1. Acerca de la paternidad y el derecho a “no saber” [1]
Ingrid
Entre las nuevas tecnologías relacionadas con el material genético, por cierto la que más se ha popularizado ha sido la del examen de certificación de paternidad. Se trata de un recurso tecnológico que ofrece la genética, esclareciendo situaciones de incertidumbre que en el pasado desgastaron las relaciones y la calidad de vida de los hijos.
Se esperaba que los test de paternidad terminaran con el síndrome de Capitu, así llamado en alusión al romance Dom Casmurro, de Machado de Assis. En la historia, Bentinho, casado con Capitu, vive atormentado por la duda de ser o no padre de Ezequiel, quien se parece mucho a Escobar, un amigo de la pareja. En el final, corroído por la incertidumbre, Betinho se separa de su mujer y de su hijo.
Pero ¿qué ocurre cuándo la duda sobre la paternidad no existe y el examen de paternidad revela secretos que la familia querría que permaneciesen ocultos? Una de esas situaciones ocurrió en la Universidad de Leiden, en Holanda, y fue discutida en un seminario por colegas del Departamento de Genética Humana con los cuales hacemos investigaciones en colaboración. Ellos habían atendido en el servicio de diagnóstico prenatal a Ingrid, una abogada muy bien informada, que estaba en el inicio de su embarazo. Su padre padecía de hemofilia y ella sabía que era portadora asintomática del gen que provocaba la enfermedad.
La hemofilia es el nombre que se da a un trastorno en la coagulación de la sangre provocado por mutaciones en el gen de los factores VIII o IV, que son proteínas involucradas en ese proceso. En los casos más graves, los sangrados se transforman en hemorragias a veces internas o en músculos o articulaciones. Muchas veces, esos sangrados ocasionan una seria restricción de los movimientos, aumento de temperatura y fuerte dolor.
Ingrid contó que estaba muy ligada a su padre y sufría cada vez que lo veía en esta situación. No quería por lo tanto traer al mundo un hijo con esa enfermedad y estaba dispuesta a interrumpir la gestación para que eso no ocurriese. En Holanda, como en otros países europeos, eso está permitido cuando se trata de enfermedades genéticas, en caso que la pareja manifieste esa intención. Interrumpir un embarazo cuando el diagnóstico prenatal revela que el feto trae una enfermedad que no tiene tratamiento es siempre una decisión dolorosa. Eso ocurre con parejas que anhelan fervientemente un hijo, pero no ven justo traerlo al mundo, sabiendo de antemano que padecerá una enfermedad.
Recuerdo que en California, donde hice mi post doctorado, mientras que las enfermeras trataban con mucho desprecio a las mujeres que querían abortar por motivos sociales, había todo un equipo para dar apoyo a aquéllas que interrumpían el embarazo porque el diagnóstico prenatal había revelado una enfermedad en el feto. Además de eso, tomábamos una serie de cuidados para intentar disminuir el vínculo materno-filial y minimizar el sufrimiento de esas parejas con alto riesgo genético, mientras esperaban los resultados del test. Por ejemplo, se usaba siempre la expresión “feto en riesgo”, y no “bebé en riesgo”. Los profesionales del servicio de diagnóstico prenatal tenían la indicación de no revelar el sexo durante las ecografías hasta que no se supiera si el feto tenía o no una mutación patógena.
Pero volviendo a Ingrid, para entender mejor el drama que ella estaba viviendo, es necesario explicar que la hemofilia resulta de una herencia genética transmitida por un gen presente en el par de cromosomas sexuales XX y XY. Normalmente, las mujeres, que son XX, tienen sólo uno de los dos genes alterados y el otro compensa la falla, proveyendo los factores de coagulación en cantidades suficientes. En los hombres, en cambio, el par está formado por los cromosomas XY. Disponiendo sólo de un X, ellos no tienen cómo compensar la deficiencia y, por lo tanto, la producción de la proteína queda comprometida.
Existen varias otras enfermedades que siguen el mismo patrón de herencia ligada al cromosoma X. Eso explica por qué las mujeres pueden ser portadoras sin signos clínicos, en tanto los hombres manifiestan la enfermedad. Un padre hemofílico transmite siempre el cromosoma X afectado a sus hijas mujeres. Ellas no tendrán ninguna manifestación, pero sus descendientes de sexo masculino tienen una probabilidad del 50 % de tener el gen de la hemofilia.
Actualmente ya es posible determinar el sexo del futuro bebé y si él es o no portador de una mutación responsable de la hemofilia, con apenas ocho o diez semanas de gestación. Es un examen simple, que analiza el ADN del feto por medio de la extracción intravaginal de vellosidades coriónicas (un tejido generado por la placenta). El primer paso es descubrir cuál es la mutación, lo cual se hace por medio de extracción de sangre y análisis del ADN de la embarazada y de sus padres, en particular en el caso de Ingrid, de su padre afectado. En el caso en que ella estuviera esperando un varón, sería necesario determinar si él había o no heredado de su abuelo materno la mutación que causa la hemofilia.
El examen fue realizado con amplio consentimiento de toda la familia. Pero al hacer el primer análisis genético, antes del diagnóstico prenatal, los investigadores holandeses descubrieron inesperadamente que el señor hemofílico no era el padre biológico de Ingrid. Por un lado, se trataba de una excelente noticia. Significaba que ella no era portadora y por lo tanto no podía transmitir el gen de la enfermedad. No tenía riesgo alguno de tener un bebé afectado ni en esa gestación ni en un futuro embarazo. ¿Pero cómo dar esa noticia?
Uno de los primeros mandamientos de la ética médica es informar al paciente de todos los procedimientos que serán adoptados En el caso de los test de reconocimiento de alguna enfermedad, el paciente debe conocer los riesgos, los beneficios, los posibles resultados y todo lo que sería dable descubrir en base a su análisis. El objetivo es posibilitar que la persona esté totalmente informada sobre cómo esos exámenes pueden eventualmente cambiar su vida y las posibles consecuencias sobre su organismo o el de su descendencia.
Pero en una especialidad como la genética médica, en la que los descubrimientos ocurren tan rápidamente, es imposible prever todas las implicancias éticas. Y una cosa que debe quedar clara es que a pesar de no ser un test de paternidad, frecuentemente el examen determina el vínculo genético entre la persona testeada y sus parientes. Y –lo que termina chocando a muchas personas– investigaciones realizadas en Estados Unidos mostraron que ese tipo de información “accidental”, revelada por el análisis de ADN, no es rara. En cerca del 10 % de las familias testeadas en ese país, el padre reconocido no es el padre biológico de ese niño, lo cual puede alterar totalmente el riesgo para futuros descendientes de esa pareja.
De acuerdo a una investigación norteamericana realizada en varios países, el 96 % de los médicos consultados optan por no revelar los resultados del test para mantener a la familia unida. Una minoría (13 %) dice que ocultaría el hecho o mentiría al respecto (diría por ejemplo que la mutación no está presente, a pesar de la enfermedad familiar).
Conté esta historia en mi blog de la revista Veja, y los comentario de los lectores fueron bastante divididos. Muchos sugerían que no se contase la verdad, apenas se revelase que el bebé no corría riesgos de tener hemofilia. Decían que si el examen solicitado fue de averiguación del gen de la hemofilia, y no de investigación de paternidad, no existía ninguna obligación de revelar un hecho que no dice nada acerca de la salud del hijo de Ingrid. Otros dijeron que lo correcto sería tener una conversación con la madre de Ingrid para que ella entonces contara la verdad a su hija y a su marido. Hubo incluso quien considerase que se debería revelar el resultado del examen a Ingrid y a su madre, y ellas entonces decidirían si se lo contarían al supuesto padre. Y hubo también quienes optaron por la regla básica de que toda la verdad debe ser dicha. Ingrid y el padre también deben saber y las consecuencias deben ser asumidas por la madre. Los lectores que optaron por esta solución, dijeron que la noticia debería ser dada con todo cuidado, con auxilio de un psicólogo o un servicio especializado, teniendo en cuenta el drama que podría causar a toda la familia.
Como se ve, la situación es bien delicada y no hay un consenso sobre qué hacer. En el caso de Ingrid, la familia era muy unida y nadie desconfiaba de la situación. Contar la verdad –aunque fuera sólo a la futura madre– podría desestructurar la relación familiar. No contar implicaba hacer exámenes que no dejaban de ser invasivos e innecesarios.
¿Qué haría usted si estuviese en la situación de los genetistas responsables?
Sonia
Historias de este tipo ocurren también en Brasil. Yo misma tuve la oportunidad de atender a Sonia, una mujer casada hacía más de diez años, cuyo padre tenía Corea de Huntington, una enfermedad neurodegenerativa que, en general, sólo se manifiesta después de los cuarenta años de edad. La enfermedad, que se caracteriza por una pérdida progresiva de las células nerviosas, no tiene cura y suele avanzar muy rápidamente. El riesgo de heredar la mutación también es del 50 %. En casos incurables y de manifestación tardía como ese, nuestra conducta es desalentar a los adultos en riesgo que quieren someterse a ese test genético, dado que no hay tratamiento adecuado o preventivo. Tampoco testeamos a niños, incluso cuando así lo manifieste la voluntad de los padres. En vez de traer beneficios, un diagnóstico positivo puede significar un peso enorme que la persona tendrá que cargar durante toda su juventud. Es como una bomba de tiempo cuyo plazo para detonar no puede ser previsto ni interrumpido.
La situación de Sonia, sin embargo, era diferente. Después de diez años de casamiento, ella quería tener un hijo, pero temía transmitir el gen de la enfermedad paterna a su descendencia. Se enfrentaba por lo tanto a un dilema: si se hiciese el test, y el resultado fuera positivo, tendría que convivir con el drama. Si no se sometía al test, no tendría el valor para embarazarse.
En la primera consulta de asesoramiento genético, Sonia vino acompañada de su marido y de su madre. El marido, viendo su sufrimiento, le aconsejaba desistir del test; la madre, por su lado, insistía en que ella siguiera adelante. Nos pareció extraña su actitud, porque en general las madres quieren liberar a los hijos de esa carga. Pero después de que la pareja dejó el consultorio, la madre reveló el motivo de su insistencia. Dijo que el padre de Sonia no era de hecho su padre biológico, pero ella no tenía el coraje de contárselo a su hija, incluso viendo todo su sufrimiento, porque temía que Sonian no la perdonase.
Aparece nuevamente la pregunta: en casos como éste, ¿debemos entrar en el juego familiar y realizar el test, incluso sabiendo que es innecesario, porque no hay mutación a ser revelada? ¿Debemos contarle a Sonia que ella no era portadora y el motivo que nos llevaba a afirmarlo? ¿O nos negaríamos a hacer el test esperando que la madre hablase?
Como quedó claro en la situación anterior por los colegas holandeses que trataron el caso Ingrid, no existe consenso. Discutimos este caso con el equipo de clínica de psicoanálisis que asesora nuestros estudios de Genoma Humano. Nuestro sentimiento era de rabia, de profundo enojo con esa madre, por dejar sufrir a su hija tanto tiempo sin necesidad. Finalmente, cuánto más fácil sería contarle la verdad. Decirle que ella podría alcanzar su sueño de ser madre sin temor porque no era portadora de esa mutación. Y más aún, que estaba libre para siempre del temor de manifestar la enfermedad en el futuro. Pero el grupo de psicoanalistas nos orientó y prefirió mantener en suspenso aquella tensión en el ámbito familiar, apostando a que las posiciones, especialmente la de la madre, cambiarían. Sonia no volvió a consultarnos y se embarazó. Desconfío de que la madre haya finalmente contado la verdad.
Paulo y Pedro
El fantasma de la falsa paternidad suele asombrar a los clínicos de maneras totalmente inesperadas. El siguiente caso me fue relatado por colegas. Paulo era un adolescente que padecía de leucemia, una enfermedad de la sangre que puede ser curada con trasplante de médula ósea o sangre del cordón umbilical de un donante combatible. La sangre donada necesita tener la máxima afinidad posible con la del receptor para que no haya rechazo y, para eso, se creó un test de compatibilidad llamado Antígenos Leucocitarios Humanos (HLA, por su sigla en inglés).
Cuanto mayor es la compatibilidad de los HLA, mayor la probabilidad de éxito del trasplante. En gemelos idénticos, los antígenos son exactamente los mismos. Entre hermanos existe la posibilidad de 25% de que sean semejantes. Por eso, el criterio es testear a toda la familia para saber si hay un donante compatible.
Fue lo que ocurrió. Todos los miembros de la familia de Paulo fueron testeados. Se descubrió entonces que uno de los hermanos, Pedro, no era hijo biológico del mismo padre y, peor aún, eso se hizo público. La tragedia de la enfermedad fue agravada por esa otra noticia. La inesperada repercusión amenazaba con desestructurar una familia unida en torno de la enfermedad. El padre estaba a punto de abandonar a esa mujer que supuestamente lo había engañado, mientras que ella aseguraba que eso nunca había sucedido: “si él no es tu hijo tampoco debe ser mío”, exclamaba perpleja. De hecho, llevó adelante una indagación hasta descubrir que Pedro, al nacer, había sido cambiado en la maternidad. No era hijo biológico de ninguno de los dos. El drama adquirió otra connotación. Nos preguntamos entonces: ¿era necesario que esa información se hiciese pública? ¿No era suficiente decir que Pedro no era donante compatible para el trasplante?
¿Cuál es nuestra conducta actualmente? Toda vez que descubrimos un caso de falsa paternidad, discutimos en equipo si esa información tendrá algún impacto en el asesoramiento genético. En caso que no lo tenga, no hay por qué contar. Establecemos así que eso no corre por nuestra cuenta.
Paula, Joao y Ronaldo
Pero no es una decisión tan simple. Consideremos un dilema ético más: Paula y Joao buscaban el servicio de asesoramiento genético porque su hijo Ronaldo era portador de una enfermedad genética cuyas características incluían un importante trastorno de comportamiento. Querían confirmar el diagnóstico del niño y saber si existía riesgo de repetición en caso de tener más hijos. La historia adquiría contornos todavía más dolorosos porque la enfermedad en cuestión, en tanto heredada, era transmitida por el padre.
En este tipo de situaciones es común que, por más que intentemos explicar a los padres de los niños afectados que nadie tiene la culpa de transmitir una mutación a un hijo, el sentimiento permanece. Era el caso de Joao. Incluso antes de saber el resultado, ya se sentía responsable por la enfermedad del hijo. Hicimos la extracción de sangre para analizar el ADN de los tres (Paula, Joao y Ronaldo), con el objetivo de confirmar el diagnóstico de Ronaldo y verificar si había realmente riesgo de recurrencia. El diagnóstico fue confirmado, pero, inesperadamente, el examen de ADN reveló que Joao no era el padre biológico de Ronaldo.
Relaté este caso en un congreso de bioética organizado por una Facultad de Derecho, y pregunté a los abogados cuál debería ser nuestra actitud. La respuesta fue que los genetistas podríamos ser procesados en ambas situaciones: si revelábamos y si no revelábamos la información. Es importante recordar que estos descubrimientos son siempre inesperados pues ocurren cuando testeamos parejas con hijos o parientes afectados que quieren saber el riesgo de tener descendencia con determinadas enfermedades, pero las situaciones de falsa paternidad no son infrecuentes.
Entre los comentarios que hemos recibido está la de un abogado que sugirió que una forma de evitar cualquier proceso sería justamente establecer un consentimiento, que los consultantes firman antes de someterse al examen, en el cual conste que podría ser necesario establecer una constatación de paternidad, y, en ese caso, si ellos querrían ser informados en caso que el resultado revelara alguna alteración. Algo así: usted está siendo sometidoa un test genético para confirmar el diagnóstico de su hijo y saber si existe riesgo de repetición para la futura prole. Este test puede revelar una falsa paternidad. En caso positivo, ¿usted quiere saberlo? ¿O usted sólo quiere conocer esa información únicamente en caso que esa información pueda interferir el riesgo de que usted vaya a tener descendencia afectada?
Les dejo a ustedes la reflexión sobre los pros y los contras de incluir esta información en términos de consentimiento, sabiendo que la decisión no es nada fácil. Como se puede apreciar, se puede generar una verdadera paranoia, por la cual las personas se ven enfrentadas a reflexionar y debatir, pensando primero en la ética y no en lo que es mejor para toda la familia. O tal vez algunas personas puedan decidir no someterse al test genético por temor a resultados inesperados.
Recientemente tuve oportunidad de discutir este asunto con un grupo de genetistas en Israel. Ellos afirmaron categóricamente que el problema no existiría en su país. Según la ley israelí, el niño debe ser protegido a cualquier costo. Revelar una falsa identidad podría transformarlo en un “hijo bastardo” y perjudicarlo en el futuro. Para evitar que eso suceda, los test en caso de paternidad dudosa están prohibidos en Israel, y si un laboratorio infringe la ley, su licencia será automáticamente revocada.
2. Inconsciente y responsabilidad [2]
Los casos presentados por Mayana Zatz suponen un desafío que interpela nuestra noción de moralidad. Son una bomba que hace estallar nuestras certidumbres, haciendo evidente que la genética es para el siglo XXI lo que fue la física para el siglo XX. Los avances de la genética dejan atrás una forma de vivir y generan problemas de orden ético que no pueden ser resueltos en el campo de la genética misma. Es justamente lo que nos propone Mayana Zatz con su texto. En lenguaje simple, claro, preciso, incisivo, ella va apretando de manera implacable el torniquete en nuestro cerebro de lectores invitándonos dulcemente a responder cuestiones imposibles, en las cuales ella, siempre en la primera persona en la que escribe, incita al lector a participar. ¿Cómo rechazar semejante invitación? Imposible. No sólo por la enérgica gentileza de la autora, sino sobre todo porque no hay cómo escapar a las preguntas que ella plantea.
Frente a este tipo de fenómenos actuales se hace más necesario que nunca cuestionar las raíces de la moralidad que pretende sus fundamentos en la culpabilidad. El psicoanálisis puede vislumbrar nuevas posibilidades de orientación en la teoría y en la clínica, actualizando su abordaje de la moralidad a partir de una noción más contemporánea de responsabilidad, lo cual conlleva la necesidad de una nueva clínica psicoanalítica para el siglo XXI.
¿Maktub?
Como primera cuestión, examinemos la influencia del psicoanálisis sobre la expresión de los genes. ¿Podemos considerar lo ya escrito en el código genético como un Maktub, una determinación inflexible de la vida?
En la actual confrontación del psicoanálisis con los lazos discursivos del siglo XXI, notamos dos corrientes entre los psicoanalistas. Una de ellas, privilegia las alertas para no desnaturalizar al psicoanálisis frente a las transformaciones contemporáneas; la otra privilegia las nuevas posibilidades que se abren para el psicoanálisis, justamente a partir de esas transformaciones. Estas corrientes no se excluyen y motivan la presente indagación.
Maktub es un viejo y confortable sueño de la humanidad: mi destino está escrito en algún lugar, luego sólo me resta conocerlo y cumplirlo. El Maktub releva por lo tanto al sujeto de la responsabilidad sobre su destino.
El ser humano siempre buscó un lugar en el cual estaría alojada su historia, el cual variaba dependiendo de la época. Si antiguamente eran las estrellas, lo que lo llevaba y todavía lo lleva a consultar a los astrólogos, hoy es el genoma; es en el secuenciamiento de los genes humanos donde busca el confort del Maktub.
Curiosamente, en una entrevista del día 13 de abril de 2008, en el diario O Estado de Sao Paulo, Craig Venter, uno de los más importantes pioneros de la genómica, contrarió la ideología cientificista al afirmar:
Sí, los seres humanos son animales altamente influenciados por la genética, pero son también la especie más plástica en su capacidad de adaptarse al ambiente. Hay influencias genéticas, sí, pero aseguro que las personas son responsables por su comportamiento.
Esta afirmación de Venter coincide con la posición de la mayor parte de los genetistas y los aproxima a los psicoanalistas en un punto fundamental, a saber: no hay relación biunívoca entre en fenotipo y el genotipo, entre el mapa genético y su expresión, conocida como expresión génica. Existe una distancia que sólo es rellenada singularmente, no de manera universal, por objetos a. Tenemos aquí por lo tanto un campo común a los cientistas y a los psicoanalistas y, recordémoslo, también a los filósofos como Hans Jonas y su Principio de Responsabilidad, necesario para el pensamiento ético actual, exactamente en correlación con los cambios del lazo social en la globalización. La quiebra de los patrones de verticalidad de las identificaciones en esta nueva sociedad de red, plana u horizontal, como se prefiera, corresponde en igual medida al aumento de la responsabilidad subjetiva ante el encuentro y la sorpresa.
Los avances de las investigaciones científicas en materia de genética importan al psicoanalista de hoy, así como importaron los avances de la física al psicoanalista de un siglo atrás; la genética representa en nuestros tiempos, para la ciencia, lo que la física ya representó: el lugar de punta del avance científico.
El método de la intervención analítica
La primera investigación que realizamos fue formalizada a partir de un diagnóstico situacional sobre el sufrimiento reportado por los pacientes y por los genetistas. Detectamos un nuevo y verdadero virus del lazo social que hemos denominado RC, iniciales de Resignación y Compasión. Resignación de los pacientes, Compasión de las familias.
Estamos acostumbrados a recurrir a un médico cuando sufrimos de algo, no cuando nos sentimos bien. Por lo tanto, un fenómeno típico de nuestro tiempo, antes impensable, es la comunicación de un diagnóstico y pronóstico científicos anunciándole a una persona una enfermedad futura, de la cual ella todavía no sufre y que frecuentemente tiene un nombre extraño, aterrorizante. Pasado un primer momento de enojo, casi siempre la persona elige alienarse en un “sujeto supuesto saber” del imaginario social o, en otros términos, en un sufrimiento prêt-à-porter. Sabemos bien cómo la sociedad es capaz de producir sufrimientos y alegrías en modelos prêt-à-porter.
Al adoptar tal actitud, el sujeto deja la puerta abierta a dos problemas: primero, resignándose anticipa el sufrimiento, facilitando en esa anticipación el progreso de la enfermedad anunciada. Segundo, del lado de la familia, yuxtapuesta a la resignación surge una compasión que bajo su aspecto de virtud, esconde el vicio de comodidad indiferente, congelando la situación en un dueto dolor–misericordia. Es por eso que hemos titulado nuestra investigación “Desautorizar el sufrimiento”, entendiendo con eso el sufrimiento patrocinado/auspiciado.
Hemos logrado así verificar que una intervención psicoanalítica era posible con estos pacientes, sustrayéndolos de la seguridad de una solución prêt-à-porter y devolviéndoles la sorpresa del encuentro que ellos habían tenido con aquel veredicto terrible. Entendíamos que nuestro “sujeto supuesto saber”, creativo y responsable, obtendría beneficios en dos aspectos críticos: el momento inmediato y el progreso de la enfermedad.
Pudimos notar en la práctica clínica lo que Jacques-Alain Miller (2006, p. 12) anunció a propósito del tema de las 36° Jornadas de Estudio de la Escuela de La Causa Freudiana:
Cuando trabaja en su máxima potencia, el psicoanálisis hace, para un sujeto, vacilar todos los semblantes, [incluyendo aquellos del dolor, debemos agregar]. […] Esto libera una señal de apertura, incluso de inventiva o de creatividad, que va a contramano del festín de Baltasar. Lo que de allí emerge, en la mejor de las hipótesis, es una señal que dice “no todo está escrito".
Una objeción al amo contemporáneo. No todo está escrito. Aun cuando está escrito en el código genético, existe un gap, una distancia entre lo escrito, el genotipo al que hicimos referencia, y su expresión en el fenotipo.
A lo largo de un año hicimos el seguimiento de diecinueve pacientes, elegidos entre los que solicitaron ser atendidos por un psicoanalista en el Centro de Estudios del Genoma Humano. Sus enfermedades eran muy variadas: distrofia muscular de Duchenne, distrofia mitónica de Steinert, distrofia muscular facioescapulohumeral, ataxia espinocerebelar.
La primera y la segunda entrevista estuvieron a cargo de Jorge Forbes con la presencia de Mayana Zatz. Estas entrevistas fueron transmitidas en directo a un equipo de psicoanalistas del IPLA de Sao Paulo y estaban orientadas a delimitar el campo de incidencia de la separación entre el S1 y el S2. Citemos al respecto el referido texto de Jacques-Alain Miller:
Esto define la condición de la propia posibilidad de ejercicio psicoanalítico. Para que haya psicoanálisis es necesario que sea lícito, permitido –y es eso lo que se enfrenta a los poderes de los demás discursos establecidos–, alcanzar al significante amo, hacerlo caer, revelar su pretensión absoluta, como un semblante, y reemplazarlo por lo que resulta del embrague del sujeto del inconsciente sobre el cuerpo, esto es, lo que llamamos con Lacan el objeto a.
A partir de esas entrevista preliminares, discutidas con todo el equipo, uno de los miembros asumió la dirección del tratamiento analítico con una frecuencia semanal. Mayana Zatz y Jorge Forbes volvieron a ver a los pacientes cada tres meses.
La adhesión al tratamiento fue total. No hubo una sola ausencia a las consultas durante todo el año, y vale recordar que esas personas tienen dificultades de locomoción. Sus cambios de posición en relación al goce fueron evidentes, así como el cambio de posición de las familias en relación al sentimiento de piedad.
Esta práctica clínica nos enseña muchas cosas, entre ellas:
- Que existe la posibilidad de una práctica del psicoanálisis en instituciones, lo cual supone partir de la cuestión de cómo crear una institución a partir del psicoanálisis o, en algunos casos, cómo reorientar la institución existente con el psicoanálisis.
- que existe la posibilidad de transmitir, por la clínica, el savoir faire inspirado en la segunda clínica de Jacques Lacan, aquella que llamamos Clínica de lo Real.
- que existe apertura a una colaboración con los cientistas que no se limita a decir que “Freud también era un neurólogo”. Esto confirma la necesidad de respetar las diferencias entre los discursos para ponerlos en genuina colaboración.
Concluimos entonces: la clínica de los objetos en la experiencia psicoanalítica posibilita al ser humano del siglo XXI liberarse de los nuevos maktub, y, correlativamente, responsabilizarse por el hueso de su existencia de una forma renovada y creadora.