… aquellos vivientes que
poseen tacto poseen también
deseo.
Aristóteles
Ahora puedes palpar el aire,
acariciar la brisa
y beber la lágrima.
I. Martín Baró
Aristóteles nos enseñó que es un error confundir virtudes cognitivas con virtudes morales. Que saber o saber hacer algo en el mundo tecnocientífico no es lo mismo que saber hacer algo moralmente bueno consigo y con los demás. Pero todavía hoy muchas veces parecemos seguir atrapados en la doctrina medieval de los trascendentales, esperando por ejemplo que quien accede a lo bello o a lo verdadero también alcanzará ahí mismo lo bueno, y viceversa, o que lo manifiestamente bello será también bueno y verdadero. Sabemos que esos campos –conocimiento científico, ética y estética– quedaron definitivamente separados después de Kant y de la caída de la metafísica, y hoy nos vemos en dificultades para volver a establecer un vínculo aceptable en una era postmetafísica. Sin embargo, en algunas ocasiones aparecen atisbos de esa relación, desde otra perspectiva. Levinas afirmaba que en el maestro –o la maestra– palabra y vida, doctrina y existencia, se vuelven una sola cosa. Puede pensarse el caso de Ignacio Martín Baró como un ejemplo de ese vínculo. Sus estudios psicológicos sobre los efectos de la violencia en los sujetos, su re-evaluación de las escuelas psicológicas y psicoanalíticas a la luz de las experiencias terribles de la violencia y represión centroamericana, [1] su trabajo sobre el rol del sujeto y el vínculo comunitario a la luz del trauma, y su propia elaboración teórica y práctica, selladas por el testimonio (en griego martyrion) de su propia existencia, son buenos argumentos de esa relación.
Sin embargo no se trata en estas páginas de un abordaje teórico de sus posiciones epistémicas ni mucho menos de una hagiografía de la persona de Martín Baró. De lo que se trata, en cambio, es de tomar un indicio pequeño que él estudia en un ensayo, y que permite tanto exponer de modo notable la relación estructural del sujeto con otra persona como establecer una serie de consecuencias existenciales. Se trata de un indicio frágil, casi tan tenue como el objeto mismo de su reflexión: la caricia. La caricia se manifiesta como fenómeno de una estructura antropológica fundamental, que vincula ternura y violencia, indefensión y fuerza, pasividad y reclamo activo. Como en el poema del epígrafe, esa experiencia nos interroga si hemos oído el chillar que nace entre cuerpos, el grito donde se reconoce reclamo, se manifiesta deseo y se da lágrima. [2] Fragilidad, sutileza y a la vez imposición de una presencia insoslayable se amalgaman en esa experiencia. Aquí nos corresponde analizar la exposición del ensayo y sus posibles antecedentes y ramificaciones, para comprender cuánto queda todavía por entrever en este fenómeno tan cercano y quizás por ello tan velado.
En este texto tomaré tres aspectos centrales, relacionados pero distintos, que Martín Baró encuentra en la caricia: lenguaje, expresión, comunicación. A continuación les vincularé con los análisis contemporáneos de Levinas, Sartre y Derrida, que permiten enfocar estos aspectos desde una serie de descripciones que al mismo tiempo muestran y ocultan aspectos fundamentales de esa relación. Finalmente propondré una interpretación de la caricia en la expresión de la ternura, como un fenómeno de relación donde se manifiesta la fuerza y la pasividad propias del reconocimiento y de la estructura de relación ética fundante del sujeto, como una respuesta al riesgo siempre presente de transfiguración del contacto en violencia cruel, y por ende también como una posibilidad de reapropiación del legado de Martín Baró y su preocupación por el trauma de la violencia social y política.
Lenguaje, expresión, comunicación: la estructura de la caricia
Parece correcto el término con que Martín Baró titula su ensayo: Psicología de la caricia. No es una fenomenología ni una ética, sino la representación psicológica previa a la indagación de la estructura del fenómeno y sus consecuencias prácticas. Conviene atender a su precisión, ya que establecer las categorías básicas de su exposición permitirá luego avanzar hacia otros campos para después, en un movimiento de retorno, volver a la exposición original con una comprensión enriquecida.
La caricia es una de las “manifestaciones afectivas humanas” que se da como acción de la mano. Pertenece al tacto, pero tiene “un rasgo particular de expresividad”, “se reviste de trascendencia” y “deja de ser movimiento para convertirse en sentido” (Martín Baró, 1970: 496). Se tiene que entender correctamente qué se indica aquí con “expresividad”, “trascendencia” y “sentido”. Los tres términos indican una relación excéntrica del sujeto, que puede volver a sí sólo a partir de un vínculo externo. En esto se parece al tacto, que como afirma Aristóteles lleva en sí incluido un aspecto relativo al deseo (De anima, 414b). [3] Pero el caso de la caricia es una especie de “test proyectivo psicológico”, en tanto en ella el ser humano expresa “sus deseos, sus ilusiones, sus esperanzas, su persona”. Es decir, integra la capacidad de tacto en un tipo de acción comunicativa que no se reduce a sensaciones nerviosas y físicas.
Por ello, la caricia tiene en su materialidad ante todo la dimensión del “lenguaje revestido de carne y modulado por el movimiento”, “no tiene otra definición que palabra” (Martín Baró, 1970: 496). “Si la palabra es la estructuración sonora de ideas y sentimientos, la caricia es su estructuración táctil. La palabra se comunica por las ondas sonoras, la caricia se traduce en el contacto”. Comunica como el lenguaje y obtiene como reacción las mismas diversas respuestas. Por ello –y esta es la idea central que atraviesa el ensayo– como la palabra hablada, la caricia puede ser monólogo o diálogo. Si es diálogo, es como si la mano perdiera la opacidad material, y transparentara habla y escucha, como si susurrase. Así, quien acaricia pierde conciencia de su mano porque “su intencionalidad trasciende la presencia de un contacto, para dirigirse directamente al otro” (Martín Baró, 1970; 497). Hay más que búsqueda de un tipo de placer allí, hay reconocimiento del otro y comunión, un ir más allá de sí que al dar ya recibe. Reconoce la alteridad del otro acariciado.
A continuación, Martín Baró recupera la experiencia narrada por Buber cuando de niño sentía la alteridad del caballo en una relación de caricia, hasta que un día se volvió consciente de su mano, volvió sobre sí mismo, y el diálogo devino monólogo. Sigue habiendo caricia, pero es una “expresión truncada”. Efectivamente es su mano la que acaricia, “exige, busca su sensación”, “no busca al otro, no quiere trascenderse a sí misma: quiere el contacto para sí”, y lo acariciado “ya no es sino objeto” (Martín Baró, 1970: 497). Sigue siendo un lenguaje pero que vuelve sobre sí, no busca a la otra persona sino al objeto que causa placer, donde se busca conseguir algo, con un interés vuelto exclusivamente sobre sí, que expresa sólo una exigencia.
De este modo, la expresión mantiene la forma de una comunicación, pero sólo la forma, no la materialidad del contenido y la intención. El monólogo hace que esa caricia sea autosuficiente, satisfecha con lo que sea que la satisfaga, sin resto ni mucho menos alteridad. Ya no comunica porque “ya no es un mensaje, y si se entiende es como mensaje que no llega” (García Baró, 1970: 498). Sin otro, esa caricia no bendice, no acusa, no pide, no da. Por eso, además de la caricia diálogo y la caricia monólogo puede darse la caricia superficial, intrascendente, banal, como otras posibilidades del lenguaje, la expresión y la comunicación.
Infinitud, para sí, promesa: el problema de la mutualidad
A partir de los tres elementos que la psicología de la caricia nos revela, conviene volver sobre tres hallazgos filosóficos relevantes del siglo XX. Puede verse en ellos algo que el reciente texto de Honneth (2018) sobre el reconocimiento destaca en toda la filosofía francesa desde Rousseau: la relación entre reconocimiento y “pérdida de sí”, en tanto la subjetividad propia se da en un modo de dependencia del otro. Y junto a esa pérdida el problema de la mutualidad. Este hallazgo será significativo, pero se planteará desde una versión invertida en el análisis ulterior de estas páginas, aunque aquí sirve como llave para abrir tres núcleos problemáticos en Levinas, Sartre y Derrida.
a) Levinas ubica la caricia y el contacto en el plano de la sensibilidad. Hay que recordar que la sensibilidad en Levinas es lo que permite la apertura a la alteridad, origen que funda al sujeto en su relación con el otro. Pero la caricia trasciende lo sensible, no por sentir algo más allá de los sentidos, sino que del mismo modo que la estructura levinasiana del deseo, es como un hambre que crece al alimentarlo y va siempre más allá (Levinas, 1995: 267). En segundo lugar, se relaciona con la estructura del deseo porque no apresa nada, solicita y se abre a un futuro que “jamás es lo bastante porvenir” (contraparte del “pasado jamás suficientemente pasado” de Valéry, con el que Levinas intenta mostrar el “cuándo” del “origen” de la relación con el otro). Es decir, como sucede con el deseo, la caricia es un desgarro en la subjetividad abierta hacia el otro que escapa toda totalización, todo concepto. Como lo revela la estructura del infinito: el deseo del otro, iniciado por el rostro del otro que afecta mi sensibilidad y suscita mi movimiento hacia él, no puede ser satisfecho ya que trasciende la figura concreta de quien me enfrenta. “Va más allá de su término”, “hacia lo invisible”, pero tiene “hambre … de esta expresión” que pueda decirlo (Levinas, 1995: 268). Busca más allá del ente concreto, más allá “del consentimiento o la resistencia de una libertad”, imposible de anticipar en un reclamo determinado. Finalmente revela la ausencia en lo acariciado pero también en quien acaricia. Si es posible la profanación, la violación, la anticipación, la vuelta banal o interesada hacia sí, es sólo porque son formas posibles e inadecuadas a la estructura de la caricia.
En cambio, en la caricia abierta a esa alteridad “el cuerpo deja el orden del ente”, y en lo carnal - “lo tierno por excelencia” - expone su fragilidad y la imposibilidad de su objetivación. Pero en esta misma relación sucede algo esencial en Levinas: “La caricia no se dirige ni a una persona, ni a una cosa”, indica una pasividad involuntaria. Es una pasividad mutua porque antecede tanto a la intencionalidad del agente que alcanza su mano como de quien es acariciado. “La caricia aspira a lo tierno que no tiene ya el estatuto de un ʽenteʼ”, es tierra de nadie entre ser y no ser, ofrecimiento a mis poderes y al mismo tiempo huída, evanescencia. “La ternura, sufrimiento sin sufrimiento, se consuela ya al complacerse en su sufrimiento. La ternura es una piedad que se complace, un placer, un sufrimiento transformado en felicidad: la voluptuosidad” (Levinas, 1995: 269). Para Levinas la ternura es simplemente un modo de volver al propio encierro. La voluptuosidad relacionada aquí con una interpretación de la ternura también muestra el deseo, porque nunca logra la revelación definitiva, dice y renuncia decir, parece iluminar pero finalmente no ilumina.
Levinas parece atrapado en el temor que la caricia concreta, por ejemplo en la voluptuosidad de los amantes, el otro sea reducido y su alteridad aniquilada, lo que le impide ver que es en ese momento que se manifiesta una faceta también extraordinaria de la caricia: la mutualidad. Pero para Levinas nunca se da significación en el rostro visto ni en la piel acariciada, porque la alteridad se evade. El otro huye sus formas y mis accesos a él. En el rostro se origina la significación, el rostro significa por sí antes de todo sentido que yo pueda darle, pero en su infinitud escapa finalmente toda concreción, incluso la que se da en el otro material y finito frente a mí.
b) Para Sartre la filosofía inicia revisando la relación verdadera entre conciencia y mundo, entre el modo cómo la conciencia pone el mundo y lo que el mundo manifiesta. Heredero y crítico de Descartes, Sartre sostiene que el sujeto de conocimiento o pensamiento que se piensa a sí mismo se funda en una experiencia previa, pre-reflexiva, fáctica, dada en un modo que podría definirse como intersubjetividad. La separación de las cosas que son “en sí” y las que son “para sí”, en términos sartreanos, llevan a plantear la actividad que permite al existente devenir “para-sí” como un proceso. El cuerpo es una pieza esencial de este proceso, en tres dimensiones: cuerpo como lo que vivo, cuerpo utilizado y conocido por otros, cuerpo que existe para sí como conocido por otro al modo de cuerpo (Sartre, 1961: 195). La mirada del otro me revela como objeto, pero al mismo tiempo como ser afectado y por la conciencia la capacidad de pasar de ser un “en sí” a un “para mí”. Los análisis sartreanos de este fenómeno son demasiado extensos, por lo que conviene enfocar en el rol que la caricia y su vínculo con la enajenación y la apropiación juega en ellos.
Frente al otro, según Sartre, me veo objetivado y enajenado. El deseo sexual es un intento original para percibirme subjetividad libre, capaz de revertir esa enajenación pero que al mismo tiempo está todavía más vinculada con otro. En el deseo, ante otro, me hago carne para apropiarme de alguna manera de su carne y superar esa enajenación sentida (Sartre, 1961: 247). El cuerpo toca a otro, se lo apropia como carne, pero siempre de modo contingente. El sujeto desea haciéndose cuerpo, que no es instrumento de contacto sino un modo de “encarnación”. Allí el sujeto se apropia del otro y así es que deviene para sí. “La caricia hace que nazca Otro, como carne, para mí y para él mismo” (Sartre, 1961: 248). En esto “la caricia no es en nada distinta del deseo: acariciar y desear no son más que una sola cosa; el deseo se expresa por la caricia como el pensamiento por el lenguaje. Y, precisamente, la caricia revela la carne de Otro como carne para mí-mismo y para Otro”. El tacto y en particular la caricia me permiten como sujeto llegar a ser un para sí, pero algo recíproco “me hago carne para arrastrar a Otro a realizar para sí y para mí su propia carne” (Sartre, 1961: 249). Este es el drama que acecha en esta descripción: la sujeción del otro al logro del para-sí. La caricia encarna al otro y al mismo tiempo me encarna y alcanza el para-sí propio. Al hacerlo alcanza y supera su para-sí. Y revela la pasividad radical del otro: “al agarrar a Otro se revela su inercia y su pasividad de trascendencia-trascendida; pero eso no es acariciarlo”. La pasividad tocada del otro puede ser caricia pero también asimiento, en el que el otro se sostiene en su pasividad para que el sujeto alcance su para sí. En todo caso, también es interesante que el deseo hecho caricia tenga una significación que lo constituye y supera: permite realizar una conciencia y la aniquila. No es una mera percepción del mundo sino su alteración radical. Pero la dificultad que persiste es que el otro deviene la mediación del sujeto para-sí.
De allí que la caricia tenga sus facetas múltiples en el reflejo de esa estructura: voluptuosidad, instrumentalidad, posibilidad de conocimiento, roce, etc. Pero en todo caso “un contacto es caricia; es decir, que mi percepción no es utilización del objeto y superación del presente con vistas a un fin; sino que percibir un objeto, en la actitud deseante, es acariciarme con él” (Sartre, 1961: 251). Sucede aquí, entonces, una pérdida inversa a la caricia levinasiana. Si en Levinas el otro queda trascendentalizado de tal forma que escapa todo vínculo en su infinitud, en Sartre el otro queda subsumido a los fines de constitución del para-sí subjetivo, quitándole ambos a la caricia la intencionalidad dialógica que Martín Baró intentaba poner en escena con su análisis psicológico. Configuran ambos un tipo de trascendencia ontológica que parece prescindir de la finitud y contingencia en vistas de otra realización superior.
c) Derrida (2011) elabora una reconstrucción minuciosa de las interpretaciones filosóficas acerca del tacto, en tanto, al modo del tacto, toda la filosofía ha sido un intento de pensar su “afuera”, reducirlo a la presencia y apropiárselo o al menos controlarlo. Al mismo tiempo ha sido un modo de pensar la trascendencia de sí hacia otro, y el tacto también es un momento fundamental de ese movimiento. Pero tocar, en tanto contacto físico, no es algo exclusivo de humanos. Las cosas se tocan entre sí. Además, en todo caso todo tocar es un contacto de superficie, de límite o borde, lo que en sí no es estrictamente una cosa. Entonces tocar es experimentar un límite. Al mismo tiempo implica la cercanía espacial, más aún, es una eliminación de la separación al mismo tiempo que la mantiene. Pero en el caso del tacto, esta in-mediatez es también metáfora en su sentido más estricto: proceso de sustitución, un “diferir” en el doble sentido de diferenciar y postergar. En la experiencia humana, la metáfora y el tocar tienen una estructura asociada y vinculada al “sentido”. Como J.-L. Nancy, su partennaire a lo largo del libro, Derrida resiste las ontologías de la presencia, características de occidente, y prefiere una aproximación con más tacto al sentido del tacto. Así se preservaría la libertad de lo que no puede dominarse por la intencionalidad del sujeto y su poder. Pero el tacto es peligroso, puede tocar en exceso o insuficientemente, violar una resistencia o respetarla, compartir o apropiarse. Así, el “compartir” está en el centro del tocar, aunque lo que se toque sea siempre superficie.
La doctrina moderna del cuerpo como “extensión” conlleva una especie de evidencia y al mismo tiempo una interrupción: es una “parte” separada de otras, pero también una relación consigo mismo que ya no admite partes: “Si toco un cuerpo vivo, si un cuerpo vivo se toca, entonces no es seguro que la extensión sea trascendida, pero es menos seguro aún que el tocar o el tocar-se toquen según el «partes extra partes». El golpe o la caricia pronto nos obligarán a suspender cualquier conclusión apresurada al respecto” (Derrida, 2011: 38). La violencia del golpe o la caricia no nos permiten decir con evidencia la estructura de la relación. La “psyche” se extiende a sus partes sin saberlo, les da una unidad aunque suceda sin ser consciente de ello. Psyche permanece intangible y al mismo tiempo sensible y posibilidad del tacto, “tangible, ciertamente, pero intocable. Al menos para Eros. Al menos cuando Eros tiene tacto. Y experiencia de la caricia, y hasta es experto en ella” (Derrida, 2011: 104). Hay una dirección hacia un “quién” más que un “qué” en golpe y caricia, pero es un quién que excede al humano. Pero aquí Derrida comienza a elaborar una alternancia, una extrapolación: hay un tipo de golpe en la caricia; hay modos del tacto –como el beso– que incluyen la caricia pero no eximen de cierto golpe (Derrida, 2011: 109). Sucede que la caricia no es simple contacto, sino un modo de dar y/o tomar. ¿Quién da y qué da? No es fácil decirlo, ya que las intenciones a menudo son trascendidas, oscuras, ciegas a sí. Derrida recuerda el más allá de la fenomenalidad al que dirige la caricia según Levinas, pero identifica allí una desconfianza respecto del contacto efectivo, lo que haría que el otro permanezca finalmente intocable y remite a un porvenir puro y sin contenido (Derrida, 2011: 120ss). Por ello Derrida propone una alternativa que no renuncia a Levinas pero salva el contacto: la caricia es del orden de la promesa. No es una constatación ni un performativo –pues ambos quedan relativizados y finalmente imposibilitados– sino una ternura cuidadosa ante lo frágil que queda abierta al futuro. Es una promesa incumplible, diferida.
En una expresión que es contracara del análisis de Honneth respecto de la dependencia “francesa” del otro, estos análisis fenomenológicos revelan la pérdida del otro como otro-concreto, en tanto su manifestación y expresión abiertas por la caricia finalmente remiten a una infinitud o una nada que en su exceso trascienden toda reciprocidad, todo goce mutuo. La “pérdida de sí” se da en Levinas y Derrida por el temor a que el sujeto como poder de comprehensión aprehenda al otro en su alteridad como presencia, mientras que en Sartre la pérdida de sí es la paradoja de llegar al para-sí mediante la objetivación de otro – sin el cual no hay para-sí. En todo caso, el diálogo propuesto como esencia de la caricia en Martín Baró se vería comprometido. Ahora bien, posiblemente la ternura como expresión de la caricia nos permita un giro superador de esta tensión, aunque sin eliminarla.
La ternura: demanda en la caricia y respuesta a la crueldad
La pasividad subjetiva en Levinas, que se revela radicalmente insuperable en el deseo y la caricia del otro que siempre está por encima del sujeto, y la pasividad del otro en Sartre, que siempre reconduce el yo a su para-sí, terminan por formular un tipo de acción donde –más allá de sus expresiones– cierta ternura falta, es decir, donde la capacidad de ejercer una intencionalidad de reconocimiento y de entablar un vínculo recíproco es fallida. O sea que la caricia del otro infinito finalmente excede toda intencionalidad y por ende invalida la carga intencional (de la conciencia que está “a la altura” del fenómeno para darle plenamente sentido) de ternura en Levinas, mientras que en Sartre sucede una contracara de esa invalidación, al postularse que la vuelta sobre sí del tocar-que-se-toca para alcanzar su para-sí cierra sobre sí la intencionalidad como un círculo. El exceso del otro y la temporalidad abierta que la caricia revela en Levinas y Derrida enfrenta al exceso del para-sí en el análisis de Sartre. En Sartre se trata de una pérdida de conciencia diversa a la que Martín Baró reconocía, ya que lo que se aniquila según Sartre es la autoconciencia característica del sujeto moderno al “cumplir” la vuelta sobre su para-sí, mientras que en Martín Baró es un despojo subjetivo en la concentración en el cuidado del otro. De allí que el diálogo en la caricia no es enfrentamiento de dos logoi ni la búsqueda dialógica de acuerdos, ni la superación dialéctica en una tercera entidad, sino un contacto de dos vías de reconocimiento mutuo de una presencia que reclama, escapa en su trascendencia y vuelve.
Por temor de eliminarla o por temor de no alcanzar el para-sí, respectivamente, la caricia finalmente acaba en estos análisis filosóficos sin otro concreto. La caricia en Levinas debe vincularse con el deseo que abre y desfasa la intencionalidad, en Sartre la caricia es esencial a la intencionalidad porque es lo que permite que el deseo cumpla su vuelta a sí; en Levinas el deseo del otro que la caricia muestra es deseo de esa alteridad que nunca se puede alcanzar, en Sartre el deseo en la caricia es la intencionalidad que retorna circularmente. En ambos hay una carencia que puede verse a partir de la sorprendente alusión que Derrida hace a Santo Tomás (2011: 350ss). Si en la caricia hay una transitividad y al mismo tiempo una reflexividad, ambas deben vincularse con un tercer elemento, el “mutuus contactus”, que en el medieval aduce a la relación con Dios pero debe extenderse al trato interhumano.
Junto a la mutualidad, debe subrayarse un segundo aspecto, la ternura. La caricia admite una violencia, sea por su vecindad con el golpe antes expuesta, sea porque hay una fuerza que excede al poder del sujeto ante quien se muestra deseable. No es ocioso recordar el segundo trabajo de Freud sobre la Psicología de la vida amorosa (“Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”), donde muestra respecto de la impotencia algo con implicancias directas sobre la ternura: los casos patológicos en que la corriente de ternura y de sensualidad en la vida amorosa quedan escindidas. La corriente de ternura es más antigua y está al servicio de la autopreservación, y se vincula con las personas que proveen para el infante, mientras que la sensual es la exteriorización de la pulsión sexual. La ternura puede luego también vincularse con otros objetos y personas. No es este el ámbito clínico de análisis de los problemas posteriores de la relación inadecuada entre ambas corrientes, pero sí mostrar el rol estructural y originario que también compete a la ternura. Es decir, la ternura se vincula con una estructura de autopreservación que relaciona de modo seminal al sujeto con otro, y mutuamente.
Esto puede revelarse de modo notable si retomamos los análisis de Martín Baró a partir de su noción de caricia y de estas exposiciones fenomenológicas, para comprender cómo funcionarían a la luz de experiencias traumáticas concretas. Esos análisis no se entienden si no se tiene en cuenta la estructura relacional psico-social a la base tanto de la subjetividad como de la patología y del tratamiento (Martín Baró, 1998: 39ss). Su psicología de la liberación es un intento de pensar críticamente las psicologías europeas y norteamericanas centradas en la autosatisfacción individual, para reconocer esa fuente relacional y pensar desde allí todo análisis de la subjetividad (Watkins y Shulman, 2008: 24). La psicología de la liberación busca el paso del fatalismo a la conciencia crítica creativa, frente al trauma histórico concreto sufrido por un sujeto que es miembro de una comunidad. Lograr identificar las estructuras opresivas que quitan la fuerza y creatividad en la propia vida; revisar y democratizar las epistemologías características de las psicologías heredadas; reorientar la praxis hacia la narración de las comunidades para crear posibilidades de un mundo en que sea más fácil amar, son algunas de sus propuestas (Watkins y Shulman, 2008: 25ss). Esto significa un cambio radical de gravitación: el peso del autoritarismo de las diversas tradiciones, incluidas las de izquierda, debe recentrarse en la debilidad-potente de quienes han sufrido.
Esta estructura, releída desde los aportes filosóficos y situada en contextos críticos históricos concretos, es central para la experiencia de la caricia, en tanto su estructura final indica una pasividad, pero al mismo tiempo una pasividad con la fuerza de otro tipo de violencia, como la imposición de una presencia demandante – frágil, endeble, pero insoslayable. Sucede que también el sujeto se estremece al ser acariciado por otro, cuando la caricia busca a otro libremente, no como un pago que requiere contraprestación o mera autosatisfacción, sino que dándose se abre también y celebra la respuesta. De allí que la propia apertura y promesa de Derrida, la diacronía en Levinas y la vuelta sobre sí de Sartre deben también sostener una presencia trémula, que por razones filosóficas son imposibles para los primeros e innecesarias para el último: la presencia frágil de un ente que se comunica desde su reconocimiento al ser acariciado con ternura y, eventualmente, expresa su respuesta, su mutualidad, quizás también bajo la figura de caricia.
A primera vista, los análisis psico-sociales y la relación entre caricia y ternura pueden parecer dos ámbitos escindidos. Sin embargo, una atención más cercana abre una relación. Sucede que el interés de Martín Baró no era sólo académico, sino un compromiso también respecto de las víctimas. En él se registra el paso que Watkins y Shulman (2008: 64ss) proponen de observador a testigo, o sea de quien pasa de la pasividad sin compromisos del mirar al dar testimonio de aquello que se vio, se sintió, se padeció y se respondió. Ambas posiciones conllevan sus propios sufrimientos, pero aquel que involucra al sujeto-testigo implica también una particular posibilidad de abordaje. Porque mantenerse en la posición del observador implica asumir una serie de disociaciones que permiten la barbarie, en tanto el sujeto permanece aparentemente incólume a los eventos.
Por su parte, la afección como el tipo de contacto que por antonomasia sucede en la caricia que expresa ternura y comunica cuidado, permite volver sobre la posición de alguien como Fernando Ulloa (1995), que mostró no sólo la base ética del sujeto en la ternura y la violencia que aparece cuando la estructura primera del sujeto no es la ternura, sino también el rol de la ternura en la desarticulación de estructuras opresivas sobre el otro y de la crueldad sufrida en el propio cuerpo en situaciones de violencia y tortura. La ternura adopta un tipo de empatía que suple una carencia, y un miramiento que provee una progresiva autonomía. Así, abrigo, alimento y buen trato son las manifestaciones tangibles de la ternura, que permite también el surgimiento de un orden simbólico que permita respeto del otro; y al negarse cada una de ellas se da un tipo de violencia destructiva, una crueldad que abona otra crueldad futura. En la ternura hay una aisthesis –estética en su sentido más básico– que es “patria” ética del sujeto y un sentido de su verdad originaria en el mundo (Fernández, 2005: 73ss). Esto no elimina el “diálogo” de la caricia, propuesto por Martín Baró, sino que reubica el diálogo en un contacto y horizonte perceptivo previo. A partir de allí se comprende el rol también reparador de la ternura, siendo la caricia capaz de mantener trascendencia y al mismo tiempo mutualidad, asumir el exceso del otro pero también reconocer su presencia finita en diálogo con la propia, como modos de reparar la ternura fallida. Es el modo de volver sobre lo que la experiencia del terror reprimió, quitando la confianza elemental en la vida y en otros.
La caricia es un modo del tocar que en su expresión más adecuada dice ternura. No significa que no pueda haber otras caricias, como bien marcaba Martín Baró, que incumplen esa posibilidad. Pero en la intencionalidad de la ternura, la caricia abre un sentido propio, que confirma las tres marcas filosóficas expuestas y al mismo tiempo las reubica. Y lo hace frente a una presencia de otro que se impone y se muestra frágil al mismo tiempo. Allí la caricia es un lenguaje que también muestra los límites y condiciones previas del lenguaje. Por eso el lenguaje encuentra en la caricia –como en la violencia– su límite. Es por ello preciso volver sobre la “palabra” que según Martín Baró la caricia expresa. En la discusión que sostuvo James Baldwin con el filósofo Paul Weiss y que puede verse en el film “I Am Not Your Negro”, el filósofo intenta poner en escena un planteo lingüístico constructivista y liberal: la responsabilidad de la violencia racial la tienen quienes la sostienen poniéndola en palabras y así construyéndola performativamente. Incluso sus víctimas. Y por ende quitar del medio todo ese lenguaje sería el punto de partida para alcanzar esa humanidad universal, sin colores, igualitaria, tolerante. Las expresiones del lenguaje, como el caso del racismo, se remitirían a un empleo inexacto y un error de creencias, por lo que cambiar el lenguaje y sus premisas resolverían el error y cambiarían las acciones. Sólo hay problema porque hay cierto uso del lenguaje, de no haberlo se eliminaría el problema. La respuesta de Baldwin es demoledora: sus ataques de pánico y el terror ante la agresión latente en su país, que atravesaron su vida, la vergüenza y la paranoia de los propios afroamericanos respecto de sí, el modo en que tácita o expresamente el racismo atravesó todas sus relaciones, es algo que excede y anticipa la palabra. Nunca Weiss podría haber sentido eso porque sus condiciones históricas respondían a otro contexto, blanco, clase media, académico. Del mismo modo, mutatis mutandis, si la caricia tiene una palabra y un lenguaje es porque hay un contexto previo, entramado de palabras pero también de sentimientos, ominosidad, negación, afirmación, gozo, afirmación, etc., que permiten luego con la palabra cobrar conciencia y configurarse, pero que permanecen allí, a menudo tácitos y latentes.
La crítica de Nietzsche en El ocaso de los ídolos (38) a la vulnerabilidad y “Zärtlichkeit” (ternura, delicadeza) de la humanidad moderna –por la creencia de ésta que esa disposición sería un avance moral cuando en realidad finalmente acabó no permitiendo una ética libre y de señores– concluyó, según Simmel, no en la moral de señores sino en una eliminación de la ternura y sensibilidad, y no como resultado de una voluntad de vida sino por la indiferencia e insensibilidad de las relaciones económicas en el capitalismo y la técnica. Lo que Simmel no vio es que esas relaciones en contextos de países dominados adquieren una dimensión de violencia explícita, a menudo impulsada por el Estado y los poderes que representa. Por eso la caricia y la ternura, como lo planteaba Martín Baró, permiten reubicar como un modo de fuerza, como un tipo de violencia, la relación con la alteridad, y así trascender el rol de contacto y alcanzar directamente al otro, donde todo nace.
Referencias
Aristóteles (1978) Acerca del alma, Gredos, Madrid.
Derrida, J. (2011) El tocar, Jean-Luc Nancy, Amorrortu, Buenos Aires.
Fernández, A.M. (2005) “Grupos de familia: de la crueldad, sus linajes y coartadas”, en Taber, B., Altshul, C. Pensando Ulloa, Libros del Zorzal, Buenos Aires.
Honneth, A. (2018) Anerkennung. Eine europäische Ideengeschichte, Suhrkamp, Frankfurt a. M.
Levinas, E. (1995) Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca.
Martín Baró, I. (1970) “Psicología de la caricia”, Estudios Centroamericanos, Universidad Centroamericana, San Salvador, pp. 496-498.
Martín Baró, I. (1998) Psicología de la liberación, Trotta, Madrid.
Merleau-Ponty (1993) Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Buenos Aires.
Sartre, J.P. (1961) El ser y la nada, Tomo II, Ibero-Americana, Buenos Aires.
Ulloa, F. (1995) Novela clínica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires.
Waldenfels, B. (2002) Bruchlinien der Erfahrung, Suhrkamp, Frankfurt a. M.
Watkins, M., Shulman, H. (2008) Toward Psychologies of Liberation, Palgrave MacMillan, Houndmills y New York.