no se ve también acechado a veces por un actuar secreto?

El sentido de este trabajo es claro: se trata de no confundir el hecho de articular esta creación de un común, en el que cada uno entra a partir de lo que es, con una anexión de uno por el otro, con una colonización forzada del niño considerado como retrasado frente al adulto que se cree adelantado, tanto si este encuentro es “rico” como si es “pobre” en consecuencias azarosas (una supuesta adaptación a la vida normal). Sólo una cosa se gana sin duda en este traspaso del umbral: un alivio del sufrimiento intolerable del autista, una serenidad, una especie de euforia, una autonomía, una velocidad de crucero de la vida sensible que sería muy difícil encontrar en instituciones que pretenden, con las mejores intenciones del «mundo» (el nuestro), ser pedagógicas, educativas o terapéuticas.

Un análisis cronológico permite revelar tanto la dimensión de investigación en constante evolución como la pluralidad de manos y ojos que dibujaron estos planos, reflejando claramente la multiplicidad de experiencias sensibles y encuentros singulares que tuvieron lugar entre adultos y niños según la idiosincrasia de cada uno. Desde los planos más antiguos hasta los más recientes, desde los registros de huellas hasta las instantáneas de gestos, desde los dibujos realistas e ingenuos hasta los gráficos más abstractos y refinados, la variedad de enfoques salta a la vista.

No hay que ver en ello un método, sino un espíritu de investigación difractado en una miríada de tentativas de ir allí donde están esos niños, cada uno a su manera, y de encontrar la forma de crear un puente, una pasarela, sin creer nunca que esa relación se haya establecido de una vez por todas. Frente a los protocolos de cuidados teóricos (y, de hecho, muy empíricos) que se basan en representaciones prefabricadas y diagnósticos establecidos, se trata de poner en práctica una sensorialidad que sustituya el tiempo programado de los cuidados normalizadores por una atención constante al espacio en el que el cuerpo de estos niños se orienta a través de las formas, los colores, los olores y los ritmos. La espacialidad, a la que Deligny se refiere como un séptimo sentido (además de los cinco tradicionalmente enumerados, a los que añade, para la humanidad parlante, el sentido de la historia, grande y pequeña, «la propia»). El espacio de estos lugares de vida, en el que ya no domina el intercambio lingüístico –rechazado por violento para estos niños que están llamados a responder a lo que les sigue siendo ajeno–, es por tanto un espacio rebosante de signos, objetos, lugares y movimientos, todos los cuales son oportunidades para actuar, es decir, para que entren en la danza de la vida común, para que dejen derivar sus errancias hacia parajes en los que acaben en consonancia, en armonía –pasiva o activa, contemplativa o laboriosa– con aquellos homo faber tradicionales que los rodea y los vigila atentamente.

Pero hay más. Estos planos son el resultado de la puesta en práctica de un pensamiento original, resueltamente comprometido con una vía habitualmente reputada como pobre en pensamiento, y que podría denominarse pensamiento en imágenes. Esta vía se combina con la tradición de la crítica del lenguaje que se remonta a Nietzsche, Stirner y culmina en Fritz Mauthner, antes de continuar de la misma manera, pero de forma inversamente valorizada, de Saussure a Lévi-Strauss, en el movimiento estructuralista y en el Foucault de Las palabras y las cosas y de Raymond Roussel, que identifica la literatura con una pura y simple manifestación del lenguaje. De esta desconfianza hacia el lenguaje, de su incapacidad para decir la verdad y para hablar del ser, de la que muchos, como Mauthner, han acabado extrayendo orientaciones místicas, Deligny, en cambio, como Lacan, acepta extraer la conclusión de que el lenguaje es un mundo en sí mismo. Pero, a diferencia de Lacan, no deduce que sea el mundo, el único “mundo”, el simbólico en el que “un significante es lo que representa un sujeto para otro significante”, por oposición a lo real a-subjetivo. Deligny no remite al niño autista a la dimensión de lo real, aunque reconozca su condición de no-sujeto. Las cartas le hacen aparecer como una presencia a-subjetiva, a-reflexiva, que sin embargo forma parte de nuestro mundo en la medida en que esta a-subjetividad es también una parte de nosotros mismos, nosotros los sujetos, lo que está ligado al espacio y al lugar y que reprimimos, reprimimos o eliminamos constantemente como resultado de nuestra obsesión cultural con el tiempo, el tiempo de la conciencia y la reflexión, y con la historia, es decir, con el poder y la dominación, la política y la economía, el progreso y la acumulación desigual y excluyente. En otras palabras, los elementos que han servido de material y matriz a la lógica del capitalismo. El niño mútico relanza la cuestión de un comunismo extremo, sin exclusividad, a un nivel radical. En cierto modo, podría decirse, recurriendo a una cierta forma de categorización, pero apenas utilizada, que es efectivamente un derecho absoluto a la tierra lo que defiende Deligny, frente a un derecho concebido a partir de la lengua (como toda una tradición que privilegia esta dimensión en el pensamiento sobre los pueblos y las naciones). La cuestión del derecho de sangre (o de la genética) ni siquiera se plantea. La cuestión de la política ya no es una cuestión de intersubjetividad, de relación con el otro, sino una cuestión de co-presencia, cuya articulación es una tarea infinita, que nunca podrá completarse. Aquí es donde Deligny, a través de su gesto práctico inicial, su invención original de un nuevo dispositivo espacial y comportamental que no es ni pedagógico ni terapéutico, se acerca más a la práctica psicoanalítica de lo que se podría pensar, y de lo que él mismo pensaba.

Del mismo modo, el estilo lapidario de escritura de Deligny, que persigue hasta el final un proceso de autorrectificación por la vía negativa, hace que la sombra de los movimientos de los niños, revelada por la cartografía del territorio, aparezca justo en las frases. Los mapas ni siquiera son el “lugar-teniente” del decir, sino un puro lugar que tiene lugar como alternativa a cualquier decir: el lugar del lugar, aunque la escritura no pueda evitar aparecer allí en forma de palabras y, poco a poco, de signos cada vez más refinados, huellas inevitables del encuentro entre el que traza y el lugar de tales trazas.

“… No creo que nos sea posible no pensar que existe el otro en cuanto hay alguien allí. Si trazamos mapas, es para que haya algo distinto del otro cuando resulta que al tomarlo por alguien, es borrado aquello que le permitiría existir por poco que, desde su punto de ver, no seamos nosotros el otro, es decir que no somos aquel que creemos ser […] A veces he dicho que las cartas se hacían en lugar de decirse; se trata de una formulación errónea; las cartas tienen lugar, y este lugar es propio, lo que no significa que sea apropiado para el decir…”.

En otras palabras, estos mapas son un tipo diferente de escritura, dedicada a dar existencia a aquello que no es objeto de una narración o de una historia, sino que es la presencia inmutable de lo humano en la medida en que no es sólo un ser histórico. Más cerca, en este sentido, del origen mismo de la escritura, que no es una transcripción de la narratividad oral, sino un dibujo, un signo de lo que está ahí, de la presencia.

Así, frente a Deligny (1913-1996), frente a la historia de su obra y sus múltiples aspectos, nos encontramos en cierto modo como él se encontraba frente a los niños sin lenguaje con los que vivía. Obligados a decir lo que no puede decirse y que, sin embargo, debe decirse. Lo que nos obliga a decirlo son razones políticas, no morales. Para que esto quede más claro, es posible otra comparación, necesaria por una serie de palabras que estos intentos tienen en común: la cuestión del antiproyecto, de la no-finalidad, del no-saber, de la dramatización, de la comunidad. Los encontramos en esta narración tan extraña, a la vez especulativa y sensorial, que Georges Bataille (1897-1962) convirtió en “libro” en 1942 con el título de L’Expérience intérieure, que es, como su propia estructura y disposición indican, más un acto, o un pensamiento en acto, que un libro perteneciente al mundo codificado de la literatura o la filosofía. De hecho, esta es la razón misma por la que este libro, que desplaza y redibuja las líneas de lo decible y lo indescriptible, es uno de los principales libros filosóficos del siglo XX. Descartes escribió el Discurso del método, primer libro de filosofía escrito en francés. El de Bataille es quizá el primer libro de filosofía escrito al margen del discurso. Lo que Bataille y Deligny tienen en común es que ambos fueron hijos de la guerra, de las dos grandes guerras que primero les arrebataron a sus padres y luego les hicieron pasar por circunstancias excepcionales que les llevaron a ver el mundo y la vida desde sus bordes, desde su envés, desde lo que transgrede las reglas comunes, comúnmente aceptadas. Durante la Segunda Guerra Mundial, en un momento en que se derrumbaban las civilizaciones europeas que habían llevado a sus más altas cotas el proyecto de racionalidad universal y triunfante, el primero se enfrenta al mito del conocimiento absoluto ejemplificado en las figuras de Hegel y Spinoza. Examinando este proyecto desde sus aristas y su fracaso, se propone cuestionar sistemáticamente la creencia en la omnipotencia del conocimiento por medio de la propia razón, lo que lleva a preguntarse qué nuevo tipo de comunidad puede surgir de tal práctica discursiva.

“Principio de la experiencia interior: salir del ámbito del proyecto mediante un proyecto. La experiencia interior es conducida por la razón discursiva. Sólo la razón tiene el poder de deshacer su obra, de tirar por la borda lo que estaba construyendo. La locura no tiene efecto, sino que deja subsistir los escombros, perturbando con la razón la capacidad de comunicar (tal vez se trate sobre todo de una ruptura de la comunicación interior). La exaltación natural o la embriaguez son como un fogonazo. Sin el apoyo de la razón, no alcanzamos la ‘obscura incandescencia’”.

En la misma época en que Bataille escribía L’Expérience intérieure, Deligny, dieciséis años más joven que Bataille, experimentaba la marginalidad en una situación extrema de bombardeo y clandestinidad, lo que le llevó poco a poco a adoptar posturas radicales sobre los jóvenes autistas de los que iba a ocuparse a partir de finales de los años sesenta. En el mismo contexto político, en los mismos años oscuros, intentó explorar lo que podía significar convivir y dar vida a los que estaban en los bordes del vínculo comunitario, a los “locos” que hasta entonces habían permanecido en ese lugar fuera del lugar que es el asilo. Comprobó que su reinserción era posible, incluso a veces sin mucho ruido. Veinte años más tarde, dando un paso más, aborda esta última franja de exclusión del vínculo de comunicación y de pertenencia política tal como se entiende desde Aristóteles: los que no hablan y cuyo comportamiento no sólo resulta insensato (lo que no deja de ser una forma de dar sentido, porque el que se cree Napoleón forma parte a su manera de la historia común) sino que está fuera de todo sentido: puros gestos repetitivos inidentificables, estereotipias, ausencia de palabras, ausencia de mirada, ausencia de otros.... Todas estas ausencias acumuladas constituyen una minusvalía máxima y sitúan a los niños afectados, que pronto serán adultos, en una zona indefinible: en la frontera de la humanidad, todavía en ella sólo por convención, por laxitud, por principio, pero según un principio que no va más allá del registro de los gestos simbólicos (el “respeto” de la humanidad), principio pasivo y no activo, que sólo desempeña el papel de un espejo en el que correríamos el riesgo de no poder mirarnos si cruzáramos el límite: no haremos más que soportarlos, dejarlos vivir, nos abstendremos de darles muerte. Pero en ciertas circunstancias extremas o en ciertas zonas periféricas, se les dejará morir: en Francia, en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, privados de alimentos, en ciertos países africanos aún hoy, donde se les encierra al aire libre, con los pies clavados en el tronco de un árbol, lejos del pueblo, alimentados sólo ocasionalmente... Aquí y en otros lugares, todavía... Es en este sentido que el estatuto de estos niños es ante todo político: antes de ser un problema social de salud mental, de atención a la población, un problema biopolítico, es un problema político de definición de la ciudadanía y de extensión de este concepto, de retorno a la cuestión de las diferencias antropológicas en un régimen de igualdad. Se trata de un problema endémico desde la Revolución Francesa y la tendencia a la extensión de su modelo jurídico conocido como Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que, como sabemos, ha tropezado constantemente con las diferencias que han reaparecido en su seno, redibujando y restringiendo la universalidad de sus principios: esclavitud, estatuto de la mujer, de los locos, estatuto del proletario-empleado, ciudadano pasivo/ciudadano activo, etc.

La originalidad de Deligny consiste en anteponer la pregunta por el qué hacer («con ellos» y no «de ellos») antes que la de saber qué pensar sobre ellos, e inmediatamente extraer de este “hacer” algo sobre lo que pensar: una antropología alternativa, que se sitúa a igual distancia de la psiquiatría y del psicoanálisis, y que es ante todo una antropología política, ya que los jóvenes autistas se le presentan como aquellos a partir de los cuales será necesario repensar y llevar a cabo no una relación social, o un lazo social (estos términos remiten siempre a una pseudo-obviedad que disimula a la vez el “malestar” y la conflictividad) sino una comunidad política ampliada en proporción, redefinida para incluir la figura por excelencia de la exclusión.

Sin embargo, Deligny se niega a volver a expresar este pensamiento subyacente sobre lo común en un discurso convencional, bienintencionado, programático y vano. Entiende que requiere otro tipo de mediación, una que lo haga efectivo: la realización de estas imágenes, objetos-concepto, trazados, iconografía translúcida proliferante, que “hacen” en lugar de decir, o mejor aún, que escriben de otra manera y otra cosa. En este sentido, estos mapas también deberían compararse con lo que tanto Bataille como Deleuze llaman “dramatizaciones”, es decir, formas de revelar constantemente, en términos de Deleuze, “bajo el logos” el “drama”, es decir, de mostrar cómo el discurso siempre está apuntalado por un mundo de gestos y actos no conscientes que son su verdadero horizonte.

Esta utilización del pensamiento basado en la imagen vincula a Deligny con el nuevo enfoque iconográfico surgido con Aby Warburg, así como con las grandes alternativas abiertas por Freud, que confrontó el pensamiento onírico y su trabajo de elaboración de imágenes con el pensamiento lógico, y por Lévi-Strauss, que, en detrimento de la pretensión dominante de la razón como pensamiento domesticado, reveló un pensamiento más antiguo, salvaje, igualmente complejo e imposible de borrar. De este modo, participó en el desvelamiento de ciertas dimensiones reprimidas del pensamiento que tuvo lugar en la Europa del siglo XX en campos tan independientes como la historia de las formas, el análisis de los sueños y el análisis de los mitos. Lo que también tienen en común estas disciplinas es que no se trata sólo, ni siquiera principalmente, de teorías, sino de prácticas, experimentos y descubrimientos sobre el terreno que tendrán un impacto duradero en nuestra forma de ver las cosas y de comportarnos. Si buscamos fórmulas que nos permitan ver una dirección común bajo la diversidad de estas aventuras, podríamos decir que estamos ante el nacimiento y el desarrollo de una auténtica mirada clínica que permite que las configuraciones y las formas surjan de la observación desprejuiciada, no mediante un esfuerzo moral, sino a través de la invención de un dispositivo de desubjetivación del a-lenguaje. También podríamos hablar de un enfoque multisensorial que ya no acepta la exclusividad del lenguaje.

No es, pues, anecdótico que el encuentro con estos modos de vida completamente diferentes se produzca a través de formas, formas de vida, literalmente, que dan existencia sensorial a estos territorios del otro, que dejan de ser simples objetos de estudio para convertirse en objetos por derecho propio. En la medida en que estos mapas son objetos, formas y creaciones, no puede eludirse la cuestión de su relación con el arte. ¿Art brut, arte primitivo, arte documental ...? ¿Son estas cartas arte? Adoptar este punto de vista sería pasar por alto su situación única, su proximidad y distancia con respecto a esta categoría de obras. Como escribió Carl Einstein al final de su vida, las obras de arte son “sin efecto”. Einstein quería decir que ellas mismas son efectos y, por tanto, parte de un proceso en el que los elementos de la dimensión simbólica de la existencia colectiva vuelven a ponerse en juego constantemente. Esta puesta en juego no representativa, no sustancialista, no finalizada, nunca queda “sin efecto” sobre quienes las perciben, las encuentran y se dejan arrastrar por su estela, de modo creativo o contemplativo: quienes se topan con las huellas de este proceso incesante salen sin duda transformados, pero esta transformación, este desplazamiento, es imprevisible e incalculable. Como en una confrontación con un espejo deformante.

Los mapas de Deligny no son comprensibles fuera del intento de descriptividad sensorial abierta, es decir, no especulativa, no discursiva, un intento, como hemos dicho, de eludir el discurso, que apela a todos los sentidos... pero al hacerlo, son el lugar del que surge también la actividad de creación artística, es decir, la redistribución de los elementos del código, y no sólo del código lingüístico, sino de la relación sensorial con el cuerpo y con el espacio, que se despliega en esta dimensión de ubicación/registro, esta dimensión situacional, el hecho de estar ahí, no como una piedra, sino como un “ahí” (d’y être), y este ahí, toma un aspecto gráfico bajo la forma de un y que Deligny dibuja a veces en la esquina de ciertos mapas. Esta multisensorialidad de los mapas, digamos incluso simplemente su sensualidad, apunta hacia la superioridad, en este caso, del gesto sobre la idea, es decir, hacia su reunificación en el mapa conceptual, pero no hace la teoría de él: lo encarna, es, muy precisamente, su huella. En este sentido, podemos ver un parentesco entre estos mapas y ciertas producciones del arte contemporáneo que cuestionan los procesos que los hacen posibles, pero un parentesco que no es ni una identidad ni una pertenencia. Las cartas de Deligny y sus compañeros proceden del mismo lugar donde se origina el arte, el lugar donde se redistribuye el código. Esto puede llevar a confusión. Proceden del mismo lugar de donde procede el arte, pero se despliegan en otra dirección, que no es la de la obra y su autor, aunque sean deconstruidos y anónimos, sino la de la huella y su acontecimiento.

Estos mapas vuelven a nosotros hoy, casi medio siglo después de haber sido trazados, llevados por las palabras y la memoria incierta, necesariamente aproximada y fallida, de testigos vivos: no son un relato fijo e inmutable, una cartografía objetiva o una fotografía aérea, sino una palabra “hablada” que encuentra su sentido en la atención del oyente y que da cuenta de una experiencia enfrentada a la plasticidad de lo vivo, a su imprevisibilidad y a la incertidumbre de su interpretación. Su interés no reside por tanto en su “exactitud”. Es en este sentido en el que son la antítesis del régimen panóptico al que algunos comentaristas las han asemejado a veces. Esta feliz fluidez, esta saludable indecisión, permite volver a lo esencial: estos mapas son la huella de una actividad muy singular de invención permanente, de tentativas ninguna de las cuales tiene valor absoluto, pero cuyo interés reside precisamente en su perpetua función de adaptación a las nuevas circunstancias. De este modo, el detalle de estas descripciones encuentra todo su sentido en la globalidad del planteamiento y en la eficacia de la transformación de la mirada. Estos mapas pueden leerse como un texto, un todo cuyo sentido y significación sólo pueden derivarse de la totalidad de su presencia, a diferencia de uno de los protocolos experimentales que caracterizan gran parte de la investigación experimental actual en psicología cognitiva, cuya obsesividad sólo es igualada por su arbitrariedad y gratuidad, su incapacidad para formar un mundo de sentido. En cambio, la importancia científica de los mapas de Deligny (porque puede considerarse que la tienen) procede precisamente de su capacidad para dar acceso a la totalidad de una experiencia a través de “formas” que no son mediaciones neutralizadas, sino que al mismo tiempo constituyen su cuerpo y su lugar: los mapas forman parte de la vida de la red, puntúan su curso, desplazan profundamente sus percepciones cotidianas; la implantación y los desplazamientos sucesivos de los estilos gestuales que los trazan están directamente vinculados a la actividad manual que preside la reorganización permanente del territorio y de los edificios, de los recorridos y de los objetos.

En una palabra, no se trata de radiografiar “objetos” de experiencia, sino de dar forma al encuentro con seres vivos que, sin ser sujetos, son sin embargo presencias cuya verdad puede verse como forma. La forma no es un medio, sino un horizonte y una creación. En estos trazados, también se revela la mano del trazador, en su intento de cruzarse en el camino de estos niños que son presencias totalmente singulares en el espacio. Lo que significa esencialmente que no se les aborda por su “discapacidad”, sino por su presencia. Y su forma de ser tiene el inmenso interés de revelar el enigma mismo de la presencia humana, una presencia que nunca es simplemente física, ni meramente sensorial, ni meramente significante, sino una confrontación y una articulación, constantemente por reconstruir, de una presencia “para nada” y de una presencia “para”, de una apertura indeterminada y de una institucionalización finalizadora.

En el debate contemporáneo sobre el autismo, Deligny plantea una cuestión totalmente distinta, que las “terapias” no resuelven o ni siquiera abordan: ¿qué vínculo social debe forjarse con un ser que no tiene capacidad de palabra? Se trata de una posición antinormativa por su parte, que puede causar escándalo y ser discutida, pero no sobre la base de una simple posición normativa. Ahora sabemos que no existe un autista “en general”, que si el autismo es una enfermedad biológica (como parece cada vez más demostrado), esto no excluye, por el contrario, que el autista pueda ser también psicótico, o neurótico, y que el enfoque psicoanalítico, por ejemplo, no intervenga para curar el autismo, sino para permitir una reorganización psíquica que permita vivir con él, y soportar a los padres y a los adultos en general incapaces de hacer frente a la situación que viven. Deligny va más allá de estas cuestiones: su pregunta no concierne ni a la etiología (se inclina casi más por la genética que por la psicogénesis), ni a la reeducación (que desestima por violentar la manera de ser del niño en nombre de normas que no son las suyas), sino a la invención de una vida compartida, que está lejos de no tener efectos sobre la “realización” o el “despertar” de los niños. Es una cuestión política y vital, una cuestión “de actualidad” más que utópica...

Esto es también lo que confiere a estos mapas su dimensión política: son mapas de un país donde se busca y se teje un mundo común capaz de incluir o inscribir su propio borde, el límite de sus exclusiones, y donde conviven el hombre definido (el animal político con lenguaje) y el hombre indefinido. El autismo, como borde extremo de lo político, introduce en este espacio común las diversas figuras del hombre sin: el hombre sin lenguaje, sin comportamiento adaptado, el “hombre sin cualidad”, sin lo suyo y sin propiedad. Pero para Deligny, este “sin propio" es al mismo tiempo otro tipo de “naturaleza”: una forma de estar en la naturaleza que privilegia el EN, el sitio, el lugar, el marcador. Articulación de lo natural y lo político, bajo una forma que no es positiva (algo de lo natural conduciría o permitiría lo político), sino negativa o virtual-débil (algo de lo natural, que no conduce a nada, persiste en lo político sin su conocimiento y lo inflexiona constantemente). Se trata de una especie de gravitación, que la política en sentido tradicional trata de negar, en lugar de pasar de nuevo por este polo y buscar, por el contrario, un punto de apoyo: la dimensión del territorio, de la sensibilidad al territorio, a los signos, en relación con la cual hace violencia cualquier apropiación destructiva, cualquier trastorno del espacio que obedezca a normas comerciales o industriales que van en contra de esta red subterránea invisible, no de “apegos” (porque el ser humano es nómada), sino de atracciones sistémicas por polos antropológicos.

(Post-face de l’édition du troisième volume des œuvres de Deligny, Cartes et lignes d’erre, paru en avril 2013 aux éditions L’Arachnéen, Paris)


[1Del griego ἀποφάσκω, que significa decir no, negar. La teología negativa, o teología apofática, se apartaría de todo conocimiento positivo de la naturaleza o esencia de un Dios. En esta “vía negativa”, que acepta la inutilidad de toda investigación racional de lo divino, lo inefable se hace accesible gracias al silencio y la contemplación.

[2Deligny se refiere regularmente a “ese chico, ahí” (ce gamin, là), o nosotros, ahí. Esta insistencia es una manera de “situar” el chico y el territorio, el encuentro singular que se produjo en un momento y en un lugar dados, evitando toda tendencia a la generalización.



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Líneas, mapas y cámaras:
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A falta de nuestros sentidos
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